Hugo Coya

Hay vidas tan rocambolescas y aventureras que uno se pregunta si se trata de existencias reales o imaginarias. A veces la trayectoria de un hombre de carne y hueso puede igualarse a las peripecias del héroe más libresco que quepa soñar. El hecho de que vidas de esa naturaleza sean reales añade no solo más verosimilitud al relato que las contiene, sino además pone alerta a nuestros sentidos de una manera diferente a cómo lo harían, por ejemplo, Odiseo en su fabuloso retorno a Ítaca o Jan Valjean, el gran personaje de Los miserables. 

Jacobo Hurwitz Zender fue un peruano real, protagonista de una biografía en la que los elementos esenciales fueron el secreto, el movimiento, la zozobra, la acción, los desplazamientos, las urgencias, es decir, una existencia excepcional. Esa debe haber sido la razón por la cual Hugo Coya, un experimentado escritor y periodista, debió sentirse atraído por este personaje y emprendiera el pormenorizado relato de este peruano de origen judío que figura en la lista de espías más influyentes en la historia de América Latina. 

Coya dispone su relato de manera inteligente, en episodios que respetan cierta linealidad combinados con saltos al pasado que van desarrollando, a modo de rompecabezas, la intrincada trayectoria vital de Hurwitz. A estas alturas, querido lector, debe usted estarse preguntando quién era este señor. Permítame alcanzarle algunos datos. Nació en Lima en 1901, y ocupó el penúltimo lugar entre once hermanos descendientes de Natasius Hurwitz y Augusta Zender, dos inmigrantes judío alemanes. 

Si podemos pensar que el sentido de la aventura está en los genes, pues, consideremos que el padre de Jacobo combatió nada menos que en la célebre Guerra de Secesión norteamericana, del lado de los norteños. Jacobo ingresó a la Universidad de San Marcos en 1918 y tenía inclinaciones literarias, prueba de ello es un libro de poemas suyo, titulado De la fuente del silencio, aparecido en 1924 y que recibiera un auspicioso comentario de José Carlos Mariátegui. Durante el tiempo que estuvo en San Marcos opera en él una transformación y va abandonando paulatinamente los dictados de sus creencias hebreas y, en su lugar, asoma la atractiva faz de un laico que abraza ideas marxistas y participa de los debates de su tiempo. 

En 1924 ya es visto como un comunista radical y un operador político peligroso. Augusto B. Leguía ordena su deportación y recala en Cuba donde, aparentemente, comenzarían sus actividades como espía y orquestador de complots políticos, que alcanzarían un punto climático en el intento de asesinato del presidente de México Pascual Ortiz Rubio, precisamente el punto en el que Coya fija el inicio de su cautivante narración. 

La disposición de los capítulos pretende abarcar un amplio arco temporal, mayormente situado en diversos momentos de la década de 1930 (que corresponde al atentado y a su prisión en una remota cárcel mexicana), con saltos al pasado que recrean otros episodios importantes de la vida Hurwitz, como los inicios de un vínculo con Mariátegui, el conocimiento de Haya de la Torre y, como nota de contexto, haberse enterado del sonado escándalo de la bailarina rusa Nora Rouskaya en el Presbítero Maestro, que despeinó a más de una encopetada dama limeña. Corresponde a cada lector colaborar en el ordenamiento temporal, algo que, en este caso concreto, se hace con placer. 

La carcelería sufrida por Hurwitz en México es uno de los segmentos más interesantes del libro. Y no solamente porque allí, en la cruenta prisión de Islas Marías fuera salvajemente torturado, sino también porque en ese lugar surge la entrañable amistad entre el peruano y otro gran personaje, el mexicano José Revueltas, escritor y activista político, acusado de ser el instigador de los hechos ocurridos en 1968 en la Plaza de Tlatelolco.

La narración, además, plantea un recorrido que empieza, digamos, en el cenit de la existencia de Hurwitz y termina en 1973, con su muerte, que queda retratada en el inicio del capítulo 38: “Su cuerpo naufraga en un charco de sangre. Las ruedas que giraron bruscamente para esquivar un perro surgido en medio de la noche han ocasionado la volcadura del automóvil en que se encontraba. Sin cinturón de seguridad que lo contuviera, Jacobo ha sido expulsado del vehículo y permanece tendido sobre el empedrado de una calle del centro” (p.325). 

