¿Recuerda las películas de hace varios años donde nos hablaban de un futuro salvaje, donde la ley del más fuerte se imponía y la anomia era la regla? Por ejemplo, Mad Max, el personaje de Mel Gibson que tiene que pelear por todo en una sociedad donde las pandillas (así como La Resistencia) tienen el control de las carreteras y hay una crisis general de recursos. En Total Recall, un desconcertado Schwarzenegger tiene que enfrentarse a un régimen totalitario, en una sociedad en la que el control social se ejerce por encima de la voluntad racional. En Mundo Acuático, Kevin Costner es el héroe que en un mundo distópico consigue agua. No hablaré de Blade Runner. Y muchas más.
Todos estos, blockbusters hollywoodenses que imaginaron un futuro similar: sociedades desarticuladas, autoridades represivas totalmente corrompidas manteniéndose en el poder en función a discursos mesiánicos, falta -y control- de recursos básicos para la subsistencia. Y mucha impunidad. Muchísima impunidad. Cada uno, con dinero o fuerza, hace lo que quiere. Sin esas dos condiciones la supervivencia se hacía complicada o pasiva. No existe ley que pueda cumplirse.
La impunidad siempre será una característica de lo que no queremos, ejemplo de lo malo que puede tener una sociedad. El primer diagnóstico de que algo se pudrió y que debemos atenderlo antes de que sea tarde. En su artículo dominical, Marco Sifuentes se cuestiona qué entendemos los peruanos por “normal” y sí pues, me temo que la impunidad es algo que hemos aprendido a considerar normal, algo con lo que convivimos y asumimos.¹
Claro, podemos hablar de la impunidad desde el Estado, desde las esferas macro, donde nuestro querido Perú es una mazamorra para sancionar penalmente básicamente a nadie. Siempre hay una forma de salir bien librado, a partir de juicios interminables, de terminar presentando recursos y recursos legales para dilatar las cosas o directamente organizando acciones de robo de pruebas incriminantes. De hecho, la Universidad de las Américas, Puebla, en México, ha desarrollado un Índice Global de Impunidad², con datos abiertos para el análisis de la información, donde Perú aparece con un nivel de impunidad media alta, solo superado por Paraguay en Sudamérica y México y Honduras si ampliamos el espectro. Lamentablemente no se contó con información de Brasil, Argentina y Venezuela, que hubieran sido dignos rivales de nuestro país.
Se nos podrían ocurrir miles de ejemplos que podrían ejemplificar como la impunidad desde el Estado, a partir de dimensiones estructurales y funcionales definidas en el Índice señalado, opera y nos hace sentir como ciudadanos. Pero conviene también repasar aspectos que son más mundanos, que pasan hoy frente a nuestros ojos y que “así son” pues, vamos a otra cosa.
Lo primero que se opera a nivel micro es el cuestionamiento de lo que existe como base del funcionamiento social: la interpretación auténtica de la ley que nos gobierna o de las reglas comunes. El señor que considera que la regla de sacar a pasear a su perro con correa es una soberana estupidez y se lo grita al sereno que se lo recuerda. Cómo le va a hacer caso a la estupidez. Al ser responsable de que su perro haya mordido a otro o a un niño, su respuesta siempre será “qué raro, es un perro tranquilo”. Pero ¿infractor de la norma? No exageremos.
El ciclista que considera que la ciclovía no cumple sus requisitos, las características que requiere para considerarla una vía apropiada y se mete por la vereda donde impaciente les pide a los caminantes que se hagan a un lado para que pase. Cuando tropieza con una señora y la lastima, siempre pensará que fue ella la que debió correrse, porque nadie sabe los peligros a los que los ciclistas se exponen en las pistas y si no le gusta hay mucha vereda para todos.
El vacunado que lo hizo “por si acaso” pero que ahora se muestra tan indignado con el carnet de vacunación que se planta frente a los locales y no quiere mostrar ningún carnet de nada y que la Constitución y su exención firmada por la doctora Mejía. Cuando los responsables del ingreso del público le señalan que no va a pasar, prepotente trata de hacerlo a la fuerza porque “le parece que…”. Frente a cámaras defiende su derecho individual y su libertad que ningún gobierno comunista le va a quitar. No cree que la regla es para cumplirse. Siempre está el albedrío para hacerlo. El vigilante, cede, porque el que pierde al final siempre es él.
Veinticinco ancianos necesitan ser trasladados a un albergue que el INABIF ha podido habilitar en lo que fue la casa de un narco en La Molina. Los vecinos deciden que no quieren. Como hay una reja de acceso, bloquean el acceso de funcionarios. ¿Qué les preocupa? Que el valor de sus predios baje, dicen. O que haya viejitos indigentes cerca, que siempre malogra las estampitas navideñas porque no se saben el yingelbels. Ellos se sienten -explícitamente- dueños de la decisión, dueños de la calle, dueños de la zona. Controlan el acceso. Los funcionarios que quieren pasar no pueden. Con impudicia, los señorones ratifican hablando a los micrófonos que es su barrio y que se vayan a otro lado. El funcionario y los veinticinco viejitos se van, decepcionados. La reja vale más que la ley.
