Música Maestro

[Música Maestro] Una pérdida irreparable

En sus conciertos y presentaciones en televisión, Eddie Palmieri era una incontenible fuerza de la naturaleza. Siempre con la boca abierta, emitiendo un extraño rugido, mecía al público con la mirada fija en sus músicos, arpegiando desde el piano sutiles líneas rítmicas que pasaban del jazz a la música clásica -como en la fantástica introducción de casi siete minutos de Un día bonito (The sun of the latin music, 1974)- y, de repente, cuando ordenaba el inicio de la descarga, todo se transformaba en un revolucionario huracán, un caos controlado por su experto dominio del ritmo y la improvisación.

Eddie se agitaba y aporreaba el piano. Por eso, en algún momento de esa carrera que sostuvo durante más de seis décadas, lo apodaron “el rompeteclas”. Y la cosa iba subiendo de intensidad. Se paraba, se sacudía y saltaba de espaldas al público, delante de su sección de vientos, lanzaba los brazos hacia arriba y los dejaba caer sobre el instrumento, tocando con los codos, con la mitad de su cuerpo, para después seguir con ese flujo que parecía disparar rayos eléctricos desde la mano derecha y un imparable tumbao, con la izquierda.

Su poblada barba negra y su apellido delataban la ascendencia de sus padres, portorriqueños de origen italiano. En sus años de mayor fama, Palmieri lucía como una combinación del tenor italiano Luciano Pavarotti y el cantante griego Demis Roussos. Pero en su toque nada había de mediterráneo, era puro fuego afrocaribeño. Solía aparecer vestido de un solo color, totalmente de blanco o de negro -de mayor prefería las camisas coloridas y los sombreros-. Para la última canción de cada espectáculo, terminaba despeinado, con la camisa abierta y el saco en el suelo, como si hubiera estado en el epicentro de un sismo de grado 8. El pasado miércoles 6 de agosto, en New Jersey, se apagó su llamarada a los 88 años, una pérdida irreparable para el universo de nuestros ritmos que hicieron bailar al mundo entero con elegancia y energía.

La exquisita música latina que produjo este extraordinario artista será recordada por los amantes de la salsa y el latin-jazz como una poderosa y auténtica manifestación de orgullo e identidad, en las antípodas del descalabro de poca monta, vergonzosamente chabacano de las “estrellas” actuales del latin-pop y el reggaetón, que se esfuerzan día a día por degradar la noción de “lo latino” a una sola imagen, asociada al exhibicionismo barato y la hipersexualización de todo.

Eddie Palmieri, uno de los arquitectos de la salsa

Aunque no le gustaba para nada el término “salsa”, no cabe duda de que Eddie Palmieri fue uno de los responsables de armar las bases que originaron el popular membrete, con su permanente preocupación por modernizar la receta de esa paila en la que se cocinaban todos los ritmos afrocubanos, allá en el Bronx neoyorquino, donde sus padres se habían establecido tras salir de su querida Ponce. Inspirado por su hermano Charlie, casi diez años mayor que él, que había estudiado en la prestigiosa escuela de Julliard, pidió a sus papás que lo inscriban en clases de piano. Juntos, a los 14 y 9 años, los hermanos Palmieri participaron en concursos de talentos y sorprendieron a todos con sus habilidades.

En los cincuenta, Eddie llegó a trabajar con algunos de sus ídolos, como las orquestas de los boleristas Vicentico Valdés y Tito Rodríguez. Para cuando formó el conjunto La Perfecta, a los 25 años, los Palmieri ya tenían un sólido dominio de la guaracha, el guaguancó, el bolero son y otros subgéneros provenientes de Cuba. Como las charangas del dominicano Johnny Pacheco y el boogaloo de Rafael Cortijo, Ray Barretto -con quien la prensa le inventó una supuesta rivalidad- o El Gran Combo, la música de Eddie Palmieri sirvió para cimentar la identidad salsera.

Entre 1961 y 1968, el Conjunto La Perfecta lanzó álbumes como Eddie Palmieri and his Conjunto La Perfecta (1961), El molestoso (1963) o Lo que traigo es sabroso (1965), en los que aparecieron clásicos como La Gioconda, Conmigo o Muñeca y, especialmente, una exploración rítmica llamada Azúcar pa’ ti que en su versión original alcanza casi los diez minutos. Ese tema se hizo fijo en sus presentaciones en vivo en las que podía extenderse al doble de su duración.

En paralelo, el pianista fue mostrando su orientación hacia el jazz, reflejada en dos elegantes discos junto al norteamericano Cal Tjader, lanzados a través del prestigioso sello discográfico Verve Records, El sonido nuevo (1966, donde destaca el tema Picadillo, escrito por Tito Puente) y Bamboléate (1967, que incluye la composición de Palmieri Resemblance, que revisitaría años después en su álbum de 1975, Unfinished masterpiece).

Los años setenta: Salsa vanguardista, experimentación y fusiones

Entre 1969 y 1979, se sumergió mucho más en la experimentación y el cruce de la naciente salsa dura con una decidida intención de meterle jazz y otros ritmos afroamericanos, sin alejarse nunca del sonido latino que era su principal fuente de inspiración. Ya en los sesenta, la voz que corría entre los bailadores era que, por sus extensos vuelos instrumentales, cada vez que tocaba Azúcar pa’ ti -su ineludible tour-de-force en esos años- “si querías salir a bailarla, tienes que esperar a que acabe el solo de piano, porque si no nunca podrás hacerlo”.

Así, discos como Champagne (1968) y Justicia (1969), sirvieron de prólogo para las que serían sus mejores producciones de la década siguiente. Desde Superimposition (1970, que contiene otro clásico, La malanga) hasta Unfinished masterpiece (1975), cada uno de sus discos contiene una inteligente mezcla de feroces ataques de salsa pura, en temas como Óyelo que te conviene o Nada de ti y joyas del latin-jazz como Una rosa española, en la que usa la melodía de un clásico beatlesco, You never give me your money (Abbey Road, 1969) o Caminando (con Eddie tocando el Fender Rhoads), del alucinante Vámonos pa’l monte (1971).

Por cierto, en el tema-título de ese LP se escucha un solo de órgano de su hermano Charlie que nos hace imaginar cómo habría sonado Jon Lord (Deep Purple) si alguien le hubiera enseñado a tocar música afrolatina. Eddie cruzó caminos con su hermano,-quien tenía por sí mismo un lugar bien ganado como colaborador de Tito Puente, Mongo Santamaría y muchos otros-, hasta su repentina muerte en 1988, víctima de un paro cardíaco, a los 62 años. Acá podemos verlos juntos, tocando en algún lugar del Central Park de New York.

Ese mismo año, 1971, Eddie armó una banda de latin-funk y soul llamada Harlem River Drive, que grabó un alucinante disco epónimo con letras de descontento político y social cantadas en inglés. En el álbum tocan Charlie Palmieri, algunos de sus colaboradores de La Perfecta y músicos muy conocidos en la escena norteamericana de jazz como Ronnie Cuber, Randy Brecker (saxos), Bruce Fowler (trombón) o Bernard Purdie (batería), quienes algunos años después comenzaron a trabajar con Steely Dan, The Blues Brothers, Frank Zappa y la banda residente del programa de televisión Saturday Night Live.

Mientras que los discos Sentido (1973) y The sun of latin music (1974, el primer disco de música latina premiado con un Grammy) se inscribieron también en el canon de la salsa dura, con canciones como Adoración o Nada de ti -donde se luce el violinista Alfredo de la Fe-, en 1978 volvió a romper esquemas con una producción titulada Lucumbí macumba voodoo, en donde encontramos influencias de la música disco, soul, funk y jazz con ritmos afrocaribeños y brasileños.

Un iconoclasta de naturaleza indomable

Aunque (casi) todos reconocemos a Eddie Palmieri por sus arrebatados hábitos sobre el escenario, una de sus facetas poco exploradas es su férrea vocación por defender a capa y espada causas civiles, desde las manifestaciones setenteras del movimiento revolucionario Los Jóvenes Lores -una organización de izquierdas surgida en Chicago y New York que luchaba por la independencia de Puerto Rico- hasta su decisión de no pagar impuestos a los Estados Unidos.

Como cuenta el periodista Giovanni Russonello en The New York Times, en una semblanza publicada tras conocerse el fallecimiento del pianista: “Su trabajo atrajo la atención no deseada de las autoridades más de una vez”. Cuando un grupo de independentistas fue arrestado por cubrir la cabeza de la Estatua de la Libertad con una bandera gigante de Puerto Rico, Palmieri ofreció un concierto benéfico para apoyarlos. Incluso dio recitales, al frente de Harlem River Drive, dentro de la conocida prisión de máxima seguridad neoyorquina de Sing Sing, que quedaron reflejados en dos sensacionales LP editados en 1972.

“Entre finales de los setenta e inicios de los ochenta”, refiere Russonello, “el señor Palmieri solía recibir la visita de los agentes de la I.R.S. -la SUNAT gringa- incluso en sus conciertos”. Para evitar ser capturado, muchas veces el pianista se vio en la necesidad de salir del escenario a la mitad de su presentación, encargándoles a sus músicos que terminen sin él. Incluso en alguna ocasión fue esposado y llevado delante de un juez. A mediados de los ochenta, esta situación lo llevó a serias dificultades económicas por la confiscación de sus regalías, un problema del que salió gracias a la intervención de su hijo Eddie Palmieri II, quien logró recuperar en 1992 alrededor de cinco millones de dólares que no había podido cobrar durante años.

Los cantantes y músicos de Eddie Palmieri

Como compositor, Eddie Palmieri ofreció suficientes espacios para mostrar los talentos de sus ensambles y, aunque en vivo se tomaba largos minutos para sus exploraciones en las blancas y negras, puso siempre especial énfasis en los músicos y cantantes que lo acompañaron, dejando que los instrumentos destaquen y las voces brillen con mensajes de orgullo latino, románticos sentimientos e identidad salsera.

