[OPINIÓN] Amar tu límite es una de las formas más acabadas de inteligencia emocional. Consiste en saber hasta dónde puedes llegar sin hacerte daño, sin dañar a otros y sin perder la noción de lo correcto. Quien conoce su capacidad —física, moral o emocional— y la respeta, vive en equilibrio. Pero hay un tipo de persona para quien esa frontera no existe: el psicópata.

El psicópata está convencido de que tiene la razón y de que los demás son simples obstáculos a su voluntad. No siente empatía, no reconoce el dolor ajeno y no entiende el valor de lo que no le pertenece. Para él, los demás son piezas desechables en su tablero. Actúa así con las personas, con el poder y con el dinero.

Un psicópata no necesariamente mata; a veces simplemente engaña o destruye, sin rastro de culpa. Padece un trastorno antisocial de la personalidad (TAP), caracterizado por su incapacidad para respetar normas sociales, su facilidad para mentir, manipular y su frialdad ante el necesidad ni el sufrimiento ajeno. Y aunque parezca una definición clínica, basta mirar alrededor para reconocerlos: los hay en la política, en los negocios, en las instituciones y hasta en los cargos públicos.

Y claro, el psicópata no solo manipula: también invierte —y bastante— en hacerlo. No le tiembla la mano para gastar dinero en convencer a la gente; para alquilar conciencias o adquirir líneas editoriales completas. Se rodea de operadores sumisos e “influencers”,  expertos en justificar lo injustificable. Es, al final, un negocio redondo: él compra la mentira y el público la aplaude.

Amar tu límite, en cambio, es una forma de salud mental. Es lo que impide que alguien se lance del quinto piso sabiendo que va a morir. Es lo que evita que un funcionario gaste dinero público en proyectos inútiles o que una autoridad inaugure una avenida a medio hacer solo para colgar su nombre en una placa. Pero el psicópata no ama su límite; lo desprecia. Porque cree que el límite es para los débiles, y que el poder lo justifica todo.

Hoy vemos en todas partes ejemplos vivos de esa psicopatía: tráfico infernal, vacunas inservibles, trenes fantasmas o calles que se desangran entre la inseguridad y el caos, mientras algún individuo- y los hay hasta prontuariados- manipula a los ingenuos para que lo vean como “la opción” en cualquier  próxima elección.

Y lo más triste no es el psicópata en sí, sino los incautos, ignorantes e idiotas que lo aplauden con los pies. Porque sin ellos, su poder no existiría.

Al final, gracias a Dios, nos queda la familia, los hijos y los nietos —que un psicópata, o no tiene, o no le importan— para recordarnos que todavía hay esperanza. Que se puede vivir amando el límite, respetando al prójimo y, sobre todo, evitando convertirse en eso: un idiota funcional al servicio del psicópata de turno.

[OPINIÓN] Recuerdo, hace muchos años, que en casa teníamos una ama entrañable, Mama Zoila, que nos crió desde niños. Una señora morena, de esas que marcan la vida. En las elecciones de 1980 me preguntó, con toda seriedad:
—Rik Ahrdito, dime quién va a ganar para votar por él.

Desde entonces entendí que las encuestas, además de números y gráficos, son para muchos peruanos una brújula improvisada: un atajo para no pensar.

El problema es que en el Perú esa brújula suele estar imantada por cualquier cosa menos por la realidad. Las encuestas pasaron de ser medianamente acertadas a convertirse en una broma. Hace apenas dos días, el alcalde de Lima insultó la encuesta de Ipsos que —ironía suprema— lo coloca primero a ocho meses de la elección. Pero Porky, bien asesorado, puso el parche antes de que salte el chupo: como quien teme que lo acusen de haberla comprado, y la descalifica de arranque. Gran movida.

El archivo de las encuestas

Para aterrizar la discusión, pedí a la inteligencia artificial un repaso de lo ocurrido entre 2006 y 2021. El resultado confirma lo que sospechamos:
• 2006: Lourdes Flores lideraba con 30%. Terminó tercera. Humala, que arrancó en 3%, se llevó la primera vuelta.
• 2011: En marzo hubo triple empate en 22%. Un mes después, Humala subió 13 puntos y ganó.
• 2016: Guzmán apareció fuerte, pero lo sacaron. Verónika Mendoza pasó de 4% a casi 19% en semanas.
• 2021: Castillo marcaba 3% en marzo. Un mes después tenía 19% y fue primero. Forsyth, que empezó primero, acabó sexto.

