Música

Martina Portocarrero nació en Ica, pero dedicó su vida al canto andino y específicamente ayacuchano, no solo interpretándolo sino también investigando sus raíces, significados y relevancias para la sensibilidad de las poblaciones apartadas del teje y maneje político. Como suele ocurrir con esta clase de artistas nacionales, no contamos con un registro formal y detallado de sus producciones musicales. Sus inicios se produjeron en la legendaria agrupación de música latinoamericana Tiempo Nuevo, en una de sus tantas e indeterminadas alineaciones, para luego comenzar su camino en solitario. 

Dicen que en total grabó cinco álbumes: Canto a la vida (1982), Martina en vivo (1987), Maíz (1993), El canto de las palomas (2001) y Carita de manzana (2012), todos con su propio emprendimiento discográfico, Discos Retama. En mis tiempos de vendedor de discos compactos, circulaban dos o tres CD en ediciones muy magras de sus recitales en el Teatro Municipal de Lima o recopilaciones salpicadas de aquellas canciones con las que se hizo conocida en el submundo del folklore: Maíz, Llanto por llanto, El hombre (del poeta ayacuchano Ranulfo Fuentes), Mamacha de las Mercedes (composición suya dedicada a José Valdivia Domínguez “Jovaldo”, el poeta presuntamente afiliado a Sendero Luminoso que falleció a los 31 años en la masacre de El Frontón, de 1986) y, por supuesto, Flor de retama, títulos por los cuales fue siempre asociada al pensamiento radical y violentista de aquel maldito movimiento terrorista, lo cual no le restó popularidad entre los conocedores y amantes del folklore andino peruano.

Portocarrero grabó por primera vez Flor de retama para un LP llamado Huaynos bien pegaditos (Discos Cosmos, 1971), como integrante del grupo Los Heraldos del Perú, dirigido por el músico e investigador huaracino Luis Espinoza Mejía, muchos años antes de que las asesinas huestes de Abimael Guzmán trataran de adueñarse de la dolorida canción. Algún agente desinformador repitió lo que Leyva dijo en su programa y, desde entonces, los ignorantes que pugnaban por hacer llegar a Keiko Fujimori al poder se lo creyeron y amplificaron la cantaleta cada vez que pudieron. Así, cantante y canción se convirtieron en “emblemas senderistas” y su sola mención volvió a encender las alarmas, las sospechas, las acusaciones, los memes.

Martina Portocarrero, como cantante, representa la continuidad del huayno tradicional cantado por mujeres, siguiendo el camino de sus antecesoras Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, Flor Pucarina, Bertha Barbarán, entre otras; y como parte de la siguiente generación de cultoras de la música popular andina como sus coetáneas Amanda Portales, Nelly Munguía, Doly Príncipe; pero siempre desde un punto de vista más político y social: “Los temas de la música andina se reducen al amor: que si me fui o te fuiste, que te amo, que se me fue la palomita. Esos textos son más de una balada que de un huayno…” solía decir. Así, la cantautora se apartó de las nuevas tendencias del huayno “moderno” representado por fenómenos masivos como Dina Páucar o Sonia Morales y, por ende, desapareció completamente del radar de las modas para unirse a esa larga lista de intérpretes que el poder prefiere mantener en silencio para que nada cambie, para que nada se cuestione, para que la fiesta no pare.

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Cultura, Martina Portocarrero, Música

Esta decisión de Stanley y Simmons, los indiscutibles dueños del negocio, dividió a los fans de Kiss. Por un lado, estaban quienes lo veían como un agravio, una usurpación de identidad, una actuación que además impedía reconocer cuáles eran los aportes de Thayer y Singer, como individuos y músicos, más allá de replicar los movimientos, vestimentas y personalidades de Frehley y Criss. Y, por otro lado, había quienes veían a los nuevos Spaceman y Catman como una continuidad del concepto Kiss y un homenaje a ambos. En cuanto a Thayer y Singer, ambos tienen muy claro su rol y no dan importancia a las críticas. El guitarrista siente que su legado es “el de un tipo que llegó, trabajó duro y mantuvo unida a la banda”. Por su parte, el baterista considera que los fans exageran en sus apasionamientos. “Entiendo el sentir de los seguidores pero, francamente, no hay que darle muchas vueltas a este asunto. Solo somos una banda de rock”.

