Jazz

[Música Maestro] De los ochenta años que va a cumplir este miércoles 9 de abril, Steve Gadd ha dedicado setenta a la batería. Eso significa que ha pasado casi el 90% de su vida entre tambores, bombos, baquetas y platillos. A pesar de que su nombre no signifique nada para los oyentes promedio, es un hecho que han escuchado más de una vez sus intensos redobles, sutiles plumillas o rítmicos ataques en grabaciones de Paul Simon, James Taylor o Eric Clapton -quien también cumplió 80 esta semana-, tres de los grandes nombres que lo han llamado para trabajar en estudios y giras alrededor del mundo.

Como él mismo cuenta en su página web oficial https://drstevegadd.com/, un tío le regaló su primera batería a los 11 años y de inmediato se obsesionó con la percusión. Pasó por el club de Mickey Mouse, la banda de su escuela secundaria y no paró hasta colarse, siendo todavía un adolescente, en las tocadas nocturnas de astros del jazz como Dizzy Gillespie, Art Blakey u Oscar Peterson en un conocido club de Rochester, ciudad del norte de New York. Años después, cuando fue destacado al ejército, hizo gran parte de su servicio en la banda militar. Su padre, amante de la música, “lo llevaba a todos los conciertos de los artistas que más le gustaban”. Hoy los llevan a los estadios, pintarrajeados y transformándolos en agresivos fanáticos. Eran tiempos mejores.

En el pop-rock, la batería siempre es el último instrumento en mencionarse, a pesar de su importancia que, en muchos casos, puede llegar a equiparar o incluso superar la del tótem indiscutible del género, la guitarra eléctrica. En un concierto, sea de quien sea, cuando llega el momento de presentar a los músicos, escucharás el nombre del batero al final. Y en toda reseña periodística o listado de créditos impreso, la sección de percusión cierra el párrafo, con la batería en último lugar. No importa si es Ringo Starr, Phil Collins o el baterista de Taylor Swift- esta costumbre con más de sesenta años de antigüedad se mantiene inalterable, salvo excepciones.

En el jazz, en cambio, los bateristas líderes son más comunes de lo que uno podría imaginar. Desde Gene Krupa y Buddy Rich hasta Art Blakey, Max Roach y Elvin Jones, la tradición de virtuosos ejecutantes de batería que se ubican al frente es amplia. Estos icónicos bateristas han sido inspiración para varios rockeros que, entre las sombras, brillaban en canciones como, por ejemplo, Moby Dick (Led Zeppelin, LP II, 1969) o Tom Sawyer (Rush, LP Moving pictures, 1981). En esos temas, John Bonham y Neil Peart respectivamente, son absolutos protagonistas. Pero desde el fondo.

Esto es comprensible desde el punto de vista del espacio físico. Con los años, las baterías del pop-rock fueron incrementando su tamaño, añadiendo tambores de distintas dimensiones para ampliar su rango de notas. Desde los años setenta es común ver a instrumentistas que usan, además de la batería convencional, todo un arsenal de percusiones menores -campanas, bloques de madera, xilófonos-, sinfónicas -timbales, gongs-, electrónicas -equipos Simmons-, y pedaleras -doble bombo, hi-hats. 

Desde esa lógica, es más práctico para los bateristas estar detrás. Así disparan el ritmo desde una ubicación fija mientras los demás se desplazan a su antojo. También es lógico desde la construcción del ensamble sonoro, pues son los bateristas quienes, generalmente, marcan el inicio de cada canción con sus baquetas. Al provenir desde atrás, esa indicación alcanza a todos por igual. En géneros asociados al pop-rock como heavy metal o rock progresivo las baterías suelen ocupar muchísimo espacio. En otros, como el punk o el indie rock, son más comprimidas. Desde las gigantescas baterías de Terry Bozzio, con más de cien piezas hasta el simple kit de tres piezas de Stray Cats, las opciones son ilimitadas.Todas van atrás o, en los casos más minimalistas, al centro, salvo.contadas excepciones. En el jazz, esto es más variable.

Steve Gadd unió ambas influencias desde el principio de su carrera, integrándolas para desenvolverse con naturalidad en contextos de soul, jazz, fusión, blues, pop y rock. Gadd comparte esa versatilidad con otros bateristas de su generación como Jeff Porcaro, Simon Phillips, Steve Smith o Vinnie Colaiuta, capaces de tocar baterías básicas y complejas. Ningún baterista que se precie de ser profesional puede no conocer a Steve Gadd, salvo que se trate de un aprendiz, un músico bastante desinformado o un farsante.

Un par de ejemplos de canciones que, en su momento, fueron extremadamente populares, aunque actualmente ninguna radio local dedicada al rubro “retro” las programe, sirven para dejar en claro las habilidades por las cuales Steve Gadd es considerado uno de los mejores de todos los tiempos. En el disco Tug of war (1982), del ex Beatle Paul McCartney, el segundo sin los Wings, destacó el tema Take it away con Gadd haciendo de las suyas, a contramano de la melodía principal. Y en el tema Late in the evening, que abre el quinto LP en solitario de Paul Simon, One-trick pony (1980), el baterista hace gala de su dominio polirrítmico, armando una fiesta que tiene tanto de Cuba como de Mozambique.

Pero si hay una canción que genera consensos respecto de lo bueno que es Steve Gadd es Aja, tema-título del sexto disco de Steely Dan (1977). En la canción, descrita por sus compositores, Donald Fagen y Walter Brecker como “un viaje en el tiempo y el espacio”, el baterista realiza tres solos en perfecta clave de jazz fusión, que acompañan al saxo de Wayne Shorter (Miles Davis, Weather Report), en una colaboración catalogada como histórica por todos los expertos, uno de los hitos más importantes del cruce entre jazz y pop-rock en los setenta. Los redobles y resoluciones del final de esta suite de ocho minutos son épicos, una clase maestra en sí mismos, vertiginosos y emocionantes.

Los inicios formales de Steve Gadd, tras graduarse con honores de la prestigiosa Escuela de Música Eastman de su ciudad natal, se dieron junto a los hermanos Gap y Chuck Mangione (piano y trompeta, respectivamente), otros dos hijos predilectos de la escena musical de Rochester. De hecho, su primera grabación profesional fue en el cuarto álbum del pianista, titulado Diana in the autumn wind (1968), en el que destaca un medley de temas de Simon & Garfunkel incluidos en la banda sonora del clásico film The graduate, que protagonizaran ese mismo año Dustin Hoffman y Anne Bancroft. En aquella banda coincidió con su compañero de escuela, el bajista Tony Levin (Peter Gabriel, King Crimson), una amistad que se mantuvo a lo largo de sus exitosas carreras. Aquí podemos ver un video de ambos, muy jóvenes, tocando con Chuck Mangione, en el festival suizo de Montreaux, en 1972.

Paralelamente, Gadd fue forjando la potencia y control de su estilo en dos grupos de jazz, funk y fusión que hizo delirar al circuito de clubes en New York durante los setenta. El primero se llamó L’Image, junto a Tony Levin (bajo), David Spinozza (guitarra) y Warren Bernhardt (teclados). Para la segunda mitad de esa década, ya convertido en uno de los sesionistas más solicitados, se unió a Stuff, junto a Eric Gale y Cornell Dupree (guitarras), Richard Tee (teclados) y Gordon Edwards (bajo), director del combo. Stuff grabó cinco álbumes entre 1975 y 1980, hoy considerados de colección, así como sus residencias semanales en el legendario club de jazz Mikell’s, en la calle 97 del Uptown en Manhattan -cerrado desde 1991-, donde Gadd dejó su marca indeleble.