Desde las épocas de La Perfecta, entre 1961 y 1969 tuvo como vocalista principal a Ismael “Pat” Quintana, quien después consolidó su fama como una de las estrellas de la Fania. En el camino, el conocido intérprete de clásicos como Vámonos pa’l monte, Conmigo, Adoración o el bolero Solo pensar en ti tuvo como compañeros, en la línea de micrófonos, a otros nombres destacados como Jimmy Sabater, Cheo Feliciano y Justo Betancourt. En 1981, para el disco Bárbaro -también conocido como “el álbum blanco” de Eddie Palmieri- se volvió a juntar el dúo de Cheo Feliciano e Ismael Quintana.

Entre 1973 y 1976 tuvo al boricua Ubaldo “Lalo” Rodríguez quien ingresó a la orquesta apenas a los 15 años. El cantante hizo suya la nueva versión de Óyelo que te conviene, incluida en el LP Unfinished masterpiece (1975), que Quintana había grabado una década antes para el disco Azúcar pa’ ti (1965). Rodríguez, poseedor de una potente y aguda voz, se hizo muy conocido como parte de la generación de la llamada “salsa sensual” con éxitos como Después de hacer el amor o Ven, devórame otra vez (Un nuevo despertar, 1988).

También pasaron por la orquesta de Eddie Palmieri dos cantantes muy conocidos. Por un lado, a fines de los ochenta, se unió Tony Vega, quien venía de otros dos reconocidos combos salseros, La Selecta de Raphy Leavitt y la banda del “Señor Afinque”, Willie Rosario, donde fue a parar en reemplazo de otro grande de la salsa portorriqueña, Gilberto Santa Rosa. Con Palmieri, Tony Vega -quien luego tuvo una exitosa carrera como solista- grabó el álbum La verdad (1987). Y, en 1992, una joven de 23 años llamada Lindabell Viera Caballero sorprendió al universo salsero con su potente voz, en un disco titulado Llegó La India, que inició su ascenso en el panorama de la música latina.

Un dato aparte es que el cantante peruano Renzo Padilla (46), residente en Estados Unidos desde el 2000, se unió a la orquesta de Eddie Palmieri en el 2015. Al año siguiente se le pudo ver acompañando al maestro en el segundo de los dos únicos conciertos que dio en el Perú, en un festival compartido con Rubén Blades. Eddie Palmieri había visitado por primera vez nuestro país en el año 1990, para el Gran Estelar de la recordada Feria del Hogar, velada inolvidable para quienes tuvimos la suerte de estar allí.

Entre los instrumentistas que han trabajado con Eddie Palmieri a lo largo de su trayectoria podemos mencionar, entre otros, a Manny Oquendo (percusionista neoyorquino que, después de trabajar con muchas leyendas del latin-jazz se abriría paso como solista frente a su propia orquesta, El Conjunto Libre), los trombonistas Barry Rogers (EE.UU.) y Jose Rodrigues (Brasil), el bajista Andy González, el trompetista Alfredo “Chocolate” Armenteros, el violinista Alfredo de la Fe, el percusionista cubano Francisco Aguabella y los saxofonistas Lou Marini, Randy Brecker y Ronnie Cuber, responsable del profundo saxo barítono presente en muchos de sus clásicos..

Entre la salsa y el latin-jazz

A partir de 1995, coincidiendo con el declive de la salsa, Eddie Palmieri se entregó de lleno al latin-jazz, sin dejar de presentarse con su ensamble salsero cada vez que tuvo oportunidad. Álbumes como Arete (1995), el sensacional Masterpiece, a dúo con Tito Puente y un elenco de invitados de lujo (2000) o Listen here! (2006), son verdaderas joyas, virtuosas y atemporales.

En este último, publicado con el prestigioso sello Concord Picante, Palmieri produjo un maridaje perfecto entre músicos afrocaribeños de amplio recorrido -John Benítez (bajo), Giovanni Hidalgo (congas), Horacio «El Negro» Hernández (batería)- y estrellas del jazz como Michael Brecker (saxo), Brian Lynch (trompeta) y Christian McBride (bajo) en una selección de standards y composiciones originales tocadas con brillo y pasión.

McBride, quien contó con la colaboración del pianista en su disco Conversations with Christian (2011), fue uno de los destacados músicos no latinos que lamentó profundamente su partida en redes sociales: “Usted bendijo al mundo al enseñarnos la historia compartida entre África, Norte, Centro y Sudamérica, que fluía a través de su piano. Fuimos afortunados”.

 

[MÚSICA MAESTRO] Con todo el revuelo que ha generado la serie Sin querer queriendo (HBO Max), una de las cosas que ha acompañado a la genuina nostalgia de tres generaciones que crecimos riendo a carcajadas con sus creaciones, es la retahíla de historias oscuras detrás de la vida real de aquel entrañable elenco: las malas artes de Florinda, las traiciones de Roberto, las rabietas de Villagrán, la renuncia y posterior desaparición del ojo público de Enrique Segoviano, mano derecha de Chespirito en sus años de mayor éxito televisivo.

Resulta difícil, a pesar de tener clara la diferencia entre realidad y ficción, aceptar que detrás de cada frase, gesto y rutina que, de tanto verlas, ya nos las sabíamos de memoria -repitiendo, sin darnos cuenta casi, lo que Doña Florinda, La Bruja del 71 y La Chilindrina hacían viendo las novelas de Héctor Bonilla- se estuvieran cocinando rencillas y enconos que nada tenían que ver con una buena vecindad. En muchas ocasiones, los personajes ficticios terminan convenciéndonos de su existencia, al punto de invisibilizar las iniquidades de las personas reales que los interpretan.

Lamentablemente, esas situaciones son las que generan mayor interés en las masas, muestra de cuáles son sus prioridades, determinadas por el morbo y la revelación, el destape de intimidades, mientras los gratos momentos que nos hicieron pasar quedan reducidos a ser parte de una estratagema elaborada para distraer -en el mal sentido de la palabra-, para engañar o, como se ha dicho más de una vez en estudios relativos al impacto del universo Chespirito, como herramienta embrutecedora y propagandística de objetivos sociopolíticos.

Óyelo, escúchalo

Aunque esto último tenga algo de cierto, como ocurre también con las telenovelas mexicanas, yo prefiero conservar un poco la inocencia a la que me remiten las eternas imágenes de cada programa inventado por Gómez Bolaños y recoger lo positivo, lo que me marcó como televidente ochentero.

Más allá de seguir al detalle cada información sobre la serie y sus consecuencias -los spoilers, las bravatas, los aclares-, o sobre los culebrones nada infantiles protagonizados por los integrantes de esa genial tropa de actores y comediantes hasta el punto de destruir amistades que parecían irrompibles, es lo que menos me importa del tema.

Uno de los aspectos más decisivos para mi conexión emocional con el universo Chespirito es su experto y cuidadoso manejo de la música, tanto para elegir melodías que, con el tiempo, se convirtieron en sinónimo de las escenas y personalidades en cada historia, como para componer canciones que han pasado a ser patrimonio de la música para niños, como las de Cri Cri o Topo Gigio.

Con sus bandas sonoras, Chespirito -como lo hicieron también los estudios Disney o la galería de dibujos animados de la Warner Brothers- contribuyó a educar nuestro oído, haciendo una pedagogía musical de invalorable calidad.

El elefante nunca olvida y La fiesta barroca

¿Quién no conoce el tema inicial de El Chavo del Ocho? En toda Latinoamérica y más allá, es virtualmente imposible encontrar a una persona que no relacione esos sonidos juguetones con la introducción del “programa número uno de la televisión humorística”. La pieza fue grabada originalmente en 1970, bajo el extraño título The elephant never forgets, por el músico, productor y arreglista francés Jean-Jacques Perrey, incluida en su noveno disco Moog indigo, nombre que modifica el clásico de Duke Ellington, Mood indigo, grabado cuatro décadas antes.

Perrey, pionero de la música electrónica con fines de entretenimiento masivo, a diferencia de sus contemporáneos Jean-Michel Jarre, Connie Plank o Brian Eno, se había especializado en trasladar melodías de jazz, vaudeville y música clásica al lenguaje de los sintetizadores, con especial énfasis en los teclados Moog. The elephant never forgets es una adaptación de una composición del genio alemán Ludwig Van Beethoven, La marcha turca, de inicios del siglo XIX.

 

Otra grabación de Perrey, esta vez del LP Kaleidoscopic vibrations: Electronic pop music from way out (1967), le sirvió a Chespirito para musicalizar los créditos finales de varias temporadas de El Chapulín Colorado. Baroque hoedown, un country de sonido futurista, fue compuesto por el francés junto a un colega, el alemán Gershon Kingsley. Los fanáticos de The Beastie Boys saben perfectamente quiénes son, pues el impredecible trío neoyorquino se basó en uno de los discos de pop electrónico primigenio que lanzaron los europeos durante la segunda mitad de los sesenta para el diseño de su recopilatorio de jazz instrumental The in sound from way out! (1996).

La popularidad mundial alcanzada por El Chavo del Ocho le trajo más de un problema a Roberto Gómez Bolaños, pues usó estas grabaciones sin pagar las correspondientes regalías. Después de una escaramuza legal, el asunto se resolvió por la vía judicial y, actualmente, los créditos del artista francés fallecido en el 2016 aparecen cada vez que se emiten los programas de Chespirito.

Major Records: Música incidental

En tiempos sin inteligencia artificial ni discografías completas alojadas en YouTube, la melomanía de Roberto Gómez Bolaños debe haberse formado paso a paso, a través de su contacto con otros artistas, de ver cientos de películas desde niño, escuchar mucha radio y coleccionar vinilos.

Además de haber puesto en vitrina del público latinoamericano, sin permiso y sin querer queriendo, a un artista como Jean-Jacques Perrey que, de cualquier otra forma, habría estado lejos de ese radar, los programas de Chespirito incluyeron una larga y diversa selección de fuentes musicales, desde extractos de bandas sonoras de películas famosas hasta una galería interminable de composiciones de música incidental usadas en la televisión y el cine anglosajón.

La escena es legendaria, entrañable. Doña Florinda está, como casi siempre, peleando con alguien. Puede ser por alguna majadería de La Chilindrina o El Chavo, o puede estar tomando vuelo para sacudirle una cachetada a Don Ramón. De repente voltea y su gesto enfurecido se transforma en amplia y enamorada sonrisa, al encontrarse de golpe con El Profesor Jirafales quien, con los brazos extendidos, la boca abierta y ligeramente empinado hacia adelante la mira, extasiado.

