organizaciones criminales

[La columna deca(n)dente] El Perú vive una de las crisis políticas, sociales y éticas más profundas de su historia contemporánea, marcada por una tensión constante entre la barbarie institucionalizada y los ideales de civilización democrática. En esta dicotomía, el país parece debatirse entre un Estado que, en lugar de encarnar el progreso y la justicia, se ha convertido en un espacio de corrupción sistémica, y una sociedad que, pese a sus múltiples fracturas, mantiene destellos de resistencia y esperanza.

La barbarie en el país no se manifiesta como un caos desorganizado, sino como un sistema perfectamente funcional para garantizar privilegios, perpetuar la desigualdad y anular cualquier intento de reformas institucionales. Desde el Congreso, controlado por los partidos que integran la llamada “coalición del mal”, los cuales representan intereses particulares y no el bienestar común, hasta las redes de poder económico, legales e ilegales, que cooptan instituciones, el Perú ha normalizado un estado de excepción permanente que profundiza la precariedad de la democracia.

La expresión más clara de esta barbarie es la criminalización de la protesta social, la represión indiscriminada y la indiferencia hacia las demandas de justicia y equidad. Las ejecuciones extrajudiciales de 49 conciudadanos durante las movilizaciones de fines de 2022 e inicios de 2023, así como la impunidad de los responsables, son una herida abierta que evidencia el divorcio entre el Estado y la ciudadanía. Estas ejecuciones, de entera responsabilidad del Ejecutivo, y la constante instrumentalización de la Constitución para justificar abusos y servir a intereses criminales, refuerzan esta tendencia hacia el autoritarismo.

Frente a esta realidad, la civilización en el caso peruano no debe entenderse como un ideal abstracto ni como un proyecto paternalista de modernización desde arriba. La idea de civilización debe ir más allá de la gestión tecnocrática o la acumulación de indicadores macroeconómicos positivos. Implica una apuesta por un Estado al servicio de los ciudadanos y ciudadanas, que respete la diversidad cultural, garantice derechos fundamentales y promueva la participación activa de la ciudadanía en las decisiones públicas.

El dilema entre barbarie y civilización no es nuevo en la historia peruana. Desde el conflicto entre gamonales y campesinos en los Andes, pasando por la lucha contra el terrorismo y los proyectos extractivistas en la Amazonía, el país ha vivido múltiples momentos en los que esta dicotomía ha sido utilizada como marco interpretativo. Sin embargo, el reto actual es mayor, ya que el modelo económico neoliberal y la fragmentación política han reducido los espacios de articulación social y política, profundizando la desconfianza ciudadana en las instituciones.

El riesgo, como advierten algunos analistas, es que esta crisis no solo perpetúe la barbarie, sino que conduzca a su institucionalización definitiva. La consolidación de un «Estado fallido funcional», que sirve para la reproducción de intereses privados, incluso criminales, y no para el bienestar colectivo, amenaza con sumir al país en un círculo vicioso de autoritarismo, descomposición social y desinstitucionalización.

Para evitar la perpetuación de la barbarie, es necesario construir un nuevo consenso social que trascienda los intereses partidarios. Este consenso debe partir del reconocimiento de las deudas históricas con las regiones excluidas, la apuesta por un sistema educativo y de salud de calidad, y el fortalecimiento de instituciones transparentes y eficaces. La civilización, entendida como proyecto colectivo, es posible solo si se priorizan los derechos humanos, la justicia, la equidad y la participación ciudadana como ejes fundamentales del desarrollo.

El Perú enfrenta una encrucijada. La barbarie, en su versión institucional y cotidiana, amenaza con anular cualquier posibilidad de transformación. La civilización, en cambio, exige un esfuerzo colectivo y sostenido para superar los ciclos de violencia y exclusión que han marcado la historia del país. ¿Qué camino tomaremos? Esa es la pregunta que definirá el destino de nuestro país.

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barbarie, Democracia, Ejecutivo, legislativo, organizaciones criminales

[La columna deca(n)dente] En un Estado democrático, el Ejecutivo y el Legislativo tienen la misión de representar a la ciudadanía y trabajar por el bienestar común. Sin embargo, en ciertos contextos, estas instituciones pueden ser capturadas por organizaciones criminales que operan en su interior, transformándolas en herramientas de saqueo, corrupción y protección de intereses particulares. Esta dinámica, conocida como captura del Estado, constituye una de las amenazas más graves para la democracia y el Estado de derecho.