Entre 1973 y 1980, el neoyorquino tocó en cientos de sesiones –“cuando uno está joven, acepta todas las llamadas” le comentó en reciente entrevista al YouTuber Rick Beato-, adquiriendo experiencia y ganando respeto entre sus pares. Por el lado del jazz, fue uno de los bateristas principales del sello CTI Records, especializado fusión y smooth. Y por el lado del pop, canciones de alta rotación en radios norteamericanas como You make me feel like dancing (Leo Sayer, 1976), 50 ways to leave your lover (Paul Simon, 1975), Just the two of us (Grover Washington Jr., 1980) tienen su impredecible sonido. Gadd y sus compañeros de Stuff formaron la base instrumental de un himno de la música disco, The hustle, del pianista y productor Van McCoy (LP Disco boy, 1975).

Si algo le sobraba a Steve Gadd en esa época, era trabajo. El tecladista Chick Corea lo invitó en 1973 a unirse a su supergrupo Return To Forever, que se alistaba para lanzar su tercera placa discográfica, Hymn of the seventh galaxy. Gadd declinó de la oferta “para estar más cerca de su familia”. En años posteriores, se juntaron para grabar fantásticas composiciones en álbumes clásicos del prolífico pianista, como Night sprite (The Leprechaun, 1976), Humpty Dumpty (Mad Hatter, 1978), Samba song (Friends, 1978) o Love castle (My Spanish heart, 1976). 

Esta amistad musical se prolongó durante las siguientes décadas en producciones como el alucinante Three quartets (1981) o Chinese butterfly (2017), ya como The Chick Corea + Steve Gadd Band, que incluía a Carlitos del Puerto (bajo), Lionel Loueke (guitarras), Steven Wilson (saxos) y Luis Quintero (percusión). Con esta formación, ambos tocaron en Lima, en el auditorio del Pentagonito, el 27 de octubre del 2017. Gadd admiraba a Corea por su ética de trabajo y su pasión por componer siempre cosas nuevas para la batería. Por su parte, el pianista fallecido en el 2021 consideraba a Gadd como “el mejor baterista con quien le había tocado trabajar”. Aquí podemos verlos en acción, en el legendario Blue Note Jazz Club de New York.

Al Di Meola, otro de los integrantes de Return To Forever, también tuvo a Steve Gadd entre sus principales colaboradores cuando decidió iniciar su discografía como solista. En las canciones The wizard (Land of the midnight sun, 1976), Elegant gypsy suite, Flight over Rio (Elegant gypsy, 1977) y en los álbumes Casino (1978), Splendido Hotel (1980) y Electric rendezvous (1982), la batería de Gadd brilla y retumba, adaptándose al electrizante estilo del guitarrista. 

El 19 de septiembre de 1981, Steve Gadd entró de manera definitiva en la historia contemporánea de la música norteamericana, al formar parte de la banda que tocó con Simon & Garfunkel en el multitudinario concierto en el Central Park. Aquel reencuentro del famoso dúo de folk-rock, organizado para recaudar fondos que permitieran recuperar a esta enorme y emblemática zona de la ciudad que nunca duerme, reunió a casi medio millón de personas y fue, además, transmitido por la cadena televisiva HBO, convirtiéndose en uno de los eventos en vivo con mayor público. 

Durante los ochenta, además de continuar su intensa agenda de sesiones para grandes estrellas del pop y el jazz, Gadd fundó The Manhattan Jazz Quintet, banda de jazz fusión con la que produjo una decena de discos en estudio y en vivo. Asimismo, se mantuvo activo en el circuito rockero, saliendo de gira de manera constante con Paul Simon y Eric Clapton. Idolatrado por la comunidad mundial de bateristas, Steve Gadd encontró tiempo para comenzar a producir su propio material, armando proyectos como The Gadd Gang, con compañeros a quienes había conocido en su largo camino como el bajista Eddie Gómez, el saxofonista barítono Ronnie Cuber y el pianista Richard Tee.

Una de las particularidades del estilo desarrollado por Steve Gadd es su capacidad para hacer variaciones usando patrones básicos con las baquetas, una práctica que incluso lo ha llevado a escribir libros y grabar videos instructivos. Este conjunto de secretos y consejos para sonar más diverso y polirrítmico es conocido, entre los bateristas, como los “Gaddiments” -unión de su apellido “Gadd” con el término “rudiments” que significa, literalmente, “rudimentos”, aludiendo a la naturaleza elemental de esos redobles, que remiten a las bandas militares. La combinación de repiques con golpes de bombo en distintos lugares de cada compás genera la sensación de estar escuchando ritmos diferentes.

Los últimos veinticinco años han sido de enorme actividad musical para Steve Gadd, al margen de las modas y a salvo de incómodos protagonismos. Su experta batería fue utilizada por el guitarrista Eric Clapton para diversos lanzamientos blueseros como Riding with the king (2000) junto al legendario B. B. King o el tributo a Robert Johnson (2001). También fue parte de su banda en varias ediciones del Crossroads Guitar Festival, entre 2013 y 2019. Algunos años antes, en 1997, Steve Gadd y Eric Clapton integraron un supergrupo que completaban Joe Sample (telados), David Sanborn (saxo) y Marcus Miller (bajo). Una maravilla para el oído. En el 2015, Clapton incluyó a Gadd en la banda con la que celebró sus 70 años en el Royal Albert Hall de Londres.

En cuanto al jazz, Steve Gadd produce y lidera interesantes proyectos, siguiendo la tradición iniciada en los años dorados del bebop de sus admirados Art Blakey, Elvin Jones y Tony Williams. Por ejemplo, tenemos a The Gaddabouts, cuarteto de pop-jazz relajado, al estilo de Norah Jones, integrado por él en batería, Pino Palladino y Andy Fairweather-Low, dos experimentados músicos de sesión, en bajo y guitarra; y la vocalista Edie Brickell, recordada por el exitazo radial What I am, del primer LP de su grupo The New Bohemians, Shooting rubberbands at the stars (1988). Sus dos álbumes, The Gaddabouts (2011) y Look out now (2012) recibieron muy buenos comentarios de la crítica especializada.

El 2009 vio la reunión, después de casi cuatro décadas, con sus compañeros de L’Image -Tony Levin, Mike Mainieri, Warren Bernhardt y Dave Spinozza, para conciertos en Estados Unidos, Europa y Japón. Al año siguiente, apareció el disco en vivo Steve Gadd & Friends Live at The Voce, una exhibición de elegante jazz de salón con toques de funk y fusión, en el que destaca su gran amigo Ronnie Cuber, tristemente fallecido en el 2022, en el saxo barítono. Y, en paralelo, tenemos a The Steve Gadd Band, con álbumes como Gadditude (2013), 70 strong (2015), Way back home (2016) o Steve Gadd Band (2018), que recibió el Grammy a Mejor Álbum de Jazz Contemporáneo.

No conforme con todo ello, Steve Gadd disfruta compartir todos sus conocimientos a través de clínicas musicales. Bajo el nombre de Mission From Gadd -jugando con el parecido fonético entre “Gadd” y “God”-, el baterista retornó a la escena del masterclass con una breve gira por doce ciudades de Estados Unidos. Sin querer queriendo, estas sesiones ante alumnos y fanáticos de la batería se extendieron hasta el 2010, con fechas en Canadá e incluso Europa. En el 2005 recibió un doctorado honorífico del prestigioso Berklee College of Music de Boston.

Steve Gadd sigue trabajando, ya sea con su nuevo trío -junto a Michael Blicher (saxo) y Dan Hemmer (piano, teclados)-, presentando su biografía A life in time, escrita por el educador y baterista Joe Bergamini (Hudson Music, 2023) o ensayando con su gran amigo Paul Simon, para la gira A quiet celebration tour. A pocos días de cumplir 80 años, es toda una leyenda en permanente actividad.

 

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[Música Maestro] Nota: a pesar de su historial intervencionista, su cultura consumista y de tener una población capaz de elegir a Donald Trump por segunda vez, los Estados Unidos han ofrecido algunas cosas buenas a la cultura popular. El jazz es una de ellas. 