El patrón es claro: los favoritos tempranos suelen desinflarse y los desconocidos, cuando la coyuntura los empuja, crecen como cohetes en cuestión de días.

La conclusión incómoda:

No se trata de que Ipsos, Datum o CPI midan mal. Se trata de que el electorado peruano es volátil, impredecible y decide en la recta final. Las encuestas no predicen; entretienen. Son espejos de feria que deforman la figura y nos hacen creer que vemos el futuro, cuando en realidad apenas miramos un reflejo distorsionado del presente.

 

[OPINIÓN] En el Perú, lanzar un proyecto de transporte público serio no es cuestión de salir en una foto con casco y chaleco. Requiere años de planificación, estudios, licitaciones y presupuestos. No es un formalismo, es la ley: es la diferencia entre un servicio seguro y sostenible, y un desastre en cámara lenta. Pero el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, parece convencido de que esos pasos son solo un estorbo para su “visión” de ciudad… y, de paso, para su agenda electoral.

Su más reciente ocurrencia: intentar poner en operación trenes en una red que no le pertenece a la municipalidad, sin permisos, sin planificación técnica, sin estudios de factibilidad, sin presupuesto aprobado y sin un sol de respaldo financiero real. Y todo esto, a pesar de que la ley es clarísima en que nada de lo señalado puede obviarse.

¿El material rodante? Tampoco es que ayude: no está a la altura de los estándares que el transporte moderno del Perú requiere. Pero ese es un problema secundario. Lo central es que el proyecto completo nace ilegal, improvisado y fuera de su competencia. Un tren fantasma… pero con su logo y bandera.

Frente a eso, el ministro de Transportes y Comunicaciones, César Sandoval, hizo lo que dicta la cordura: decir no. No por capricho, no por “poner trabas” —como ya repite el libreto del alcalde—, sino porque el transporte urbano en Lima es política de Estado. Y porque no se puede usar una red ferroviaria nacional como si fuera una maqueta personal para la precampaña presidencial.

El MTC y la ATU lo han dejado claro: las líneas 1, 2, 3 y 4 del Metro, el Ferrocarril Central y otras obras multimillonarias se vienen planificando y ejecutando con reglas, contratos y garantías. No se arriesga todo eso por un arranque populista que, además, puede meter a funcionarios en problemas judiciales antes de que el tren llegue siquiera a encender luces.

Sandoval no se ha limitado a decir “no”: a pesar de los insultos y maltratos del alcalde, ha ofrecido buscar soluciones legales y técnicas. Pero la ley es la ley, y su despacho no va a avalar un caballo de Troya pintado de modernidad.

La ironía es que el alcalde, experto en trenes y en victimizarse, quiere vender la historia de que él es el innovador bloqueado por la burocracia. Pero aquí, el guion le falla: el que improvisa y arriesga no es el héroe, y el que defiende la legalidad no es el villano.

Sin embargo, y para terminar, lo que más me sorprende —y decepciona— no es el capricho del alcalde, sino la comparsa que lo celebra. Un coro de aplausos con los pies, integrado por gente que fue a buenos colegios, que presume formación y que debería conocer, como mínimo, la ley. Pero ahí están, justificando lo injustificable, disfrazando un arranque populista de visión de estadista y validando que la improvisación se vista de gestión con tal de llenar el vacío electoral con un malo conocido.  Al final, parecen olvidar que un tren sin destino no deja de ser eso: un viaje directo… a ninguna parte.

[OPINIÓN] La oferta inicial fue ambiciosa: Lima, potencia mundial. Dos años después, la promesa se ha reducido al ridículo de un tren fantasma, viejo, chatarra, y que —si algún día llega a operar— solo beneficiará a un pequeño grupo de los 12 millones de sufridos limeños.

Rafael López Aliaga convirtió unos vagones donados en el centro de su gestión. Apareció en videos emocionado, bajando trenes en el Callao, como si estuviera salvando el transporte urbano. Pero nunca dijo que no podía hacerlos funcionar sin la venia y la participación del Ministerio de Transportes ni la Autoridad de Transporte Urbano (ATU). Y no la pidió. Porque, en realidad, nunca se trató de ponerlos a rodar. Se trataba de posar.

