Quienes participamos en marchas de protesta pacífica desde los años noventa y hasta ahora -no considerar, en el inevitable recuento mental, el desubicado muestrario de camionetones convocado hace una semana por Beto Ortiz, que más parecía un banderazo futbolero, con grupitos de gente conversando, mascarillas abajo y latas de Pilsen en mano-, sabemos que las consignas son elementos infaltables, que dan vida y sentido a cualquier movilización política ciudadana, tanto como los bosques de banderas, los carteles hechos a mano y, desde hace relativamente poco tiempo, los muñecones gigantes, las representaciones alegóricas, las vuvuzelas y los enérgicos conjuntos de tambores que acompañan con estruendosas batucadas el paso firme de los marchantes.

Una de esas consignas, probablemente la más universal y antigua, es título y coro de una canción que condensa mejor que ninguna otra el espíritu combativo y a la vez solidario de toda lucha social. El pueblo unido jamás será vencido (la canción) recorrió el mundo entero gracias a las dos agrupaciones más importantes del movimiento conocido como la Nueva Canción Chilena: Quilapayún e Inti Illimani.

Ambos conjuntos de folklore latinoamericano fueron activos propagandistas de los ideales de la izquierda socialista de Chile entre finales de los sesenta e inicios de los setenta y participaron en muchos eventos de apoyo a Salvador Allende, tanto en la campaña que lo llevó a la presidencia como en los difíciles tiempos que siguieron al golpe de Estado que lo depuso aquel funesto 11 de septiembre de 1973, en que las huestes del dictador Augusto Pinochet se hicieron del poder a patada y balazo limpio.

Precisamente, en uno de aquellos recitales de activismo cultural y político fue que nació este himno que, con solo una frase, resumió la decisión popular de hacer a un lado la pasividad cuando las cosas rebasan ciertos límites. En agosto de 1973, en una manifestación por los derechos de la mujer en Santiago, el septeto Quilapayún estrenó este cántico ronco cuya letra ha sido incluso traducida a idiomas tan disímiles como finés, egipcio, ruso o francés.

Tras el batacazo de la satrapía pinochetista, muchos artistas tuvieron que huir de Chile para evitar ser encarcelados y/o asesinados. Entre ellos, los músicos de Quilapayún e Inti Illimani, quienes se exiliaron en Europa, desde donde prosiguieron sus carreras con conciertos y grabaciones orientadas a apoyar la recuperación de la democracia en su país. Desde entonces, El pueblo unido jamás será vencido saltó de los teatros a las calles para instalarse, de manera inquebrantable, en el imaginario colectivo, inclusive en aquellos sectores para nada interesados en la cosa política ni en las reivindicaciones sociales. Dicho en sencillo: hasta los más indiferentes o los más ignorantes reconocen la frase y la forma de entonarla, la misma que usaron los Quilapayún cuando la presentaron por primera vez, hace ya 48 años.

La canción fue escrita por el pianista y compositor chileno Sergio Ortega Alvarado (1938-2003), militante de izquierda y conocido por su trabajo como gestor cultural y director artístico de un canal de televisión estatal. Aunque no fue nunca miembro de Quilapayún, Ortega estuvo siempre en contacto con esa generación de músicos –en la cual también destacaron Víctor Jara, Isabel Parra o los ya mencionados Inti Illimani- y compuso varios himnos de Unidad Popular, la coalición que llevó a Allende al Palacio de la Moneda. Ortega era un experto pianista clásico, de conservatorio. De hecho, la melodía de las estrofas de El pueblo unido…, las que nadie escucharía jamás en una marcha, poseen una estructura influenciada por el alemán Johannes Brahms, con esas progresiones que conducen al climático grito coral.

La primera versión registrada en vinilo del tema apareció en 1973, en el álbum en vivo Primer Festival Internacional de la Canción Popular Chile ’73, publicado por el sello Discotecas del Cantar Popular (DICAP). En ese entonces, los Quilapayún eran ya un conjunto establecido en el panorama de la Nueva Canción Chilena, integrado por Eduardo Carrasco, Hernán Gómez, Rodolfo Parada, Carlos Quezada, Rubén Escudero, Hugo Lagos y Willy Oddó, quienes se presentaban en plazas y universidades con sus característicos ponchos negros y sus espesas barbas –de hecho, el nombre del grupo es una palabra mapuche que significa “tres barbas”.

Como es usual en este tipo de agrupaciones, todos sus integrantes cantaban e intercambiaban guitarras, charangos, bombos, zampoñas y quenas, con impecable versatilidad. Carrasco, líder y director musical del grupo hasta hoy, recuerda cómo nació El pueblo unido…: “Esa canción se gestó en un momento de amistad, digamos. Estábamos en una fiesta íntima, con la gente del grupo, en la casa de Sergio. Él tuvo la genialidad de hacer que la canción condujera a un lema, utiliza el lenguaje de la música para generar una tensión que llega al grito de El pueblo unido. Por eso es muy apropiada para las marchas”.

Esta consigna se ha escuchado en diversas manifestaciones a nivel mundial, algunas de ellas multitudinarias. Por ejemplo, en octubre del 2019 en la manifestación que reunió a más de un millón de personas en Santiago, tras las revueltas sociales que estuvieron a punto de provocar la renuncia de Sebastián Piñera y revelaron al mundo las mentiras del “milagro económico chileno”. También ha sido parte de importantes momentos históricos como la Revolución de los Claveles en Portugal, realizada por el ejército luso en 1974; o la Primavera Árabe del 2010, en diversas marchas para sacar del poder a dictadores como Hosni Mubarak (Egipto), Bashar Al Assad (Siria) o Zine El Abidine Ben Ali (Túnez).

En todos los casos, independientemente de sus resultados o motivaciones, El pueblo unido jamás será vencido es reconocido como un cántico genuino de la gente que sale a manifestar su indignación. Ningún partido político o conglomerado empresarial podría utilizarla. ¿O ustedes se imaginan al directorio de la Sociedad Nacional de Minería o de la Confiep, con los brazos entrelazados, gritando por las calles «El pueblo unido…”? Uno de sus más recientes usos se dio el pasado 27 de marzo, en el Teatro Odeón de París, Francia, donde cientos de músicos de orquestas sinfónicas se unieron para tocar El pueblo unido jamás será vencido, como un acto de protesta ante el abandono estatal a las comunidades artísticas que quedaron sin ingresos a causa del COVID-19. Y, por supuesto, ha estado presente en estos días en todo el Perú, en las marchas de rechazo a Keiko Fujimori, y en el cierre de campaña de Pedro Castillo, hace dos días, en la Plaza Dos de Mayo.

Pero volviendo a la canción, existen varias versiones de El pueblo unido jamás será vencido. Una de las más difundidas es la que grabó, el año 2004, el grupo chileno de rock Pettinellis (aquí, en vivo, en Viña del Mar), proyecto de corta vida liderado por el cantante y guitarrista Álvaro Henríquez, recordado por su trabajo con Los Tres. En un registro totalmente distinto, el colectivo norteamericano de DJs Thievery Corporation incluyó la canción en su disco Radio retaliation (2008), con sonidos cercanos al chill-out y la música latina, cantada por el colombiano Verny Varela. Cómo olvidar que el cuarteto mexicano Molotov incluyó este grito de guerra callejera en Gimme tha power, poderoso single de su álbum debut ¿Dónde jugarán las niñas?, tema que los dio a conocer allá por 1997. También existen versiones en inglés (The people united will never be defeated!), en ruso, en iraní, en filipino, entre otros.

En cuanto a Quilapayún, la ha publicado decenas de veces, tanto en estudio como en vivo, a lo largo de sus cincuenta años de carrera discográfica, y la siguen interpretando, por supuesto, en cuanto recital ofrezcan alrededor del mundo. En 1974 apareció el LP Yhtenäistä kansaa ei voi koskaan voittaa, editado en Finlandia, con una versión acompañados por la banda local Agit-Prop. Poco después, El pueblo unido jamás será vencido (DICAP, 1975) le dio título al décimo cuarto álbum de los chilenos, grabado en los estudios Pathe Marconi de Francia. Por su parte, Inti Illimani lanzó su primera versión de El pueblo unido… como Lado B de su famoso single Alturas, en 1976. Aquí podemos verlos, en el año 2014, en el programa argentino Encuentro en el estudio, cantando esta emblemática canción que, seguramente, seguirá acompañando cada manifestación frente a las injusticias y corrupciones que buscan desinformar y someter a la ciudadanía.

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Folclore, Quilapayún

«Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo…» entonaba el español Joaquín Sabina, en uno de sus temas más famosos, Por el bulevar de los sueños rotos, título que tomó prestado de algo que dijo la legendaria cantante, el día que se conocieron, después de uno de sus primeros recitales en «los madriles», a comienzos de los noventa. Y, aunque la frase es uno de esos clásicos e inteligentes juegos de palabras y rimas consonantes de Sabina, resulta que es una descripción totalmente opuesta a la realidad. Las amarguras, cantadas por Chavela, eran aún más amargas y dolorosas.