Dicen que la música es el lenguaje universal. Y, aunque esto es en esencia absolutamente cierto, hay géneros que no todo el mundo puede llegar a comprender de manera integral. Por eso el jazz, que empezó su historia como expresión sonora de las escalas sociales más bajas de los Estados Unidos, fue convirtiéndose -en la medida que se iban haciendo más complejas sus ramificaciones, combinaciones y personajes- en una suerte de placer para élites dentro de las élites, casi como la música clásica.

En paralelo, el encanallamiento de los gustos populares -hip hop en los EE.UU., reggaetón/bachata/latin pop en Latinoamérica- fue también haciendo del jazz algo fino, que dejó de tocarse en sitios lóbregos y ambientes sórdidos como los clubes de jazz de la calle 52 de Manhattan para ser usado como música ambiental en lujosas estancias de hoteles, restaurantes y salones, una transformación que hoy está más vigente que nunca. Aun así, el jazz sigue siendo un estilo asociado a la libertad, la integración -a pesar de la segregación racial que sufrieron sus mejores intérpretes en sus años dorados- y la fusión. Es difícil decir qué estilo de jazz es el más fiel a ese espíritu pues todas sus manifestaciones tienen lo suyo en ese terreno. Otra vez, comentar solo cuatro LP en un universo como el del jazz es como colocar un grano de pimienta negra en medio de kilómetros de una playa de arena blanca, inmensa y vacía. 

BILL EVANS – CONVERSATIONS WITH MYSELF (Verve Records, 1963)

Este álbum, el vigésimo de la prolífica carrera de este célebre pianista de jazz, es considerado una de las joyas del género por su naturaleza innovadora y valiente, particularmente viniendo de un personaje como Evans (1929-1980), conocido por su reticencia a usar toda clase de tecnologías de grabación en sus producciones. 

A diferencia de otros pianistas de jazz, en quienes Evans ejerció una potente influencia, como Keith Jarrett (79), Chick Corea (1941-2021) o Herbie Hancock (84), que incorporaron a su lenguaje las posibilidades ilimitadas de los teclados electrónicos, el pianista blanco de los gruesos lentes jamás consideró abandonar el piano acústico y, si alguna vez utilizó alguno de los nuevos instrumentos llegados en las décadas de los sesenta y setenta, solo fue para complementar ciertas ideas musicales pero nunca para reemplazar o poner en segundo plano al gran piano clásico, que dominaba como pocos. 

Sin embargo, decidió grabar este disco utilizando la técnica de la sobre grabación (los famosos overdubs) de tres pistas de piano tocadas por él mismo, haciendo las partes melódicas y armónicas con total libertad y fluidez, casi como si un piano conversara con los otros dos, en un diálogo interno que revela tres lados diferentes de su estilo y musicalidad. El resultado es un prodigio del jazz para piano, con muchas cosas ocurriendo al mismo tiempo, lo cual convierte a este disco en un desafío para el oyente meticuloso, que requiere de suma atención para distinguir los acentos e intenciones de cada pista. 

Al mismo tiempo, es un álbum que puede uno sentarse a escuchar sin hacer mayores esfuerzos ni complicarse la vida, simplemente por el gusto de sentir buena música, independientemente de quién esté tocándola. Esta idea de multiplicarse a sí mismo nace también, por lo menos eso se siente al escuchar el disco, de una necesidad por demostrar autosuficiencia en un mundo de tantas dependencias como lo era el del jazz clásico, en que los miembros de un trío o cuarteto deben esperar a que su líder les haga una señal para soltar sus amarras y entregarse al goce de la inspiración y la improvisación. 

Aquí Evans se gobierna a sí mismo y utiliza el estudio de grabación y sus posibilidades de grabarse y volverse a grabar para articular estas interpretaciones de principio a fin sin depender de nadie. El repertorio escogido por Evans en este Conversations with myself contiene temas clásicos del jazz de los años cuarenta como ‘Round midnight (de su colega Thelonious Monk), Stella by starlight, How about you; algunos de los cincuenta como A sleepin’ bee, una canción de 1954 cuya letra había sido escrita nada menos que por el escritor y periodista Truman Capote (1924-1984), Hey there y Blue Monk (otra de Thelonious) y hasta una composición propia, NYC’s no lark. 

La versatilidad de Evans le permite cumplir funciones de bajo caminante (Blue Monk), de vibrafonista (Stella by starlight) y hasta se da espacio para lanzar referencias del francés Erik Satie (1866-1925), uno de sus pianistas clásicos preferidos, al final de Spartacus love theme, uno de los puntos más altos de este disco. El tema fue compuesto por el músico norteamericano Alex North para la banda sonora de la recordada película de 1960 dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas. 

Bill Evans grabó este disco como un acto de rebeldía frente al apogeo del rock y las tendencias de varios jazzistas por adecuarse a las modas imperantes. Y aunque posteriormente regresó a sus formatos habituales (de tríos y cuartetos), repitió los overdubs en dos discos más, uno de 1967 y el otro de 1978, titulados Further conversations with myself y New conversations, respectivamente, conformando una tríada ideal para entender a uno de los pianistas fundamentales de la historia del jazz. 

CHARLES MINGUS – PITHECANTHROPUS ERECTUS (Atlantic Records, 1956)

Este disco es la declaración de principios oficial de Charles Mingus (1922-1979), el gigantesco contrabajista, compositor y director de orquesta conocido como «El Malhumorado del Jazz» por sus frecuentes arrebatos de violencia, que más de una vez lo llevaron a delegaciones policiales. 

Grabado en la ciudad New York cuando apenas tenía 34 años, Pithecanthropus erectus constituye una ventana de acceso al concepto de jazz moderno, gracias a sus desarrollos de plena improvisación grupal, un estilo que Mingus ayudó a construir. El sonido, por momentos oscuro, de sus composiciones va más allá del be-bop de John Coltrane (1926-1967) o Miles Davis (1926-1991), y se ubica en esa extraña categoría que algún experto denominó La Tercera Ola (a mitad de camino entre el jazz y la música clásica). 

Los arreglos, creados íntegramente por Mingus, fueron dictados por él a sus músicos de oído, una práctica por la que se haría conocido en décadas siguientes. De los cuatro temas que contiene este tour-de-force, solo uno -A foggy day- no lleva la firma del célebre artista fallecido en 1979, derrotado por la esclerosis múltiple. Este tema, original de George e Ira Gershwin, formó parte de la banda sonora de una película de Fred Astaire titulada A damsel in distress (Una damisela en desgracia) pero ni siquiera en este estándar de existencia previa Mingus da respiro a sus músicos: el piano de Mal Waldron es exigido al máximo de su creatividad mientras que Jackie McLean y J. R. Monterose -dos ídolos subterráneos del jazz sesentero- hacen gala de sus talentos cruzados en finas armonías y contrapuntos. 

Profile of Jackie es una breve composición en la que Mingus busca reconocer el prestigio de McLean, uno de los saxofonistas más prolíficos y a la vez desconocidos de ese período, que ha trabajado en gran cantidad de álbumes junto a personajes famosos del género como Sonny Rollins, Art Blakey, entre otros. Love chant es un rítmico tema que podría definirse como be-bop, aunque los especialistas disienten cada vez que se intenta encasillar a Mingus en cualquiera de las etapas o subetapas de este siempre cambiante modo de hacer música. 

Como Duke Ellington (1899-1974), Charles Mingus es reverenciado tanto por su desempeño como músico instrumentista como por sus profundas y variadas maneras de influir en las generaciones de músicos que se expusieron a sus creaciones: desde su atemorizante y fiero aspecto físico hasta su irritable carácter al momento de dirigir, todo en Mingus es parte de una prueba permanente a la tolerancia y la capacidad apreciativa. El punto culminante de este disco es el tema-título, una épica composición que supera los diez minutos de duración, en que el artista realiza un viaje «desde las raíces homínidas del ser humano hasta su fracaso por no aceptar que aquellos a quienes busca esclavizar merecen ser libres». 