Ahora, como el proyecto se ha quedado sin rieles ni destino, el alcalde propone ceder el material rodante a un operador privado, en uso y usufructo. ¿Con qué criterios? No se sabe. ¿Con qué estudios? Tampoco. ¿Quién recupera lo gastado? Silencio.

No hay sustento técnico, no hay plan financiero, no hay integración con el sistema metropolitano. Solo hay una narrativa improvisada, construida con recursos públicos, diseñada para alimentar una eventual candidatura presidencial. Porque lo que no logró como gestor, intenta ahora maquillarlo como símbolo de eficiencia.

El Ministerio de Transportes ya fue claro: poner en marcha un proyecto así tomaría mínimo tres años, si se hace bien. Pero López Aliaga lo quiere “funcional” en meses, sin estudios, sin licitación, y sin coordinación institucional.

Mientras tanto, la ciudad, que necesita soluciones reales, sigue atrapada en el tráfico, en el desorden y en el abandono.

Paredes pintadas con anuncios grandilocuentes y periodistas alineados han reemplazado a los planes urbanos serios. Porque esta gestión no planifica: improvisa. No coordina: confronta. No gobierna: simula.

Y lo más grave es que, pese a todo, aún hay quienes le creen. Como si el ruido mediático pudiera tapar la ausencia de resultados.

El tren de la mentira no tiene pasajeros, pero sí carga: la de una campaña personal que usa a Lima como billetera y escenario. Un show costoso, que será difícil desmontar.

[OPINIÓN] Hay momentos en que el silencio es cómplice. Y este es uno de ellos.

Vivimos inmersos en una época donde la mentira no necesita disfraz, basta con repetirla lo suficiente y rodearla de aplausos comprados para convertirla en verdad. La mediocridad se ha institucionalizado: gobierna, legisla, sentencia y hasta pontifica desde sets de radio—internet y televisión. Mientras tanto, la gente —esa que debería indignarse— prefiere creer cualquier fábula antes que enfrentarse al vacío que deja la realidad.

Hoy es posible imponer ideas sin sustento, sin estudios previos, sin lógica ni presupuesto. Basta una puesta en escena, una promesa ruidosa y un ejército de perfiles digitales dispuestos a insultar al que cuestione. Porque ya no se trata de razonar, sino de “sentir que algo es cierto”, aunque la evidencia diga lo contrario.

Lo más grave no es que existan quienes manipulan, sino que abundan quienes se dejan manipular; y lo hacen con con entusiasmo. Personas ilustradas, con títulos y trayectoria, de “buena familia” disque, y que por conveniencia, nostalgia o simple terquedad, prefieren cerrar los ojos ante lo evidente. Y cuando el delirio se les vende como esperanza, lo compran al contado y lo defienden a ciegas.

Esa necesidad colectiva de creer en algo —lo que sea— ha convertido la política en espectáculo y la gestión pública en una farsa. Aquí, lo absurdo se celebra, lo ilegal se normaliza y lo peligroso se minimiza. Y cuando alguien osa levantar la voz, así sea por defender la legalidad, lo tildan de aguafiestas, de negativo o, peor aún, de “enemigo del progreso”.

Pero no nos engañemos. Detrás de cada cortina de humo hay incompetencia, improvisación o intereses inconfesables. Y quienes aplauden desde las tribunas lo hacen no porque no entiendan, sino porque prefieren no entender. Porque duele menos aplaudir que pensar.

Así funciona este tiempo: la ignorancia se premia, la duda se castiga y el sentido común es un lujo en extinción.

Por eso, este no es un artículo para señalar con el dedo, sino para poner un espejo. Y ya se sabe: a quien le caiga el guante, que se lo chante. Porque no hay peor ciego… que el que no quiere ver.

[OPINIÓN] La capital del Perú atraviesa una crisis de gestión municipal sin precedentes. La administración de Rafael López Aliaga, en complicidad con las alcaldías distritales de La Molina, San Isidro, Miraflores y Barranco, ha convertido el ejercicio de gobierno en una exhibición de ineptitud. Aquí no hay planificación: solo hay gasto innecesario, inseguridad creciente, enfrentamientos absurdos y un tráfico infernal que no solo destruye el pavimento, sino también el alma del ciudadano.