Polémicas aparte, lo cierto es que con esta nueva alineación Kiss retomó el camino de toda la parafernalia que los hizo famosos y conquistó a una nueva generación de seguidores, interpretando sus llamaradas de catártico y liberador rock and roll, parafraseando al guitarrista de Rage Against The Machine, Tom Morello, quien hizo una emocionada semblanza de la banda en la ceremonia de inducción en el criticado salón de la fama. Si bien es cierto solo han producido dos álbumes con material nuevo -Sonic boom (2008) y Monster (2012)-, Stanley, Simmons, Thayer y Singer han realizado presentaciones espectaculares en todo el mundo. Fue este cuarteto el que visitó Lima la primera vez, en el año 2009, que remeció el Estadio Nacional e hizo vibrar a más de 35,000 personas, con canciones como Deuce, Black Diamond o Rock and roll all nite, que seguro volveremos a ver y escuchar este 4 de mayo, trece años después de aquella histórica visita.

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Cultura, Música

Luego del primer álbum de tres discos de vinilo que se lanzó en paralelo al estreno de la película, han aparecido infinidad de versiones, algunas de ellas supervisadas por el mismo Rózsa. Casi tres décadas y medias después de su creación, ya en la era del disco compacto, comenzaron a aparecer registros remasterizados y compendios. Los primeros lanzamientos en este formato los hizo Sony Music Records, con un CD de la serie Hollywood Collection, publicado en 1991. Posteriormente, fue el turno de Rhino Records, un sello especializado en lanzamientos de colección, que se encargó de editar la primera versión «completa» en formato digital, en 1996, un álbum doble titulado Ben-Hur (Original Motion Picture Soundtrack). Hace una década, en el año 2012 apareció una caja con cinco discos compactos y un amplio folleto en el que se explica la partitura, tema por tema, gracias al sello especializado Film Score Monthly (FSM Records). El boxset, Ben-Hur: Complete Soundtrack Collection, incluye todas las sesiones de grabación, tomas alternas, composiciones que no encontraron su lugar en la edición final y, por supuesto, la banda sonora tal y como se publicó en su momento.

Más de seis décadas después de su estreno, Ben-Hur es, de lejos, la mejor de todas las adaptaciones fílmicas -son cinco en total- que se han hecho de la novela de Wallace, incluyendo el sobreproducido y megapublicitado remake estrenado el año 2016 que está entre los fracasos taquilleros más estrepitosos de lo que va del siglo XXI. Esa vigencia del Ben-Hur de William Wyler y Charlton Heston no solo se debe a la espectacularidad de sus escenas, la majestuosidad de sus planos generales, la calidad de sus actuaciones y el manejo de efectos especiales, en una época en que eran solo herramientas para recrear situaciones y no la recargada explosión de ruidoso y violento hiperrealismo que la tecnología digital con estética de videojuego impone a la cinematografía de tiempos modernos, sino también por la potencia emotiva de la partitura ensamblada y estudiada al detalle por Miklós Rósza, orquestador de las atmósferas sonoras precisas para esta historia, una de las preferidas de la temporada de Semana Santa.

 

 

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Ben Hur, Cin, Cultura, Música

La saga de Irakere es el verdadero eslabón perdido que unió la efervescente escena del jazz latino con el glorioso pasado de la música cubana y representa todo un capítulo de su evolución, incluso la gestación de la timba -tres de sus ex integrantes, José Luis Cortés, Germán Velazco y Carlos Averhoff fundaron, en 1990, NG La Banda, uno de los más populares ensambles timberos-, pero permanece tendenciosamente oculta. Ya sea por auténtico desconocimiento o por prejuicios, Irakere no recibe el reconocimiento masivo que merece. No me refiero a los festivales de jazz en los que Valdés o cualquier otro de sus miembros brillan o a las legiones de conocedores de su trabajo, sino al consumidor promedio de “salsa cubana” que desconoce su trascendencia, pero sí sabe qué es La Charanga Habanera o Yosimar y su Yambú, esa espantosa versión local, capaz de hacer sonar la timba peor de lo que ya es.