Esta solemnidad, que para muchos puede parecer sobreactuada, es la base de la energía creativa de Charles Mingus, esa necesidad de no sucumbir ante los demonios internos -la depresión, las adicciones, los arranques de agresividad, la salud- y defenderse de ellos asumiendo la lucha incesante por un ideal que es superior a cualquier ligereza del ser humano, incluidas las suyas. Pithecanthropus erectus tiene algo de eso, pero más allá del sentido que (no todos) puedan encontrar entre líneas, es una excepcional construcción sonora. 

THELONIOUS MONK – THELONIOUS HIMSELF (Riverside Records, 1957)

Qué difícil debe ser sentarse frente a un instrumento tan complejo como el piano y hacer música perfecta, afiatada, sin fallas. Y aunque los universos de la música clásica, el jazz, el rock y la salsa (y todos sus derivados) están plagados de ejemplos de excelencia en la ejecución pianística, siempre inspiran mayor respeto aquellos músicos que, sin el amparo de secciones rítmicas ni apoyo de ningún otro solista que le permita relajarse, estirar los dedos y corregir sus tropiezos sin que nadie se dé cuenta, acometen las partituras con la seguridad de generar un ambiente sonoro único, independiente. 

El piano, como la guitarra acústica o cualquier otro instrumento sin amplificación artificial, exige del músico la mayor concentración y, al mismo tiempo, la mayor sensibilidad para no sonar tosco, torpe, desagradable. Y en todo ello el señor Thelonious Monk (1917-1982) siempre fue magistral, como puede uno percatarse escuchando este álbum titulado Thelonious himself (1957), el primero en que el artista de los lentes y sombreros extraños, se somete a esta dictadura del piano como único sonido en siete de los ocho temas que lo componen. 

Monk ya era una leyenda del jazz para cuando grabó este disco, el cuarto de su estadía en el sello Riverside, después de haber pasado por las prestigiosas casas discográficas Blue Note y Prestige. Las improvisaciones y disonancias están a la orden en este LP y los arrestos de blues de temas como Functional o I’m getting sentimental over you se cruzan con los complejos desarrollos de bebop de I should care y Monk’s mood, tema en el que cuenta con la colaboración de un amigo y cómplice en diversas trasnochadas de jazz copetinero y bohemio: el saxofonista John Coltrane. 

Pese a ser el compositor de jazz más regrabado de la historia después de Duke Ellington (un dato que magnifica su significado cuando comparamos la cantidad de composiciones de Duke, que pasan de mil, frente a las casi 70 del catálogo de Monk), don Thelonious no figura actualmente en el panteón de los genios del jazz y es difícil escuchar su nombre junto a los de los mentadísimos Coltrane, Ellington, Charlie Parker o Miles Davis, con quien trabajó y sostuvo múltiples discusiones musicales en la primera mitad de los años cincuenta.

Precisamente, el genial trompetista hizo suyas dos composiciones capitales de Monk, Straight, no chaser y ‘Round midnight, que en este álbum figura en una versión poco reconocible, desprovista de los sensacionales arreglos que la convertirían en uno de los standards de jazz más famosos de la historia. 

Este disco también muestra el lado más amable y romántico de Monk, en piezas como (I don’t stand) A ghost of a chance (with you), All alone y April in Paris (adaptación de un tema perteneciente a un musical de Broadway de la década de 1930), que habían sido muy exitosas en las versiones cantadas por el crooner Bing Crosby (1903-1977) pero que en las manos de Monk adquieren otra dimensión. 

Escuchar a Thelonious Monk en el contexto de un ensamble completo es una deliciosa experiencia musical pero acercarse a él así, a solas, permite entender mucho mejor la diferencia entre un buen pianista de jazz y uno extraordinario. 

GEORGE BENSON & AL JARREAU – GIVIN’ IT UP (Concorde Records, 2006)

Hace dieciocho años apareció este disco de extraordinaria y sofisticada calidad, cortesía de dos de los artistas fundamentales de smooth jazz norteamericano con raíces en los años setenta. El vocalista Al Jarreau (1940-2017) y el guitarrista George Benson (81) habían cruzado en múltiples ocasiones sus caminos musicales pero nunca habían grabado juntos. En el 2006 los astros se alinearon para permitir que estos eximios talentos se unieran para registrar una selección de trece canciones que cubren desde clásicos de la edad dorada del jazz en los años cincuenta hasta los temas más emblemáticos de cada uno, además de hacer versiones de temas de pop y soul de los setenta, ochenta y más allá. 

Además del fino catálogo de canciones escogidas para este disco, acompañan a ambas estrellas un elenco de rutilantes nombres de la escena jazzística y cantantes muy conocidos. El CD comienza con los temas más representativos de cada artista: Breezin’, el fresco instrumental que Benson compusiera allá por 1976 y Mornin’, exitazo de pop-soul que hizo masivamente conocido a Al Jarreau en 1983, casi una década después de su irrupción como vocalista de enormes recursos para la técnica del scat -que consiste en repetir, nota por nota, lo que toca un instrumento musical- y de la percusión vocal. En cada una intercalan las interpretaciones de tal manera que Breezin’ se convierte en un tema cantado y Mornin’, un instrumental. 

Este inicio, por demás auspicioso, permite que el oyente se relaje con la confianza de que la calidad está garantizada en cada uno de los once temas restantes. Por ejemplo, las versiones de inolvidables clásicos del pop radial como Summer breeze (Seals & Crofts, 1972) o Everytime you go away (Paul Young, 1985) son encantadoras, así como de temas más antiguos como Four (Miles Davis, 1959), God bless the child (Billie Holiday, 1941) o Bring it on home (Sam Cooke, 1962). En la primera, este clásico del jazz es interpretado de manera emocionante por la cantante de R&B Jill Scott. En la segunda, el ex Beatle Paul McCartney coloca su recorrida voz en uno de los himnos del soul de los años sesenta. 

Patti Austin, la reconocida cantante de R&B, participa en la canción Let it rain. En ‘Long come Tutu se lucen el bajo de Marcus Miller, uno de los músicos invitados a estas sesiones; y el piano de Herbie Hancock. Las voces de Benson y Jarreau se combinan a la perfección en canciones como All I am o la contemporánea Ordinary people, composición de John Legend, que en ese entonces se despuntaba como una prometedora luminaria del soul y el R&B con toques de sofisticación y elegancia. Además de Miller, participan otros dos monstruos del bajo jazzero: Stanley Clarke (en Don’t start no schtuff y Four) y el mexicano Abraham Laboriel (en Breezin’ y All I am). 

La química entre estos prestigiosos artistas del jazz, que ya superaban la barrera de los 60 años, es superlativa, y su experiencia en el desarrollo de sonidos suaves y a la vez de compleja ejecución es la marca de su genialidad. Benson y su famoso toque en octavas ha quedado ligeramente eclipsado con los años, debido a la degradación en los niveles de apreciación del público, una problemática que también ha alcanzado al jazz, pero escucharlo es un verdadero placer, sobre todo en canciones como Ordinary people, Mornin’ o Givin’ it up for love. Otras luminarias del trabajo en sesiones que colaboran con este disco son Dean Parks (guitarra), Vinnie Colaiuta (batería), Paulinho Da Costa (percusión), Chris Botti (trompeta), Abraham Laboriel (bajo) y Larry Williams (piano y teclados). 

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Dedicado a a mis profesores de guitarra Pepe Torres, Álex Torres y José Purizaca. Feliz día, maestros… 

El mundo está lleno de maestros que no son, necesariamente, profesionales de la educación. Que, sin haber memorizado las técnicas constructivistas del ruso Lev Vigotsky (1896-1934) o el suizo Jean Piaget (1896-1980) ni ser seguidores de iconos magisteriales de Latinoamérica como el brasileño Paulo Freire (1921-1997) o el peruano José Antonio Encinas (1888-1958), han formado a generaciones enteras, brindándoles herramientas que no solo les permitieron dominar una disciplina, profesión u oficio sino que, además, les ofrecieron imperecederos ejemplos de ética de trabajo, valores y vocación de servicio. Por eso hoy, que el Perú celebra el Día del Maestro, va un abrazo para los miles de anónimos maestros de música que trabajan en casas, pequeñas escuelas y conservatorios, a contracorriente de las modas y con lo mínimo indispensable. 