Hoy me ocuparé en primer lugar de un caso concreto: la avenida Pedro de Osma, en Barranco. Esta elegante vía de apenas cinco cuadras, que alguna vez fue símbolo de arquitectura y tránsito ordenado, se ha transformado en una playa de estacionamiento a cielo abierto. Conecta con la avenida Chorrillos —a la que adherimos solidariamente al caos, aunque no pertenezca al plan de “renovación urbana”— y presenta hoy velocidades que no superan el kilómetro por hora.

No hay presencia policial, no hay coordinación semafórica, no hay cerebro detrás del volante institucional. Y sí: hay tráfico, bocinas, gritos y un desesperado olor a frustración.

La conexión Barranco-Miraflores es otro ejemplo del desgobierno: el puente peatonal interdistrital, que empezó a construirse el 31 de mayo de 2023, todavía no se termina. Más de dos años después, la obra sigue inconclusa, pero ya luce con orgullo los colores del partido del alcalde. Infraestructura pública convertida en valla electoral.

La lógica operativa de la comuna incluye intervenciones viales sin cronograma ni sentido, cierres de calles sin aviso previo a los vecinos, y —como si no fuera suficiente— reparaciones de reparaciones. A ello se suma la proliferación descontrolada de licencias de construcción, que permite a las constructoras cerrar calles según su antojo, operar maquinaria pesada en plena hora punta y tomar la vía pública como si fuera una extensión del proyecto. En medio del desorden, obreros de construcción civil son convertidos en improvisados policías del tránsito, paleta en mano, dirigiendo vehículos sin capacitación ni autoridad, mientras los serenos —también sin competencias— completan el cuadro del absurdo. Las vías alternas colapsan igual o peor. Todo parece diseñado para complicar, para entorpecer, para molestar. Como si hubiera un concurso entre municipios: ”¿Quién jode más al vecino?”

Los ciudadanos, atrapados en este infierno urbano, no solo pierden tiempo. Pierden la paciencia, la fe, el humor. Extrañan con nostalgia las épocas de Luis Bedoya y Alberto Andrade, cuando al menos se podía vivir en Lima sin sentir que el municipio te estaba declarando la guerra.

Porque esta administración no construye ciudad.

La convierte en una prueba de resistencia.

Y con ese mérito auto impuesto, Lima puede al fin aspirar a su título soñado:

Potencia mundial… del despropósito.

[OPINIÓN] Durante décadas, “El APRA nunca muere” fue mucho más que una consigna partidaria: era una afirmación de fuerza y jerarquía. Nadie hablaba en nombre del partido si no tenía con qué. La línea era clara: secretario general, parlamentario, autoridad o dirigente nacional. La vocería era un privilegio ganado, no una ocurrencia personal. ¡Disciplina, compañeros!

Hoy, esa estructura que antes imponía respeto se ha vuelto terreno de libre tránsito para personajes de poco peso, sin historia y, en algunos casos, tampoco  vergüenza. Basta con que alguien se tome una foto con un aprista reconocido o lleve un pin en la solapa para autoproclamarse portavoz nacional, anunciar posturas, definir alianzas y repartir simpatías o antipatías como si estuviera autorizado para hacerlo. No lo están.

Lo grave no es solo que lo hagan. Lo preocupante es que nadie les diga nada. Que los verdaderos líderes del partido observen en silencio cómo el nombre del APRA se presta hoy para monólogos sin sustento, para tonterías públicas y para espectáculos con osos, disfraces y discursos que hace solo unos pocos años no eran prohibidos… eran inimaginables.

El partido, que fue ejemplo de organización y orden, parece ahora tolerar la improvisación disfrazada de militancia. Y peor aún: tolera que se tome su nombre para hablar en plazas, medios o redes como si fuera un juego.

Porque sí, ser parte del APRA es estar en un coro, pero no cualquiera dirige. Se canta en bloque, con dirección. No se grita cualquier cosa en nombre propio creyendo representar a una historia que no se ha vivido o que no se conoce.

El APRA no ha muerto. Pero si algunos insisten en jugar al ridículo, y otros siguen permitiéndolo, quizá —después de cien años— logren desahuciarla.

En el panteón de la memoria animada de nuestra infancia, Porky Pig ocupa un lugar entrañable. Tímido, tartamudo, ingenuo, con una pajarita sin pantalones y un corazón noble que brillaba frente a los desplantes del Pato Lucas. Porky era la encarnación de la dulzura cómica, el amigo bonachón al que todo le salía mal pero que siempre lo intentaba de nuevo. Su famosa frase “Eso es to… eso es to… eso es todo, amigos” nos hacía sonreír incluso antes de saber deletrear.