El grupo continuó en los noventa y más allá, siempre con Chucho al frente, acompañado de músicos jóvenes. En paralelo, su carrera como solista se disparó y es hoy, a sus 80 años, uno de los pianistas más respetados del mundo. Los otros también siguieron exitosos caminos por separado: Paquito D’Rivera (73) y Arturo Sandoval (72), han lanzado imprescindibles álbumes de jazz latino y han trabajado con todos en los últimos 40 años, desde Dizzy Gillespie hasta Gloria Estefan. Ambos escaparon de Cuba para establecerse en los Estados Unidos. Su historia merecería un artículo aparte y va mucho más allá del relato sesgado y panfletario de For love or country, una mediocre película producida por HBO en el 2000, acerca de la deserción del trompetista, quien se nacionalizó norteamericano en 1998. Por su parte, Carlos del Puerto (71) emigró a Finlandia donde es un respetado profesor y director de ensambles que combinan música clásica y cubana. Chucho -quien sí vive en Cuba y prefiere mantener una postura apolítica- ha declarado recientemente que sueña con una reunión de los Irakere originales pero, dadas las circunstancias y diferencias ideológicas, es un proyecto irrealizable. Sin embargo, se ha juntado con su gran amigo Paquito D’Rivera para una gira de reunión que arrancará en España el mes de junio de este año. Una buena noticia para los melómanos del mundo.

 

 

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Cultura, Música

Con dos colaboradores estelares, Adam McDougall, ex tecladista de The Black Crowes, y la legendaria violinista Scarlet Rivera, quien fuera parte de la gira Rolling Thunder Venue de Bob Dylan (1976), Howlin’ Rain ofrece un sustancioso y caleidoscópico menú para los amantes del rock clásico: de las iniciales atmósferas floydianas en Prelude al tema-título de 16 minutos que parece un batido de David Gilmour en Echoes (Pink Floyd, 1970) con Tom Scholz en Foreplay/Long time (Boston, 1976), a los solos inspirados en Jerry García de Annabelle; los instrumentistas disfrutan de la alegría de tocar todo lo que quieran, sin que nadie les reproche ello con disforzadas acusaciones de autoindulgencia. La animada Don’t let the tears es un country-rock con espaciales intervenciones de McDougall en el Fender Rhodes y dobles guitarras como los Allman Brothers en Jessica, del disco Brothers and sisters (1973). 

Luego de salir al mercado este disco -«un viaje de 52 minutos a un reino imaginario de exageradas conexiones con el presente» como dicen ellos mismos-, Miller volvió a rearmar la banda, esta vez con Jason Soda (voz, guitarra), Kyre Wilcox (voz, bajo) y Justin Smith (voz, batería), el único sobreviviente de la formación que había grabado The Dharma Wheel. Con la reapertura de las agendas de conciertos, Miller y su combo están saliendo de nuevo al camino, anunciando fechas en EE.UU., Europa y Australia. La nueva alineación de Howlin’ Rain es tan buena como las anteriores, como puede apreciarse en estas sesiones grabadas en los estudios Palomino Sound de Los Angeles, en octubre pasado. 

La actual degeneración de la filosofía DIY («Do It Yourself») -que fue la base conceptual de importantes movimientos como el punk y sus derivados, las primeras generaciones «indie» y muchos no músicos que realizan cosas interesantes con pocos talentos, digamos, formales y/o mínimos recursos-, que hoy nos condena a escuchar a diario cómo cualquier paparruchada recibe adjetivos como «espectacular», «extraordinario», «capo», ha ocasionado que bandas como Howlin’ Rain pasen desapercibidas para los públicos masivos que regalan su admiración a lo que sea que esté de moda. Su éxito consiste en otra cosa, que es más difícil de conseguir: crear mundos paralelos, dominar a la perfección sus instrumentos, generar emociones positivas en la gente. En un mundo como este, contaminado de materialismo y superficialidades de todo tipo, guerras, corruptelas y pandemias, eso no tiene precio.

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Fue a partir de la década de los noventa que el estilo de José Luis Perales comenzó su camino hacia el baúl de los recuerdos, a medida que la música latina inició su propio proceso de encanallamiento que hoy goza de tanta popularidad. Sus álbumes durante los años 2000 y más allá encuentran a un Perales ligeramente más abierto a ritmos pop, aunque sin dejar por supuesto las tonalidades románticas. Convertido en referente de las baladas en nuestro idioma, don José Luis llenó teatros y realizó múltiples giras, siempre con esa actitud sencilla y cercana, brindando su música a quien quisiera escucharla. En el 2012 tuvo una aclamada actuación en el Festival de Viña del Mar -la cuarta vez que dominó al monstruo de la Quinta Vergara-, donde recibió todos los premios posibles. 

