Alguna vez, durante mis primeros años universitarios, me integré a una Tuna. Como en la Facultad de Ciencias de la Comunicación, Turismo y Psicología de la Universidad San Martín de Porres -en sus últimos años antes de convertirse en reducto aprista- no existía tal cosa, decidí aceptar la invitación de mi hermano quien, para ese entonces (1993-1994) había sido ordenado ya como tuno en la Facultad de Derecho de la misma casa de estudios. “Tuno” es el nombre oficial que reciben los miembros de estas agrupaciones de origen estudiantil, vocación divertida y hábitos noctámbulos, cuya aparición en el mundo de la música urbana y semiprofesional tiene una antigüedad que supera los seis siglos.
Esto convierte al llamado “arte del buen tunar” en una de esas antiquísimas tradiciones que perduran, aun en estos tiempos de reggaetón y redes sociales, combinando estampas de un pasado extremadamente remoto -vestimentas, repertorios, códigos, lenguajes- con comportamientos más contemporáneos, ubicados a ambos extremos -positivo y negativo-del amplio espectro de del entramado social moderno como la construcción y defensa de lealtades, redes de contactos amicales y/o profesionales, espíritus de cuerpo, entre otros.
En el Perú, como en otros países de Latinoamérica, la cultura de las Tunas Universitarias constituye un subproducto de la colonización española, unos niveles por debajo del idioma y la religión pero, a diferencia del entrañable y romántico mundo de la zarzuela, género teatral y musical decimonónico, muy popular en nuestras capitales durante la década de los años cincuenta/sesenta y que aun inspiran admiración en las minorías que lo saben apreciar; o la execrable pasión por los toros que, hasta hoy, hace salivar de sadismo a un nutrido sector de nuestras huachafísimas élites -tanto las tradicionales, rancias, como las de nuevos ricos asociadas a las relaciones de poder y corrupción vigentes entre políticos, empresarios, faranduleros y miembros de la “alta sociedad” que, cada mes de octubre, sacan lo peor de sí en los tendidos de Acho; ha logrado, para bien y para mal, adaptarse a los cambios sociales e integrarse al ecosistema de la cultura popular.
Aun cuando no sea un fenómeno masivo y ni siquiera particularmente conocido, (casi) todos pueden reconocer a una Tuna Universitaria si la ven pasar por las calles, revoleando sus capas y rodeando alguna plaza en búsqueda de una muchacha a la cual dedicarle coplas a grito pelado (para “embarcarlas”, podría complementar algún tuno que esté leyendo esto). A veces, entonando los temas clásicos del repertorio de tunas como Clavelitos, el más popular de todos, compuesto por los españoles Genaro Monreal y Federico Galindo en 1949; La morena de mi copla -pasodoble escrito en 1929 por el dúo Alfonso Jofre de Villegas Cernuda y Carlos Castellano Gómez para homenajear a un pintor del siglo XIX llamado Julio Romero de Torres, que hiciera conocida el tenor español Manolo Escobar; En esta noche clara, también conocida como La rondalla, que fuera grabada en 1962 por el mexicano Pedro Vargas, acompañado del Mariachi Vargas de Tecalitlán; Tuna Compostelana, pasacalle de 1958, con letra de Dolores Martínez y Fernando García Morcillo y música de Mariano Méndez Vigo; por citar solo algunas. Y otras veces, adaptando a su formato composiciones del profuso acervo folklórico hispanoamericano, tanto de su país de origen como de otros de la región. Por ejemplo, las tunas portuguesas suelen incorporar fados; las mexicanas, boleros y rancheras; y así.
Durante mi breve paso por aquella versión de la Tuna de la Facultad de Derecho de la San Martín, aprendí a conocer un poco más a las personas, en sentido general. En cada Tuna con la que interactué, debajo de aquellos uniformes negros, diferenciados únicamente por el color de “la Beca”, un paño en forma de V que identifica a la universidad y/o facultad a la que pertenecen-, se escondía un grupo variopinto de individuos con gustos diversos. Había tunos rockeros, tunos folkloristas, tunos criollos, boleristas/baladistas, trovadores y metaleros. Y también había tunos sin talento, absolutamente negados para la interpretación musical pero con la suficiente personalidad para disimular esas carencias y cumplir cabalmente con otros requisitos para ser tunos, aun cuando no estuviesen aptos para el canto o la guitarreada.
En cada Tuna Universitaria, además, sus integrantes suelen hacer a un lado sus comportamientos individuales para moverse y actuar de manera homogénea, transitando por una especie de universo paralelo, un topsy-turvy en el que se muestran eternamente juguetones, enamoradores, pendencieros, alegres y dicharacheros, capaces de cualquier cosa para conseguir lo que quieren. No debemos olvidar que una de las características de las Tunas Universitarias es que son, en principio, un pasatiempo. Una forma de escapar, a través de las canciones y la vida de artista de la calle, de tu realidad laboral y personal, de lejos más seria, compleja y problemática.
Aun cuando llegar a ser un tuno estuvo siempre muy lejos de mis intereses en aquella época, hubo algo en el hecho de pertenecer a ese grupo musical que me atrajo profundamente y, debo decirlo ahora, en retrospectiva, que disfruté mucho esos fines de semana de ensayos en la antigua buhardilla del local de la avenida Javier Prado, tocadas en toda clase de lugares y experiencias comunes, ya sea cumpliendo obligaciones contractuales -las Tunas Universitarias suelen, desde hace ya varias décadas, actuar a pedido en teatros, graduaciones, cumpleaños, eventos institucionales, tanto como lo hacen los conjuntos criollos o de mariachi- o en las legendarias “noches de parche”, una de las tradiciones que definen el concepto original de lo que es una Tuna.
