Lerner, Roberto

Asunto de convivencia

Ni el universo ni el mundo van a ningún lado en especial. Hay tendencias que no se ven y lo que parece una dirección no lo es, si uno mira series de tiempo extensas. ¿Lo más probable? Que haya algo en lugar de nada no tiene que ver con nuestros deseos ni designios, ni los de algún programador universal. El excitante aumento de la complejidad inanimada y animada es un charco en un océano condenado al aburrimiento y nuestra creciente consciencia, la humana, iniciada hace tan solo 300000 años, una gota. Dentro de ella, ¿hay algo en los últimos 60000 que sugiera caminos inevitables, desarrollos irreversibles, victorias —o derrotas— definitivas? Los portadores de promesas materiales o espirituales —aunque hay algunos cuyos nombres recordamos, la lista de los que no dejaron huella es larguísima— nos juran que sí, pero lo dudo mucho. 

Existen y existieron múltiples formas de organización social y económica, pero ninguna ofrece resultados invariables ni cursos inalterables. Así como los cuentos de hadas se cuidan mucho de poner dos puntos a eso de que “vivieron felices y comieron perdices” —nadie ha sido testigo de la vida cotidiana del príncipe azul y la cenicienta luego del matrimonio—,  todas las gestas sociales, incluyendo aquellas que nos entusiasman y en las que creemos, si pasa suficiente tiempo, terminarán implosionando y siendo reemplazadas, no por alguna que será diseñada o imaginada, sino por realidades eventualmente inimaginables en momentos anteriores, más debidas a azares —una tecnología, un virus, una catástrofe natural, por ejemplo— que a las intenciones, teorías o planificación de alguien o un grupo.  

Ahora que en el Perú estamos marcados por el terror o el deseo obsesivos alrededor de la Constitución, haríamos bien en reflexionar sobre lo anterior. 

No es un texto el que produce nuestros evidentes logros ni aquellas taras que terminan neutralizándolos. Pero el haber, a pesar de todo, regulado nuestra vida colectiva en el marco de una normatividad estable, una sociedad abierta y un juego político que aunque tenso ha asegurado alternancia en el gobierno y ejercicio de poder acotado, es algo muy importante. 

Tampoco es un texto el que va a producir soluciones ni abolir realidades, ni instaurar por decreto igualdades o resetear la historia por más que la nuestra esté llena de dolorosas injusticias y pesadas deudas con un número importante de quienes formamos parte de la Nación. 

Todo texto debe ser revisado, reinterpretado y adaptado. Pero quedar atrapado en y por él puede ser la antesala de una confrontación potencialmente destructiva. Alegar que su integridad absoluta o su reescritura solemne nos salva, es profundamente nocivo y tóxico. 

Poner todas nuestras energías, cuando seguimos heridos por una pandemia y en un contexto internacional que promete tormentas severas, en la constitución, es condenarnos a acusarnos unos a otros de ser los malvados de la historia, querer contarla jurando que somos los buenos, reescribirla antes de que ocurra, proscribir a los supuestos villanos del pasado y decretar la felicidad. 

Mientras estamos tan ocupados en definir quién es el príncipe, quién el hechicero, quién la madrastra, quién la bella durmiente, quién el hada madrina, quién el ogro, quién los duendes, quién el ángel, quién el demonio, ¿quién se ocupa de la realidad, quién deja la fantasía y asume la imaginación, quién lidera y deja de profetizar, quién hace y deja de prescribir y proscribir?  

Lo que está en juego no es la dirección de la historia sino la convivencia en el presente. ¿No se dan cuenta?

 

 

Tags:

Constitución, Gobierno, sociedad

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