Una empresaria que conoce a medio mundo y que tiene muchos juicios ha conseguido el número del presidente de la república nada menos. Queda con él, lo visita, hablan de manera secreta, seguramente del clima y de lo caras que están las cosas y de pronto gana una licitación con el Estado. Pero, además, mira qué suerte, solo por ofertar centavos más que su competencia. Ese día sí que se levantó con el pie derecho. Cuando otros empresarios quieren proveer ese servicio, pasan por un increíble viacrucis de documentación y términos de referencia engorrosos. Piña pues. En tu agenda no está el número del secretario de Palacio, de repente pa la próxima. Ten fe.
Un periodista del que se revelan correos pidiendo al presidente una entrevista y si no, que atienda sus servicios profesionales de asesoría en comunicación, al no tener respuesta se dedica a atacarlo con ferocidad en cuanto espacio tiene. Siempre desde luego con independencia de opinión y pluralismo democrático. El mismo que ha recibido millones desde el gremio empresarial más importante para dirigir un grupo de opinión que tiene la firme tarea de tumbarse al régimen desde el día uno, escribe ayer que la ultraderecha es una ficción y que nadie puede acusarlos a ellos de que quieran tumbarse la democracia. En otros tiempos, frente a tales conflictos de interés, el medio no lo consideraría como comentarista. Pero qué va, si es brillante. Mejor lo tengo como parte del equipo asesor de mis canales de noticias y comentarista invitado desde el desayuno a la cena.
¿Qué tienen en común todas estas historias? Lo primero es que son reales, pasan todos los días porque sí, porque me acostumbré a que las cosas son desde mi perspectiva, siempre desde ahí. Lo segundo es que como Sifuentes señala, son “normales”, no sorprenden a nadie. Son reales y ocurren. Para qué mueves las cejas si todos lo hacemos pillín, ¿o eres perfecto? No seas tan tonto por hacer que esto sea un escándalo. Mientras más calladito más bonito, ¿no dicen?
Pero hay al menos dos cosas más. La primera es que siempre hay una víctima, alguien que sufre por eso que haces, por lo que interpretas como “tu derecho”, siempre aplasta a alguien. Directamente y también por asociación. Ese guachimán que gritaste, ese sereno que ignoraste, ese vigilante que empujaste. O a quien atropellaste. O los viejitos que dejaste durmiendo donde no deben ni pueden. Esas víctimas no tienen voz. Solo les queda acostumbrarse. La siguiente vez, pasas viejo, para qué me voy a hacer problemas si pierdo.
Pero también están las otras víctimas. Las que se quedan sin o dejan de recibir algo porque pasaste por encima de ellos. Y lo más peligroso de todo: también son víctimas aquellos que aprenden que esto es normal, porque eso se reproduce. Tanta campaña de minimización del presidente termina en que es parte de fiestas infantiles como la piñata de un burro, y se aplaude y celebra. Una congresista puede mandar al carajo en prime time nacional y no hay UNA sola manifestación desde el Ejecutivo sobre ello. Como sociedad aprendemos a hacer comunes estos gestos. Para qué existe la policía si no es más que para recibir coimas. Para qué existen los jueces si no es más que para acordar un precio.
El que haya víctimas es grave. Porque quiere decir que no hay nadie que vele por ellos. El Estado, el gobierno, la autoridad deja de existir y opera la impunidad. Vamos construyendo una semántica de la ley de la selva. Qué carajos. Nadie va preso, nadie sale perdiendo. Un verdadero del cambio debería ser quien nos enseñe a comprender que la impunidad no se tolera, no la propicia con la ausencia de respuestas o la pasividad de su acción.
La segunda es que no ocurre que tengamos tantos ideólogos que toman una posición tan radical basados en una estructura de pensamiento original. Uno de los miembros más conspicuos de La Resistencia es llamado el figuretti por la prensa que cubre las calles, porque donde había hecho público aparecía para robar cámaras, desde hace varios años. ¿Creen que maduró y transformó su afán de figuración en una apuesta política? ¿O más bien el señor y varios otros han encontrado la forma de ser reconocibles en un mundo que los condenaba a ser anónimos?
Funciona muy bien el modelado de conducta. Ejemplos hay todos los días. Un presidente que nombra autoridades cuestionables favorece la impunidad. Una cabeza del congreso que se va a España a hablar tonterías favorece la impunidad. Un ministro del Interior y de Justicia que permiten la acción de La Resistencia y de operativos Olimpo favorecen la impunidad. Congresistas con conflictos de intereses presidiendo comisiones y votando con descaro favorecen la impunidad. Una prensa que es tan acuciosa para un lado y para el otro, silba con descaro, favorece la impunidad. Si permitimos la impunidad, tendremos un país tomado. Las películas dejarán de ser de Hollywood y se rodarán en Lima, Perú.
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