Desde aquel momento, comenzó una de las amistades más atípicas de la escena musical hispanoamericana. El poeta maldito del pop-rock trovadoresco, que entonces recién pasaba los 40 años, se hizo compañero de juerga y colaboración musical de una trajinada señora que iba rumbo a los 75, a paso firme tras décadas de carrera artística. El vínculo se hizo tan estrecho que, según cuenta el mismo Sabina, hasta llegó a pedirle que se casara con él y lloró desconsolado tras su fallecimiento en el 2012, algo que no había hecho ni por sus padres.

La voz ronca y masculina de Chavela Vargas comenzó a rodar en México a inicios de los años sesenta. Desde el saque, su imagen y sonido colisionaron frontalmente con la conservadora escena artística del país de las cantantes y actrices vaporosas y coquetas. A contramano de lo que pudiera pensarse, nunca fue vetada o marginada, ni por los medios ni por el público, aunque ella se colocó, voluntariamente, en la orilla alternativa del amplio espectro folklórico mexicano.

Desde niña, Isabel Vargas Lizano –su nombre legal- había dado claras muestras de una orientación sexual definida, opuesta a la que genéticamente le fue asignada. Era un hombre encerrado en el cuerpo de una mujer. Esto le generó serios problemas familiares en Costa Rica, país donde había nacido en 1919, motivo por el cual terminó emigrando a México, antes de cumplir los 18, para instalarse y, años después, nacionalizarse. Vestida de pantalones largos, ponchos, con el pelo amarrado atrás y sin una gota de maquillaje, Vargas ganó su espacio cantando rancheras, corridos y boleros, con singular estilo y sentimiento.

Chavela -aunque en sus primeros Long Play, publicados por el histórico sello mexicano Orfeón, aparecía con «b», la grafía habitual que se utiliza para escribir “Chabela”, el nombre hipocorístico de Isabel-, se hizo conocida en palenques, teatrines y bares por ese estilo agresivo, apesadumbrado y borrachoso. Sus grabaciones junto al guitarrista Antonio Bribiesca, «La Guitarra de México», publicadas entre 1961 y 1977, definieron su estatus de artista de culto, con canciones tradicionales como La llorona (de autoría indeterminada), Paloma negra (Tomás Méndez) o Macorina (poema del español Alfonso Camín), hasta ahora citadas como sus principales aportes a la música latinoamericana.

Sobre los escenarios, desarrolló una intensa amistad con José Alfredo Jiménez (el «tal José Alfredo» de la canción de Sabina), importante compositor de música popular, creador de inmortales canciones como En el último trago, Amanecí en tus brazos, Un mundo raro, No me amenaces, entre otras, que Chavela convertía en lamentos íntimos de insondable oscuridad. Ambos, además, compartían un irrefrenable alcoholismo. Cuentan que, entre los dos, eran capaces de acabarse decenas de botellas de tequila por noche. Cuando el autor de El Rey falleció, de cirrosis, en 1973, Chavela Vargas fue al velorio y cantó, completamente ebria y entre lágrimas, junto al ataúd.

Paralelamente, su lesbianismo se hacía cada vez menos fácil de disimular. Aun cuando, de manera oficial, recién decidió aceptarlo públicamente a los 80 años, eran conocidas sus múltiples conquistas. Como detalla el documental Chavela (Catherine Gund, 2017, disponible en Netflix), la intérprete tenía un encanto arrollador entre las mujeres y tuvo sonados romances con famosas personalidades como la destacada pintora mexicana Frida Kahlo o la actriz norteamericana Ava Gardner, diva de Hollywood.

Asimismo, solía enamorar a las elegantes esposas de políticos y empresarios, como la novia del poderoso broadcaster Emilio Azcárraga, una aventura amorosa que terminó con su carrera artística. El fundador de Televisa se encargó de borrarla de las agendas de teatros, casas discográficas y medios de comunicación. Durante casi una década, Chavela Vargas se exilió y se refugió en el tequila. Sin trabajo y con la ayuda de algunos amigos, la cantante desapareció del mapa, al punto que muchos la creyeron muerta.

De aquel destierro salió gracias a una joven abogada, su último gran amor, la mexicana Alicia Elena Pérez Duarte, tres décadas menor, quien fuera una de las artífices de su recuperación personal y profesional. Aunque se mantuvieron en contacto prácticamente hasta su muerte, la relación duró solo cinco años, entre 1988 y 1993. Como relata la abogada, el romance se rompió por un hecho peligroso e intolerable: Alicia encontró a Chavela enseñándole a su hijo de 10 años a disparar una pistola.

Sin embargo, los años noventa la verían resurgir y recuperar su estatus de leyenda viva, un segundo debut que definiría su legado artístico. Desde España, el mundo vio el retorno de Chavela Vargas, convertida en un ídolo pétreo e imperturbable, una presencia escénica monolítica y sin precedentes. Cada vez que abría los brazos, extendiendo su sonrisa arrugada y su poncho rojo para abrazar al público, Chavela paralizaba al mundo para que lo único que se escuchara fuera su estentórea voz. Con una legión de nuevos amigos y admiradores -Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Joaquín Sabina-, la vida azarosa, llena de excesos, conflictos y rarezas de «La Chamana» se recompuso.

También fue vital para este retorno el sello discográfico WEA Internacional, filial latina de Warner Bros. Records, responsable de la publicación, distribución y venta de discos que hicieron de Chavela Vargas una estrella de fines de los noventa e inicios del siglo XXI, una viejecita con voz de trueno y actitudes irreverentes, tótem de la comunidad LGTBI e ícono con características exóticas que, a pesar de ser tan diferente, la acercaba a otros artistas de la world music como los Buena Vista Social Club o Cesaria Evora.

Álbumes como La llorona (1993), Somos (1996) y Chavela Vargas (1997), instalaron el vozarrón de Chavela en el imaginario colectivo de las generaciones modernas, con versiones nuevas de canciones que había grabado 40 años atrás, algunas de las cuales habían sido utilizadas por el cineasta Pedro Almodóvar, una de las personas que más la promocionó en España, en varias de sus películas. La primera vez fue en Kika (1993), en que se escucha el famoso bolero Luz de luna (composición de Álvaro Carrillo que fuera éxito del gran Javier Solís).

Chavela Vargas en Carnegie Hall (2004) es un CD doble que condensa ese estilo melancólico pero a la vez fuerte, que cautivó a un público más joven, convirtiéndose casi en amuleto culturoso y superficial. Dos años antes de su muerte, en el 2010, con 91 años, lanzó un disco de duetos, ¡Por mi culpa!, con artistas como Lila Downs, Pink Martini y el mismo Joaquín Sabina, con quien ya había grabado Noche de bodas, para el extraordinario disco 19 días y 500 noches (1999).

Chavela Vargas representa el lado oscuro de aquel México lindo y querido que conocimos a través de Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas y María Félix. Y, al mismo tiempo, expresa lo que estas luminosas estrellas del cine y la música trataban de reflejar, pero sin disfuerzo ni sobre actuación: el dolor, la angustia, la transgresión y el riesgo de enfrentarse a los convencionalismos, con la frente en alto a pesar de los errores y, ya desde el punto de vista artístico, con la plena disposición de emocionar a su audiencia sin concesiones, declamando esas letras desgarradoras como si la vida se le fuera en ello. Esa intensidad, sufriente pero auténtica, es un acercamiento a aquella idea etérea de libertad, tan huidiza para personas comunes y corrientes. Como dice Sabina, otra vez, en esa canción homenaje que sellaría a fuego su amistad y admiración, contenida en su noveno álbum, Esta boca es mía, del año 1994: «Quién pudiera reír como llora Chavela…»

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Chavela Vargas, México, Música

Desde la década de los sesenta, se conocieron como «bootlegs» a aquellas grabaciones que salían al mercado sin la autorización de casas discográficas y artistas. Se trataba de una actividad esencialmente ilícita que aprovechó los vacíos legales y dificultades logísticas que impedían su fiscalización para establecerse como práctica común en la industria musical, reconocida y aceptada –a veces a regañadientes, a veces con entusiasmo- por los mismos artistas, que consideraban a estos álbumes no autorizados como una prolongación de sus discografías oficiales, útiles para fines de difusión y propaganda, a pesar de generar ganancias de las cuales no recibían ningún porcentaje.

Prácticamente todos los grandes nombres del pop y el rock de la era dorada del vinilo (entre 1969 y 1989) tuvieron que padecer la aparición permanente de estos bootlegs, prensados por compañías independientes y pequeñas pero que tenían el suficiente presupuesto para lanzar productos con las mismas características de los álbumes legales (empaques, artes de carátula, impresiones, sistemas de distribución). El sello Trade Mark Of Quality (TMOQ), fue el principal productor de bootlegs, con base en Los Angeles.

Los bootlegs siempre han sido muy estimados entre melómanos y coleccionistas, particularmente porque ofrecen, de manera clandestina y sin consecuencias, aquello que nunca estuvo destinado a su comercialización, con la finalidad de satisfacer esa pulsión transgresora de tener lo que nadie más tiene. Más que una copia «pirata» de una producción pre-existente, un bootleg es un disco aparte, con material inédito, exclusivo (conciertos, tomas alternas filtradas, singles jamás publicados). Oro en polvo para fanáticos.