Un Ejecutivo y un Legislativo infiltrados por redes criminales no solo distorsionan la función pública, sino que la pervierten por completo. Estas estructuras capturadas gobiernan para las “élites” que las controlan, adoptando decisiones que aseguran beneficios privados mientras despojan a las instituciones de su legitimidad. En este escenario, el interés público queda subordinado a una agenda oculta dominada por la corrupción, la impunidad y la acumulación ilícita de poder.

Las decisiones y leyes emanadas de estas instituciones, aunque presentadas como legales, son en realidad herramientas diseñadas para proteger intereses criminales. Ejemplo de ello son normativas que reducen sanciones por corrupción o leyes que bloquean investigaciones contra funcionarios. La corrupción deja de ser un fenómeno aislado para convertirse en el eje del funcionamiento del Estado, donde los recursos públicos son desviados hacia redes clientelistas o utilizados para el enriquecimiento ilícito de operadores del sistema.

Además, los sistemas judiciales y de control son cooptados para garantizar la impunidad, generando un círculo de protección que perpetúa el poder de estas redes. Las decisiones gubernamentales se alinean con los intereses de estas estructuras, priorizando normativas y programas que favorecen sus actividades ilícitas, como la flexibilización de regulaciones clave.

Cuando el crimen organizado se instala en las instituciones públicas, las bases de la democracia se erosionan rápidamente. La ciudadanía pierde confianza en sus representantes, alimentando discursos populistas y autoritarios que prometen un «borrón y cuenta nueva». Al mismo tiempo, la manipulación de las leyes restringe derechos fundamentales, como la libertad de expresión y la igualdad ante la ley, consolidando un abuso sistemático del poder.

En este contexto, los partidos políticos emergentes tienen una oportunidad histórica de marcar la diferencia. Para ello, deben cimentarse sobre principios éticos sólidos, mostrando un compromiso inquebrantable con la transparencia y la rendición de cuentas. Es fundamental evitar replicar prácticas corruptas y priorizar la construcción de estructuras internas democráticas y participativas que inspiren confianza en los ciudadanos y ciudadanas. 

Estos nuevos partidos deben forjar alianzas amplias con actores democráticos y organizaciones de la sociedad civil para impulsar reformas que fortalezcan las instituciones y prevengan la infiltración de redes ilícitas. Asimismo, deben promover una narrativa política centrada en propuestas claras y viables que respondan a las demandas sociales. Prepararse con propuestas creíbles y éticas será clave para recuperar el poder político y revertir el daño institucional causado por las mafias en el poder.

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Ejecutivo, Estado capturado, legislativo, organizaciones criminales

[La columna deca(n)dente] Otros son los traidores

La reciente declaración del vocero presidencial, calificando a quienes planean movilizarse durante la cumbre de la APEC como «traidores a la patria», ha sacudido, una vez más, la frágil relación entre el gobierno de Dina Boluarte y la ciudadanía. En un país donde la democracia y sus instituciones se encuentran bajo constante asedio tanto por el Congreso como por el Ejecutivo, estigmatizar las voces disidentes solo profundiza la desconfianza y refuerza la percepción de un régimen que ignora los sufrimientos diarios de la población.

La presidenta Boluarte, con un 95% de desaprobación, parece haber optado por convertir las críticas ciudadanas en actos de subversión. Esto ocurre en un contexto en el que la delincuencia y la inseguridad cobran vidas con una frecuencia alarmante, difícil de ocultar en las estadísticas oficiales. Cada cuatro horas, una persona es asesinada en nuestro país. En Lima, la violencia criminal ha incrementado tanto que la morgue se encuentra colapsada ante el número creciente de personas asesinadas.

El llamado de los ministros a no movilizarse, en nombre de proteger la «imagen internacional» del país, suena a hipocresía cuando se compara con el fracaso del Estado en garantizar lo más básico: la vida y la seguridad de su población. La retórica de “traición” hacia los manifestantes busca camuflar el temor de un gobierno frívolo, consciente de que su legitimidad se desmorona día tras día. Silenciar las voces discrepantes bajo el pretexto de un supuesto desarrollo económico que promete la APEC es un espejismo que no encuentra eco en los hogares cuyos integrantes son extorsionados o asesinados por resistirse al cobro de cupos.

