[OPINIÓN] Durante décadas, “El APRA nunca muere” fue mucho más que una consigna partidaria: era una afirmación de fuerza y jerarquía. Nadie hablaba en nombre del partido si no tenía con qué. La línea era clara: secretario general, parlamentario, autoridad o dirigente nacional. La vocería era un privilegio ganado, no una ocurrencia personal. ¡Disciplina, compañeros!

Hoy, esa estructura que antes imponía respeto se ha vuelto terreno de libre tránsito para personajes de poco peso, sin historia y, en algunos casos, tampoco  vergüenza. Basta con que alguien se tome una foto con un aprista reconocido o lleve un pin en la solapa para autoproclamarse portavoz nacional, anunciar posturas, definir alianzas y repartir simpatías o antipatías como si estuviera autorizado para hacerlo. No lo están.

Lo grave no es solo que lo hagan. Lo preocupante es que nadie les diga nada. Que los verdaderos líderes del partido observen en silencio cómo el nombre del APRA se presta hoy para monólogos sin sustento, para tonterías públicas y para espectáculos con osos, disfraces y discursos que hace solo unos pocos años no eran prohibidos… eran inimaginables.

El partido, que fue ejemplo de organización y orden, parece ahora tolerar la improvisación disfrazada de militancia. Y peor aún: tolera que se tome su nombre para hablar en plazas, medios o redes como si fuera un juego.

Porque sí, ser parte del APRA es estar en un coro, pero no cualquiera dirige. Se canta en bloque, con dirección. No se grita cualquier cosa en nombre propio creyendo representar a una historia que no se ha vivido o que no se conoce.

El APRA no ha muerto. Pero si algunos insisten en jugar al ridículo, y otros siguen permitiéndolo, quizá —después de cien años— logren desahuciarla.

En el panteón de la memoria animada de nuestra infancia, Porky Pig ocupa un lugar entrañable. Tímido, tartamudo, ingenuo, con una pajarita sin pantalones y un corazón noble que brillaba frente a los desplantes del Pato Lucas. Porky era la encarnación de la dulzura cómica, el amigo bonachón al que todo le salía mal pero que siempre lo intentaba de nuevo. Su famosa frase “Eso es to… eso es to… eso es todo, amigos” nos hacía sonreír incluso antes de saber deletrear.

Compararlo con Rafael López Aliaga no es una broma: es una afrenta. Un insulto gratuito a nuestra infancia y a la inocencia que representaban aquellos dibujos animados.

Porky no gritaba. No insultaba. No buscaba pleito con la prensa ni menospreciaba a nadie por no tener fortuna personal. López Aliaga, en cambio, ha hecho del maltrato su estilo: llamó “perros sinvergüenzas” a los periodistas críticos, tildó de “delincuentes” a políticos opositores y llegó a decir que a las pequeñas empresas que no pagan sus deudas “hay que cerrarlas como sea”, sin mediar diálogo ni escuchar razones. Agresividad no como error, sino como método.

Su paso por la alcaldía de Lima no deja precisamente un legado de progreso. A los problemas reales ha respondido con discursos, no con soluciones. La ciudad sigue atrapada en el tráfico, la inseguridad  y la falta de planificación, pero él ya prepara las maletas. Al parecer, dejará el cargo para postular a la presidencia. No sin antes, claro, repetir su famosa retirada: “Eso es todo, amigos”… solo que esta vez, se lo dice a Lima. Se va dejándola en crisis, con demandas y sin planes ni rumbo claro, porque ya puso la mira en otra latitud donde pueda seguir causando estropicios,  pero a nivel nacional.

Comparar a Porky con López Aliaga es como comparar a Bambi con un cazador furtivo. Es confundir la ternura con la prepotencia. La torpeza entrañable con la soberbia ofensiva. Es, en resumen, una falta de respeto.

Quizás eso sea todo por el momento, pero lo de «amigos» no se lo cree ni el verdadero Porky.

[OPINIÓN] En los últimos días, algunos rincones del comentario político limeño han instalado la idea de una supuesta pelea entre el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, y su sobrino, el periodista Phillip Butters. Una suerte de “guerra familiar” de proporciones épicas… que en realidad solo existe en la cabeza del alcalde. Porque si esto es una pelea, hay un solo contendor: él mismo.

He seguido con atención las declaraciones de Butters buscando algún comentario que pueda leerse como agravio, crítica o maltrato a su tío. No hay ninguno. La más “filuda” fue, paradójicamente, afectuosa: “Es mi tío y yo lo quiero”. Lo demás han sido opiniones sobre su entorno —ese equipo técnico que nadie ve— o sobre sus grandilocuentes promesas que conforman la ya célebre potencia mundial. Pero jamás una palabra directa al alcalde. Ni con nombre, ni con adjetivo. Ni siquiera con el pétalo de una rosa.

Y sin embargo, ahí tenemos al alcalde: molesto, dolido, atrincherado, repitiendo discursos con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.

Todo comenzó con una llamada telefónica en la que Rafael, con inusual sinceridad, lo llamó “mi presidente”, en tono evidentemente afectuoso. Quizá fue una broma, quizá una muestra de confianza. Fue en plena entrevista al aire, y —como se nota en la grabación— Butters le había informado previamente que lo pondría en vivo.

Pero luego vino el arrepentimiento. Y frente al espejo, Porky se indignó. Como suele pasarle cuando el reflejo no coopera.

La reacción fue desproporcionada. Y lo más curioso es ver cómo algunos periodistas —que uno creía más centrados— cayeron en la trampa, amplificando una narrativa nacida en el entorno mediático del alcalde o, peor aún, en esa necesidad compulsiva de encontrar siempre una pelea, un escándalo, un show que distraiga del fondo: la descomposición interna del proyecto de Renovación Popular.

Porque mientras se inventan riñas familiares, lo realmente grave está en el partido. Las inscripciones de sus juntas están en el limbo. La adecuación a la nueva ley electoral sigue inconclusa. Y con las elecciones a la vuelta de la esquina, el margen de error se agotó. A eso se suma un cóctel tóxico de intereses cruzados entre los precandidatos al Congreso, muchos de los cuales tendrían que renunciar a sus cargos públicos si quieren postular. To be or not to be…

En resumen: el buen Porky las está viendo negras. Y se le nota. Está desencajado, eruptivo y errático.

Mientras tanto, Phillip Butters —que de tonto no tiene un pelo— observa, sonríe y siembra en silencio. Porque a veces, no hay mejor forma de ganar una pelea… que no entrar en ella.

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