El vocablo en inglés «bootleg» –literalmente “pierna de bota”- tiene su origen en una de las estrategias de contrabando más utilizadas durante la llamada era de la prohibición en EE.UU. (1920-1933), en que se castigaba duramente el comercio de bebidas alcohólicas: esconder las botellas en botas altas, técnica que, a su vez, habría sido inventada por soldados durante la guerra de secesión (1861-1865). Con el tiempo, la palabra se usó para denominar a cualquier producto comercializado ilícitamente, convirtiéndose luego en un membrete paraguas para las grabaciones sin licencia (vinilos, cassettes, discos compactos o cualquier otro soporte sonoro).

El primer bootleg del que tenemos noticia fue un disco doble de Bob Dylan, Great white wonder, publicado en 1969 por TQOM Records, especializado en esta clase de lanzamientos (también editaron bootlegs de los Beatles, los Rolling Stones, Neil Young, Jimi Hendrix y un largo etcétera). Podemos citar dos casos históricos y paradigmáticos de reacciones opuestas a esta práctica que llevó a otro nivel el conocido adagio “piratea y difunde”: The Grateful Dead y Frank Zappa.

Por un lado, el sexteto californiano, símbolo del hippismo, conocido por sus larguísimos conciertos e improvisaciones que jamás se repetían, estimulaba a sus seguidores a grabar los recitales para luego convertirlos en cintas que intercambiaban entre ellos para compararlas. Literalmente, miles de cassettes no oficiales de la banda circularon por todo el país, a veces de manera gratuita, y hasta hoy se cotizan en internet a altas cantidades.

En la otra orilla, el guitarrista, compositor y líder de The Mothers Of Invention detestaba los bootlegs. Frustrado por la cantidad de LPs que se prensaban sin su autorización por todas partes, abrió una línea telefónica para pedir a sus fans que le avisaran de cada lanzamiento clandestino del que tuvieran noticia. Ante la inacción del FBI, el músico recopiló 16 bootlegs, publicados entre 1967 y 1982 y los lanzó, a través del sello Rhino Records, en dos boxsets titulados Beat the Boots (1991 y 1992). En el 2009 apareció una tercera caja de esta serie, esta vez en formato digital a través de Zappa Records, con más grabaciones no oficiales de distintas épocas.

Con el retorno del vinilo como soporte discográfico, también ha regresado la subcultura del bootleg, corregida y aumentada por las diversas herramientas que ofrece actualmente la tecnología. Además de vinilos no autorizados, circulan por la web archivos descargables, mp3, videos de YouTube de artistas modernos, desde Kanye West hasta The Weeknd. La reciente aparición de un vinilo de 7” y 33 RPM, que contiene las dos canciones que la banda argentina Soda Stereo registrara en inglés, hace más de treinta años, como parte de un proyecto fallido de ingresar al mercado anglosajón, nos pone a la vanguardia de esta renovada tendencia de compra-y-venta de música no oficial. Pero, ¿de dónde salieron esas grabaciones?

En 1987, el trío conformado por Gustavo Cerati (voz, guitarras), Héctor «Zeta» Bossio (bajo, coros) y Charly Alberti (batería) era considerado, de lejos, el grupo más importante de rock en nuestro idioma. Claro, también estaban los Hombres G (España), Los Prisioneros (Chile) o El Tri (México), todos muy populares aquel año, pero ninguno se acercaba lo suficiente como para destronar a Soda. Digamos que, para usar una metáfora alusiva a nuestros tiempos de segunda vuelta electoral, ni las más amables encuestadoras ni toneladas de campañas mediáticas y columnas de opinión habrían sido capaces de hacer que alguno de ellos lograra un empate técnico ni mucho menos superar a la entente gaucha.

Recuerdo que, por esas épocas, cuando los DJ más conocidos y los críticos especializados más leídos describían el sonido de Soda Stereo, lo hacían comparándolo al de bandas anglo post-punk y new wave como The Cure, The Cars, Tears For Fears e incluso nombres menos comunes en los rankings locales como Echo & The Bunnymen o Simple Minds. En medio del más grande auge comercial del rock en español, que generó escenas extremadamente localistas en cada país de Latinoamérica, la sofisticación y espíritu cosmopolita que los bonaerenses habían mostrado con sus tres primeros LP -Soda Stereo (1984), Nada personal (1985) y Signos (1986)- los convirtió en serios candidatos a ser los primeros en trascender las barreras idiomáticas para ingresar a las ligas mayores del rock. Muchos imaginaban a Soda Stereo cantando en inglés. ¿Cómo sonaría?

La respuesta a esa interrogante se resolvió hace algunos años, cuando un cibernauta subió al YouTube subió las grabaciones que Soda Stereo hizo, en Londres, en algún momento entre 1986 y 1987, de dos canciones con letras traducidas al inglés. Se trata de Cuando pase el temblor y Juego de seducción, que Cerati y compañía grabaron en inglés animados por el productor y DJ británico Eddie Simmons, con la finalidad de abrir camino al grupo en las emisoras y discotecas de la Rubia Albión, con miras a preparar un disco completo en el idioma de Shakespeare y los Beatles. El proyecto nunca cuajó -los programadores de la BBC no mostraron mayor entusiasmo- y las canciones jamás salieron al mercado, pero de inmediato su existencia se convirtió en una inasible leyenda urbana. Hasta ahora.

Las versiones, tituladas When the shaking is past y Game of seduction, son una especie de Santo Grial para los coleccionistas de todo lo relacionado a Soda Stereo. Usando las pistas originales grabadas para el LP Nada personal, Gustavo Cerati canta, con una pronunciación bastante aceptable aunque con poca convicción, las traducciones que él mismo hizo de estos dos títulos de su repertorio clásico. Casi una década después de estar disponibles en YouTube, ambas canciones han sido prensadas en vinilo y puestas a la venta, sin carátula y con una tipografía bastante elemental, en el portal The Noise Music Store Perú, a un precio desproporcionado si tomamos en cuenta que son solo dos canciones, como los recordados singles o “discos de 45” del pasado. Este detalle monetario, por supuesto, no es inconveniente para los más fanáticos del terceto, disuelto originalmente en 1997. Aunque el sonido ha sido mejorado digitalmente, el resultado final no alcanza la misma contundencia de las versiones originales que todos conocemos. De hecho, en su momento, el mismo Cerati reconoció que estas grabaciones quedaron «bastante flojas».

Aún no se conoce la opinión de la familia de Gustavo Cerati, compositor de ambos temas, fallecido en el 2014, ni de los restantes miembros de Soda Stereo, acerca de este bootleg de edición limitada pero, lo más probable, es que no les quede más remedio que mantenerse al margen y no oponer resistencia ante esta remozada forma de piratería, ese inmenso negocio ilegal pero socialmente aceptado que nos ha permitido, con sus múltiples procedimientos, acceder a la cultura, en este caso musical, de manera directa y cada vez con menos intermediarios.

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Bootleg, Música, Soda Stereo

Ubicado en el puesto #6 del último listado de los 100 mejores guitarristas de todos los tiempos, hecho por la revista especializada Total Guitar, y reconocido como uno de los diez «shredders» más rápidos del mundo -el término alude a aquellos músicos poseedores de una capacidad sobrenatural para tocar a velocidades imposibles-, Buckethead (en español «Cabeza de Balde») ha logrado mantener intactas las capas de denso misterio que lo rodean y, aun cuando es totalmente desconocido para la gran masa, congrega a toda una legión de seguidores, fascinados por su extravagante estilo y estremecedora habilidad con las seis cuerdas.

Su nombre real es Brian Patrick Carroll y nació el 13 de mayo de 1969 en la soleada California (esta semana cumplió 52 años). Desde su primera aparición, EN 1991, con la oscura banda de hard-rock experimental Deli Creeps, Buckethead impactó a la comunidad guitarrística por su destreza y un atuendo sin el que, hasta hoy, nadie lo ha visto: una inexpresiva y dura máscara blanca de plástico y diversos sombreros o bandanas que, finalmente, evolucionaron hasta convertirse en un balde de Kentucky Fried Chicken, con la inscripción “FUNERAL” sobre su cabeza. De allí su alias.

Todo alrededor de él es un enigma. En tres décadas de carrera, nadie lo ha logrado desenmascarar –como Banksy, el muralista británico– y su voz apenas se ha escuchado en dos o tres entrevistas, una de ellas un extenso podcast del 2017 con Barry Michaels, conocida personalidad radial de los EE.UU., en la que se muestra como un hombre sumamente introvertido y sensible, algo disperso, antisocial y desconectado de todo aquello que consideramos convencional. Varios pasajes de aquella entrevista son citados en internet como fuente principal de información sobre el perfil de este huraño personaje que parece sacado de una película de horror serie B, con sus jumpsuits de colores, sus extremidades dislocadas y una Flying V pegada al cuerpo.

Las pocas crónicas serias que circulan en la web lo describen como una persona espiritual, que tuvo una infancia profundamente feliz junto a sus padres y que, desde los 12 años, se encerró en su habitación para practicar con una guitarra acústica. A los 18 fue alumno de Paul Gilbert, uno de los guitarristas de hard-rock, heavy metal y fusión instrumental más prestigiosos, ex integrante de Mr. Big y Racer X. También hay quienes inventan alocadas historias -que usa la máscara hasta cuando come y duerme, que fue criado en un galpón de pollos, que no habla absolutamente con nadie-, para alimentar su leyenda.