Antiguamente, las estudiantinas, tunas y rondallas (el equivalente femenino de esta clase de agrupación universitaria) nacían de la necesidad. En las universidades de Salamanca, Madrid, Cádiz y otras localidades españolas, en los siglos XIII y XIV, grupos de jóvenes estudiantes con ciertas aptitudes musicales, pocos recursos económicos y muchas ganas de divertirse se juntaban para cantar y tocar sus instrumentos a cambio de algunas monedas o la posibilidad de conseguir un poco de comida. Lo que recibían, en las posadas, generalmente, eran raciones de sopa, por lo que se les llamaba “sopistas”.
Pues bien, estos “sopistas” -que no eran, en general, muy bien vistos por la oficialidad- recolectaban las donaciones de sus públicos improvisados en los parches de sus panderetas, usándolas como monederos. Luego llegaría la denominación “tuno” que sería, lingüísticamente hablando, un derivado de “tunante” -sinónimo de “pícaro, bribón”, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española-. A pesar de ese significado peyorativo recto, existe entre los tunos un profundo orgullo de serlo, una “mística” que defienden, literalmente, a capa y espada. Esto, que puede ser en algunos de sus extremos bastante irritante, es también un rasgo auténtico que genera identificación y sentido de pertenencia que los cohesiona fuertemente, una característica que alcanza sus mayores puntos climáticos en los festivales de Tunas Universitarias -los “encuentros”- donde hay mucha música, brindis y camaradería.
Entre las costumbres relacionadas a las Tunas Universitarias, una de las que mayor controversia generó siempre, incluso al interior mismo de las agrupaciones -y que las ensombrece, según mi punto de vista, aunque entiendo que, con el tiempo, se ha ido flexibilizando- es la dinámica existente entre los tunos propiamente dichos y los aspirantes a serlo, los llamados pardillos –“pardos” en el argot que manejan-, novatos que deben pasar por diversas pruebas y ritos de iniciación, antes de ganarse el derecho de ser ordenados como tunos, momento a partir del cual recién pueden colocarse sobre el pecho la Beca y ser considerados miembros oficiales.
Se trata de un anacronismo similar al de las hermandades de universidades norteamericanas o, sin ir más lejos, a las “tradiciones” que hasta hace poco eran comunes en la Facultad de Arte de la Pontificia Universidad Católica del Perú y que motivaron una corta cobertura en algunos medios, donde se les catalogó de abusivas. El pretexto, en todos estos casos, es que el aprendiz debe pasar por todo aquello, desde cumplir funciones al servicio de la agrupación y sus miembros mayores hasta soportar caprichos y órdenes irracionales, para ganar temple y curtir carácter. Sin embargo, lo más importante en una Tuna Universitaria, de cara al público, es y será siempre la música que interpreta.
En el panorama artístico actual, la existencia de las Tunas Universitarias es algo que merece destacarse, más allá de aquellas características que me alejaron de sus ambiguos y autoindulgentes sistemas de creencias. La historia y evolución de estas agrupaciones permite resaltar su voluntad de ser un vehículo que conecte el arte con los estudios universitarios. La conservación de un repertorio constituido por géneros inactuales –pasodobles, jotas, canciones de ronda, romanzas zarzueleras- que hoy no significan absolutamente nada para las juventudes modernas, idiotizadas por Shakira, Romeo Santos, Maluma, Karol G y su larguísimo etcétera de afines, posee una carga innegable de romanticismo que encaja a la perfección con otras manifestaciones que rescatan, desde la nostalgia, el valor de aquellos tiempos en que la música de consumo popular no tenía por qué ser de mal gusto para ser masivamente aceptada. Hoy en día, prefiero mil veces cruzarme con una Tuna Universitaria en las plazas de Lima, Madrid, Lisboa, México D.F. o Santiago, saltarinas, coloridas y musicales, que con émulos de Ozuna o Bad Bunny.
Quienes más o menos me conocen, saben que mi forma de ser estuvo y está en las antípodas de la personalidad del tuno promedio. Sin embargo, mis jóvenes ansias de hacer música en esa época me unieron por un breve lapso a esta extraña cofradía en la que, entre botas de vino y trajes que parecen sacados de las páginas del Quijote o alguna comedia de Quevedo, entre zalamerías y trasnochadas, entre guitarras, panderetas y bandurrias, se cultivan -como en la vida misma- toda clase de amistades, desde las ocasionales hasta las eternas, desde las sinceras hasta las hipócritas, desde las tranquilas hasta las accidentadas, desde las valiosas hasta las superficiales.
Aunque no logré adaptarme a su lógica -jamás superé la etapa de noviciado o “pardillaje”-, conocí durante unos cuantos meses las luces y sombras de la tradición de las Tunas Universitarias. Me retiré discretamente y seguí mi propio camino, atesorando únicamente los mejores recuerdos: los ensayos, las actuaciones, las comilonas, los bordones bien colocados, al estilo Ayacucho, de un tuno moderado de hablar pausado, sonrisa abierta y carácter bonachón que me enseñó a tocar el guitarrón y que con gusto habría sido -como alguna vez me dijo- mi “padrino de ordenación”. Un tuno que, de cuando en cuando y sin dejar de observar “sus tradiciones”, mostró su vocación por cambiar aquellas cosas que otros defendían y que, por ello, contó siempre con mi aprecio y agradecimiento.
A la memoria de Óscar “Osquín” Vidal Linares (1971-2023)