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El fallo de Chile

"La mayoría de chilenos y chilenas buscaba una Constitución que los acercase más a los servicios del Estado, que los abaratase, que apartase los excesos del neoliberalismo de sus vidas y que les permitiese acceder a la igualdad de oportunidades. Esas fueron las principales motivaciones de las protestas de 2006, 2011 y 2019 pero la agenda se fue transformando en el camino. Por eso ha ganado el rechazo"

Artículo 34 “Los pueblos y naciones indígenas y sus integrantes, en virtud de su libre determinación, tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía; al autogobierno; a su propia cultura; a la identidad y cosmovisión; al patrimonio; a la lengua; al reconocimiento y protección de sus tierras, territorios y recursos, en su dimensión material e inmaterial y al especial vinculo que mantienen con estos; a la cooperación e integración; al reconocimiento de sus instituciones, jurisdicciones y autoridades, propias o tradicionales; y a participar plenamente, si así́ lo desean, en la vida política, económica, social y cultural del Estado”.  Proyecto de Constitución de Chile, recientemente rechazado en referéndum.

Los varios artículos que leí respecto del triunfo del rechazo en el referéndum constitucional chileno del pasado domingo 4 de septiembre no me terminaban de explicar las razones de una derrota tan sorpresiva como contundente a un proyecto que venía sobre la cresta de una enorme ola reformista que se alzó sobre Chile durante las masivas protestas de 2019 y 2020.

En realidad, estas manifestaciones deben vincularse con otras previas, protagonizadas por los estudiantes universitarios y aún escolares, que tuvieron lugar los años 2006 y 2011 y cuya agenda exigía, entre otras cosas, disminuir los altos costos de la educación superior. En un país en el que, felizmente, la informalidad no es una salida, los estudios universitarios y la profesionalización son casi el único camino al progreso. Por ello, el alto costo de la educación pública, en un esquema neoliberal que nadie en la vieja clase política se cuestionó, terminó determinando, de antemano, el futuro de las nuevas generaciones chilenas.

En 2019, la agenda se expandió: se le añadió el costo del transporte público, los bajos salarios, las jubilaciones de hambre, al punto que daba igual morir en las protestas que morir anciano con una renta insignificante. De este modo, el Chile pobre y el clasemediero se levantaron en contra del metarrelato del país excepcional, triunfador y homogéneo, poblado de rotos orgullosos de su brava historia. Entonces cayeron las estatuas de Pedro de Valdivia y sus cabezas las pusieron a los pies de las de Caupolicán y otros héroes de las etnias mapuches. Lo que se pedía era un nuevo contrato social completito, desde la historia esa que pintaba de vencedores a tantos desposeídos.

Hasta ahí todo bien, Chile es mi carrera, he trabajado décadas la reconciliación con el vecino, he viajado a Santiago, y visitado algunas de sus provincias casi una veintena de veces, lo que, por cierto, no me otorga razón en mis opiniones que no son más que eso. En todo caso, llamó poderosamente mi atención, al comenzar mi lectura del proyecto constitucional chileno, notar que su preámbulo decía: “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático”.

A mí me quedó clarísima la crítica enorme, gigantesca, al discurso oficial sobre la chilenidad victoriosa expresado por los cientos de miles de personas en las principales calles y plazas del país en 2019, pero nunca colegí que, por ello, Chile hubiese dejado de ser un país bien nacionalista, con una fuertemente interiorizada idea de su propia chilenidad. Por ello, ver a los chilenos desarraigados de su propia chilenidad en las palabras iniciales de su proyecto de Carta Magna me dejó una extrañísima sensación.

Quiero explicarme mejor, y me voy al artículo 34 del texto constitucional, que he colocado como epígrafe. Este señala que los pueblos y naciones originarios tienen derecho a participar plenamente, si así́ lo desean, en la vida política, económica, social y cultural del Estado”. Y bueno ¿qué pasa si no lo desean? ¿cuáles son las puertas que deja abierta este artículo constitucional?