Una de las actividades humanas en las que más se han visto casos de maestros que no ostentan un título académico que los certifique como tales es, en general, la artística. Cada escultor, pintor, arquitecto o escritor ha tenido un maestro al lado que en cada clase le reveló secretos, técnicas, saberes que no se encuentran en ningún manual. Y, entre las artes mayores, la música ha desarrollado un rico historial asociado a la enseñanza. Esto, que también ocurre en oficios como la mecánica, la albañilería, la carpintería, la gastronomía, etc., ha evolucionado con los siglos y, como tantas otras cosas, se ha trasladado con éxito al ámbito digital.

Cada video de Rick Beato (New York, 1962) es una clase maestra que, como dice el eslogan de un concurso local, deja huella. Él es un experimentado músico y productor que ha decidido compartir sus conocimientos en el ciberespacio y las redes sociales. En su canal de YouTube, que tiene más de cuatro millones de suscriptores, analiza diversos tópicos relacionados a los géneros de su competencia: rock, blues, jazz, música clásica, con un sentido de la didáctica muy fresco y auténtico. Beato comenzó tocando cello y contrabajo por influencias familiares, además de aprender piano y composición. Posteriormente, cambió los instrumentos clásicos por los bajos y guitarras eléctricas. En algunos de sus videos demuestra sus alucinantes habilidades replicando, nota por nota, complejos solos de Kirk Hammett, Marty Friedman o Eddie Van Halen o de iconos del jazz como Joe Pass, Frank Gambale y George Benson, con absoluta precisión. 

Asimismo, descompone grabaciones para hacernos notar esos detalles que, generalmente, no se perciben a la primera escucha -armonías vocales, efectos-, aislándolos para explicar las intenciones que tuvo el compositor o el productor al incluir esos sonidos en la mezcla final. Desde que abrió su canal, en el 2016, ha publicado distintos tipos de videos. Entre los que mayores visitas tienen están los capítulos de la serie What make this song great? (¿Qué hace genial a esta canción?) en los que toma una canción muy conocida y, literalmente, la desarma pieza por pieza usando herramientas tecnológicas para que su público entienda por qué se trata de una buena composición, exitosa en su momento y recordada por décadas. Aquí un par de ejemplos, Don’t stop believin’ (1981) de Journey y Just like heaven de The Cure (1987).

La amplitud de sus recursos es sorprendente. Rick Beato pasa de deconstruir canciones multiformes a hacer un recorrido por la evolución de las técnicas de grabación con ejemplos, menciones a artistas, análisis de notas y escalas que se usan en cada estilo para hallar la relación entre sonidos y emociones. Así, podemos entender por qué nos ponemos melancólicos, tensos o alegres al escuchar determinadas secuencias de acordes o armonías. También son muy populares sus rankings. Por ejemplo, este de veinte mejores intros rockeras.

Ver sus videos de manera ordenada y sistemática equivale a seguir un curso comprimido de producción, apreciación musical, métodos para desarrollar el oído perfecto e historia del pop y la industria discográfica. En los últimos meses, está haciendo largas entrevistas con destacados personajes de las escenas del pop-rock y el jazz mundial, extrayendo información valiosísima para aquellas personas que ven y sienten la música como algo más que una forma de hacerse conocidos y ganar dinero. Por supuesto, todas estas técnicas y clases maestras también han encontrado su camino en la forma de libros, impresos y digitales, que Beato comercializa en su página web. 

Uno de sus últimos videos aborda un tema que, visto bajo los reflectores adecuados, adquiere una importancia que va más allá del análisis musical, una preocupación por la degeneración de las sociedades, la educación y la pérdida de sensibilidad que promueven las nuevas tecnologías, contraponiendo pasado y presente. “Antes -argumenta Beato- si yo quería escuchar el segundo disco de Led Zeppelin, tenía que ahorrar un par de semanas, comprar el LP y, en la intimidad de mi habitación, escuchar atentamente y cuidar el vinilo para que no se ralle, la carátula para que no se dañe, leer las letras, los créditos, decodificar el arte gráfico. Luego, lo compartía con mis amigos”. 

Se trataba de un aprendizaje múltiple y comunitario que requería una dosis de esfuerzo, de poner atención y valorar la obra de arte que se tenía entre manos. Hoy, afirma, las plataformas de streaming te dan, por veinte dólares al año, la posibilidad de escuchar todas las discografías de todos los géneros, en un solo día. Entonces, la música pasa como cuando uno abre el caño y deja caer el agua, sin detenerse, perdiendo sustancia. “Las personas ya no se relacionan con la música como lo hicimos nosotros” comenta, un poco desconsolado. Y tiene razón.

Otro caso de divulgador/educador musical moderno es el del productor y compositor panameño Rodney Clark Donalds (54), más conocido por su nombre artístico “El Chombo”, considerado uno de los creadores del reggaetón, muy exitoso a fines de los noventa con la colección Cuentos de la Cripta que en su tercer volumen incluyó canciones de alta rotación en radios populares como la absurda El gato volador o experimentos reggaetoneros más divertidos como Bien mamá o Todo el mundo ama a Mao. “El Chombo” se reinventó en los últimos años a través de su canal de YouTube, donde despliega sus amplios conocimientos sobre la evolución de la industria musical y cómo se han venido transformando los gustos del público a lo largo de las décadas. Además de eso, criticó a los ídolos masivos del reggaetón, señalando las diferencias entre lo que hacen ellos y lo que considera “la esencia original” de dicho género, enfrentándose frontalmente a vacas sagradas del vulgarísimo reggaetón a Daddy Yankee, Don Omar o Bad Bunny.

Si bien es cierto el estilo de los videos de “El Chombo”, algunos de los cuales sobrepasan las dos millones de reproducciones, está más orientado al entretenimiento socarrón -efectos de sonido, distorsiones de la voz, emoticones e imágenes alteradas con trucos de edición- también poseen buena carga didáctica, sobre todo porque dedica muchas de sus emisiones para resaltar las carreras de emblemáticos artistas latinos de las épocas doradas de la salsa, el pop-rock y la balada en español, acercándolos a un público que es definitivamente más joven, perteneciente a una generación que no fue capaz de verlos en acción. Además, aunque mayormente toca temas de géneros asociados a la salsa o latin-pop, también ha mostrado solvencia al comentar otros estilos, como este capítulo, dedicado al heavy metal. O este otro, sobre Gustavo Cerati. De esa manera, “El Chombo” educa, muy a su manera, a quienes creen que la música popular comenzó en el año 2000. 

Rick Beato y “El Chombo”, cada uno a su estilo, realizan un trabajo educativo y de difusión de inmenso valor, para una época como esta en que la música se ha convertido en un producto enlatado y homogéneo, donde ya nadie tiene, hablando del gran público, la intención de dedicar su tiempo a conocer qué hay detrás de cada canción, estilo, técnica de grabación o carrera artística. Aun cuando no pertenecen a la generación cibernética, ambos se han adaptado muy bien a los formatos tecnológicos y, sobre la base de sus particulares talentos, experiencias y estilos de comunicación -informal y académico, Beato; divertido y callejero, “El Chombo”-, son maestros porque los usan para educar, difundir información de calidad y ofrecer aspectos diferentes, que aportan reflexión y perspectivas particulares sobre cosas que las masas no suelen cuestionar y ni siquiera valoran porque no saben que existen.