Domina, además de las guitarras y sus múltiples efectos y técnicas, el bajo, el violín, el piano y el banjo. Sobre el escenario, realiza extraños movimientos de baile robótico, mezcla de break dance y caminata lunar, regala juguetes y máscaras terroríficas y sorprende con su experto manejo del nunchaku, la legendaria arma de artes marciales, una de sus obsesiones junto con la imaginería cómic, el baloncesto, el cine de terror y el manga japonés.

Su rango de estilos es tan amplio como sus extravagancias: puede tocar, a mil por hora, Smooth criminal, el clásico de Michael Jackson de 1987, y pasar a la suite de Star Wars en cuestión de segundos, sin perder ritmo ni fluidez. Ha tocado metal, funk, jazz, bluegrass, hard-rock, blues, country, música barroca y neoclásica. Ha escrito y grabado bandas sonoras para películas de terror y acción como Saw II (2005) o Mortal Kombat (1995-1997), entre otras. Con su otro alter ego, Death Cube K, una versión “en negativo” de su personaje principal, desata pesadillescas tormentas de dark ambient y new age. A juzgar por cómo toca, es evidente que se trata de un músico extremadamente disciplinado y exigente. Lo único seguro es su virtuosismo y obsesión por el trabajo.

El año 2001, ya establecido como artista de culto y con extenso kilometraje en proyectos de toda índole, Buckethead confundió a sus fieles al unirse a Guns N’ Roses. Los seguidores de «la banda más peligrosa del mundo» se sorprendían al ver, en el lugar del sudoroso, semidesnudo y expresivo Slash, a esta especie de maniquí alto, ultra flaco y de cara fría como una máquina. Pero cuando lanzaba esos solos vertiginosos y casi extraterrestres, las audiencias quedaban estupefactas. Buckethead salió del grupo de W. Axl Rose en el 2004, debido a sus erráticos hábitos, su salud quebradiza y su mínima capacidad para establecer relaciones interpersonales. Sus explosivos solos y arreglos grabados durante ese tiempo, recién vieron la luz el 2008, año en que apareció –más de una década después de haber sido anunciado- el sexto y último álbum oficial de GN’R, Chinese democracy (ver aquí a Buckethead con Guns N’ Roses, en Rock In Rio III, 2001).

Es difícil encontrar una sola puerta de ingreso al universo sonoro de Buckethead. Sus estrambóticas composiciones de hard-rock y progressive metal, lo colocan al nivel de otros virtuosos como Steve Vai, Guthrie Govan, Jason Becker o John Petrucci. Ejemplos de ello son Nottingham lace -CD Enter the chicken, 2005, junto al vocalista de System Of A Down, Serj Tankian-, Soothsayer (Dedicated to aunt Suzie) –incluido en Crime slunk scene, del 2006- o Jordan, un homenaje al ídolo del baloncesto Michael Jordan, que los adictos al videojuego Guitar Hero conocen bastante bien. Pero también están sus colaboraciones con el bajista Les Claypool (Primus) y la leyenda del funk setentero Bernie Worrell (Parliament Funkadelic). El supergrupo, llamado Colonel Claypool Bucket of Bernie’s Brains, lo completó el baterista Bryan «Brain» Mantia, quizás la persona que más conoce al guitarrista (aquí en el Festival Bonnaroo, año 2004).

Pero Buckethead también posee un lado sensible y acústico, apreciable en álbumes como Colma (1998) –que escribió para consolar a su madre mientras se encontraba en el hospital, operada de un cáncer; o el díptico Electric tears/Electric sea, lanzados en 2002 y 2012, respectivamente, en los que incluso interpreta melodías de Johann Sebastian Bach, Joaquín Rodrigo y Miles Davis. En este último destaca The homing beacon, un sentido homenaje a Michael Jackson, tras su fallecimiento. O su sociedad con el actor danés Viggo Mortensen, orientada a la reflexión política y filosófica, como en el alucinante Pandemoniumfromamerica (2003), dedicado a Noam Chomsky. O sus inicios con otra superbanda, Praxis, que armó el prestigioso bajista y productor de jazz fusión y música electrónica Bill Laswell e incluyó a Bootsy Collins (otro legendario integrante de P-Funk), Bernie Worrell y Brain. Discos como Transmutation (1992) y Profanation (2008) son los mejores secretos guardados del rock norteamericano de vanguardia.

Pero lo más sorprendente es la gigantesca cantidad de material que ha grabado. En el año 2007 lanzó su primer proyecto de formato amplio, un boxset de 13 discos, titulado In search of the…, una edición limitada con dibujos y textos a mano, hechos por el guitarrista. Luego, el 1 de octubre de 2015 inició una cuenta regresiva de 31 discos inspirados en la noche de brujas, 31 days ‘til Halloween, a razón de un título por día. Pero es la colección Pikes, cuyo primer ítem apareció el año 2011, con la que Buckethead se saltó todas las bardas.

La serie ha acumulado, en diez años, la alucinante cantidad de 291 volúmenes (solo en el 2015 salieron 118), la mayoría disponibles como descargas digitales en https://music.bucketheadpikes.com/music. Cada uno contiene entre 30 y 45 minutos de música original, compuesta y grabada íntegramente por él, en sus estudios y cuarteles oficiales, Bucketheadland. En total, sumando todas sus producciones como solista, en sus diversos grupos y proyectos, Buckethead ha lanzado más de 400 discos. Es el artista vivo más prolífico de la historia de la música grabada, un récord que ostentó, hasta el año 2007, otro guitarrista, Frank Zappa, que llegó a publicar más de 70 discos, entre 1966 y 1993, año de su fallecimiento. Las seis últimas entregas de Pikes están fechadas entre enero y abril de este año.

Como Jack, el entrañable personaje del clásico de cine de animación de Tim Burton, The nightmare before Christmas (1993), Buckethead es el monarca de su extraño mundo, una criatura indescifrable que es, la mayor parte del tiempo, intimidante y oscura pero que puede también sorprender por su atípica fragilidad emocional.

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#Rock, Música

«Mother, did it need to be so high?» («Madre, ¿era necesario estar tan alto?») suspira Roger Waters al final de esta extraordinaria canción del álbum conceptual The wall (1979) de Pink Floyd, en la que el cantante y bajista describe, con desgarradora oscuridad, el profundo daño psíquico que puede ocasionar una madre controladora, sobreprotectora, castrante, en la mente frágil de su hija/hijo adolescente, hasta el punto de convertirlo en una persona insegura, medrosa, antisocial y/o egoísta.

Esta versión críptica de la relación madre-hijo -que existe, por cierto, y es muchísimo más común de lo que hubiésemos querido en nuestras sociedades y familias-, colisiona frontalmente con el tratamiento más bien romántico y convencional que se suele darse a las madres en la música popular contemporánea. La chocante confesión del personaje central de aquel díptico floydiano respecto del carácter manipulador de su mamá puede ser dura, difícil de procesar para quienes hemos tenido madres que más parecían ángeles, pero es una realidad cuyas secuelas tienen una onda expansiva que afecta a muchos adultos de por vida.

Como es fácil de suponer, abundan más los ejemplos de composiciones que ensalzan el cariño, la inspiración, el bonito recuerdo de una madre perfecta, ideal(izada), mezcla de religiosidad y amor filial. Tenemos, por supuesto, a Paul McCartney cantándole, a un tiempo, a su madre Mary –fallecida cuando él tenía solo 14 años y a la que había visto en sueños durante la etapa más difícil de los Beatles diciéndole que “debía dejar ser las cosas para que salgan bien”- y a la Virgen María en Let it be («When I find myself in times of trouble Mother Mary comes to me…» / “Cuando me encuentro en problemas, Madre María se me acerca…”). O a John Lennon, declarando su devoción a la mujer que lo trajo al mundo, también fallecida prematuramente, en Julia («Half of what I say is meaningless but I say it just to reach you…» / “La mitad de lo que digo no tiene sentido pero solo lo hago para alcanzarte…”).

Ambos temas, clásicos de la última etapa del inmortal cuarteto de Liverpool (1968-1969), ofrecen ese homenaje tradicional a la madre, aquella persona incapaz de hacerte daño o hablar mal de ti, aunque cuando te haya dejado en ciertos momentos de tu vida. Lennon mismo compuso, ya como solista, Mother, en la que le reclama a Julia por haberse ido durante su infancia. El tema aparece en el primer LP de la Plastic Ono Band, publicado apenas unos meses después de la separación formal de los Fab Four.

A diferencia del Día del Padre, en el que solo escuchamos una canción (Mi viejo, del ítalo-argentino Piero, grabada originalmente en 1969), en el Día de la Madre las opciones son muchas y muy diversas. Podemos mencionar, al vuelo, el vals Cabellitos de mi madre, composición del arequipeño Elisbán Lazo, que grabara en 1974 Carmencita Lara pero que se hiciera más conocida en nuestro país en la versión de bolero cantinero de Ramón Avilés (uno de los cinco hijos del recordado guitarrista criollo Óscar Avilés). O las populares A la sombra de mi mamá (1964) y Se parece a mi mamá (1972), de los ídolos de la nueva ola argentina Leo Dan y Palito Ortega, respectivamente, ideales para actuaciones escolares. O el melodramático ruego de Camilo Sesto en Perdóname (1980), en que el atribulado cantautor español se postra ante una madre a la que hizo padecer por su personalidad desordenada y llena de conflictos. O Amor eterno, ranchera que la española Rocío Dúrcal grabó en 1984 en el sexto volumen de su serie de LPs, Canta a Juan Gabriel. La versión del mexicano, incluida en el álbum en vivo desde el Palacio de Bellas Artes (1986), se convirtió en un clásico del Día de la Madre, infaltable en serenatas y homenajes en toda Latinoamérica. En estos últimos dos casos, más de un psicólogo clínico nos sorprendería con sus hallazgos detrás de los mensajes emotivos, de amor exacerbado, escondidos en sus versos.