Esto me lleva a un punto conexo con lo que vengo sosteniendo: al uso indistinto que el texto constitucional hace de los conceptos pueblo y nación para referir a las étnicas de origen mapuche. Sé que no se trata en ninguno de ambos casos, de conceptos definitivos, y que, como señala la historia conceptual, estos evolucionan y se modifican con el paso del tiempo. Pero el concepto de nación llama a la polémica, pues nación es el conjunto de personas que, además de compartir una historia, tradiciones etc. aspira a realizar su proyecto de vida en común en un territorio administrado por un Estado independiente. ¿Era necesario hablar de naciones en la nueva propuesta constitucional chilena?

Una sensación similar me ha dejado los reiterados artículos en los que se habla de la igualdad de género, de redacción casi siempre similar, que tratan del enfoque de género, de la lucha contra la violencia de género, de la paridad de género y de la representación de las minorías y disidencias sexuales, y que aparecen prácticamente en todos los capítulos de la Constitución, atravesándola transversalmente. Paso a explicar mis razones.

¿Es una cuestión de enfoque?

Difícil responder esta pregunta, creo que va más allá, me parece que la mayoría de chilenos y chilenas buscaba una Constitución que los acercase más a los servicios del Estado, que los abaratase, que apartase los excesos del neoliberalismo de sus vidas y que les permitiese acceder a la igualdad de oportunidades. Esas fueron las principales motivaciones de las protestas de 2006, 2011 y 2019 pero la agenda se fue transformando en el camino.

Luego, hay un gran Chile de izquierda o centro izquierda dispuesto a aprobar una Constitución que incluya a los pueblos originarios, y a acercar el Estado a dichos pueblos originarios de muchas maneras, y a reconciliar la narrativa histórica oficial con los pobres del país y también con los pueblos originarios. Pero es muy distinto redactar una Carta Magna que desplace la chilenidad, de la que finalmente la mayoría de los chilenos se siente orgullosa, del centro de gravedad de la nación, y fue exactamente lo que hicieron los redactores del texto constitucional, y en el preámbulo, nada menos.

Por otro lado, aunque existe un Chile conservador, el Chile liberal,  centro izquierdista o izquierdista es más grande y está dispuesto a aprobar una constitución con enfoque de género y que luche contra la violencia de género, pero es posible que este mismo Chile se haya preguntado en qué casos corresponde la paridad y qué otros la meritocracia, o si lo que quería era una Carta Magna abiertamente feminista o una para todos los chilenos y que incluyese las justas reivindicaciones de las mujeres y las minorías sexuales. Porque ambas cosas no representan lo mismo.

Dos sentidos comunes

Alguien dijo, que, tras el resultado del referéndum constitucional, Chile es un país de centro derecha: es un absurdo. Querría decir que Chile fue comunista hace un par de años cuando eligió su Convención Constitucional. Chile transita, cambia, se transforma, necesitaba hacerlo. “Ha hablado fuerte y claro”, como señaló Gabriel Boric, su joven presidente.

Pero la vanguardia de la izquierda cultural del siglo XXI comienza a presentar síntomas de agotamiento, se agrieta, sus tonalidades radicales comienzan a ser trocados por la moderación-progresista mayoritaria (moderación-progresista no es un oxímoron). Queremos reformas sí, pero dentro del marco constitucional y sin dejar de ser quienes somos. Ojo, esto cuando la batuta no la llevan los conservadores que las últimas dos décadas han proliferado por todo el mundo y explican, junto con la referida izquierda cultural, la actual polarización mundial.

Chile nos aventaja en algo (en mucho), tiene políticos, de los buenos. Su centro izquierda influyó mucho en el triunfo del rechazo pues varios partidos de esa tendencia lo abrazaron, y es desde esas tiendas políticas desde donde debe surgir el proyecto constitucional que atempere los excesos del neoliberalismo y los lleve por la senda de los derechos del siglo XXI, pero sin el grito destemplado, y siempre de la mano de los derechos fundamentales, los de todos y todas, sin excepción, aquellos en los que se avanza, y se evoluciona sí y solo sí se está seguro que no se pisotean los derechos de alguien más.

Este es el fallo de Chile, ojalá se ejecute, para que la victoria no sea conservadora, nadie quiere volver a los años cincuenta del siglo pasado, a la Coke y la familia patriarcal. Chile, América Latina, el mundo, necesitamos urgentemente un centro político democrático y progresista, de lo contrario este siglo se parecerá al anterior mucho más de lo que nos imaginamos.

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