En los años previos a la revolución tecnológica y las redes sociales, las Master Class y las “clínicas” llegaron como opción novedosa cuando se trataba de enseñanza musical. Estos eventos ofrecen un acercamiento vivencial a través del contacto directo con músicos profesionales, en muchos casos exitosos o conocidos, que abandonan por un momento su papel de estrellas inalcanzables y, usan sus días libres antes de un concierto para reunirse con un público más reducido, formado por sus seguidores que son, además, estudiantes de alguna escuela formal o músicos principiantes autodidactas, con demostración y todo. 

Recuerdo haber asistido a algunas de estas clínicas musicales cuando comenzaron a hacerse en Lima, en la primera década de los años dos miles. Una de ellas fue, por ejemplo, del pianista de latin jazz Michel Camilo (República Dominicana, 1954), quien ofreció una clase maestra sobre ritmos latinos, polirritmia africana y jazz, en los días previos a un inolvidable concierto que dio junto a Arturo Sandoval, Abraham Laboriel y nuestro compatriota Alex Acuña. Otra que viene a mi mente es la que brindó el guitarrista de Sting, Dominic Miller (Inglaterra/Argentina, 1960), un día antes del recital que dio el ex líder de The Police junto con la orquesta sinfónica nacional. El guitarrista argentino de rock y blues Diego Mizrahi (59) condujo, entre 2001 y 2004, un sintonizado programa de clínicas de guitarra, Music Expert, en el que interactuaba con estrellas de la escena musical de su país. Aquí, por ejemplo, lo podemos ver con Walter Giardino, guitarrista y fundador de Rata Blanca.

Si en siglos anteriores las clases de música se daban en los conservatorios, a partir de la explosión audiovisual de los años ochenta, empujada por la subcultura MTV y la comercialización masiva de videos en formato casero -el recordado Video Home System o, simplemente, VHS- surgió una alternativa nueva, los videos instructivos. Aunque, por supuesto, nunca llegaron a reemplazar a los establecimientos formales de enseñanza -Julliard o Berklee, en New York y Boston, son dos de los más conocidos hasta hoy-, los videos instructivos se convirtieron rápidamente en una opción accesible para aquellos principiantes que no podían con los altos costos de estas prestigiosas escuelas. 

Músicos reconocidos como Eric Clapton, Paul Gilbert (guitarra), Jaco Pastorius, John Patitucci (bajo), Dave Weckl o nuestro compatriota Alex Acuña (batería), solo por mencionar algunos, han lanzado uno o varios videos de instrucción, ofreciendo una herramienta educativa de calidad asegurada, por el alto nivel y prestigio de los instrumentistas. Géneros desde el jazz y el flamenco hasta el heavy metal y la música criolla pueden aprenderse hoy en YouTube, a través de canales que combinan entretenimiento con educación inspirados en los viejos VHS de instrucción, muchos de los cuales ya están disponibles también en la omnipresente plataforma de videos online.

Si alguien llevó al extremo la relación entre ser músico y maestro, fue el guitarrista y líder de King Crimson, el británico Robert Fripp (78). A mediados de los ochenta, tras disolver su banda por segunda vez, fue invitado a participar como profesor en la Sociedad Americana para la Educación Continua (ASCE, por sus siglas en inglés), donde nació su proyecto educativo Guitar Craft -que luego cambió su nombre a Guitar Circle-, a partir del cual se formaron un par de grupos, The League of Crafty Guitarists y California Guitar Trio.

Entre 1985 y 2010, cientos de estudiantes aprendieron, en Guitar Craft, todo acerca de los patrones circulares y afinaciones no convencionales creadas por Fripp. Entre sus destacados alumnos estuvieron Trey Gunn, Bill Rieflin -ambos se unieron a King Crimson en distintos momentos-, Mark Reuter (Stick Men) o Davide Rossi (Goldfrapp). Desde el año 2022, Fripp dio un paso más en su trayectoria como educador, lanzando la gira de conferencias An evening of talking junto a su amigo y colaborador David Singleton, con la que sigue encandilando a sus auditorios con profundas reflexiones, anécdotas y enseñanzas sobre ser músico. 

Actualmente, como en cualquier otro tema, las opciones son ilimitadas y de distintos niveles de calidad en YouTube, al momento de buscar maestros de música. Están desde el pianista español Jaime Altozano, que dedica su talento y conocimientos teóricos para tratar de convencer al mundo hispanohablante de que la desechable música de Rosalía es la octava maravilla, hasta el bajista norteamericano Scott Devine y su canal Scott’s Bass Lessons, exclusivo para bajistas. O la web Drumeo.com, una plataforma multicanal perfecta para todos aquellos que deseen aprender todo sobre batería y que tiene también escuelas online para tecladistas (Pianote.com), guitarristas (Guitareo.com) y cantantes (Singeo.com). 

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Aun cuando pertenece al mundo exclusivo y multiforme del jazz, el nombre de David Sanborn, fallecido el pasado domingo 12 de mayo a los 78 años, es bastante conocido entre los fanáticos de todo lo que tenga que ver con una de las personalidades más importantes del rock, su tocayo, David Bowie (1947-2016). A mediados de los años setenta, el brillante saxofonista norteamericano trabajó para el “Duque Blanco” tanto en giras como en estudios de grabación. Para mejores señas, es Sanborn quien coloca esos potentes fraseos de saxofón alto en Young americans (1975), tema-título del noveno álbum de Bowie, en que decidió incursionar en el R&B y el soul tras varios años de ser ícono absoluto del glam-rock (también se luce en los temas Right, Somebody up there likes me y Fascination).

Su asociación con Bowie se había iniciado un año antes, cuando el saxofonista integró la banda que sacó de gira el álbum Diamond dogs, documentada en el doble en vivo David Live (1974) -Sanborn brilla en temas como Big Brother y la versión modificada de All the young dudes– y se prolongó hasta toda la promoción del Young americans, que incluyó intensas agendas de conciertos -en lo que se conoció como The Soul Tour, más de 50 fechas en Estados Unidos, entre septiembre y noviembre de ese año- y hasta una aparición en el famoso programa The Dick Cavett Show tocando, entre otras, la canción mencionada al inicio, una crítica aguda del “American way of life” desde el lacónico punto de vista de un artista inglés. 

Como reseñó estos días la revista Rolling Stone, Sanborn tuvo un papel muy importante en el sonido de Bowie en esos años: “Como no había primeras guitarras, yo cubrí ese rol con mi saxo. Y en la gira, Bowie nos dejaba tocar solos durante veinte minutos antes de salir a escena”. Para ese momento, David Sanborn ya era bastante conocido en la escena musical de su país. Después de haberse fogueado, siendo aun adolescente, en las bandas blueseras de los guitarristas Albert King (1923-1992) y Little Milton (1934-2005), obtuvo su primer trabajo de alto perfil a los 22 años, cuando ingresó al grupo de Paul Butterfield (1942-1987), cantante y compositor que además tocaba magistralmente la armónica.

Como integrante de The Paul Butterfield Band, con quienes grabó cuatro álbumes -The resurrection of Pigboy Crabshaw (1967), In my own dream (1968), Keep on moving (1969) y Sometimes I just feel like smilin’ (1971)-, David Sanborn participó nada menos que en Woodstock, la mañana del lunes 18 de agosto de 1969, último del festival, tres horas antes del legendario cierre que hiciera Jimi Hendrix (1942-1970). Aunque la participación del combo bluesero no fue incluida en la película, una de sus canciones –Love march– sí encontró espacio en el clásico álbum triple. Cincuenta años después, en el 2020, apareció un LP doble de colección, con la completa presentación de la banda, titulado Live at Woodstock.