Mientras todo esto pasa y siempre en perfecta sincronía, comienza una romántica ola de arpas, violines y cornos franceses que nos remite inmediatamente a esta rutina en que, sin palabras, ambos personajes expresan su apasionado amor platónico. ¿De dónde sacó Chespirito esa canción? La respuesta está en una colección de vinilos que apareció, entre 1959 y 1969 a través de un sello discográfico llamado Major Records. El título es Opening title y dura poco más de un minuto. Su autor es un tal George S. Chase, compositor especializado en jingles para televisión y cine, que firmaba casi todas sus obras bajo el pseudónimo “Michael Reynolds”.

Muchas de las piezas incidentales que, entre 1971 y 1995, usó Roberto Gómez Bolaños para sus programas provienen de esa fábrica neoyorquina de temas cortos orquestados. En este link pueden encontrar varias de ellas y, apenas las escuchen, recordarán alguna secuencia en el patio de la vecindad o se verán acompañando al Chapulín a resolver algún misterio. Además de Reynolds, otros compositores como Erik Markman, Dan Kirsten o Tom Elliot contribuyeron, desde muy lejos, a nuestra cultura musical con estas mini sinfonías capaces de generar toda clase de emociones.

Entre las más conocidas, incluidas en esa colección de discos editadas por Thomas J. Valentino Inc., podemos mencionar a dos que sirvieron para identificar al torpe pero noble superhéroe de las antenitas de vinil y el chipote chillón: Freedom march y, especialmente, Comedy Fanfare #1 que, gracias a un trabajo pirata de edición, quedó inmortalizada como la presentación de El Chapulín Colorado junto a un breve fragmento de The red sea, parte de la banda sonora de una de las películas que más vemos en Semana Santa, Los diez mandamientos, compuesta por el norteamericano Elmer Bernstein en 1956.

Cine clásico, jazz y películas de animación

¿Sabían que la extraña melodía usada como introducción para El Dr. Chapatín es un cover de una canción clásica de Simon & Garfunkel? Efectivamente, se trata del éxito The 59th street bridge song, más conocida como Feelin’ groovy (LP Parsley, Sage, Rosemary and Thyme, 1966), pero en una versión tocada íntegramente con teclados Moog, lanzada en un disco de 1969 titulado Switched-on rock, del colectivo The Moog Machine, concebido por Columbia Records e inspirado en el proyecto Switch-on Bach, del compositor Walter Carlos (hoy Wendy, uno de los primeros casos de disforia y transformación sexual de los setenta), que tuvo enorme éxito en esos años.

Otro de sus programas, Los Chifladitos, comienza con una melodía, extraída también de Major Records, The whistling tune (autor: Samuel Spence). Y cada vez que aparecía un personaje sensual -la vecina nueva que enloquece a Don Ramón o las femme fatale que solían interpretar Florinda Meza o María Antonieta de las Nieves- sonaban los sinuosos requiebros de una trompeta con sordina y una retumbante batería. Se llama Pickin’ cotton (Bobby Scott) y pertenece a la banda sonora de una oscura película llamada Slaves (1969). El tema es interpretado por la orquesta de Grady Tate y Gary McFarland.

Siguiendo con el cine, la saltarina melodía usada para anunciar sus programas misceláneos es Finale, composición original de los Sherman Brothers para la banda sonora de Tom Sawyer (1973), versión fílmica de este clásico de la literatura universal. Asimismo, tenemos el tema A blessed event del italiano Riz Ortolani que Chespirito usó tanto en sus shows más conocidos como en su programa Los Supergenios de la Mesa Cuadrada (1968-1973), en el que se gestaron varias de las ideas que lo harían mundialmente famoso. La canción pertenece al soundtrack de una comedia protagonizada por Gina Lollobrigida, Buona sera, Mrs. Campbell (1969).

Además de la naciente música electrónica, el cine de su tiempo y el jazz, Chespirito fue gran admirador de las películas animadas de Disney, algo que se reflejó en su uso de melodías como Bath time/Hide and seek (Oliver Wallace, 1941) y Second star to the right (Sammy Fain, 1953), de las bandas sonoras de Dumbo y Peter Pan, respectivamente. La segunda es más conocida como “el tema triste” que le ponen al Chavo cuando se queda solo antes del viaje a Acapulco o cuando se va de la vecindad, acusado de ladrón.

En esa misma línea, una divertida viñeta de clarinetes y saxos titulada Minnie´s Yoo-Hoo (Carl Stalling) sirvió para identificar momentos graciosos o bochornosos de Don Ramón. La versión original fue escrita para uno de los primeros cortos animados de Mickey Mouse, Mickey’s follies (1929). Y la usada por Gómez Bolaños, que posteriormente fue también introducción de Los Caquitos, está en un LP que grabaron los músicos de Disneylandia, titulado A musical souvenir of Walt Disney World’s Magic Kingdom (1973).

Otros referentes musicales de Chespirito

Como vemos, la lista de referencias musicales que utilizó Chespirito para enriquecer sus libretos es inagotable. Además de estas fuentes poco convencionales, el mexicano también se nutrió de canciones conocidas y otras no tanto que, gracias a su talento y creatividad, ingresaron a nuestro imaginario colectivo como parte de su universo humorístico.

Podemos mencionar, por ejemplo, el dúo de El Profesor Jirafales y Doña Florinda en la fiesta de la vecindad, para interpretar la romanza Caballero del alto plumero, perteneciente a la zarzuela Luisa Fernanda (Federico Moreno Torroba, 1932) o la ranchera Otra vez, escrita en 1969 por Ignacio “Tata Nacho” Fernández y popularizada por el charro Antonio Aguilar, que Don Ramón, El Señor Barriga y El Profesor Jirafales entonan, cada uno a su estilo, mientras intentan de dar clases de guitarra a Quico y El Chavo, sin éxito, por supuesto, uno de esos capítulos que pueden verse una y otra vez, sin aburrirse.

Cada ocasión en que Doña Clotilde, La Bruja del 71, trataba de conquistar a Don Ramón -o sea, siempre- cantaba una línea que sonaba tan graciosa y extraña que podría haber sido escrita por Chespirito mismo. Sin embargo, se trata de una melodía nicaragüense, Son tus perjúmenes mujer, escrita en 1977 por el folklorista y trovador Carlos Mejía Godoy, quien en su momento respaldó el Frente Sandinista de Liberación Nacional que consiguió derrocar, en 1979, al dictador Antonio Somoza, señal de que Gómez Bolaños estaba también al tanto de las luchas sociales de entonces.

Y no podemos dejar de mencionar sus homenajes a clásicos de Broadway -Si yo fuera rico del Fiddler on the roof-, obras literarias como El Sastrecillo Valiente, Don Juan Tenorio; personajes históricos como Napoleón Bonaparte, Sansón, Federico Chopin; o a referentes de la comedia como Charles Chaplin, Laurel & Hardy, La Pantera Rosa o Jerry Lewis, todas musicalizadas con piezas inmortales. Si escarbamos en los más de cien capítulos de El Chavo del Ocho, encontraremos canciones de Pedro Infante, Joaquín Pardavé o clásicos hoy olvidados de la música latina como El alacrán o Huesito de chabacano, a menudo cantados por Quico.

Gómez Bolaños, compositor

Y como si todo ese bagaje musical, cultural e histórico no fuera suficiente, Roberto Gómez Bolaños compuso canciones infantiles con mensajes universales como, por ejemplo, La pata y el tulipán, una fábula romántica; El país de la fantasía, reivindicando a los cuentos clásicos; Óyelo escúchalo, en que El Chavo y sus amigos abordan la Navidad; Somos cursis, otro dúo romántico para parejas de un mundo que ya no existe; divertidas piezas como Churi churin funflais o Las brujas, para aquel episodio inspirado en Blanca Nieves y Los Siete Enanos; Taca la petaca, la alocada serenata de Juleo y Rumieta, basada en el clásico shakesperiano Romeo y Julieta; Si tú eres joven aun y las inolvidables El Chapulín Colorado, Qué bonita vecindad o Buenas noches, vecindad, muchas de las cuales fueron lanzadas en los cinco discos de vinilo editados por el sello discográfico Fontana, subsidiario de Philips, entre 1976 y 1980. que hoy son artículos de colección.

Estas y otras canciones del universo Chespirito resuenan en nuestra memoria como testimonio de una sensibilidad artística muy profunda. Una sensibilidad que no merece quedar en segundo plano frente al triste y mezquino desenlace que desarmó ese mundo paralelo inventado para la sana diversión de grandes y chicos.

[MÚSICA MAESTRO]  Segundos himnos nacionales

La música peruana es, junto con la gastronomía, nuestra mejor carta de presentación ante el mundo. Puede ser una señorial marinera, un triste huayno ayacuchano, un alegre festejo o un valsecito picado. Cada género lleva en sus acordes algo de nuestra rica diversidad étnica y cultural. Pero además de nuestro variado folklore hoy tenemos también toda una variedad de sonidos, estilos y expresiones musicales que reflejan el alma del Perú.

“Sobre mi pecho llevo tus colores / y están mis amores / contigo Perú, / somos tus hijos y nos uniremos / y así triunfaremos contigo Perú” (Contigo Perú, 1977). Esta canción que el ayacuchano Augusto Polo Campos escribió a pedido del gobierno militar de Francisco Morales Bermúdez para acompañar a la delegación futbolística que iría al Mundial de Argentina ‘78, podría ser fácilmente considerada como nuestro segundo Himno Nacional.

Podríamos decir lo mismo de El cóndor pasa (Daniel Alomía Robles, 1913) o La flor de la canela (Chabuca Granda, 1950). La conexión emocional entre estas melodías y los ciudadanos peruanos despierta fuertes sentimientos de identificación con el país, especialmente en quienes somos mayores de 30 años, salvo excepciones. Sin embargo, para las nuevas generaciones esta conexión no es tan evidente ni fuerte por dos razones fundamentales: a) reducida difusión de nuestras manifestaciones artísticas en los medios masivos; b) ausencia de políticas educativas específicas que generen vínculos entre la población escolar y la música peruana como manifestación de nuestra cultura e identidad nacional.