¿Quién es, entonces, el verdadero traidor? En un sistema donde se legisla a favor de mafias y se protegen los intereses de grupos que lucran con la violencia, señalar a los ciudadanos que alzan la voz como enemigos de la patria es un acto de cinismo colosal. El verdadero patriotismo se encuentra en la defensa del derecho a protestar, en la denuncia de las tropelías de las organizaciones criminales y en la exigencia de justicia. La historia enseña que las sociedades que renuncian a la protesta se condenan a vivir bajo el yugo de quienes detentan el poder para fines ajenos al bien común.

El gobierno de Boluarte pide silencio, pero la ciudadanía comprende que en el silencio reside la aceptación de lo intolerable, de lo injustificable, de lo indignante. Movilizarse no es un acto de traición, sino de dignidad. La retórica oficial de “traidores a la patria” solo evidencia el miedo de un régimen incapaz de enfrentarse a la realidad: el verdadero peligro para el país no proviene de las calles que claman justicia y seguridad, sino del gobierno y del Congreso, que dictan políticas y emiten leyes que perpetúan la inseguridad, la corrupción y la impunidad.

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Congreso, Dina Boluarte, organizaciones criminales, traición a la patria

[La columna deca(n)dente]

La reciente aprobación de dos polémicos proyectos de ley por parte de la Comisión Permanente del Congreso ha desencadenado una seria preocupación tanto a nivel nacional como internacional. Estos proyectos han sido objeto de críticas por parte de analistas y diversos sectores de la sociedad debido a las implicaciones profundas que podrían tener para la democracia y el Estado de derecho en el país.

El primer proyecto de ley ha generado controversia al limitar la aplicación del concepto de crimen organizado únicamente a delitos que generan valor económico, como el narcotráfico, excluyendo delitos como el sicariato, la extorsión, la tortura y el asesinato. Esta restricción debilita la capacidad del sistema judicial para enfrentar eficazmente la criminalidad violenta y organizada, poniendo en riesgo la seguridad pública y la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales.

Por su parte, el segundo proyecto de ley es igualmente alarmante al declarar prescritos los crímenes considerados de lesa humanidad cometidos antes del 2003. Esta medida va en contra de los compromisos internacionales asumidos por Perú al suscribirse tanto al Estatuto de Roma como a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Delitos de Lesa Humanidad, que establecen la imprescriptibilidad de tales crímenes. El proyecto de ley aprobado niega a las víctimas de estas atrocidades su derecho fundamental a la justicia, la verdad y la reparación, beneficiando de manera directa a Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y el grupo Colina, entre otros, así como a los subversivos de Sendero Luminoso y del MRTA.

La aprobación de estos proyectos refleja un preocupante panorama político donde las diferencias ideológicas y partidarias parecen diluirse frente a intereses particulares y la protección de organizaciones criminales. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Acción Popular, Perú Libre, entre otros, han mostrado una convergencia nada sorprendente al respaldar medidas que debilitan gravemente el Estado de derecho y el bienestar de la ciudadanía en general.

El impacto de estas leyes va más allá de sus implicaciones inmediatas; amenaza con socavar los pilares fundamentales sobre los que se sustenta la democracia peruana. El debilitamiento del sistema judicial y la posible consolidación de la impunidad podrían generar un clima de desconfianza y desesperanza entre los ciudadanos, afectando la estabilidad política y social del país a largo plazo.

Quienes hoy legislan, embriagados de poder, creen que pueden hacer lo que quieran, olvidando que el poder es efímero y que tarde o temprano pagarán por sus fechorías. Esta arrogancia y desmesura en el ejercicio del poder no solo pone en riesgo la estabilidad política, sino que también amenaza los cimientos mismos de la democracia y el Estado de derecho. La historia ha demostrado repetidamente que el abuso de poder y la corrupción inevitablemente conducen a la caída de aquellos que creen estar por encima de la ley y la justicia.

Ante este escenario, es imperativo que los ciudadanos, la sociedad civil, los partidos políticos democráticos y la comunidad internacional estén alertas y actúen de manera decidida para defender el Estado de derecho y los derechos humanos en el país. La resistencia activa y la presión constante sobre el Congreso para revertir estas leyes son cruciales para evitar retrocesos irreversibles y asegurar un futuro justo, fraterno y equitativo para todos y todas. 

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Congreso, crimen, impunidad, organizaciones criminales, Partidos políticos
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