Constitución

[CIUDADANO DE A PIE ] El reciente fallecimiento de Alberto Fujimori ha sido la imperdible ocasión para que sus adeptos y opositores saquen a relucir sus mejores argumentos, tanto a favor como en contra, de una herencia política compleja en la que resulta muy difícil separar el trigo de la cizaña. Como era de esperarse, la vocería mediática de la derecha, se aplicó inmediatamente a resaltar los que considera son los grandes logros del fujimorato, entre los que destaca nítidamente la Constitución de 1993 -especialmente su capítulo económico-, que consagró la aplicación en nuestro país de las recetas neoliberales del llamado “Consenso de Washington”, ya previamente implantadas, a sangre y fuego, en el Chile de Pinochet y la Argentina de Videla. Así, Juan Paredes Castro en “El Comercio”, se refiere a la Carta fujimorista como un legado “que le ha dado no solo mayor estabilidad política y jurídica al país, sino las condiciones claves de crecimiento económico de largos años que lamentablemente hoy estamos tirando por la borda”, a lo que Jaime de Althaus, fiel a sus convicciones ideológicas, agrega la necesidad de “devolverle oxígeno” a su capítulo económico. Por su parte, el diario “Gestión”, abona la misma evaluación positiva en la pluma de su editor de finanzas, Omar Manrique, quien, entre otras grandes virtudes, enumera: la limitación del accionar del Estado en la economía y su confinamiento a un papel subsidiario, el amplio programa de privatizaciones de empresas estatales, y los contratos-ley con el sector privado, mediante los cuales el Estado peruano “establece garantías y otorga seguridades”. Ya desde el campo político fujimorista, el alcalde de la ciudad de Cajamarca y ex Secretario General de Fuerza Popular, Joaquín Ramírez, ha escrito en X: “A los odiadores (…) Alberto Fujimori les deja su Constitución por la que juran cada cinco años y su gran obra que no podrán soslayar.” ¿Cómo explicar entonces los ímpetus reformistas y deconstituyentes que se han reflejado en las encuestas de opinión, y más importante aún, en los estallidos sociales?

¿Olvidadizos y desagradecidos? 

Fue a partir de las protestas contra la efímera presidencia de Manuel Merino, en noviembre del 2020, que el tema de un cambio de Constitución sale de los estrechos círculos académico-políticos a los que se circunscribía, y llega a convertirse en un asunto de interés público (Tanaka, Lynch). El “Informe de Opinión-Diciembre 2020. Cambios o nueva Constitución”, elaborado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), reveló que un contundente 48% de los encuestados, creía que debería cambiarse la Constitución vigente por una nueva, mientras que un 49%, estaba a favor de introducir cambios en ella, ¡entre los que descollaba, promover una mayor intervención económica del Estado!

Mucha agua y sangre han corrido bajo los puentes de nuestras acostumbradas “crisis” político-sociales de estos últimos años, aunque la palabra crisis, como Luis Pásara afirma con mucha razón, no es la adecuada para describir un estado en que las cosas no están mal, sino que son malas. El estallido popular de diciembre 2022/marzo 2023 -que tuvo precisamente como una de sus principales reivindicaciones democráticas, la elaboración de una nueva Constitución por una Asamblea Constituyente-, y que se saldó con la represión brutal y el asesinato de decenas de compatriotas, es una clara evidencia de lo malas que son las cosas en nuestro país. 

La última encuesta de IEP que trató sobre el tema constitucional, fue publicada en noviembre del año pasado, mostrando que el 40% de los encuestados, aún se inclinaba por una nueva Constitución, mientras que el 48% lo hacía por introducir modificaciones ¿Por qué tantos compatriotas no están conformes con la Carta Magna que nos habría permitido alcanzar tantos éxitos económicos y sociales? ¿Somos los peruanos un pueblo de olvidadizos y desagradecidos? Intentemos dar una respuesta a esta última pregunta, sin entrar a valorar la veracidad de la prédica profujimorista de los grandes logros, y recurriendo más bien a un concepto denominado “sentimiento constitucional”. 