Folklore: Sabiduría popular

Esa es la traducción recta de la palabra “folklore” -cuya versión castellanizada es “folclor”- combinación de los vocablos ingleses “folk” (“pueblo”) y “lore” (“sabiduría”). Por eso, cuando hablamos de folklore peruano, nos estamos refiriendo a aquellas expresiones artísticas -académicas o populares, urbanas o rurales, capitalinas o provincianas-, que representan nuestra esencia, lo que realmente somos.

En la costa tenemos valses, marineras y música negra con sus múltiples variaciones y subgéneros. En la sierra, una inmensa riqueza de tonalidades, cantos y danzas que van desde los recios conjuntos del Valle del Mantaro hasta los danzantes de tijeras de la Sierra Sur, los melancólicos guitarristas ayacuchanos o las brillantes arpas puneñas. Todas estas músicas que combinan raíces oriundas con instrumentos ajenos -saxo, guitarra, arpa, violín- nos pertenecen y nos contienen en sus melodías, instrumentaciones mestizas y mensajes que pueden ser románticos, nostálgicos, festivos o costumbristas.

El folklore peruano ha sido, durante décadas, atravesado por profundos prejuicios y una heredada ignorancia respecto de lo que significa verdaderamente nuestra nacionalidad. La hoy tan mentada pluriculturalidad no era tan popular como ahora. El mejor ejemplo de ello es el poco (o nulo) conocimiento que tenemos de la música amazónica. Más allá de la popularidad masiva de ciertas cumbias grabadas en los setenta por colectivos como Juaneco y su Combo, Los Mirlos o la canción Anaconda, compuesto por la chiclayana Flor de María Gutiérrez, no sabemos prácticamente nada acerca de las expresiones musicales de las más de sesenta etnias que pueblan nuestra selva.

La combinación música-baile es fundamental para entender nuestra música. En ese sentido, la marinera norteña se ha convertido en emblema folklórico del Perú, gracias a su vistosa vestimenta, simbología romántica y el uso característico del pañuelo. Pero también tenemos otras danzas coreográficas costeñas como el festejo, el tondero, la zamacueca y la marinera limeña. En los Andes, las más populares son el huaylarsh (Huancayo), los negritos (Huánuco), la diablada y la morenada (Puno). Por su parte, de la selva tenemos danzas rituales como los Tulumayos, muy popular en Loreto y Ucayali.

Sin embargo, es imposible hablar de música peruana sin remontarnos a siglos pasados. Las investigaciones del guitarrista limeño Javier Echecopar rescataron formas musicales practicadas durante la Colonia. Sus recopilaciones constituyen una continuación del trabajo que realizó el sacerdote vasco (Presbítero) Matías Maestro, a finales del siglo XVIII. Tampoco podemos dejar de mencionar, por supuesto, a José Bernardo Alcedo y José de la Torre Ugarte, músicos criollos que escribieron en 1821 nuestro Himno Nacional, una marcha sinfónica de estilo europeo posteriormente restaurada por el compositor peruano-italiano Claudio Rebagliati.

Música peruana: ¿Qué es exactamente?

Cuando pensamos en música peruana vienen a nuestra mente, primero que nada, valses, marineras, festejos y los géneros asociados a ellos (polka, tondero, landó). Esto se debe, por supuesto, a la preponderancia que siempre ha tenido la cultura costeña por encima de la serrana y selvática, un lastre cargado de racismo y discriminación, atizado desde el inicio de nuestra vida republicana como rezago del colonialismo español.

El fenómeno migratorio de los años cincuenta y sesenta trajo a la capital a destacados artistas como Jaime Guardia, Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, Picaflor de los Andes, Máximo Damián y muchos otros quienes, al ritmo de huaynos, yaravíes, carnavales y mulizas, comenzaron a hacer notar la existencia de otras músicas en el país, más allá de lo que se escuchaba en peñas y jaranas familiares de los callejones afroperuanos y fiestas criollas de la vieja Lima.

Así, al amplio listado de artistas de música criolla, norteña y negra se sumaron los principales exponentes de géneros musicales provincianos, que competían en popularidad con músicos, intérpretes y compositores criollos consagrados como Los Morochucos, Los Troveros Criollos, Los Embajadores Criollos y un larguísimo etcétera. A pesar de los esfuerzos integradores de gente como Alicia Maguiña, Chabuca Granda, Luis Abanto Morales, Manuel Acosta Ojeda o Nicomedes Santa Cruz, a través de las décadas se impuso la “superioridad”, en términos de representatividad nacional, de lo criollo/costeño por encima de los sonidos de otras regiones.

La música instrumental andina, con composiciones como la mencionada El cóndor pasa -que es, además, parte de una composición más grande, una zarzuela-; Valicha, del cusqueño Miguel Ángel Hurtado Delgado (cuya versión original sí tiene letra); o Vírgenes del sol, creación del pianista Jorge Bravo de Rueda, nacido en Chancay (Huaral, Lima); también fue ganando espacio en las preferencias del público peruano, como una opción frente a los conjuntos más tradicionalistas como, por ejemplo, Los Reales (Cajamarca), Lira Paucina (Ayacucho) o Los Campesinos (Cusco/Apurímac), solo por mencionar a algunos de los más populares.

Entre fines de los setenta y mediados de los ochenta, surgieron nombres como Wayanay (Huancavelica), Inkakenas (Lima), La Familia Rodríguez (Cusco) o Grupo Yawar (Lima) que comenzaron a producir discos con canciones clásicas del repertorio andino, en versiones cantadas o instrumentales, siguiendo la estética marcada por bandas bolivianas como Los Kjarkas y Savia Andina, incorporando instrumentos más modernos a las tradicionales quenas y zampoñas. De esta tendencia se derivan grupos de enorme éxito en la década siguiente como Los Hermanos Gaitán Castro (Ayacucho) o Alborada (Apurímac), quienes llevaron a otro nivel su espectáculo con uniformes, puestas en escena y cruces con el pop.

Un caso particular fue el de Yma Súmac, cantante cajamarquina cuyo impresionante rango vocal le permitió destacar en Hollywood, como exponente de un género totalmente nuevo en la década de los años cincuenta, denominado “exotica” pues recogía expresiones musicales de África, Oceanía, Asia, Centro y Sudamérica para fusioarlas con bases orquestales de jazz y mambo.

Música hecha por peruanos

Paralelamente, durante la segunda mitad del siglo XX apareció toda una generación de artistas peruanos que desarrollaron populares estilos de otros países, como por ejemplo los boleristas de cantina (Lucho Barrios, Pedrito Otiniano, Iván Cruz, Guiller), las orquestas de cumbia (Los Destellos, Los Mirlos), pop-rock (Los Belkings, Los Yorks, Saicos) y cantantes nuevaoleros que compartían escenario con las estrellas del criollismo, los conjuntos de boogaloo -una forma primigenia de salsa y rock latino- y la música andina en hoteles, coliseos, restaurantes y las (no muy) recordadas matinales.

Mientras la música costeña iba retrocediendo en las preferencias del público, los sonidos andinos se transformaron en la medida que las migraciones fueron superpoblando los extramuros de Lima Metropolitana, con fenómenos artísticos y sociales como la chicha en los ochenta, la cumbia norteña/amazónica, la salsa y el huayno electrónico en los últimos veinte o treinta años, hasta hoy vigentes en el ambiente musical peruano, con cientos de artistas capaces de llenar estadios en Lima y provincias y hacer cantidades alucinantes de dinero en cada presentación.

Actualmente hablar de música peruana ya no alude únicamente a aquellos géneros musicales oriundos del Perú sino a la música hecha por peruanos. Por ello artistas internacionales como Juan Diego Flórez, Tania Libertad, Eva Ayllón, Gian Marco o Susana Baca combinan constantemente sus estilos habituales –ópera, trova/boleros, pop-rock- con nuestro folklore criollo, andino y negro.

Asimismo, han surgido generaciones nuevas de artistas que fusionan géneros modernos como la electrónica, el jazz y el rock con instrumentos vernaculares, con la finalidad de acceder a públicos más amplios. Artistas como Novalima, Uchpa, Lucho Quequezana o el sexteto de jazz afroperuano de Gabriel Alegría son solo algunos ejemplos de ello.

Rock peruano: Un tema aparte

Hay dos razones por las cuales no ahondo mucho en la historia y evolución del rock nativo. La primera es porque existe profusa literatura sobre el asunto. De hecho, autores como Pedro Cornejo Guinassi, Carlos Torres Rotondo o Wilder Gonzáles Ágreda vienen realizando, desde hace mucho tiempo, grandes esfuerzos personales por acercar el tema a una mirada más académica, historicista, de rescate y reivindicación. Y lo hacen de muy buena manera, por cierto.

Lo hacen tan bien que la bibliografía existente es mucho más interesante que la música en sí misma, puesto que escarba en los contextos que rodearon las diferentes etapas del pop-rock hecho en el Perú, aportando valiosos datos concretos, investigaciones complementarias y apreciaciones analíticas -que tienen la desventaja de ser, en muchos casos, sesgada y sectaria- que la prensa convencional no hace, sea por falta de interés o de pericia periodística. Y, en esa ruta, mucho han contribuido también aquellos colectivos de periodistas musicales que, a través de fanzines y revistas como Esquina, Cuero Negro, Caleta, 69, Freak Out y otras publicaciones derivadas han estudiado -y siguen haciéndolo en formatos digitales o emprendimientos individuales- las múltiples vertientes del pop-rock, tanto en Lima como en el interior del país.

Así hemos logrado conocer, en el siglo XXI, cómo se dieron las cosas para la aparición de bandas tan diferentes como, por un lado, Traffic Sound, We All Together o Telegraph Avenue y, por el otro, Saicos, Los Doltons o Los Incas Modernos. Desde los años setenta de Zulu y Jean Paul “El Troglodita” hasta las primeras asonadas subterráneas de Narcosis -que celebran 40 años este 2025-, G3 y Leusemia, cada movimiento tuvo un trasfondo social, económico y político que determinó sus avances y retrocesos.

Escenas de géneros diferentes entre sí como hard-rock/heavy metal, reggae, electrónica, punk o pop-rock comercial, desde el boom ochentero encabezado por Río, Frágil y Miki Gonzáles, pasando por Libido, Pedro Suárez Vértiz y Mar de Copas -los tres más visibles de una marea de bandas de distintos géneros y capacidades- en los noventa, hasta llegar a la variopinta oferta contemporánea capaz de aglutinarlo todo, desde los odiosos disfuerzos clasistas de We The Lion hasta la fusión andina de La Sarita o Uchpa-, todos adolecen de los mismos defectos, hermanándose en un “sabor nacional” que es inherente y transversal, sin distinción de procedencia, estilos o presupuestos.