Pero si el autobiográfico Roger Waters construyó en los seis minutos de Mother un panorama psicopático de terror filial, a Jim Morrison -otro poeta maldito del rock- le bastó una línea inserta en un tema épico que dura el doble para tocar un tema tabú: el incesto, llevando al extremo el Complejo de Edipo. Me refiero, por supuesto, a The end, tema estrenado en el LP debut del cuarteto californiano The Doors, allá por 1967. Unos años después, en 1976, Brian May se conectó mentalmente con todos los palomillas del Perú y del mundo que, hasta ahora, hacen bromas y memes sobre la relación con sus suegras, y compuso la brillante y poderosa Tie your mother down, un guitarrero grito de liberación de la opresión materna, para el álbum A day at the races de Queen.

Pero volvamos a las madres buenas. Silvio Rodríguez, el genial trovador cubano, escribió en 1973 uno de sus mejores poemas musicalizados, titulado simplemente Madre, dedicado a los soldados vietnamitas que desactivaban minas antipersonales en 1969, por orden de Ho Chi Mihn, en pleno Día de la Madre. La letra es conmovedora y valiente, ubicando nuestra imaginación en la mente de hijos que, en guerra, piensan en sus madres («Madre, que tu nostalgia sea el odio más feroz. Madre, necesitamos de tu arroz…»). El tema no figura en ninguno de sus álbumes oficiales, pero vio la luz en una recopilación de 1977, Antología. También vale la pena recordar aquí la intensa relación que tuvo Facundo Cabral con su madre, Sara, la misma que era permanente protagonista de sus reflexivos y divertidos monólogos, en los que nos hablaba de una mujer poco instruida pero capaz de las respuestas más agudas. Cabral contaba que, antes de un concierto, el ex Presidente Carlos Menem se acercó al camerino y, tras rendirle sus respetos, le confesó que era gran admirador de su hijo, para luego preguntarle qué podía hacer por ella. «Con que no me joda, es suficiente», dijo la señora, dejando en claro su personalidad indomable.

Una carta al cielo es, probablemente, el vals que todo hijo peruano dedica a su madre fallecida. La imagen del niño que roba un ovillo de hilo hacer llegar su cometa «allá donde se ha ido mi adorada mamá» posee una potente e innegable efectividad emotiva. Compuesta por el trujillano Salvador Oda y popularizada por Lucha Reyes, «La Morena de Oro del Perú», en 1971, condensa el sentimiento de amor irreductible por la madre como esa entidad inmaculada, que no admite reproches. Amor de madre, éxito de Los Embajadores Criollos de fines de los años cincuenta, es otro de esos valses lacrimógenos que, en este caso, tiene como protagonista a un hombre huérfano que no puede creer cómo “hay hijos inconscientes que, lejos de adorarla, ultrajan a la madre con sus viles acciones”.

En la otra orilla -y de una forma mucho más brutal y agresiva- nos encontramos con el rapero blanco Eminem quien, el año 2009, grabó My mom, la peor de las varias diatribas que ha perpetrado contra su madre, Debbie Rae Nelson, a través de los años. En el tema, contenido en su sexta producción discográfica Relapse, el deslenguado artista urbano acusa a su mamá de haberle pasado, prácticamente desde la infancia, su adicción a los antidepresivos; y, en el colmo de lo terrible, haber envenenado a su perro con el coctel de fármacos que ella tomaba mañana, tarde y noche. Ya los Rolling Stones, en 1966, habían explorado el tema de las madres dependientes de pastillas en su clásico Mother’s little helper, del LP Aftermath (1966).

Como vemos, no solo las buenas madres han inspirado a los músicos del mundo, hasta las más desnaturalizadas y nocivas tienen su canción. En ese contexto no puedo dejar de mencionar dos temas, poco conocidos, con madres como protagonistas y temáticas diametralmente opuestas: Canto a la madre/Canto a la muerte, del panameño Rubén Blades (álbum Amor y control, 1992) y Yo’ mama, de Frank Zappa, que cierra el collage sonoro Sheik Yerbouti de 1979. En la primera, «El Poeta de la Salsa» llora la muerte de su progenitora. En la segunda, el líder de The Mothers Of Invention habla de una madre apañadora de sus hijos engreídos (“Maybe you should stay with yo’ mama, she can do your laundry and cook for you…” / “Quizás debas quedarte con tu mamá, ella puede lavar tu ropa y cocinar para ti…”). Hoy que las madres, más superficiales y vacías que nunca, quieren, de regalo, celulares 5G y son capaces de crearle un perfil en Tinder a sus hijos, en lugar de enseñarles a lidiar con sus fracasos amorosos de manera normal, resulta difícil pensar en madres que calcen con historias como las de Amor eterno, Una carta al cielo o Let it be.      

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Anécdotas, Madres, Música

Hubo un tiempo en que escuchar radio o ver videoclips en televisión era garantía de sano entretenimiento, aprendizajes múltiples y buena música, interpretada con creatividad y talento. Pensaba en esto a propósito del cuarenta aniversario de Business as usual, álbum debut de Men At Work, lanzado en 1981, a través del sello discográfico Columbia Records.

El quinteto formado en 1978 en Melbourne se convirtió en uno de los animadores de los nacientes ochentas, con un estilo fresco y divertido que no por eso dejaba de ser interesante y agudo, en medio de una escena que iba recomponiendo sus propuestas y valores estéticos, tras la asonada punk británica y el rock norteamericano para estadios. En solo dos años, esta banda lanzó producciones que hasta hoy forman parte de la programación emocional de nuestros recuerdos, y que ayudaron a definir el espíritu de aquella década, como Billy Idol, Cyndi Lauper y Culture Club.

Colin Hay (voz, guitarra), Ron Strykert (guitarra), Greg Ham (vientos, teclados), John Reese (bajo) y Jerry Speiser (batería) llegaron portando el estandarte australiano, como lo hicieron los Bee Gees en los sesenta o Little River Band en los setenta. El pop-rock producido en la tierra de los canguros no tiene un sonido propio pero condensa, en sus multiformes manifestaciones, su capacidad de adaptación y aprendizaje. Así, artistas tan diversos como Nick Cave & The Bad Seeds, Air Supply, Kylie Minogue, Crowded House, The Go-Betweens, Dead Can Dance o Tame Impala han mantenido a Australia en el radar mundial de los fanáticos de la buena música como un país pródigo en la formación de talentos capaces de competir, de igual a igual, con sus pares de EE.UU. y el Reino Unido.

Si INXS fue el grupo cosmopolita y fashion, Midnight Oil la conciencia social política y Ac/Dc la aplanadora rockera por excelencia, Men At Work representó la sensibilidad comercial y relajada de la new wave australiana, una alternativa divertida y ajustada a las coordenadas estilísticas de una década en que la imagen lo era todo. Con su sonido prístino y sus alocados e histriónicos videos, los hombres trabajando se pusieron a la vanguardia pero de manera ingeniosa, con un alto nivel de aceptación por parte de los nuevos públicos consumidores de MTV. Para cuando lanzaron su segundo LP, ya habían alcanzado el estatus de clásicos que los acompaña hasta ahora.

Podríamos definir el sonido y look de Men At Work como una mezcla del reggae-punk de The Police y la sofisticación de Roxy Music o Spandau Ballet. La voz aguda de Hay, a ratos similar a la de Sting; las guitarras reverberantes de Strykert y Hay; la sólida base rítmica de Speiser y Reese; y el amplio rango de acción de Ham; hicieron que sus canciones tuvieran, a contramano de las mencionadas influencias, una personalidad propia, reconocible de inmediato. Esa capacidad para hacerse notar, en una década tan rica en opciones y géneros, los colocó por encima de sus contemporáneos durante una breve y muy exitosa carrera discográfica, que los convirtió en orgullo de su país.

Down under es, desde luego, su canción más emblemática y recordada. Considerado un himno australiano moderno, por la forma tan sencilla que usa para definir elementos de su cultura, clima e idiosincrasia, el tema fue el single principal de Business as usual e incluso fue tocada en la clausura de los Juegos Olímpicos de Sydney, en el año 2000, por Hay y una alineación totalmente diferente de Men At Work, cuya formación original se había disuelto a mediados de los gloriosos ochenta. La línea de flauta que caracteriza a esta canción generó controversia por una acusación de plagio presentada en el año 2007, en la que se aseguró que el grupo había usado, sin autorización, la melodía de un antiguo tema infantil muy popular en Australia, titulado Kookaburra sits in the old gum tree (Kookaburra es el nombre de una pequeña ave de los bosques de Australia y Nueva Guinea). Al final de engorrosos cuestionamientos, el grupo tuvo que desembolsar una fuerte suma de dinero en regalías a los albaceas de la profesora de escuela Marion Sinclair, que había escrito originalmente la melodía en los años treinta.