Pero, como decíamos al principio, el verdadero mundo de David Sanborn fue siempre el jazz. Aquejado desde niño por la terrible poliomielitis, los doctores les recomendaron a sus padres que practicara el saxofón para superar las secuelas que la enfermedad había dejado en su brazo derecho y a nivel pulmonar. En la música y la libertad del instrumento que hicieron brillar personajes como Charlie Parker (1920-1955) y John Coltrane (1926-1967), el joven David encontró una razón para vivir y superar el estigma de la discapacidad. Su larga y fructífera trayectoria son testimonio de todo lo que puede lograrse con disciplina, talento y ética de trabajo. Con los años, David Sanborn se convertiría en uno de los saxofonistas más importantes y solicitados en la competitiva escena del jazz mundial.

Después de su experiencia con Butterfield, Sanborn trabajó junto al extravagante pianista y director de orquestas canadiense Gil Evans (1912-1988), en el disco en vivo Svengali (1973) -notable Blues in orbit– y un alucinante álbum grabado para el sello RCA Victor en el que Evans y su big band de dieciocho músicos reinterpretan composiciones de Jimi Hendrix -la versión de Angel les da una idea de por dónde va este disco, una joya del jazz setentero-, lanzado oficialmente en 1974. Poco después, Sanborn iniciaría un copioso trabajo como solista, que no le impidió seguir colaborando con toda una verdadera constelación de astros de la música. Desde James Taylor, en el single How sweet it is (To be loved by you) (LP Gorilla, 1975) hasta Al Jarreau, como integrante de su banda en vivo a mediados de los noventa, los altos vuelos del saxofón de David Sanborn se hicieron sentir.

Si entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, subgéneros del jazz como bebop, cool y la fusión tuvieron entre sus filas a grandes saxofonistas afroamericanos -los mencionados Coltrane, Parker, Julian “Cannonball” Adderley (1928-1975), Sonny Rollins, entre muchos otros-, para mediados de los setenta comenzaron a surgir instrumentistas blancos que, inspirados por los sonidos integradores de Stan Getz (1927-1991) -que combinaba la sutileza del bossa nova con una terrible y agresiva misoginia- y Phil Woods (1931-2015)-, dominaron la escena incorporando al jazz elementos de R&B, funk, pop-rock y soul, en lo que poco a poco dio forma a una de las principales vertientes del jazz moderno: el smooth jazz. 

A raíz de los cambios sucesivos en la industria discográfica, con la explosión de figuras creativas y exitosas en todos los géneros existentes, se consolidó, desde inicios de los años setenta, la figura de los “músicos de sesión” ya no como entidades corporativas -Muscle Shoals, The Brill Building- sino como freelancers que intercalaban sus producciones como integrantes de grupos o solistas con contratos específicos para grabar con quienes requirieran de sus servicios. Entre los saxofonistas/clarinetistas más destacados de esa era podemos mencionar a Tom Scott, Eric Marienthal, Lenny Pickett, Richie Cannatta, Mark Rivera o Michael Brecker. En las épocas doradas del pop-rock norteamericano -entre 1975 y 1995- era muy común ver sus nombres asociados a artistas como Joni Mitchell, Eagles, Billy Joel, Elton John, Steely Dan y un larguísimo etcétera. David Sanborn fue uno de los más activos en ese terreno.

En paralelo a sus cinco primeros álbumes como solista, editados entre 1975 y 1979, entre los cuales por lo menos dos -Taking off (1975) y Hideaway (1979)- son considerados en la actualidad auténticos clásicos del smooth jazz, David Sanborn se unió a la banda de los hermanos Randy y Michael Brecker, con quienes lanzó dos exquisitos discos de jazz-funk, con temas destacados como Rocks (The Brecker Brothers, 1975) o Keep it steady (Back to back, 1976). El saxo alto de Sanborn se escucha en canciones de Bruce Springsteen, George Benson, Stevie Wonder, Gil Evans, Jaco Pastorius, Linda Ronstadt, Chaka Khan y podríamos seguir. Canciones suyas como Funky banana, Butterfat (Taking off, 1975, compuestas por el pianista David Matthews), o The seduction (Love theme) (Hideaway, 1979), escrita por el productor italiano Giorgio Moroder para la película American gigolo, protagonizada por Richard Gere, figuran entre sus grabaciones más difundidas en Estados Unidos y Europa.

Luego de pasar una temporada (1979-1980) como integrante de la banda del programa humorístico Saturday Night Live -uno de los más sintonizados de los Estados Unidos, cantera inagotable de estrellas del cine y la televisión-, el saxofonista inició una sociedad de trabajo con un joven bajista de 19 años, a quien conoció en ese grupo, Marcus Miller, hoy reverenciado como uno de los más grandes exponentes de dicho instrumento. En todos los álbumes que Sanborn publicó entre 1980 y 1999, Marcus Miller aparece como compositor, arreglista y productor, además de tocar bajo, teclados y sintetizadores. Aquí podemos verlos en acción, durante la edición 1997 del festival de Montreaux (Suiza).

La complicidad entre ambos se trasladó a la televisión, cuando Sanborn trabajó en el programa Night songs/Night music, producido por el mismo canal de Saturday Night Live, NBC Studios, durante la temporada 1988-1990. El show estaba dedicado a presentar grandes artistas de la música, desde Paul Simon hasta Miles Davis y, mientras Miller hacía de director musical de la banda residente, Sanborn asumió la conducción junto con el reconocido pianista inglés Jools Holland, poco antes de que iniciara su conocida serie Later with… Durante la primera mitad de los ochenta, Sanborn se integró a otro grupo de televisión, para acompañar las emisiones nocturnas del conocidísimo conductor y entrevistador David Letterman. En este video lo vemos como invitado del famoso talk show nocturno.

En 1986 aparecería uno de los álbumes fundamentales para entender la estética sonora del smooth jazz, a dúo con el pianista/tecladista y compositor Bob James, uno de los músicos más respetados del subgénero. El disco, titulado Double vision, cuenta con la participación de un verdadero equipo soñado de “sesionistas”: Marcus Miller (bajo), Steve Gadd (batería), Eric Gale (guitarra), el brasileño Paulinho Da Costa (percusión) y el vocalista Al Jarreau. Las canciones Since I fell -cantada por Jarreau- y el instrumental Maputo -usado en infinidad de comerciales- le dieron estatus de culto a este disco, que fue galardonado con el Premio Grammy a Mejor Performance Vocal o Instrumental de Jazz Fusión, uno de los seis que recibió entre 1981 y 1999. Muchos años después, en el año 2013, Sanborn y James volvieron a juntarse para un disco extremadamente fino, Quartette humaine, que generó temas que son un verdadero placer para el oído como Montezuma o Deep in the weeds.

Para inicios de los noventa, David Sanborn dio un giro en su sonido, un poco cansado del encasillamiento en esa versión atildada y, hasta cierto punto, predecible del “jazz suave” al que se dedicó durante la década anterior. Para sacudirse el membrete, publicó Another hand (1991), un retorno a formas más aventureras del jazz, siempre acompañado de su hermano musical Marcus Miller en la producción. El disco, de atmósferas volátiles y jazzeras/blueseras, tiene otra vez un elenco de lujo que acompaña a Sanborn -Bill Frisell, Marc Ribot (guitarras), Charlie Haden, Greg Cohen (bajos), Steve Jordan, Jack DeJohnette (baterías)- en temas como Hobbies, Jesus o la espectacular Duke & counts. Al año siguiente, repitió el plato con Upfront (1992), esta vez en el camino del jazz fusión para continuar su desmarque de lo “smooth”. Composiciones de Miller como Snakes o Full house -con un invitado especial en guitarra, Eric Clapton- se juntan a clásicos del latin jazz como Bang bang (The Joe Cuba Sextet, 1966) o del free jazz como Ramblin’ (Ornette Coleman, LP Change of the century, 1959).