Y no es que no haya talento nacional en el pop-rock, pero es necesario buscarlo con lupa, sin apasionamientos chauvinistas ni deseos de quedar bien con alguien. Aquella frase de Gerardo Manuel –“son peruanos y son buenos”- no aplica, lamentablemente, para todos. Esa es la segunda razón por la que prefiero dejar el tema, las idas y vueltas de sus principales personajes, la historia particular de cada etapa- a los verdaderos expertos.

A diferencia de lo que suele pasar en géneros musicales folklóricos, casi siempre ha habido en el pop-rock peruano una tendencia al amateurismo, un conformismo que es mezcla de las limitaciones propias del sistema educativo/artístico que tenemos -poca práctica, nula difusión en medios- con una vocación por el autobombo y la ausencia de autocrítica/autoexigencia, de forma que artistas que no alcanzan un nivel de calidad estimable para estándares globales, se califican a sí mismos de “genios-al-nacer” -frente a periodistas amigos, en Sonidos del Mundo o los programas de Carlos Carlín- y reciben una sobre valoración que les impide enfrentar con objetividad sus aciertos y desaciertos.

El panorama actual de la música peruana

Con fenómenos sociales y tecnológicos como la globalización y la era cibernética, las fronteras han desaparecido para casi todas las manifestaciones culturales y artísticas, y la música no es la excepción. El surgimiento de la world music y la fusión permitió que artistas de otros continentes conocieran los diversos formatos e instrumentos de música peruana y los incorporaran a sus propios lenguajes sonoros, de manera que ritmos negros, andinos y costeños son ahora patrimonio de la comunidad musical mundial.

Además, existe una tendencia que utiliza la identidad nacional como elemento integrador, para campañas mediáticas contra el racismo y la exclusión con un impacto relativamente alto en términos comerciales, turísticos y hasta de estatus social. A pesar de ello, la ausencia de un área de enseñanza en la Educación Básica Regular que incentive el conocimiento y cariño por nuestra música hace que estas campañas sean percibidas como superficiales y efectistas, en lugar de trascender y calar más hondo en el corazón de las nuevas generaciones.

[MÚSICA MAESTRO] New York: Un estado de ánimo 

A pesar de que seguimos refiriéndonos a New York como «La Gran Manzana » -término creado en los años veinte del siglo pasado- o «la ciudad que nunca duerme» -frase de aquella canción escrita por John Kander y Fred Ebb que Frank Sinatra inmortalizó como emblema de la metrópolis y de sí mismo, grabada para su LP Trilogy: Past present future (1980)-, no existe ninguna otra melodía capaz de reflejar mejor la idiosincrasia neoyorquina que esa balada jazz, elegante y arrabalera a la vez, compuesta por Billy Joel en 1974, en un arranque de melancolía mientras regresaba a su ciudad natal después de tres años de vivir en la Costa Oeste, incluida en su cuarto álbum, Turnstiles (1976).

New York state of mind, con ese piano que parece tocado desde algún oscuro bar cargado de bohemia y humo de tabaco; y el impecable solo de saxo de Richie Cannata, es un sentimental homenaje a aquellos elementos únicamente reconocibles para el verdadero newyorker: la orilla del río Hudson, la ruta del Greyhound, leer el New York Times o el Daily News o dar la vuelta por Chinatown. Este tema, como las películas de Woody Allen, los relatos de J. D. Salinger o los artículos de Norman Mailer, es un estado de ánimo, como apropiadamente dice su nombre.

Billy Joel (76) ha vuelto a los titulares de las secciones culturales y de espectáculos globales en las últimas semanas, por dos razones. La primera, un preocupante diagnóstico neurológico que lo obligó a cancelar, en mayo de este año, todos sus conciertos programados. El nombre técnico es hidrocefalia normotensiva (NPH, por sus siglas en inglés) y es un trastorno cerebral que amenaza con disminuir sus capacidades visuales, auditivas y de equilibrio. Desde este rincón fanático, le deseamos pronta recuperación al pianista que comenzó su carrera haciendo psicodelia (The Hassles, 1964-1969) y hard-rock (Attila, 1969-1970) con influencias británicas para luego convertirse en uno de los personajes más identificados con la rica tradición de estilos estadounidenses, desde el soul hasta el rock.

La segunda, el estreno hace semana y media, en el prestigioso festival de cine de Tribeca, de la primera parte de And so it goes, documental de la HBO, el cual viene recibiendo unánimes elogios al tratarse del primer acercamiento detallado a su tumultuosa vida y exitosa trayectoria artística.

La vida en blancas y negras

El piano, asociado desde su invención a la música clásica e instrumental, siempre fue uno de los instrumentos fundamentales del jazz, el blues y, por supuesto, el rock and roll. La senda trazada por pioneros como Jerry Lee Lewis, Ray Charles y Little Richard fue seguida por personajes como Nicky Hopkins (el sexto Rolling Stone), Ian McLagan (Faces) o Dr. John, el esotérico rey del Mardi-Gras. En paralelo, músicos de jazz como Bill Evans, Oscar Peterson o Thelonious Monk hicieron volar las teclas de sus pianos clásicos con ideas innovadoras y, en casos como el de Sun Ra o Cecil Taylor, casi extraterrestres.

Sin embargo, con la llegada de la psicodelia y el rock progresivo, teclados y sintetizadores pusieron al piano en un segundo nivel de importancia, encargado de ciertos acentos rítmicos pero sin protagonismo real. En virtud de ello, pianistas de formación académica como Ray Manzarek (The Doors), Rick Wakeman (Yes), Keith Emerson (Emerson Lake & Palmer) o Jon Lord (Deep Purple) decidieron desprenderse del rol secundario y terrenal que había adquirido su instrumento para aplicar sus destrezas a la creación de mundos paralelos que combinaban lo acústico con lo electrónico.

Este fenómeno también alcanzó al funk y al jazz, con artistas virtuosos como George Duke, Bernie Worrell, Herbie Hancock o Chick Corea, quienes también se subieron a esa nave espacial futurista y ampliaron las posibilidades expresivas de los derivados tecnológicos del piano -Hammond B-3, Fender Rhoads, Wurlitzer, Moog, etcétera- mientras que músicos de salsa dura como Eddie Palmieri, Richie Ray, Larry Harlow, Rafael Ithier o Papo Lucca mantuvieron al tradicional piano de cola como su principal vehículo expresivo. En ese contexto, desde Londres y New York llegaron dos artistas que devolvieron los Yamaha y Steinway & Sons al pop-rock. Me refiero, por supuesto, a Elton John y Billy Joel.

Una discografía repleta de éxitos

A diferencia de lo que hacen con otros artistas, las emisoras locales dedicadas a propalar música del recuerdo en inglés mantienen en sus programaciones hasta cinco o seis canciones que Billy Joel impuso como éxitos radiales. You may be right y Uptown girl, de los álbumes Glass houses (1980) y An innocent man (1983) por ejemplo, son infaltables en cualquier recuento de rock ochentero, junto a Men At Work, Dire Straits o The Police. Y si se trata de baladas, Just the way you are (The stranger, 1977) y Honesty (52nd Street, 1978) acompañan a las de Air Supply o Chicago cuando se trata de representar la nostalgia romántica que tuvo su principal bastión en el soft-rock de setentas y ochentas.

Esto es mucho más de lo que consiguen otros grupos o solistas de esos años, pensando siempre en radios peruanas, que ven reducidos sus amplísimos repertorios a tres, dos o a veces hasta una sola canción. Y si prestamos atención a las radios norteamericanas -las de dial y las disponibles en aplicativos móviles- la cosa es aun más notoria. Prácticamente todos los temas que colocó en el Top 40 entre 1973 y 1993 -más de treinta- rotan permanentemente en sus programaciones, conservando intacta su vigencia como símbolo de identificación y orgullo entre sus compatriotas. Eso, en estos tiempos en que Donald Trump está convirtiendo a los Estados Unidos en un hazmerreír mundial, es más valioso de lo que el mismo cantautor creyó posible.

¿Por qué ocurre eso con su música?

La respuesta es multiforme, pues abarca aspectos que van desde la veneración y cultivo de aquellos géneros que definieron el alma musical de los Estados Unidos y que él consumió de forma compulsiva durante sus años formativos -jazz, doo-wop, soul, rock and roll- hasta su extremado virtuosismo como pianista, capaz de crear emociones profundas y musicalizar escenas a la manera de una banda sonora en espacios muy cortos, colocando sus solos para que dialoguen íntimamente con cada frase, cada historia y personaje salido de esa galería que entremezcla elementos biográficos y de ficción.

Pero, por sobre todas esas cosas, lo que destaca en este artista es su autenticidad, ese carisma que lo acerca a su público de una forma sincera y personal, tanto en sus temas más distendidos –My life (52nd Street, 1978), Allentown (The nylon curtain, 1982)- como en composiciones más descarnadas –I go to extremes (Storm front, 1989), Big shot (Glass houses, 1980)- en las que saca a relucir esa agresividad tanática que lo llevó, en varios pasajes de su vida, no solo a pelearse con sus amigos o despedir a sus colaboradores, sino que también a autodestruirse, con graves periodos de alcoholismo y actividades que ponían en riesgo su integridad, como cuando casi se mata por ir a toda velocidad en una motocicleta en una carretera en Long Island en 1982, durante uno de sus periodos de mayor éxito comercial.

Además de excelente instrumentista y compositor, Billy Joel es un gran escritor de letras, aspecto que puede quizás desapercibido en nuestro país, donde las canciones en inglés pegan más por sus ritmos y sonidos que por sus mensajes. De una manera diferente a la que desarrollaron otros icónicos letristas como Bob Dylan, Tom Waits o su paisano Lou Reed, Joel ofrece una poesía urbana equilibrada, sin proponer discursos proselitistas ni escarbar en las miserias del comportamiento humano. En cambio, usa un lenguaje claro y sencillo para tocar temas profundos -política, problemas sociales, dramas personales- pero acercándolos a ciudadanos comunes y corrientes que trabajan, que piensan, que sobreviven entre la ilusión y el desencanto cotidiano.