Con un lenguaje preciso y una rigurosa investigación detrás, Hugo Coya nos obsequia la imperdible biografía de un peruano inverosímil que, sin embargo, fue más real que cualquiera de nosotros. Con esos materiales, el autor reconstruye una biografía útil para entender los avatares de una época irrepetible en nuestra historia. 

Hugo Coya. El espía continental. Lima: Planeta, 2024.

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No cualquiera merece llevar el epíteto de héroe o heroína. Para ello es necesario mostrar temple en situaciones terribles, tener agallas para enfrentarse con coraje y decisión a la adversidad y el peligro, ser capaz de sortear pruebas arduas y extenuantes, tener una conducta de altísima ética y si eso no fuera suficiente, poner en riesgo la propia vida por poner a buen recaudo la ajena.  

Dicho esto, es muy probable que algunos nombres de héroes peruanos no le digan (todavía) nada. Magdalena Truel o José María Barreto, por ejemplo, podrían perderse con facilidad en un olvido del que usted no sería necesariamente responsable. Pero déjeme decirle que estos son nombres detrás de los cuales hubo personas de carácter heroico y solidario, peruanos que durante la Segunda Guerra Mundial no dudaron nunca en dejar constancia de su valentía y su nobleza. 

Una singular investigación de Hugo Coya, Estación final, recupera para nosotros la memoria de esos peruanos que no esquivaron la posibilidad de ejercer el heroísmo como corresponde: sin interés, guiados únicamente por el compromiso ético y el amor por la vida. 

Se trata, pues, de un puñado de vidas ejemplares en un contexto que resultaba protervo no solo en la Alemania nazi, sino en toda la Europa amenazada por la demencia hitleriana. En el Perú (y esta es una de varias perlas), el 9 de setiembre de 1938, bajo la tiranía de Benavides (admirador de Franco y Mussolini), salía de nuestra Cancillería un oficio vergonzante que prohibía a nuestros consulados europeos conceder visas “a las personas que profesaran la religión judía o pareciesen serlo” y, aún más: “en razón de los nombres que lleven, de las señales étnicas que ostenten o de cualquier información verídica que pudiera haber llegado a su conocimiento” (p.32). 

Dos hermanos limeños, Eleazar y Jabijo Assa, detenidos en el campo de Sobibor, en la Polonia ocupada, participaron de un levantamiento que permitió la huida de trescientas personas en 1943. El resto de la familia Assa perdió la vida. 

Héctor Levy (ex combatiente en Verdún) y su esposa Irene, junto a sus pequeños Michel y Gerard, murieron en distintas zonas del temible campo de Auschwitz. A cuatro meses de la ocupación alemana de Francia, Jaime y Rosita Lindow fueron señalados como judíos, perdieron sus empleos y pesaba sobre ellos la prohibición de que se dedicaran nuevamente al rubro textil. Fallecieron en Auschwitz, igual que otra prima, Florita. La misma suerte correrían los miembros de la familia Barouh. 

José María Barreto, cónsul peruano en Ginebra, contraviniendo órdenes de la Cancillería, extendió pasaportes que salvaron muchas vidas en 1943. Fue destituido y logró retornar al Perú en 1946, donde vivió, en general, rodeado de indiferencia. La arequipeña Isabel Zuzunaga escondió a un niño judío y logró salvarlo de las huestes del nazismo. Jack Szarfscher, sobrevivió a la guerra, igual que sus padres, lo que propició un reencuentro difícil pero inolvidable. 

Magdalena Truel, de origen peruano, escritora y heroína de la resistencia francesa 8era una experta falsificando documentos) fue martirizada de manera extrema, pero no hubo nazi capaz de hacerla hablar. Su cuerpo fue convertido en una ruina, no su fortaleza moral; fue castigada con crueldad que excedía cualquier cosa imaginable, pero allí estuvo siempre, guardando un férreo silencio y dando ánimo a sus compañeros de cautiverio. Termina el recuento con la conmovedora historia de Victoria Weissberg (Victoria Barouh era su nombre de soltera), única persona nacida en el Perú en sobrevivir al Holocausto, como recuerda Coya.

Salvadores o víctimas, ningún homenaje será suficiente.

 

Hugo Coya. Estación final. Lima: Tusquets, 2021.

 

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

 

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