Golpe bolivia

Lo sucedido recientemente en Bolivia debe ser una clarinada de alerta en la región respecto de los riesgos de un retorno del militarismo golpista. La insatisfacción con la democracia es tan alta, que una cúpula militar irresponsable puede pergeñar la idea de que una toma violenta del poder podría ser bien recibida por la ciudadanía.

En 1978 marcamos un récord, había catorce dictaduras simultáneas en la región. En Cuba (Fidel Castro), Nicaragua (Somoza), Paraguay (Stroessner), Guatemala (Lucas García), Argentina (Videla), Chile (Pinochet), Honduras (Junta Militar), Brasil (Junta Militar), Bolivia (Bánzer), Haití (Duvalier), Panamá (Torrijos), Uruguay (Aparicio Méndez), Ecuador (Junta Militar) y Perú (Morales Bermúdez). 

El siglo XXI nos agarró en medio de una primavera democrática, solo rota por Cuba y Nicaragua, pero las democracias le han fallado a las expectativas de la ciudadanía de una manera terrible. En el caso del Perú, cuando en 1980 salimos de la dictadura militar de Velasco y Morales Bermúdez, el país respiraba optimismo y se mostraba exultante respecto del futuro. Fue, sin embargo, esa década, la peor de la historia peruana reciente, en cuanto a crisis económica y desplome del Estado por la violencia terrorista.

En los 90, llega al poder Alberto Fujimori, como síntoma de la crisis y él mismo rompe la continuidad democrática al perpetrar el autogolpe de 1992, con una enorme cuota de popularidad. Hoy las encuestas ratifican que Alberto Fujimori sigue gozando de simpatías y que mucha gente vería con solaz que se produzca un golpe militar que ponga orden en la casa democrática alborotada, consecuencia de una transición fallida en reformas estructurales necesarias.

Abortó felizmente lo de Bolivia, pero ya la semilla está plantada y no faltará algún engalonado local que crea que es su momento de gloria y que puede imponer el peso de las armas sobre los votos y el sistema de contrapeso de poderes de la democracia, ya encima muy dañado por un Congreso abusivo y mediocre que está destruyendo la endeble institucionalidad democrática del país, reconstruida a trompicones desde principios de siglo.

Hay que estar alertas. Con todos sus inmensos defectos, la democracia representativa es la mejor compañera de un sistema capitalista competitivo. Su divorcio es siempre causa de males mayores que los que su difícil convivencia puede albergar.

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