Desde el romanticismo de She’s always a woman (52nd Street, 1978) hasta el sarcasmo frente a la historia mundial y sus vaivenes en We didn’t start the fire (Storm front, 1989), cada letra de Billy Joel revela una forma de pensar abierta, inteligente y libre de prejuicios, desde dardos hacia la mojigatería judía de Only the good die young (The stranger, 1977) hasta crónicas personales como la hiper conocida Piano man (Piano man, 1973), sobre uno de sus primeros trabajos tocando en un bar de mala muerte de Los Angeles, para públicos indiferentes que solo reclamaban una música de fondo para seguir ahogando sus penas en alcohol.

Las otras canciones de Billy Joel

En 1986, ya convertido en una superestrella, Billy Joel publicó The bridge, considerado por él mismo como el más débil de su catálogo. En esta décima producción en estudio aparecen, sin embargo, dos hermosas canciones que han recibido poca o nula atención entre nosotros. Una es Baby Grand, que canta y toca a dúo con uno de sus ídolos, Ray Charles, un homenaje al piano, nada menos. Y la otra es una balada inspiradora titulada This is the time que alguna rotación tuvo en su momento pero hoy es ignorada por todas las radios que se reclaman a sí mismas portadoras de “la voz de los ochenta”.

Del mismo disco, los programas televisivos nos dieron a conocer un guitarrero tema de pop-rock, A matter of trust, con un simpático videoclip en que Billy y su banda recrean un ruidoso un ensayo al interior de un condominio, ante la protesta de algunos vecinos mientras que otros disfrutan del improvisado concierto gratuito. Previamente, Gerardo Manuel difundió ampliamente los videos de canciones hoy olvidadas como Sometimes a fantasy (Glass houses, 1980); The longest time (An innocent man, 1983), su definitivo tributo al doo-wop vocal, cuyo video evoca a las viejas amistades de la infancia; She’s right on time y Pressure (The nylon curtain, 1982).

Si vamos más atrás, encontraremos sorpresas como el vertiginoso instrumental Root beer rag (Streetlife serenade, 1974); la tierna balada She’s got a way (Cold spring harbor, 1971, su álbum debut); Miami 2017 (Seen the lights go out on Broadway), otro homenaje a New York (1976); las confesionales Summer, Highland falls (Turnstiles, 1976) o Streetlife serenader, tema-título de su cuarto LP (1974), inspiradas en su propia carrera. Y no podemos dejar de mencionar las personalísimas Lullabye (Goodnight my angel), dedicada a su primera hija, Alexa (River of dreams, 1993) o Leningrad (Storm front, 1989), sobre una anécdota vivida durante su gira pionera a la Unión Soviética.

All for Leyna (Glass houses, 1980) es otro ejemplo de esas canciones que, a pesar de haber sonado en su tiempo, hoy están desaparecidas de las radios. Y es una de las pocas en que, además del piano, Joel da protagonismo a los teclados. En este caso, es un sintetizador Oberheim OB-X, muy común en las canciones ochenteras de Styx, Madonna o Eurythmics. También pasa eso en Just the way you are (The stranger, 1977), en que la línea melódica principal es tocada desde un Fender Rhoads, muy popular entre los músicos jazz y soft-rock, así como estrellas del R&B como Billy Preston y Stevie Wonder.

Scenes from an Italian restaurant (The stranger, 1977), nunca se lanzó como single. Sin embargo, es una de las favoritas de su público, sobre todo en conciertos, donde es infaltable. La historia de Brenda y Eddie, su ascenso como «los reyes de la promoción» y su declive en la vida adulta, inicia y termina como una de sus clásicas baladas, pero en medio pasa del jazz al rock en siete minutos de cinemática pura, una historia de ideales juveniles y duras realidades personales que transcurren con New York como escenario.

Entre las composiciones no muy difundidas de Billy Joel figura Goodnight Saigon (The nylon curtain, 1982), en que el artista recuerda a los soldados en Vietnam, usando testimonios de amigos suyos caídos en combate. En el 2013, cuando el músico recibió el premio Kennedy Center Honors por sus contribuciones a la cultura pop estadounidense, rompió en llanto cuando el emotivo coro fue interpretado por un grupo de veteranos de guerra. Y, en el 2001, estrenó algunas de sus composiciones en clave clásica, en el disco Fantasies & delusions, tocadas por el pianista coreano-británico Richard Hyung-ki Joo, mostrando una faceta diferente de su inspiración musical.

Un artista para ver en vivo

Desde que lanzó Songs in the attic (1981), su primer álbum en concierto, quedó claro que Billy Joel no solo era un sofisticado instrumentista dentro de los estudios de grabación sino también un electrizante acto en directo, capaz de contagiar a sus audiencias con el poder de sus interpretaciones y acompañado por una banda estable que trabajaba con él en ambos campos.

Dos años antes, en 1979, estuvo en el histórico festival Havana Jam -un intento de Fidel Castro y Jimmy Carter de poner paños fríos a la tensa relación entre sus países-, compartiendo cartel con Weather Report, Kris Kristofferson, Pablo Milanés y la Fania All-Stars. Lamentablemente, no existen registros de aquella actuación que cerró esos tres días en el Teatro Carlos Marx de La Habana, Cuba.

Entre 1971 y 1972, sus dos primeros años como solista, Joel se fogueó como telonero de conocidas bandas como The J. Geil’s Band, B. B. King, The Mahavishnu Orchestra o The Beach Boys -años más tarde estuvo presente en un homenaje a Brian Wilson, interpretando la que considera su canción favorita del grupo, Don’t worry baby-, y llegó a tocar junto a ellos en el festival de cuatro días Mar y Sol, llevado a cabo en Puerto Rico, en abril de 1972, aunque ninguna de sus canciones fue incluida en el LP doble que salió ese mismo año como resumen de aquellas jornadas.

Entre 1975 y 1981, su banda la integraron Liberty DeVitto (batería), Doug Stegmeyer (bajo), David Brown, Russell Javors (guitarras) y Richie Cannata (saxos, flautas), a quienes conocía desde su adolescencia. En 1982, Cannata fue reemplazado por Mark Rivera, saxofonista conocido por su trabajo previo con Foreigner. Con ellos realizó, en 1986, una histórica tanda de seis conciertos en la Unión Soviética, tres en Moscú y tres en San Petersburgo -entonces llamada Leningrado- que fueron base para su segundo disco en vivo, titulado Концерт (“concierto” en alfabeto cirílico), documento de una de las primeras giras de un rockero exitoso en ese país, cinco años antes de la Perestroika.

El año 1993 apareció el que sería su último álbum de pop-rock, River of dreams (1993). Las tres décadas siguientes, entre 1994 y 2024, se dedicó a tocar en vivo la mayor parte del tiempo, en giras que incluyeron la mundialmente exitosa Face to face junto a su colega Elton John -los años 1994-1995, 1998, 2001-2003- y más de cien recitales en el emblemático Madison Square Garden de Manhattan, entre enero del 2014 y julio del 2024, uno por mes.

En medio, se dio el lujo de clausurar el legendario Shea Stadium (2008), en un concierto que tuvo invitados de lujo como Paul McCartney, Roger Daltrey (The Who), Steven Tyler (Aerosmith), la estrella del country Garth Brooks, el guitarrista John Mayer y Tony Bennett, quien hizo suya New York state of mind. Otro símbolo de New York, Barbra Streisand, también hizo dúo con Joel en su álbum Partners (2014). Previamente, la cantante y actriz había incluido el tema en su vigésimo álbum Superman (1977).

“Es nuestro pianista, una hermosa y maravillosa parte del corazón de nuestra ciudad” dijo el actor Robert de Niro, fundador del Tribeca Film Festival donde se estrenó el documental que lleva el nombre de una melancólica balada incluida en Storm front (1989). Una frase que resume el cariño y agradecimiento que da New York al hombre del piano.

 

 

[Música Maestro]  Un evento récord

El sábado pasado, 5 de julio, se realizó Back to the beginning -cuyo anuncio celebramos hace unos meses en una columna publicada aquí-, megaconcierto que reunió sobre el escenario, durante diez horas, a ochenta y cinco músicos de distintas etapas y estilos del rock duro y que, según estimaciones conservadoras, fue visto por más de seis millones de personas globalmente, a través del streaming (en el estadio del Aston Villa hubo entre 40 y 42 mil almas). Además, el evento ha recaudado casi 200 millones de dólares para una causa benéfica. Un récord en todos los sentidos.

Medios y redes sociales explotaron con cientos de fotos y videos que dejaron en claro su impacto. Mientras aquí, en el Perú, nos andamos fijando en los intrascendentes encontrones furtivos entre dos personas sin mayor brillo ni importancia, el mundo se rindió ante esta masiva muestra de respeto hacia una banda que cambió la cara de la música popular anglosajona, cuyo influjo se siente aun hoy, cinco décadas después de ser escuchado por primera vez.

En esa maratón que fue, ahora sí, la despedida definitiva de Black Sabbath -no como la del 2017, sin Bill Ward-, los reflectores se centraron en la fortaleza de espíritu de un ser humano de 76 años que ha exigido a su organismo hasta el límite, lo cual desenfocó un poco el show, pues Ozzy Osbourne es solo uno de los cuatro integrantes del grupo que, con toda justicia, es reconocido como punto de partida de lo que hoy conocemos como heavy metal, hard-rock y derivados.

En la práctica sí fue un tributo al cuarteto. La frase de James Hetfield –“sin Sabbath no habría existido Metallica, ¡gracias por darnos un propósito en la vida!”- no deja dudas de ello. Pero, debido a la atención especial recibida por Ozzy a causa de su evidente deterioro físico, por momentos parecía el único homenajeado. Esto, por supuesto, no restó calidad al concierto en sí mismo, como revisaremos más adelante. De hecho, en la prensa especializada ya lo están catalogando como un hito en la historia cultural británica. Pero sí relegó innecesariamente a los otros tres integrantes, casi como si su papel solo estuviera limitado a acompañar a Ozzy en “su último soplido”.