El sentimiento constitucional

Hace dos mil quinientos años, Aristóteles escribió: “Es preciso que todos los ciudadanos sean adictos, tanto como sea posible, a la Constitución”. Esta “adicción”, entendida como una conexión emocional profunda, a menudo inconsciente, que los ciudadanos profesan hacia las normas e instituciones fundamentales de su país (y que no presupone un conocimiento pormenorizado de las mismas), ha venido a denominarse en tiempos modernos, el “sentimiento constitucional”. Pablo Lucas Verdú, eminente jurista español, señala que esta conexión proviene esencialmente del convencimiento de los ciudadanos, que sus normas e instituciones son buenas y convenientes para la integración, mantenimiento y desarrollo de una justa convivencia. Karl Loewenstein, uno de los padres del constitucionalismo moderno, ha calificado este sentimiento como la “conciencia de la sociedad”, la misma que permite el establecimiento de un orden comunitario. La debilidad o ausencia del sentimiento constitucional, pone de manifiesto una carencia de integración social, y es característica de las jóvenes democracias… y de las fallidas. Dudamos sinceramente que alguna de nuestras doce constituciones, haya generado tal conexión emocional con los peruanos, menos aún la de 1993, que no fue el producto de una exigencia del pueblo ni de sus representantes democráticamente elegidos, que no contó con mecanismos apropiados para la discusión e incorporación de propuestas provenientes de la sociedad civil, y de cuya aprobación en referéndum, existen claros indicios de haberse obtenido mediante fraude. Esto explicaría nuestro mayoritario desapego hacia la Constitución del 93 y muy probablemente, una buena parte de nuestros problemas presentes y pasados.

Interesantemente, en su más reciente libro “La dictadura de la minoría”, Levitsky y Ziblatt, señalan cómo los estadounidenses profesan “una devoción casi religiosa” hacia su Constitución, y por ello se resisten a la idea de que ésta pueda tener deficiencias o necesidad de actualización. Un caso extremo de sentimiento constitucional refractario a cambios, que contrasta nítidamente con nuestra realidad, en la que han sido los grupos de poder económico y sus representantes político-mediáticos, acompañados de una franja muy minoritaria de la población, los que se han opuesto encarnizadamente a cualquier modificación constitucional, estableciendo, en los hechos, una suerte de “dictadura de la minoría” (siguiendo la terminología de Levitsky y Ziblatt). Sin embargo, esta situación viene cambiado aceleradamente por obra y gracia del actual Congreso, cuyas modificaciones a la Constitución del 93, entre las ya realizadas y las previstas, habrán significado el cambio de un 40% de su contenido original. Es lo que Juan De la Puente ha calificado de “ruptura del inmovilismo constitucional” y “activismo reformista”, en su imprescindible obra “La Constitución peruana revisión crítica actualizada” que acaba de publicarse. ¿Qué ha sucedido para que “los defensores de la intangibilidad de la Carta de 1993 pasen a oficiar de sus principales reformadores” y cuáles serán las consecuencias para el futuro de nuestra convivencia social y de nuestra democracia, este “ciclo inconstitucional”? La discusión queda abierta.  

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Abog. Miguel Ángel Ferreyra 

La dictadura apareció en la Roma republicana como una institución de carácter excepcional, mediante la cual se entregaba transitoriamente el poder absoluto a un ciudadano, para salvar a la república de sus enemigos. Una vez alcanzado el objetivo el ciudadano devolvía el poder y regresaba a sus anteriores ocupaciones. La dictadura entonces, en aquellos tiempos plasmaba una ética política y un ideal de civismo en momentos críticos para la supervivencia de la sociedad y del Estado. Aunque el investido como dictador poseía el derecho de vida y muerte sobre sus semejantes, su ejercicio se vinculaba a la clara conciencia de un fin estrictamente necesario para el bien común. Posteriormente, esta figura fue instrumentalizada para el logro de objetivos ajenos a la defensa de la república, y evolucionó hacia la órbita del autoritarismo y tiranía, y durante el siglo XX se consolidó su vinculación con el militarismo, de modo tal que prácticamente casi todas las dictaduras fueron implantadas con la iniciativa y/o apoyo del sector militar. 

En la actualidad encontramos en la política peruana la última fase de evolución de la dictadura. El acoso y ataques a los vocales de la Corte Suprema, a los magistrados del JNE, integrantes de la ONPE y de la JNJ; así como el restablecimiento del senado y la reelección de congresistas a pesar del rechazo del pueblo a dichas medidas, la destrucción del equilibrio de poderes mediante la desactivación de la cuestión de confianza, la renuencia a acatar las resoluciones judiciales que suspenden las medidas congresales por vulneración de derechos y principios constitucionales, la destrucción de la reforma universitaria, la eliminación de las elecciones primarias para la selección de candidatos, la anulación del derecho del pueblo a participar en la vida política mediante el referéndum, etc., demuestran que el Perú se encuentra bajo una dictadura, implantada no por el sector castrense sino por una coalición parlamentaria perniciosa en el Congreso. 

El Congreso pretende que sus decisiones no sean objeto de revisión ni control por el poder judicial, ha desbordado los límites impuestos por la Constitución, aprueba y modifica leyes por su solo arbitrio y sin razón alguna. Ha empleado sus facultades y atribuciones para destruir la separación de poderes y el control político, y someter a las instituciones y entes constitucionales cuya presencia y actuación independiente son cruciales para la preservación y defensa del principio democrático. Estos grupos parlamentarios del Congreso peruano han cometido traición contra la nación peruana y su derecho a vivir en Democracia. 