Los tiempos fueron cambiando y la industria discográfica modificó sus estándares de valoración de calidad y apreciación de las producciones musicales. Como ha ocurrido también con el pop-rock de calidad y su diversidad de ramificaciones, el jazz y sus derivados, poseedores de historias evolutivas muy ricas e íconos forjados durante décadas de talento, creatividad y éxito, fueron retrocediendo hasta convertirse en placer de minorías, guetos aislados de las grandes cajas de resonancia de los medios de comunicación, más concentrados en las simplonerías del hip-hop y el R&B de pasarelas en Estados Unidos, las ondas bizarras para discotecas europeas y la vulgaridad del latin pop y el reggaetón en Hispanoamérica, por lo que nombres consagrados como el de David Sanborn pasaron, en un abrir y cerrar de ojos, a ser virtualmente anónimos para los nuevos públicos consumidores de música popular. 

Entre el 2001 y el 2018, David Sanborn publicó un total de siete álbumes, siempre al lado de músicos de primera. En la temporada de festivales jazzeros 2011-2012, Sanborn formó el supergrupo DMS, junto a Marcus Miller (bajo), George Duke (teclados), Federico Gonzáles Peña (teclados) y Louis Cato (batería). Indiferente a las etiquetas que suele imponer la prensa especializada, declaró alguna vez a la revista Down Beat que “no tengo tiempo para andar pensando si algo es o no es jazz” -ante un cuestionamiento del por qué grababa de todo- y que, como músico, no le interesaban las peleas organizadas por los críticos. “¿Qué tanto protegen estos guardianes de castillos imaginarios? El jazz siempre ha absorbido y transformado todo aquello que encontró alrededor suyo”. Aquí podemos ver a DMS en el Festival de Jazz de Tokio-2011, interpretando Run for cover, tema del sexto álbum de Sanborn, el galardonado Voyeur (1981).

Su vigésimo primer álbum oficial, Here and gone (2008), editado para el prestigioso e histórico sello Verve Records, es un homenaje a Hank Crawford (1934-2009), una de sus primeras inspiraciones cuando aprendía a tocar, arreglista y saxofonista de la banda de Ray Charles (1930-2004), quien es, como todos sabemos, una figura emblemática de la música y la discapacidad, al haber crecido invidente desde los seis años, probablemente a causa del glaucoma. “La primera vez que escuché a Ray Charles y su sección de vientos, pensé -le dijo en entrevista televisiva a David Letterman, allá por 1987- me dije a mí mismo que el mejor trabajo en el mundo debía ser tocar el saxo”. El disco contiene colaboraciones especiales de estrellas de diferentes generaciones como Eric Clapton (I’m gonna move to the outskirts of town), la cantante de soul Joss Stone (I believe to my soul) y el guitarrista Derek Trucks (Brother Ray).

Casi diez días después de su fallecimiento, Marcus Miller, su amigo del alma, recién se sintió capaz de escribir al respecto en sus redes sociales: “Estoy lleno de una gratitud inagotable por haber tenido la oportunidad de conocer a David, reír y hacer música con él. Trabajando juntos evolucioné hasta convertirme en productor, compositor, arreglista, empresario y artista. Todo gracias a la increíble confianza que David tuvo en mí al conocerme siendo yo tan joven. Descansa en paz, hermano mío”. 

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Wayne Shorter siguió explorando su propia inspiración en paralelo a su trabajo con Weather Report que, con los años, se fue convirtiendo en predio casi exclusivo para las composiciones de Joe Zawinul. Los chispazos de arrebatada personalidad de Jaco Pastorius y la vehemencia creativa del austriaco movieron a Wayne Shorter un poco hacia atrás -metafóricamente hablando ya que “sin Shorter no había Weather Report” como alguna vez dijo el tecladista del bigote y el sombrero étnico de llamativos colores.

El saxofonista se mantuvo cómodo con ese perfil bajo, reservando su música más personal para una dilatada y simultánea discografía en solitario, con títulos como Native dancer (1974), un colorido tour-de-force por las fusiones con la música del Brasil, a dúo con Milton Nascimento; Atlantis (1985) que contiene una de sus piezas más conocidas, Endangered species; High life (1995), con la participación de Marcus Miller en bajo y Rachel Z en teclados; o Without a net (2013), con su último cuarteto. En 1975 colaboró en el primer disco como solista de Jaco, en el tema Opus pocus. En medio, la reunión del “Segundo Gran Quinteto”, es decir Shorter, Hancock, Carter y Williams con Freddie Hubbard cubriendo el lugar de Miles, un supergrupo llamado V.S.O.P que publicó cuatro álbumes en vivo entre 1977 y 2002 y una delicia en estudio, Five stars (1979).

Y, como suele ocurrir con estas superestrellas del jazz, Wayne Shorter tuvo también diversos encuentros con el mundo del pop-rock, introduciendo sus finos y complejos fraseos de saxo tenor en grabaciones de artistas como Steely Dan (Aja, 1977), Don Henley (The end of the innocence, 1989) o Joni Mitchell (Both sides now, 2000), con quien colaboró en una decena de álbumes, entre ellos los imprescindibles Don Juan’s reckless daughter (1977), Mingus (1979) o el doble en vivo Travelogue (2002).

También fue muy conocida su asociación con Carlos Santana, con quien grabó The swing of delight (1980) y Spirits dancing in the flesh (1990). En el siguiente enlace los podemos ver a ambos en el Festival de Montreaux de 1988, tocando Europa (Earth’s cry, heaven’s smile), clásica composición instrumental incluida en el LP Amigos de 1976, una de las más conocidas del guitarrista mexicano. Junto a Herbie Hancock, Santana y Shorter salieron de gira, en el 2016, bajo el nombre Mega Nova, supergrupo que completaron Marcus Miller (bajo) y Cindy Blackman (batería).

Wayne Shorter ha sido descrito como un filósofo, una persona de conceptos profundos e incapaz de decirle no a alguien, cuando se trataba de enseñar y compartir sus experiencias. Tina Turner lo consideró su salvador, pues le permitió quedarse en su casa medio año para huir de las golpizas que le propinaba Ike Turner, a mediados de los setenta, una historia que cuenta en su libro de memorias Happiness becomes you (2020). Ganador de una docena de Grammys, del Kennedy Center Honors 2018 y considerado el mejor saxofonista de jazz por los lectores de la revista Down Beat durante varios años consecutivos, el músico será recordado por sus pares como un ejemplo de creatividad artística y elevada espiritualidad.

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Para el dúo con Gwilym Simcock, Metheny escogió Phase dance, una de sus composiciones más celebradas que formó parte del primer álbum oficial de The Pat Metheny Group, publicado en 1978. Melodías como estas superan el paso de los años por su naturaleza fresca y atemporal. El piano de Simcock sonó inspirado y profundo. Luego fue el turno de Linda May Han Oh de lucirse junto a su líder, con un medley del disco Beyond the Missouri sky (Short stories), que Pat grabara en 1997 con el contrabajista Charlie Haden (1937-2014). Dos temas de Haden –Waltz for Ruth y Our Spanish love song- y una relectura del clásico tema de amor de la recordada película italiana Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), que fuera escrita por Ennio Morricone y su hijo Andrea, quien firma esta pequeña e intensa viñeta acústica en que Linda decora el ambiente con el uso del arco sobre las cuerdas de su contrabajo. La respuesta del público fue puro agradecimiento ante esta exhibición de sutileza interpretativa.

El concierto se iba acercando a su final y Pat Metheny parecía no querer irse. Tras un escueto pero emocionado “Thank you for coming, is great to be in Peru!” llegaron los bises, tres en total. Luego de Are you going with me? (álbum Offramp, 1982), una de las más esperadas del recital, y un exquisito popurrí de temas acústicos, tocado a solas con guitarra barítono, el grupo en pleno regresó, por última vez, para cerrar con Song for Bilbao, tema que fuera estrenado en Travels (1983). Aunque faltaron algunas piezas como Have you heard, The first circle o la sensacional September fifteenth (homenaje al pianista Bill Evans), fue un concierto redondo, de los mejores en este retorno de los espectáculos masivos tras dos años de silencio y cuarentenas.

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