Tony, Geezer y Bill: El sonido Black Sabbath

Los cincuenta segundos iniciales de N.I.B. (Black Sabbath, 1970) anticipan todo lo que vino después en términos de destreza, potencia, distorsión y libertad en la ejecución del bajo. Verdaderos monstruos como Geddy Lee (Rush), Steve Harris (Iron Maiden), Les Claypool (Primus) o Justin Chancellor (Tool) se inspiraron en Geezer Butler (76) para desarrollar sus propios estilos. ¿Cómo no pensar, después de escuchar la intro de N.I.B., en (Anesthesia) Pulling teeth, el instrumental que escribió y grabó Cliff Burton para el álbum debut de Metallica (Kill’em all, 1983)?

Por su parte, Bill Ward (77) es la definición de lo que debe ser un baterista de heavy metal. Salvaje y desmedido -en apariencia, en energía- pero, a la vez, capaz de sostener ritmos con técnicas aprendidas desde la sofisticación del jazz. Junto con Ian Paice (Deep Purple) y John Bonham (Led Zeppelin), Ward representa esa combinación de sutileza y agresividad que es tan difícil de percibir para quienes creen que el metal es “solo ruido”. Con sus furibundos ataques en War pigs (Paranoid, 1970), Sabbath bloody Sabbath (Sabbath bloody Sabbath, 1973) o Children of the grave (Master of reality, 1971), Ward escribió un capítulo de lectura obligada para todas las siguientes generaciones de bateristas.

Sobre Tony Iommi (77) se ha escrito mucho y, aun así, nada parece suficiente para agradecer ese desfogue emocional que sobreviene al oír/ver sus electrizantes solos y pesadísimos riffs. Sólido como una roca, el señor de las cruces invertidas y el toque zurdo con prótesis en dos dedos, siempre de negro, sin disfuerzos ni estiramientos acrobáticos, inventó todas esas atmósferas pesadillescas desde su Gibson SG. Como único miembro estable de Black Sabbath, Iommi fue quien los mantuvo vigentes aun en sus tiempos más difíciles -con integrantes que entraban y salían, con pérdidas irreparables, con otras modas dominando las preferencias del público-, una figura fundamental del rock como fenómeno cultural.

Sin desmerecer su papel dentro de la etapa 1968-1978 de Black Sabbath, Ozzy Osbourne fue, más que protagonista, una pieza importante de ese engranaje forjado por los cuatro en pobres garages de su barrio en Birmingham. Su voz angustiada, alta pero no necesariamente aguda, aportó el carisma atemorizante que necesitaba el grupo y sus tritonos del mal. Además, conformó junto con Geezer una fábrica de letras que pasaban del ocultismo a la esquizofrenia sazonadas con sus adicciones en común, las cuales aportaban una galería auténtica, sincera, de alucinaciones y metáforas fantasmagóricas.

Ozzy Osbourne: Sobreviviente de sí mismo

En el documental God bless Ozzy Osbourne (2011) lo vemos, poco después de cumplir 60 años, sorprendiéndose de haber alcanzado esa edad. “¡Jamás pensé que llegaría siquiera a los 40…!” dice, con esa forma de hablar que es mitad acento brummie -apelativo que reciben los nacidos en Birmingham, ciudad meridional de Inglaterra- y mitad pérdida de sinapsis ocasionada por años de indiscriminado y excesivo consumo de todo lo que nos podamos imaginar, durante la mayor parte de su vida adulta.

Los amantes del hard-rock y el heavy metal tenemos a Ozzy Osbourne en un altar, es el incuestionable “Príncipe de la Oscuridad”. Por su trascendencia como cantante original de Black Sabbath, por supuesto. Pero también por todo lo que grabó como solista, especialmente entre 1980 y 1995 -aunque discos como Down to earth (2001), Ordinary man o Patient number 9 (2020 y 2022, respectivamente), no le quedaron nada mal-. Y por los miles de conciertos que ofreció, durante todo el tiempo en que pudo mantenerse en pie. Pero también sabemos que, lejos de fanatismos, es un personaje descontrolado y peligroso, para sí mismo y sus seres queridos. John Michael Osbourne parecía destinado a morir joven.

Su infancia y adolescencia fueron, por decir lo menos, difícil. Y lo mismo aplica para sus compañeros Tony, Geezer y Bill. En sus testimonios personales, la palabra que más aparece es “pobreza”. Sin trabajo y sin futuro, la música -el rock- los rescató y convirtió en celebridades. Cuando sus dos primeros álbumes triunfaron, en 1970, superaban apenas los veinte años, eran “unos niños” con acceso a todos aquellos lujos que jamás soñaron tener: vuelos privados, limosinas, fiestas que duraban días enteros, adulación desmedida, miles de dólares en sus cuentas bancarias y bolsillos. Con todo ello llegaron los vicios.

Ozzy Osbourne tuvo, además, serios problemas de aprendizaje y conducta. Era disléxico. Sufrió de bullying en la escuela y se volvió un “chico problema”. Pasó una temporada en prisión, antes de unirse a los otros tres para formar The Polka Tulk Blues Band, su primer nombre colectivo. Luego, ya como Earth, Iommi solía reprenderlo por sus actitudes bufonescas, con las que escondía su profunda baja autoestima. “Después que se fue de Black Sabbath, lloramos toda una semana” dijo Geezer alguna vez. Tony, más lacónico, confesó “haberse sentido mal por su amigo”, mientras que Bill “jamás se perdonó haber tenido que decirle la decisión final del grupo”.

El diario de un demente

La carrera solista de Ozzy Osbourne fue, tanto en términos de exposición pública, éxito comercial y crítica especializada, mucho más visible que la de sus ex compañeros. Y, en forma proporcionalmente opuesta, también lo fue su deterioro físico. No es que Geezer, Bill y Tony no hayan sufrido por sus propios excesos, sino que en el caso de Ozzy las consecuencias lo pusieron al borde de la muerte en más de una ocasión. Mientras más dinero hacía, más se hundía en la decadencia personal debido a episodios interminables de intoxicación, depresiones y una permanente actitud autodestructiva que arrastró también a sus hijos y colaboradores más cercanos.

Todos conocemos, más o menos, algunos de los hechos más sorprendentes de una trayectoria que podría haber terminado en cualquier momento: las montañas de cocaína, el incidente en que arrancó de un mordisco la cabeza de una paloma, la sobre exposición de su caótica vida familiar en un reality, la vez que quiso estrangular a su esposa. Pero esas son solo pinceladas menores de una vida marcada por dos extremos aparentemente opuestos. Por un lado, la sociopatía y, por el otro, la fortuna económica.

Musicalmente, Ozzy renació gracias a la intervención de Sharon, su manager y posterior esposa, quien lo empujó a reinventarse tras haber sido expulsado de la banda en 1979. Sus dos primeros discos, Blizzard of Ozz (1980) y Diary of a madman (1981), sirvieron de base para la consolidación del heavy metal en esa década y su estatus de leyenda del rock clásico inspiró a toda una nueva camada de grupos que lo veían como un padrino. En ese momento, la desgracia tocó a su puerta de manera devastadora para una psiquis tan frágil y desconectada como la suya.

Su guitarrista, Randy Rhoads, a quien quería como un hermano menor, falleció trágicamente en marzo de 1982 a los 25 años, sumiéndolo de nuevo en un torbellino de depresiones y drogas duras. Abundan las historias que van de lo extravagante/gracioso a lo grotesco/criminal, contadas por quienes salieron de gira con Ozzy, pasajes enteros de una vida que él mismo no recuerda. Con todo ese desmadre personal encima, se las arregló para seguir haciendo discos y conciertos, encabezar el Ozzfest (1998-2018) y reunirse con sus amigotes de Black Sabbath hasta en cuatro ocasiones, en 1985 -para una histórica aparición en el Live Aid-, 1998, 2013 y 2017.

Paralelamente, en el 2002, Ozzy decidió mostrar su decadencia personal y familiar en televisión. The Osbournes fue, durante cuatro temporadas, uno de los programas de MTV más sintonizados a nivel mundial, en que las peores miserias humanas posibles se desarrollaban al interior de una mansión de lujo. Tras ser diagnosticado con Parkinson el año 2019, la enfermedad comenzó a mermar sus capacidades para movilizarse y hablar de una forma que no había experimentado en ninguna de sus crisis previas. Sin embargo, siguió hasta el 2022, en que anunció su retiro definitivo.

Back to the beginning, el concierto

Lo que se vivió el pasado 5 de julio fue una verdadera fiesta para el metal. Las graderías y campo del estadio del Aston Villa estuvieron a tope, en un concierto que agotó sus entradas en tiempo récord, con asistentes de todas partes del mundo. La organización parece haber sido impecable, gracias a la férrea supervisión de Sharon Osbourne y a la meticulosidad y experiencia de Live Nation, empresa organizadora desde el 2019 de masivos festivales como Download y Bonnaroo.

Su principal ejecutivo, Andy Copping, comentó que Back to the beginning era “el Live Aid del metal”. Esto porque, además de ser la despedida de Black Sabbath en su tierra natal, toda la taquilla, tanto de entradas como del sistema pay-per-view, se destinará a tres instituciones dedicadas al cuidado de niños huérfanos, en situaciones vulnerables, así como al desarrollo de terapias y curas para el Parkinson.

La lista de invitados incluyó a pesos pesados del thrash como Metallica, Slayer y Anthrax; iconos del grunge y el metal noventero como Alice In Chains, Pantera o Lamb Of God; bandas del siglo XXI como Mastodon o Gojira; y hasta Guns ‘N Roses. Asimismo, los históricos Ronnie Wood (The Rolling Stones), K. K. Downing (Judas Priest), Steven Tyler (Aerosmith) y Sammy Hagar (Van Halen), los guitarristas Nuno Bettencourt (Extreme) y Vernon Reid (Living Colour), el cantante Billy Corgan (The Smashing Pumpkins) o el bajista David Ellefson (Megadeth), todos bajo la dirección musical del guitarrista de Rage Against The Machine, Tom Morello.

Estuvieron también ex integrantes de las bandas de Ozzy Osbourne, como el bajista cubano-norteamericano Rudy Sarzo, los guitarristas Zakk Wylde y Jake E. Lee -una de las apariciones más celebradas por el público, tras haber sido víctima de un intento de homicidio el año pasado-, los bateristas Mike Bordin y Tommy Clufetos; y el hijo de Rick Wakeman, Adam, quien acompaña al “Príncipe de la Oscuridad” desde el 2010, como tecladista.