Compararlo con Rafael López Aliaga no es una broma: es una afrenta. Un insulto gratuito a nuestra infancia y a la inocencia que representaban aquellos dibujos animados.

Porky no gritaba. No insultaba. No buscaba pleito con la prensa ni menospreciaba a nadie por no tener fortuna personal. López Aliaga, en cambio, ha hecho del maltrato su estilo: llamó “perros sinvergüenzas” a los periodistas críticos, tildó de “delincuentes” a políticos opositores y llegó a decir que a las pequeñas empresas que no pagan sus deudas “hay que cerrarlas como sea”, sin mediar diálogo ni escuchar razones. Agresividad no como error, sino como método.

Su paso por la alcaldía de Lima no deja precisamente un legado de progreso. A los problemas reales ha respondido con discursos, no con soluciones. La ciudad sigue atrapada en el tráfico, la inseguridad  y la falta de planificación, pero él ya prepara las maletas. Al parecer, dejará el cargo para postular a la presidencia. No sin antes, claro, repetir su famosa retirada: “Eso es todo, amigos”… solo que esta vez, se lo dice a Lima. Se va dejándola en crisis, con demandas y sin planes ni rumbo claro, porque ya puso la mira en otra latitud donde pueda seguir causando estropicios,  pero a nivel nacional.

Comparar a Porky con López Aliaga es como comparar a Bambi con un cazador furtivo. Es confundir la ternura con la prepotencia. La torpeza entrañable con la soberbia ofensiva. Es, en resumen, una falta de respeto.

Quizás eso sea todo por el momento, pero lo de «amigos» no se lo cree ni el verdadero Porky.

[OPINIÓN] En los últimos días, algunos rincones del comentario político limeño han instalado la idea de una supuesta pelea entre el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, y su sobrino, el periodista Phillip Butters. Una suerte de “guerra familiar” de proporciones épicas… que en realidad solo existe en la cabeza del alcalde. Porque si esto es una pelea, hay un solo contendor: él mismo.

He seguido con atención las declaraciones de Butters buscando algún comentario que pueda leerse como agravio, crítica o maltrato a su tío. No hay ninguno. La más “filuda” fue, paradójicamente, afectuosa: “Es mi tío y yo lo quiero”. Lo demás han sido opiniones sobre su entorno —ese equipo técnico que nadie ve— o sobre sus grandilocuentes promesas que conforman la ya célebre potencia mundial. Pero jamás una palabra directa al alcalde. Ni con nombre, ni con adjetivo. Ni siquiera con el pétalo de una rosa.

Y sin embargo, ahí tenemos al alcalde: molesto, dolido, atrincherado, repitiendo discursos con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.

Todo comenzó con una llamada telefónica en la que Rafael, con inusual sinceridad, lo llamó “mi presidente”, en tono evidentemente afectuoso. Quizá fue una broma, quizá una muestra de confianza. Fue en plena entrevista al aire, y —como se nota en la grabación— Butters le había informado previamente que lo pondría en vivo.

Pero luego vino el arrepentimiento. Y frente al espejo, Porky se indignó. Como suele pasarle cuando el reflejo no coopera.

La reacción fue desproporcionada. Y lo más curioso es ver cómo algunos periodistas —que uno creía más centrados— cayeron en la trampa, amplificando una narrativa nacida en el entorno mediático del alcalde o, peor aún, en esa necesidad compulsiva de encontrar siempre una pelea, un escándalo, un show que distraiga del fondo: la descomposición interna del proyecto de Renovación Popular.

Porque mientras se inventan riñas familiares, lo realmente grave está en el partido. Las inscripciones de sus juntas están en el limbo. La adecuación a la nueva ley electoral sigue inconclusa. Y con las elecciones a la vuelta de la esquina, el margen de error se agotó. A eso se suma un cóctel tóxico de intereses cruzados entre los precandidatos al Congreso, muchos de los cuales tendrían que renunciar a sus cargos públicos si quieren postular. To be or not to be…

En resumen: el buen Porky las está viendo negras. Y se le nota. Está desencajado, eruptivo y errático.

Mientras tanto, Phillip Butters —que de tonto no tiene un pelo— observa, sonríe y siembra en silencio. Porque a veces, no hay mejor forma de ganar una pelea… que no entrar en ella.

x