Perales lanzó, en noviembre del 2019, un álbum titulado Mirándote a los ojos -primera línea de la famosa ¿Y cómo es él?-, con versiones nuevas de 35 canciones de su amplio repertorio, divididas en tres discos: Recuerdos -las más conocidas-, Retratos -composiciones para otros artistas, cantadas por él- y Melodías perdidas -una selección especial de temas que no tuvieron tanta difusión en su momento. La producción estuvo a cargo de su hijo, Pablo. El boxset incluye un DVD con una amplia entrevista sobre su trayectoria artística. Este lanzamiento fue el prólogo de la gira Balada para una despedida -título de una de sus composiciones de 1981- la misma que fue suspendida por el coronavirus y que lo trajo a Lima, por última vez, la semana pasada. 

Ahora que están tan de moda los “Patrones del Mal” –una bola de narcos, proxenetas y asesinos elevados a la categoría de héroes en sintonizadas series de Netflix- y que el mundo como lo conocimos se cae a pedazos ante nuestros ojos, no nos vendría mal tener un “Patrón de la Ternura”. Propongo a José Luis Perales para tan importante cargo.

 

 

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Cultura, Música, sociedad

Alberto Fernández, presidente de Argentina de 62 años, acompañó el regalo a Gabriel Boric, presidente de Chile, de 36, con una carta escrita a mano con frases de Spinetta, y declaró su complacencia por «compartir ese fanatismo». Para muchos puede resultar banal y poco importante pero es, de alguna forma, una demostración de sensibilidad artística comúnmente ajena a los políticos. Puede ser, desde luego, que nos estén engañando pero, en todo caso, me inspira más confianza un político admirador de un músico elevado y poco popular que uno asociado a representantes de la farándula escandalosa para «empatizar con las mayorías».

Que un disco de rock de los años setenta sea, en la actualidad, un producto cultural representativo de Argentina, evidencia el orgullo que genera, en el corazón del establishment de ese país, la figura y trayectoria de un músico como Luis Alberto Spinetta, capaz de trascender épocas e ideologías como lo hicieron Carlos Gardel, Atahualpa Yupanqui o Facundo Cabral. Y, como bien apuntó el politólogo Carlos León Moya, en su programa de YouTube Voto Irresponsable, es una muestra más de cuánto nos superan los gauchos en cuestiones de iconos rockeros: “¿Qué podría ofrecer el Perú que sea equivalente, un disco de Líbido?”

Por todo esto, es relevante y, en cierto modo, hasta esperanzador, que una pieza de arte sonoro, etérea e indescifrable, contracultural y volátil, se convierta en el nexo entre dos individuos de diferentes generaciones que, más allá de ser, después de todo, un par de políticos -terrenales, ambiciosos de poder, corruptos en potencia- muestren un aspecto inesperado de su personalidad. Ocurrió con Václav Havel (1936-2011), último presidente de Checoslovaquia y primero de la República Checa tras la disolución en 1992, quien fue amigo de rockeros, escritores y actores de cine -él mismo era un hombre de teatro y literatura-, una figura refrescante en el entramado político de esa zona del mundo. El arte y la política no suelen estar del mismo lado. Y cuando pasa, es necesario prestar atención antes de dilucidar si se trata de una feliz coincidencia -que no garantiza, en sí misma, una mejora en sus respectivos gobiernos- o si solo es un caso más de utilización política de prestigios ajenos.

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Cultura, Música, sociedad

Concluida la gira del álbum Tim, en 1986, Bob Stinson fue despedido por sus problemas con el alcohol y las drogas, que lo llevaron a una prematura muerte, en 1995, a los 35 años. Como trío, The Replacements editó Pleased to meet me (1987) y para la siguiente gira se les unió el guitarrista Bob “Slim” Dunlap, quien los acompañó hasta la separación definitiva, que llegó luego de dos álbumes más, Don’t tell a soul (1989) y All shook down (1990), con un sonido totalmente distinto, con sonoridades más cercanas a R.E.M. y U2, añadiendo teclados y secciones de vientos. Aunque de buena factura, esos discos finales carecen de la fuerza arrolladora de sus primeros años y también de la diversidad de su período medular, que se sostuvo más o menos hasta Pleased to meet me, donde encontramos canciones como I don’t know o Alex Chilton, otro tema-tributo, esta vez al líder de Big Star quien, además, colabora con ellos en Can’t hardly wait, en guitarra y coros.