Pero hay otras canciones notables en aquel LP de la carátula amarilla: Underground, Helpless automaton, Be good Johnny, I can see it in your eyes. Y, especialmente, Who can it be now?, un satírico ejercicio de crítica al sistema de cobranzas coactivas con el que la banda se dio a conocer. Todas estas canciones le aseguraron la posteridad a Men At Work y permitieron que el público aguardara con suma expectativa su segunda placa, la cual llegó en 1983, bajo el título de Cargo. Aun con Down under triunfando en las listas de éxitos de todo el mundo –fue #1 simultáneamente en EE.UU., Inglaterra, varios países europeos y latinoamericanos ese año- la banda colocó tres temas más en las radios: Dr. Heckyll & Mr. Jive (una graciosa alteración de la clásica novela gótica del siglo 19 del escocés R. L. Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll & Mr. Hyde), It’s a mistake y No restrictions, con divertidos videos de alta rotación en los principales programas de la época, que privilegian una actitud burlesca, cómica, a mitad de camino entre Devo, The B-52’s y Talking Heads. Sin embargo, en Overkill mostraron una faceta melancólica, ligeramente oscura, diferente al festival de personajes desfachatados, videos infantiles y funny faces de sus singles previos. El tema se convertiría en uno de sus más grandes éxitos.

Lamentablemente, para su tercer y último disco oficial, Two hearts de 1985, los Men At Work ya había iniciado su prematuro descenso, con la salida de Speiser y Reese. Aunque hubo posteriores reuniones, esporádicas giras -como la que generó el disco en vivo Brazil, en 1996- y apariciones públicas –como la de las Olimpiadas de Sydney- el grupo desapareció formalmente de escena antes de iniciarse la década de los noventa.

En el siglo 21, el cantante y guitarrista Colin Hay dio un nuevo impulso a su carrera como integrante de la All-Starr Band, el proyecto liderado por el Beatle Ringo Starr, en el que reúne a destacados ex integrantes de grupos famosos de los setenta y ochenta. Paralelamente, lanzó varios álbumes como solista y permaneció de gira con diversas encarnaciones de Men At Work (incluso tocó en Lima, en el año 2006, en el María Angola). La muerte, en el año 2012, de Greg Ham, a los 58 años, acabó con las posibilidades de reunión de la banda original, siempre abiertas hasta entonces, a pesar del amargo alejamiento entre Hay y los demás, especialmente del co-fundador Ron Strykert, a quien incluso denunció por amenazarlo de muerte hace diez años.

Durante el 2019, Colin Hay armó una nueva versión de Men At Work, acompañado de una banda de músicos de sesión de Los Angeles, la mayoría de ascendencia latinoamericana, entre los que destaca la multi-instrumentista Scheila González (saxos, flautas, teclados, percusiones, guitarras), conocida para los fans de Frank Zappa por su trabajo junto a Dweezil, hijo del legendario guitarrista. La cantante peruana de fusión y ritmos latinos Cecilia Noël, radicada en EE.UU. y casada con Hay desde el 2002, también formó parte de ese relanzamiento que incluyó algunas presentaciones antes de la llegada del COVID-19.

En 1983, Men At Work fue el primer grupo australiano en obtener el Premio Grammy a Mejor Artista Nuevo, categoría en la que compitió con otros pesados de la new wave –The Human League, Stray Cats, Asia- que son hoy considerados clásicos, cuarenta años después. Me pregunto, escuchando sus canciones y recordando aquellos tiempos en que niños y adolescentes éramos expuestos a sonidos más agradables y mejor concebidos que los soporíferos bostezos de Billie Eilish o los escarceos porno-style de Megan Thee Stallion, las dos últimas ganadoras de tan desprestigiado trofeo… ¿Qué provocó este encanallamiento de la industria musical? ¿Alguien se acordará de ellas o sus competidoras el 2061?

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Melómano, Música, New wave

En estos días, en que las palabras “socialismo” y “Cuba”, entre otras, vienen siendo asociadas a lo más parecido al infierno en la tierra, se me antojó reconectarme con una de las producciones musicales más bonitas y simbólicamente importantes que hayan brotado de la vieja isla, gracias a la conjunción de la voluntad integradora de dos artistas foráneos –un músico norteamericano y un cineasta alemán- que, como siempre ocurre, ven más allá de las mezquindades e intereses retorcidos de la política y revaloran las manifestaciones orgánicas nacidas de la tradición y el talento, la idiosincrasia verdadera del siempre manoseado y abusado “pueblo” (yo prefiero usar el término “población”), manoseado y abusado por dictadores, autoridades y eternos candidatos ávidos de poder. 

Después de casi 25 años de su lanzamiento original, Buena Vista Social Club –tanto el álbum como el documental, aparecidos uno detrás del otro entre 1997 y 1999- supera largamente la prueba del tiempo para convertirse en un clásico moderno, un rescate auténtico y bien intencionado de la riqueza musical de la Cuba que conquistó al mundo en las décadas previas a la llegada de Fidel Castro. Como siempre, la música funcionó en esa época como catalizador del sentir popular –la alegría, el ritmo, la sensualidad, el romance- ante una situación patética: el entreguismo absoluto por parte de la administración de Fulgencio Batista, que convirtió a La Habana en el patio de juegos de los Estados Unidos, motivo central de la irrupción de los barbudos, con las consecuencias que todos conocemos: la crisis de 1961-1963, la gesta del Che, el bloqueo, la corrupción en el eterno reinado de los uniformes verde olivo.

Escuchando las canciones de Buena Vista Social Club uno puede llegar a sentir que está caminando por las calles de La Habana Vieja, aun sin haber pisado nunca la capital isleña. Este efecto, que también consigue Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) con su extraordinario documental, es mérito del trabajo acucioso y, sobre todo, lleno de respeto, del guitarrista Ry Cooder (Los Angeles, 1947), instigador principal de esta reunión de artistas de la Cuba pre-revolucionaria que, tras ser muy conocidos en la isla y en el resto de Latinoamérica en los años cuarenta y cincuenta, habían caído en un injusto retiro y olvido. 

La mayoría de ellos en plena tercera edad –y, en el caso de Compay Segundo, del legendario dúo Los Compadres, rozando la cuarta- fueron redescubiertos gracias a Cooder y su cómplice cubano, el músico Juan de Marcos González, director de Sierra Maestra, una agrupación que recogió el legado y tradición musical de aquella Cuba con una mezcla de boleros, guajiras, sones, guarachas y descargas. 

De Marcos ayudó a Cooder –inquieto y recorrido músico que trabaja desde los años setenta con estrellas del rock y blues experimental como, por ejemplo, Taj Mahal, Santana, Captain Beefheart, Ali Farka Touré, entre otros, además de tener él mismo una muy estimable discografía personal de blues, country, world music y banda sonoras para cine y TV que supera la veintena de títulos- a juntar a todas estas leyendas vivas de la música cubana para grabar este disco titulado Buena Vista Social Club, nombre original de un nightclub habanero en donde muchos de estos artistas fueron aplaudidos en sus años juveniles. 

La atmósfera sonora es profundamente tradicionalista, con un par de ventajas: la alta fidelidad alcanzada gracias a las modernas técnicas de grabación existentes a finales de los noventa -algo imposible en las épocas en que estos intérpretes trabajaban-; y los arreglos preciosistas de Cooder y De Marcos, con el primero de ellos introduciendo los característicos «soundscapes» de su guitarra slide, sutiles ventarrones de electricidad en medio de un ensamble 100% acústico. 

En contraste, Compay Segundo (nombre real: Francisco Repilado), a sus 89 años al momento de las sesiones, demuestra vitalidad e inspiración con magistrales interpretaciones en voz y tres, el instrumento cubano de tres pares de cuerdas que dio origen al cuatro portorriqueño (difundido ampliamente por Yomo Toro con la Fania All Stars durante su época dorada), en canciones como Chan Chan (son escrito por él en 1987), y dos boleros: Veinte años, cantado a dúo con Omara Portuondo, vocalista de suave registro que, al momento de ingresar a los estudios EGREM de La Habana para este álbum, tenía ya 66 años de edad y una trayectoria amplísima en su país, que incluye una curiosa anécdota, conocida por pocos: fue ella quien presentó a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, cuando ambos apenas pasaban los 20 años de edad, en una de las jornadas previas a la formación del Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cubano de Artes e Industrias Cinematográficas (ICAIC), que daría nacimiento al movimiento de la Nueva Trova Cubana. 

Para el tema ¿Y tú qué has hecho?, compuesto en los años veinte por el trovador cubano Eusebio Delfín, Compay graba ambas voces, primera y segunda, y realiza hermosos arpegios de tres, acompañado por la slide de Cooder. Elíades Ochoa, ligeramente más joven, interpreta una cadenciosa versión de El carretero, clásico de Guillermo Portabales, e impone su presencia como vocalista y guitarrista a lo largo del disco. El álbum termina con La bayamesa, de Sindo Garay, el trovador cubano más representativo de finales del siglo 19 e inicios del siglo 20.