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS] A mediados de 2019 se levantaron los chilenos por mejoras socioeconómicas en su país. Querían acceso a la educación, que bajen los precios de los servicios públicos, como el transporte, y jubilaciones dignas. Fueron a una Asamblea Constituyente y esta malinterpretó el mensaje, así que terminó redactando un texto constitucional de género y feminista-radical, reivindicando derechos muy distintos a los anhelados por la mayoría de las masas protestantes.

Para muestra un botón, el proyecto constitucional, que se rechazó abrumadoramente en plebiscito celebrado en septiembre de 2022, comenzaba señalando que Chile estaba compuesto por seis nacionalidades mapuches, pero olvidaba mencionar algo obvio: a la propia nacionalidad chilena. El resultado es que las comunas y regiones mapuches fueron las primeras en rechazar aquel proyecto, porque resulta que no conozco, en América Latina, una nación que lo sea más que la nación chilena.

La situación obligó a redactar otro texto constitucional con vientos a favor de la mesura y, es verdad, también de la derecha (quien siembra vientos …). Así que la nueva Carta Magna, que acaba de ser aprobada por el Congreso y que va a plebiscito el 17 de diciembre, no menciona una sola vez la palabra género en su capitulado, de lo que sí habla es de igualdad absoluta entre varones y mujeres; inclusive, sanciona la tan anhelada igualdad laboral. También coloca su énfasis en los derechos sociales y económicos, aunque no sé si lo suficiente como para satisfacer las demandas que motivaron las protestas de 2019-2020.

Por otro lado, no se menciona tampoco, en ninguno de sus pasajes, a los colectivos LGTBI, lo que considero un gran vacío, pero también una reacción, no justificable, ante un texto previo que hacía parecer la agenda de una minoría como si fuese la mayoritaria. Finalmente, el nuevo texto constitucional, conservador, por las varias referencias a la familia tradicional, representa una vuelta a los derechos fundamentales, explícitos en su capitulado, los que fueron transgredidos brutalmente por las olas libertaria-conservadora y progresista radical de las derecha e izquierda del siglo XXI.

Estas, a través del escrache y la cancelación, han hecho de este mundo un lugar incierto e inseguro, carente de valores democráticos y republicanos tan básicos como el diálogo y la tolerancia, así como transgresor de derechos fundamentales irrenunciables, como el honor, el buen nombre y la presunción de la inocencia. ¿Hasta cuando la tiranía de las redes sociales? Por todo ello, se espera un gran debate nacional en las tres semanas que nos separan del día en que se realizará el trascendental plebiscito en el vecino país del sur.

La nueva constitución chilena, si se aprueba, no será un lugar perfecto. Sin embargo, podría convertirse en un recinto mejor que aquel en el que uno de los dos extremos se aprestaba a adoptar posiciones muy ventajosas para ganar terreno en su lucha ideológica a través de prácticas absolutamente jacobinas, en las que la destrucción del disidente se justifica y normaliza como método de acción política.

Tampoco puedo asegurar si el nuevo lugar que podría generarse pronto en Chile será más acogedor. Sin embargo, en tanto que sujeto que no ha arriado los principios y valores del progresismo del siglo XX, los que suponen la vigencia irrestricta de los derechos de la persona humana por encima de cualquier otra consideración, espero que dicho lugar se convierta en una esperanza para la reconfiguración de espacios donde el respeto por el otro, y no su deshumanización, vuelvan a erigirse en la base de la convivialidad democrática.

En suma, espero que, desde Chile, pueda comenzar a reedificarse un lugar en el que el centro democrático y republicano se constituya en una vía alternativa a la guerra de extremismos en la que nos encontramos inmersos en toda América Latina y el mundo.

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Encima, políticamente hablando, con sus declaraciones, la presidenta se ha abierto un frente de divergencia con la derecha, que le reprocha, con razón, querer zafar cuerpo y atribuirle la exclusiva responsabilidad de lo sucedido a los militares y policías. Sin el respaldo de las Fuerzas Armadas a la Constitución, Pedro Castillo seguiría siendo gobernante. Boluarte les debe el cargo que hoy ocupa y mal les paga tirándoles la bola, como si su gobierno no tuviera responsabilidad alguna en lo sucedido.

El informe de la CIDH tiene algunos sesgos cuestionables, cuando se mete a hacer diagnósticos sociales o políticos del país, pero en lo concerniente a los hechos luctuosos mismos, anda por el camino correcto. Si el gobierno y la presidenta en particular no responden al mismo como corresponde, con una investigación a fondo, que devele la verdad de lo sucedido, ese informe le va a pesar legalmente hasta después de concluido su mandato.