Paul Westerberg desarrolló una interesante carrera en solitario, en la que exploró sus aristas más sensibles como letrista y un sonido mucho más accesible, en la línea del rock norteamericano confesional y carretero que representaban nombres como Jackson Browne o Tom Petty, aunque sin mayores pretensiones comerciales. Títulos como 14 songs (Reprise Records, 1993), Suicaine gratifaction (1999), 49:00… of your time/life (2008, disponible solo en formato digital) o Wild stab (2016), a dúo con la joven guitarrista Julianne Hatfield, bajo el nombre The I don’t cares, recibieron muy buenas críticas. En el 2002 participó del soundtrack de I am Sam, la excelente película protagonizada por Sean Penn, con un noctámbulo cover del himno beatlesco Nowhere man.

Por su parte, Tommy Stinson se reinventó a sí mismo como bajista en Guns ‘N Roses, reemplazando a Duff McKagan entre 1998 y 2014. Aparte de W. Axl Rose, Stinson fue el único músico estable en las grabaciones del accidentado álbum Chinese democracy (2008), cuyo lanzamiento tardó más de una década. En cuanto a Chris Mars, decidió dedicarse a su otra pasión, el diseño gráfico y las artes plásticas. El año 2013, Paul Westerberg y Tommy Stinson rearmaron The Replacements, con el baterista John Freese (ex Guns ‘N Roses) y el guitarrista Dave Minehan para una gira de casi dos años, que incluyó una participación estelar en la edición 2014 del Festival de Coachella, en la que estuvieron apoyados por el cantante y guitarrista de Green Day, Billie Joe Armstrong, quien declaró “haber cumplido un sueño al compartir escenario con una de sus bandas favoritas”.

The Replacements dejaron una huella profunda en el pop-rock no comercial de Norteamérica, en una década luminosa como fue la de los ochenta. Marginales y autodestructivos, influyeron en las siguientes generaciones por su autenticidad y esa actitud que parecía contener la receta de lo que debía ser una banda de rock, siempre al borde de la cornisa, divirtiéndose y evitando caerse mientras van cambiándole la vida a otros, sin siquiera darse cuenta, como registró el documentalista Gorman Bechard en Color me obssessed (2011), una ronda de entrevistas con personas cercanas a la banda, desde colegas músicos hasta fieles seguidores de su trayectoria.

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Cultura, Música, sociedad

¿Quién no ha pensado, al escuchar Nathalie, aquella inolvidable balada de 1982 del español Julio Iglesias (del LP Momentos) en una melodía rusa? Quizás los más jóvenes no -ni siquiera la de Julio Iglesias deben haber escuchado-, pero quienes venimos del pasado sabemos, perfectamente, que ese coro se basa en una conocida canción folklórica. Su nombre original, en grafía cirílica, es О́чи чёрные, castellanizado comúnmente como “Ochi chernia” que significa, literalmente Ojos oscuros, compuesta a mediados del siglo 19 por el poeta y músico Yevgeny Grebyonka. Y pensábamos, por supuesto, que provenía de Rusia o la URSS que, para nosotros, era lo mismo. Resulta que Grebyonka nació en Ucrania en 1812, en pleno apogeo de los zares, quienes gobernaban a su antojo desde Moscú y San Petersburgo, en tiempos en los que aún no se avizoraba la llegada de ninguna revuelta proletaria. Vladimir Ilych Ulianov, Lenin, nacería 58 años después.

Mientras recorríamos, en octubre del 2015, los estrechos pasillos y salones de la fantástica Catedral de San Basilio, en la Plaza Roja de Moscú, escuché a lo lejos un fantástico coro masculino que hacía retumbar una de las capillas del ancestral templo bizantino. Cuando llegamos al umbral, aparecieron frente a nosotros cuatro extraordinarios vocalistas elegantemente vestidos de negro. Se hacían llamar Doros y eran, desde luego, una atracción turística que recoge una de las tantas formas de música rusa pre-socialista: el canto coral. El mismo que inspiró aquella hilarante rutina de los entrañables Les Luthiers, titulada Oiga Doña Ya! (1977), en la que un conjunto de presuntos barqueros del Volga juega con palabras en español que simulan la característica fonética rusa. 

La música rusa ha estado más cerca de nosotros que su país de origen, con canciones populares como Moscú (1980) grabada en español por el francés Georgie Dann, fallecido el año pasado. Sin embargo, la versión original fue registrada primero en alemán y luego en inglés por el conjunto de pop electrónico germano Dschinghis Khan, en 1979. Moscú es una adaptación pop de Kozachok, una saltarina composición del siglo 16 que identifica a los cosacos y es la pieza musical más representativa del folklore tradicional de Ucrania, tocado con balalaikas, acordeones y panderetas.