Los otros dos casos emblemáticos son los de Ibrahim Ferrer (voz, percusiones) y Rubén González (piano), de 70 y 77 años respectivamente, en aquel lejano 1996. Escuchar a Ferrer en clásicos como Dos gardenias o Murmullo son muestras de cómo se canta realmente el bolero; o sus fraseos en descargas como De camino a la vereda, Candela o El cuarto de Tula, simplemente fantásticos. Y en cuanto a González, pues se trata de un eximio pianista que había trabajado junto a Beny Moré y Arsenio Rodríguez, dos íconos de la música cubana, y era descrito como «el Thelonious Monk de Cuba». Gonzáles derrocha energía y sabor en los instrumentales Pueblo nuevo y Buena Vista Social Club, la primera escrita por él y la segunda por Orestes López, hermano de Israel «Cachao» López y padre de Orlando «Cachaíto» López, quien es el contrabajista en este disco. El patriarca de esta familia de contrabajistas es considerado uno de los creadores del mambo y el danzón, géneros cubanos por excelencia. 

Otros músicos de la misma generación que fueron convocados para estas sesiones -de las cuales también salió el disco A toda Cuba le gusta (1997), bajo el nombre Afro-Cuban All Stars, dirigidos también por Juan de Marcos-, fueron el trompetista Manuel «Guajiro» Mirabal, los vocalistas Pío Leyva y Manuel «Puntillita» Licea y el timbalero Amadito Valdés. Los músicos más jóvenes del ensamble son, precisamente, Juan de Marcos González y el laudista Barbarito Torres, quien se luce en El cuarto de Tula, los cuarentones del disco. Y, por supuesto, el hijo de Ry Cooder, Joachim, de solo 18 años, quien participa como percusionista. 

Varios de los integrantes de Buena Vista Social Club se hicieron muy famosos entre el público mundial después de esta exitosa aventura –el film recibió varios premios internacionales y una nominación al Oscar el año 2000- e incluso revitalizaron sus carreras con posteriores lanzamientos enmarcados en la onda comercial de la «world music». El 2008 se lanzó el disco doble At Carnegie Hall que recoge la actuación del grupo en la prestigiosa casa de conciertos de New York, ocurrida diez años antes. En este enlace pueden ver la versión de Chan Chan de aquel show, incluida en el documental de Wenders. En 2017 se estrenó otro documental, Buena Vista Social Club: Adiós!, en el que se cuenta la saga del proyecto en su vigésimo aniversario. 

Lamentablemente, los fallecimientos de Manuel «Puntillita» Licea (2000, 79 años), Compay Segundo (2003, 96), Rubén González (2003, 84), Ibrahim Ferrer (2005, 78), Pío Leyva (2006, 89) y Orlando «Cachaíto» López (2009, 76); aunque comprensibles por sus avanzadas edades, dejaron nuevamente huérfana a la música latina, que quedó a merced de la timba, la bachata y el reggaetón. 

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Actualidad, Opinión

Rubén Blades escribió esta canción en 1983 y la incluyó en Buscando América, su primer LP con Seis del Solar, el proyecto con el que se acercó a un público diferente, incorporando géneros poco comunes en el universo salsero (reggae, balada, latin pop) y haciendo inteligente uso de teclados, baterías y sonidos sintetizados afines al pop radial de los ochenta, pero sin abandonar su vocación por las maracas, las percusiones y el soneo inspirado, características básicas del género latino que nació como síntesis de la riqueza musical cubana, de cuyo nacimiento fue protagonista.

Decisiones es la canción más conocida y recordada de aquel disco, lanzado en 1984 por la multinacional Elektra (asociada a los sellos Atlantic Records y WEA Internacional, división latina de Warner Brothers Records), y viene a mi mente hoy, sábado de víspera a las elecciones, en que muchos votantes, a solas o en familia, están deshojando margaritas para ver qué símbolo marcar, qué número(s) escribir, qué insulto o garabato anónimo y obsceno usar para dar cuenta, inútilmente, de su rechazo, de su desconfianza, de su no resuelta indecisión.

Buscando América fue el primer álbum del cantautor panameño fuera del contexto de Fania, el sello de Johnny Pacheco y Jerry Massucci, casa que lo vio surgir como artista y de la cual salió azotando la puerta por mezquindades legales de todo tipo, después de casi una década de enriquecer su catálogo con clásicos de la salsa de todos los tiempos. Y Blades acometió el inicio de esta segunda etapa de su exitosa carrera con una decisión arriesgada: apartarse del sonido que elevó la salsa a niveles de sabiduría culta y popular, a través de la extraordinaria discografía que produjo junto a Willie Colón, entre 1977 y 1982, antes de que su amistad terminara y pasaran de compartir creativos estudios de grabación a frías salas judiciales.

Pero que no se malentienda lo que acabo de decir. Hay bastante salsa, y de la buena, en Buscando América: El Padre Antonio y su Monaguillo Andrés, la coda del tema-título, el potente arreglo de nuestro vals Todos vuelven. El sexteto que acompaña a Blades -que al poco tiempo se hizo llamar Son del Solar, con la incorporación de músicos como Arturo Ortiz (teclados), Robbie Ameen (batería), Reynaldo Jorge (trombón), entre otros – demuestra mucho oficio y frescura, resultado de una década y media tocando con los mejores soneros de la era dorada de la salsa dura. Sus principales arreglistas -Óscar Hernández (piano, teclados), Mark Viñas (bajo) y Ricardo Marrero (vibráfono, teclados)- interpretaron con excelencia las ideas musicales de Blades, con secciones instrumentales de alta calidad que le permitió mantenerse al frente de la vanguardia salsera. El grupo lo completaban Ralph Irizarry (timbales), Louie Rivera (bongós) y Eddie Montalvo (congas), todos ellos experimentados músicos de la escena portorriqueña.

Decisiones se inscribe en el habitual vocabulario sonoro y rítmico del músico. La canción presenta tres mini historias, unidas por un común denominador: las consecuencias, generalmente funestas, de ciertas decisiones que deben ser asumidas con resignación por la persona que las toma. El músico y abogado con título de Harvard –“una calibre 45 que uno pone sobre la mesa”, decía él de su grado académico de alto perfil- hace pedagogía social de poderosa vigencia en esta descarga salsera de cinco minutos.

Así, la pareja joven que decidió tener relaciones sin protegerse no sabe qué hacer ante el embarazo -ella no ha decidido qué hacer, él preferiría el aborto-; el vecino que decidió hacer una indecente propuesta a su vecina casada recibe su merecido a palazo limpio; y el conductor pasado de copas se estrella y muere tras decidir pasarse la luz roja, convencido de que no le iba a pasar nada. Vea aquí la versión en vivo que hiciera en el 2009, en Puerto Rico, con Son del Solar.

Decisiones hace recordar, en términos de su estructura, a aquel manifiesto anti-materialista y de integración latinoamericana que Blades publicara seis años antes, en 1978, en el álbum Siembra. Me refiero, por supuesto, a Plástico que, por cierto, comparte diversos elementos con la canción que nos ocupa. Ambas abren su respectivo disco, sus letras están organizadas como un collage de historias cortas amarradas por un tema común y las dos arrancan con una introducción que hace referencia, como una sutil burla, a géneros musicales de los EE.UU., «el tiburón». Mientras que el inicio de Plástico es con un contagioso riff de música disco para luego agarrar ritmo salsero; Decisiones comienza con un satírico arreglo vocal de doo-wop, con piano y batería de fondo. A los pocos segundos aparece la voz de Blades: «La ex señorita no ha decidido qué hacer…»

Esta tríada de cuentos cortos -cortísimos, una estrofa cada uno- es narrada, además, en clave de humor. Blades siempre se ha caracterizado por escribir canciones con mensajes profundos sobre temas de intensa carga social, expresados en lenguaje sencillo pero emotivo, apoyado en su forma de cantar, de manera directa y sin disfuerzos, desde el corazón, desde la esquina. Pero, de vez en cuando, don Rubén -hoy de 72 años- también encontraba en la agudeza humorística un camino para sus crónicas urbanas que nos invitan siempre a alguna reflexión. Ejemplos claro de ello son Ligia Elena (Canciones del solar de los aburridos, 1981), o Noé (Mucho mejor, 1983).

Este talento, casi literario, de Blades para lanzar contenidos muy serios a partir de lo cotidiano e incluso lo gracioso no es, por lo tanto, novedad para los conocedores de su obra. Decisiones relanzó la carrera del cantante en un momento crucial para la salsa, en ese entonces invadida por una generación de nuevos intérpretes superficiales que dejaron de lado la creatividad de sus antecesores para concentrarse en el facilismo de la «salsa sensual».

Esta tendencia optó por apartarse del sentido social y popular del género nacido en las comunidades de inmigrantes latinos en New York en los setenta y se convirtió en la banda sonora de hostales y relaciones de poca monta. En el reino de Hildemaro y Eddie Santiago, los personajes y moralejas de Rubén Blades eran algo así como los libros de García Márquez cubiertos por una montaña de pasquines de cincuenta céntimos con titulares sensacionalistas y fotos grotescas de toda clase.