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Luego, hay un gran Chile de izquierda o centro izquierda dispuesto a aprobar una Constitución que incluya a los pueblos originarios, y a acercar el Estado a dichos pueblos originarios de muchas maneras, y a reconciliar la narrativa histórica oficial con los pobres del país y también con los pueblos originarios. Pero es muy distinto redactar una Carta Magna que desplace la chilenidad, de la que finalmente la mayoría de los chilenos se siente orgullosa, del centro de gravedad de la nación, y fue exactamente lo que hicieron los redactores del texto constitucional, y en el preámbulo, nada menos.

Por otro lado, aunque existe un Chile conservador, el Chile liberal,  centro izquierdista o izquierdista es más grande y está dispuesto a aprobar una constitución con enfoque de género y que luche contra la violencia de género, pero es posible que este mismo Chile se haya preguntado en qué casos corresponde la paridad y qué otros la meritocracia, o si lo que quería era una Carta Magna abiertamente feminista o una para todos los chilenos y que incluyese las justas reivindicaciones de las mujeres y las minorías sexuales. Porque ambas cosas no representan lo mismo.

Dos sentidos comunes

Alguien dijo, que, tras el resultado del referéndum constitucional, Chile es un país de centro derecha: es un absurdo. Querría decir que Chile fue comunista hace un par de años cuando eligió su Convención Constitucional. Chile transita, cambia, se transforma, necesitaba hacerlo. “Ha hablado fuerte y claro”, como señaló Gabriel Boric, su joven presidente.

Pero la vanguardia de la izquierda cultural del siglo XXI comienza a presentar síntomas de agotamiento, se agrieta, sus tonalidades radicales comienzan a ser trocados por la moderación-progresista mayoritaria (moderación-progresista no es un oxímoron). Queremos reformas sí, pero dentro del marco constitucional y sin dejar de ser quienes somos. Ojo, esto cuando la batuta no la llevan los conservadores que las últimas dos décadas han proliferado por todo el mundo y explican, junto con la referida izquierda cultural, la actual polarización mundial.

Chile nos aventaja en algo (en mucho), tiene políticos, de los buenos. Su centro izquierda influyó mucho en el triunfo del rechazo pues varios partidos de esa tendencia lo abrazaron, y es desde esas tiendas políticas desde donde debe surgir el proyecto constitucional que atempere los excesos del neoliberalismo y los lleve por la senda de los derechos del siglo XXI, pero sin el grito destemplado, y siempre de la mano de los derechos fundamentales, los de todos y todas, sin excepción, aquellos en los que se avanza, y se evoluciona sí y solo sí se está seguro que no se pisotean los derechos de alguien más.

Este es el fallo de Chile, ojalá se ejecute, para que la victoria no sea conservadora, nadie quiere volver a los años cincuenta del siglo pasado, a la Coke y la familia patriarcal. Chile, América Latina, el mundo, necesitamos urgentemente un centro político democrático y progresista, de lo contrario este siglo se parecerá al anterior mucho más de lo que nos imaginamos.

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Es más, esos cambios constitucionales en los ámbitos político y electoral, en el esquema de regionalización, en la salud pública, por citar algunos ejemplos, son y debieran ser temas de una vocación reformista que la derecha o el centro harían bien en recoger. La Constitución necesita cambios, pero hacia un orden más moderno y liberal, no en sentido contrario.

La del estribo: es un orgullo ver que en la exposición del Malba en Buenos Aires, en la muestra Tercer ojo, que reúne más de 240 obras icónicas del arte latinoamericano en un recorrido que por primera vez pone en diálogo la Colección Malba y la de su fundador, Eduardo F. Costantini, destacan tres artistas peruanos: Jorge Eduardo Eielson, y dialogando entre sí sobre la figura de Túpac Amaru, Fernando Bryce y Jesús Ruiz Durand.

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Poner todas nuestras energías, cuando seguimos heridos por una pandemia y en un contexto internacional que promete tormentas severas, en la constitución, es condenarnos a acusarnos unos a otros de ser los malvados de la historia, querer contarla jurando que somos los buenos, reescribirla antes de que ocurra, proscribir a los supuestos villanos del pasado y decretar la felicidad. 

Mientras estamos tan ocupados en definir quién es el príncipe, quién el hechicero, quién la madrastra, quién la bella durmiente, quién el hada madrina, quién el ogro, quién los duendes, quién el ángel, quién el demonio, ¿quién se ocupa de la realidad, quién deja la fantasía y asume la imaginación, quién lidera y deja de profetizar, quién hace y deja de prescribir y proscribir?  

Lo que está en juego no es la dirección de la historia sino la convivencia en el presente. ¿No se dan cuenta?

 

 

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