En cuanto a la música clásica, sus obras maestras siguen vigentes. Por ejemplo, el ballet navideño Cascanueces (1876), El lago de los cisnes (1892), presente en largometrajes como Black swan (2010) o Billy Elliott (2000), o la atronadora Obertura 1812 (1880), popular entre los amantes del cómic por su uso en la versión fílmica de V for Vendetta (2005), todas de Tchaikovsky. El vuelo del abejorro (1899) de Rimsky-Korsakov, identificó a la serie de televisión setentera El avispón verde. Cuadros de una exhibición (1874) de Mussorgsky, fue transformada en una suite rockera por el trío británico Emerson, Lake & Palmer en 1972. La sinfonía infantil Pedro y el lobo (1936), de Prokofiev, y sus usos educativos. La lista podría continuar.

A los ecos de la grandilocuencia sinfónica del siglo 19 se sumó la desafiante creatividad de un colectivo de autores que, entre 1856 y 1870, se apartó del concepto tradicional de la música orquestal para crear sonidos más radicales, incorporando conceptos nacionalistas y orientalistas. Me refiero al famoso «grupo de los cinco»: Mily Balakirev (Novgorod, Rusia, 1837-1910), César Cui (Vilnius, Lituania, 1835-1918), Alexander Borodin (San Petersburgo, Rusia, 1833-1887), Modest Mussorgsky (Karevo, Rusia, 1839-1881) y Nikolai Rimsky-Korsakov (Tikhvin, Rusia, 1844-1908), quienes, con un promedio de edad que iba de los 18 a los 25 años, fueron sentando las bases para la música instrumental contemporánea de autores como Sergei Prokofiev (Donetsk, Ucrania, 1891-1953), Nicolas Slonimsky (San Petersburgo, Rusia, 1894-1995) y, especialmente, Igor Stravinsky (San Petersburgo, Rusia, 1882-1971), el más influyente autor de música sinfónica neoclásica y serialista. Aquí, un pasaje de La historia de un soldado (1918), una de sus más reconocidas óperas.

Las referencias a la música rusa están por todas partes: desde la balada Nathalie (1964) del divo francés Gilbert Bécaud hasta Caballos caprichosos (1971), poderosa canción acústica de Vladimir Vysotsky (Moscú, Rusia, 1938-1980), maestro del canto gutural, usada en White nights (1985), película protagonizada por los bailarines Mikhail Barishnikov (Riga, Letonia, 1948) y el norteamericano Gregory Hines. Asimismo, rockeros como The Beatles, Elton John o Scorpions han rendido homenaje a la historia y tradiciones rusas en canciones como Back in the U.S.S.R. (1968), Nikita (1985) o Wind of change, respectivamente. Por otra parte, las familias de los integrantes de System Of  A Down, banda de metal moderno formada en 1998 en California, provienen de Armenia, tan golpeada tras la Primera Guerra Mundial. Su vocalista Serj Tankian declaró en el 2013 que “Ucrania y Armenia, como todas las demás ex repúblicas soviéticas, merecen la verdadera independencia, no solo de la influencia rusa sino también de toda esa manipulación táctica y mercantil de Occidente”.  

Hoy, que el mundo asiste a un nuevo y lamentable capítulo de aquellos conflictos cuyas profundas raíces atraviesan la vida de los habitantes de los países involucrados, con consecuencias que sobrepasan las angurrias de políticos ocasionales, los sonidos rotundos de la música rusa acuden, en bloque, a nuestros oídos como soundtrack perfecto para la confusión, la tristeza, la emoción nacionalista y la desolación, una metáfora de lo que ha sido desde siempre la historia de Rusia, equivalente a las monumentales y desgarradoras narraciones realistas de Fedor Dostoievsky o León Tolstoi, ambos moscovitas (nacidos en Moscú). Como habrán podido notar, los personajes más importantes de la cultura que identificamos como “rusa” no tienen un solo origen, sino que hay rusos, ucranianos, lituanos, georgianos, etc., una diversidad que puede enriquecer la vida en sociedad pero, como es evidente, también puede ser una verdadera maldición cuando se interponen mezquinos intereses económicos y políticos.

 

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