Tomar decisiones es algo que los seres humanos hacemos a diario, desde cosas sencillas e imperceptibles hasta situaciones extremadamente complejas y trascendentales. En cada una de las historias cortas de su canción, Blades nos muestra esa dualidad inherente a casi todo lo que hacemos. Una pequeña  decisión, por menor o insignificante que parezca, puede traer consecuencias enormes que afecten la vida y el futuro, no solo de la persona involucrada directamente sino de su entorno -su pareja, su familia, sus amigos, su comunidad, su país, su planeta. En política –un mundo que Blades conoce muy bien pues ejerció, entre 2004 y 2009, el cargo de Ministro de Turismo de Panamá e incluso postuló a la presidencia de su país, en 1994, como líder del movimiento independiente Papa Egoró (Madre Tierra, en dialecto indígena colombo-panameño)- esto se cumple al pie de la letra.

En ese sentido, y estando a pocas horas de entrar a un proceso electoral en el que los peruanos tendremos que decidir por quién votar, entre 18 variantes de Pedro Navaja y Juanito Alimaña (que van de lo disimulado y dudoso a lo abiertamente retorcido y criminal), el predicamento de Rubén Blades -«alguien pierde, alguien gana, Ave María»- se convierte en un asunto que merece pensarse más de una vez. Con una notable diferencia: acá ya sabemos de antemano cómo se reparten los resultados: acá solo ganan ellos y perdemos todos los demás. Salgan y hagan sus apuestas, ciudadanía.

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Buscando sosiego tras una tensa semana post-electoral, cargada de terruqueo indiscriminado y mafias disfrazadas, me senté, imaginariamente, en un muelle de la bahía de San Francisco para escuchar al rey caído del soul, un gigante de voz aterciopelada y aguda, cantando el tema que lo hizo inmortal entre los melómanos del mundo, terminado días antes del accidente aéreo en el que perdió la vida, apenas a los 26 años de edad. Brisa marina, gaviotas, silbidos y resaca de olas para apaciguar la desazón de ver cómo nuestro país va rumbo al despeñadero, un abismo oscuro lleno de bestias hambrientas de poder y revancha.

 

(Sittin’ on) The dock of the Bay es un acompasado ejercicio de balada soul, que mostraba una faceta más reflexiva y calmada de su autor. Poco antes de grabarla, Otis Redding había hecho explotar las cabezas de miles de hippies blancos en el Monterey Pop Festival, en 1967, dos años antes de Woodstock, con un electrizante show que solo fue superado, en términos del impacto producido, por el lisérgico ritual de Jimi Hendrix y su Fender Stratocaster en llamas.

 

Lanzado un año después de su trágica y temprana muerte, The dock of the Bay (Atco Records, 1968) se convirtió en el primer single/álbum póstumo en llegar al #1 en los EE.UU.  y es, hasta ahora, una de las canciones más tocadas en las radios de música del recuerdo en ese país. Los amantes del cine ochentero norteamericano quizás recuerden el tema como parte de la banda sonora de Top Gun (Tony Scott, 1986), en una escena en la que el joven piloto interpretado por Tom Cruise recuerda a su padre, también caído en una tragedia de aviación. Otros probablemente hayan escuchado las versiones que hicieran, Sammy Hagar y Michael Bolton (en 1979 y 1987, respectivamente). O los covers en vivo de Pearl Jam, Neil Young. Hasta Justin Timberlake la ha cantado alguna vez, en el siglo 21, en un homenaje frente a Barack Obama.

 

Pero (Sittin’ on) The dock of the Bay no es, ni por asomo, la canción que representa mejor el sonido de este cantante nacido en Macon, Georgia, en 1941. Poseedor de una imponente presencia escénica -tenía casi 1.90m de estatura y 100 kilos de peso- Otis se sacudía en las tarimas, dirigiendo a los metales de manera frenética y lanzaba alaridos de un soul forjado, a la vez, en las iglesias gospel y los clubes nocturnos más sórdidos del sur afroamericano. Cuando Little Richard, su paisano y principal influencia musical, presentó su introducción al Rock and Roll Hall of Fame, en 1989, recordó su reacción cuando escuchó la versión que Redding hizo de su clásico Lucille, incluido en su primer LP, Pain in my heart, de 1964. «¡Pensé que era yo!» exclamó el extravagante pianista, pionero del rock and roll, fallecido el año pasado.

 

Otis Redding tuvo una carrera musical sorprendentemente corta, comercial y prolífica, con una serie de singles exitosos e intensas giras a ambos lados del Atlántico. En solo dos años se convirtió en propietario de un enorme rancho de 300 acres en Georgia, gracias a que ganaba más de 30,000 dólares por cada semana de conciertos. Las crónicas publicadas en Inglaterra, en las revistas especializadas Melody Maker y New Musical Express, son testimonios escritos de la llamarada de endemoniado talento que llegó a sus costas rockeras en 1966. Tanto en las canciones románticas como en los arrebatos poseídos por los espíritus del gospel, Redding daba todo de sí, sin concesiones. En una era en que el soul y el R&B se recomponía con artistas tan importantes como James Brown, Sly Stone o Wilson Pickett, el repertorio de Otis Redding trajo un sonido y una actitud nueva, más agresiva y personal.

 

Como compositor, podía pasar de la clásica balada sensual y sofisticada al lamento reivindicativo frente a la segregación y de ahí a los poderosos cánticos inspirados en los servicios religiosos que vio desde niño, todo combinado con su propia actitud dispuesta a convocar a públicos de todo tipo racial y socioeconómico. Entre las canciones que firmó podemos mencionar la romántica I’ve been loving you too long o Fa-Fa-Fa-Fa-Fa (Sad Song), en la que ironiza sobre sí mismo. Su máxima contribución al cancionero de la década de los años 60 fue, definitivamente, Respect, que Otis incluyera en su tercer LP, Otis Blue (1965) y que dos años después fuera grabada por Aretha Franklin, con arreglos del productor y músico turco Arif Mardin. A la larga, este tema se convirtió en el más emblemático de la recordada Reina del Soul, un himno de la liberación femenina y los derechos civiles de la comunidad afroamericana.

 

Redding también hacía covers, tanto de sus ídolos Little Richard y Sam Cooke (su versión de A change is gonna come es una de las páginas más memorables del soul de entonces), clásicos como My girl de los Temptations o Stand by me de Ben E. King, como de artistas de moda como los Beatles y los Rolling Stones, de quienes versionó Day tripper y (I can´t get no) Satisfaction, transformadas por los arreglos de Isaac Hayes –ganador del Oscar, en 1971, por la música central de Shaft, icónica película de la blaxpoitation- en gemas del soul con identidad propia. Try a little tenderness, un single de media tabla, grabado por el crooner blanco Bing Crosby, en los años treinta, terminó siendo la canción central de los repertorios de Otis Redding, una incombustible muestra de su versatilidad y talento como intérprete. Un clásico de todos los tiempos.

 

Los jóvenes amantes del rock noventero tuvimos un pequeño acercamiento a la música de Redding, cuando The Black Crowes, la excelente banda de blues, R&B y hard-rock de los hermanos Chris y Rich Robinson, también de Georgia, reactualizaron uno de sus éxitos, en su primer álbum Shake your money maker, de 1990. Hard to handle apareció originalmente en The immortal Otis Redding (1969), el segundo de los cuatro discos póstumos que Atlantic Records pudo lanzar con el copioso material que dejó grabado entre 1965 y 1967.

 

Redding llegó a vender más discos que Frank Sinatra y Dean Martin juntos, y su estilo vocal inspiró a muchos otros artistas negros, desde Al Green y Marvin Gaye hasta Lenny Kravitz. Sus grabaciones, siempre acompañado por los legendarios Booker T. & The M.G.’s -Booker T. Jones (teclados), Al Jackson Jr. (batería), Donald «Duck» Dunn (bajo), Steve Cropper (guitarra, co-autor de (Sittin’ on) The dock of the Bay), bajo el sello Stax Records, son hoy artículos de colección.

 

La trágica muerte de Otis Redding, ocurrida el 10 de diciembre de 1967, dejó en shock a la escena musical de ese entonces. A pesar de haber sido uno de los artistas más influyentes de su tiempo, su recuerdo fue desapareciendo, poco a poco, del imaginario colectivo popular. Ni siquiera tuvo “la suerte” de fallecer un año después, con lo cual su nombre habría sido mencionado cada vez que se recordara al desafortunado “Club de los 27” (en el que están Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Amy Winehouse y Kurt Cobain). En aquel avión que se estrelló contra el lago Monona, en Wisconsin, iban también cuatro miembros de The Bar-Keys, su banda de apoyo para conciertos, jóvenes que no pasaban los 20 años.

 

Si quieren conectarse con la energía de Otis Redding, chequeen su participación en el Monterey Pop Festival, el 17 de junio de 1967, seis meses antes del accidente. El show completo fue editado en 1970, como Lado B de un LP titulado Historic performances, en el que el Lado A es el famoso show de Hendrix en el que quema su guitarra. Pero si lo que  buscan es relajarse un poco sin recurrir a la manoseadísima versión de Over the rainbow/What a wonderful world, ukelele en mano, del hawaiiano Israel Kamakawiwo’ole, siéntense conmigo, imaginariamente, en ese muelle de la bahía de San Francisco y escuchen, a todo volumen, (Sittin’ on) The dock of the Bay, una invitación a la tranquilidad y la sana pérdida de tiempo, mirando al horizonte, mientras acá abajo, en Perú, todo se quema.

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Música, Otis Redding
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