Sin embargo, Back to the beginning también tuvo algunos deslices y carencias. El tiempo del que dispusieron las bandas fue bastante desigual. Anthrax, por ejemplo, solo tocó dos canciones mientras que Guns ‘N Roses, Slayer y Metallica, tuvieron espacio para hacer hasta seis temas cada uno. Se sintió la falta de homenajes individuales a Tony y Geezer. Y la “batalla de baterías” entre Danny Carey (Tool), Chad Smith (Red Hot Chili Peppers) y Travis Barker (Blink-182) fue más un ejercicio de autoindulgencias que un tributo a la influencia de Bill Ward en sus respectivas carreras.

Hubiera sido genial ver a músicos como el vocalista Tony Martin o el baterista Vinny Appice, presentes en otras épocas de Black Sabbath. O que Brian May, en lugar de estar en una de las tribunas, hubiese compartido unos cuantos solos con su gran amigo Tony Iommi. La ausencia de Judas Priest quienes, además, son también de Birmingham, suena incomprensible pero tiene una explicación: Rob Halford y los suyos estuvieron, ese mismo día, en el concierto de Scorpions por sus 60 años, en la ciudad alemana de Hannover, a mil kilómetros del Aston Villa Park, aunque algunos medios virtuales aseguran que Sharon los desembarcó porque querían cobrar por su participación.

Jack Black apareció en un video, liderando una banda conformada por los talentosos hijos de Tom Morello, Scott Ian y otros. Quizás habría sido más apropiado que el actor y comediante -famoso por su fanatismo por el metal, como también lo demostró otro conocido actor, el hawaiiano Jason Momoa, quien fue el maestro de ceremonias incluso se metió al pogo que armó Pantera- hubiera ensayado con esos brillantes jovencitos un tema de los homenajeados. Y no porque la versión de Mr. Crowley les haya quedado mal, sino porque ya había hecho lo mismo el año pasado, cuando Ozzy Osbourne fue introducido por segunda vez en el Rock And Roll Hall Of Fame, por su discografía en solitario. La primera había sido en el 2006, como integrante de Black Sabbath.

Finalmente, la aparición de Ozzy fue muy significativa y viene siendo elogiada por todas partes, pero tuvo también algo (mucho) de triste. Una figura como la suya que, en su momento, desbordó vitalidad y energía -aunque estuviera destruido por dentro- no merecía ser exhibida en lo que es de lejos su peor momento físico, aunque se haya tratado de una decisión personal. Logró cantar, a duras penas, las cinco primeras, clásicas de su etapa solista. Pero, cuando llegó el final junto a Black Sabbath, sus limitaciones vocales no estuvieron a la altura de los otros tres, dejando sentimientos encontrados de admiración por su inquebrantable voluntad y lástima por su estado de salud.

Por todo eso, Back to the beginning se inscribe en la historia de espectáculos masivos como uno de los más importantes, como lo fueron Woodstock (1969), Live Aid (1985) -y su segunda parte Live 8 (2005)- o el tributo a Freddie Mercury (1992).

[MÚSICA MAESTRO] Ruth Underwood: Madre de la percusión

El arma secreta de Zappa

«¡Damas y caballeros, observen a Ruth! A lo largo de esta película Ruth ha estado pensando «¿qué puedo ser capaz de hacer para sorprender a todos?» Creo que ella ha encontrado la respuesta, solo quédense mirándola…» dice Frank Zappa en el minuto 02:40 de Don’t you ever wash that thing? (Roxy & elsewhere, 1974). De todos los percusionistas que usó el compositor, Ruth es la más querida y recordada. No solo por su sonrisa amplia y abierta, frondosa cabellera negra y ese aspecto de alumna hippie pero, a la vez, seria y aplicada en medio de un salón de freaks desadaptados sino -y principalmente- porque su sobrenatural talento fue la marca registrada y personalidad de algunas de las piezas musicales más admiradas del extenso catálogo zappesco.

Quienes algo saben de rock clásico ubican claramente a Zappa como un guitarrista virtuoso, creativo, afilado e impredecible. Sin embargo, pocos están enterados de que su primer instrumento fue la batería y que era un apasionado de la percusión, en especial la sinfónica. Por eso, era muy común encontrar en sus sofisticadas y complejas instrumentaciones, toda clase de elementos, desde timbales y bloques de madera hasta la amplia familia de vibráfonos, marimbas y xilófonos.

Lo que sigue en el mencionado instrumental es una enrevesada sucesión de líneas para marimba, percusiones menores y vibráfonos que Ruth ejecuta con absoluta precisión y sobrecogedora gracia. Como muchos dicen, Ruth fue el arma secreta del sonido de Zappa durante el periodo 1973-1975, para muchos el mejor de su larga vida artística.

De la Escuela Julliard al Teatro Garrick

Ruth Komanoff nació y creció en New York, en 1946. Sus estudios los realizó primero en el Ithaca College y, posteriormente, en la prestigiosa Julliard, en el corazón del Lincoln Center, una de las instituciones de educación artística más importantes del siglo XX. Cuando apenas tenía 21 años, su mundo entero fue puesto de cabeza cuando vio a The Mothers Of Invention en el legendario Teatro Garrick, ubicado en la zona bohemia del Greenwich Village, a pocas cuadras de la Union Square en el Bajo Manhattan.

Así rememora Ruth aquella experiencia: “Recuerdo que me sentí muy molesta cuando finalmente regresaron a Los Angeles. Sentí como si el verdadero corazón de New York se hubiera ido”. En aquella temporada en el Teatro Garrick -hoy convertido en un condominio de departamentos-, que duró de marzo a septiembre de 1967, Ruth tuvo lo que se conoce normalmente como una epifanía. Nunca más quiso volver a The Hamilton Face Band, grupo en el que tocaba batería -que grabó dos álbumes entre 1968 y 1970- ni a sus aburridas clases de percusión y orquestación en el conservatorio neoyorquino.

En el documental Zappa (Alex Winter, 2020), la vibrafonista comenta que le parecía increíble que “una música tan sofisticada pudiera salir de tipos tan desagradables”. En una ocasión, la joven estudiante de música se coló en la sala de práctica reservada para los pianistas y, sin permiso, comenzó a tocar de memoria la melodía principal de Oh no (Lumpy gravy, 1968). Un supervisor, al escucharla, la expulsó pues “no era una melodía apropiada para la escuela”.

El contraste fue decisivo para su futuro. Comprendió que no quería ser la encargada de los timbales en una sinfónica, sentada al fondo, esperando su momento para tocar tres notas en un triángulo. Entre 1967 y 1968, aun usando su apellido de soltera, trabajó por primera vez junto a su nuevo ídolo -después de haber sido invitada por él mismo para ser telonera de The Mothers, tocando al vibráfono pasajes de su álbum debut, Freak Out!, como cuenta en esta larga y entretenida conversa con los bateristas Terry Bozzio, Chad Wackerman, Ralph Humphrey y Chester Thompson-, en las sesiones de grabación del álbum doble Uncle Meat, lanzado en abril de 1969. Un mes después, se casó con uno de los miembros principales de The Mothers Of Invention y cercano colaborador de Frank, el saxofonista y tecladista Ian Underwood. Desde entonces, se hizo conocida como Ruth Underwood, madre de todas las percusiones.

Un instrumento peculiar

La familia de instrumentos integrada por marimbas, xilófonos y vibráfonos es ampliamente usada en el mundo sinfónico desde inicios del siglo XX, como parte de las secciones de percusión de ensambles de formato grande, ubicándose casi siempre detrás o en los extremos. Aunque comparten características -función rítmica, sonido, aspecto, técnicas de interpretación- tienen orígenes distintos.

La marimba y el xilófono surgieron en poblaciones ancestrales de África y Asia, respectivamente. Su construcción y apariencia han ido evolucionando con el paso de los años, pasando de lo más rústico a lo más sofisticado en cuanto a materiales y sistemas de resonancia. En el caso de la primera, tuvo también un interesante desarrollo en Centroamérica, específicamente Guatemala y México, países con una enorme tradición en el uso de marimbas de distintos registros y rangos tonales.

Por su parte, el vibráfono fue de invención norteamericana, con barras hechas de metal y no de madera como xilófonos y marimbas, pensado para el teatro de vaudeville. De ahí pasó al jazz, consolidándose en los años treinta gracias al trabajo de Lionel Hampton, a quien se le atribuye haber grabado el primer solo de vibráfono de la historia en el tema Memories of you (1930), un disco de 45 rpm que grabó con la orquesta de Louis Armstrong, en la que era baterista. Hampton posee una extensa discografía con el vibráfono como instrumento principal, que se extendió durante más de cincuenta años.

Vibrafonistas famosos

En los sesenta, aparecieron vibrafonistas destacados como Red Norvo, Emil Richards, Bobby Hutcherson o Gary Burton, a la postre el más importante exponente de este instrumento y sus variaciones. En esta versión del estándar brasileño Chega de saudade, de Antonio Carlos Jobim, podemos ver el complejo estilo de toque a cuatro baquetas o mallets -dos por mano- que Burton creó y fue perfeccionando hasta convertirlo en una técnica estudiada por futuras generaciones de vibrafonistas, entre ellos, por supuesto, Ruth.

Roy Ayers, fallecido en marzo a los 84 años, es otro referente, con una interesante discografía de funk instrumental, disco y R&B. En el latin-jazz, los trabajos de Cal Tjader y “El Rey del Timbal” Tito Puente dieron al vibráfono un protagonismo único. Mientras tanto, en el jazz contemporáneo de mediados de los años setenta destacan, entre otros, el inglés Victor Feldman, quien ha trabajado con Steely Dan, The Doobie Brothers, Christopher Cross y muchos otros; y los norteamericanos Mike Mainieri o Dave Samuels, fundador y líder de Spyro Gyra, una de las bandas más importantes de este subgénero.

En el rock hay algunos casos de músicos reconocidos como, por ejemplo, Stewart Copeland (The Police), Neil Peart (Rush), o Jeff Porcaro (Toto), conocidos por incluir marimbas, steel drums, bloques de madera, vibráfonos y campanas tubulares en sus baterías, para ampliar sus capacidades expresivas con esta familia de instrumentos de inconfundible sonido brillante, exótico y cálido.

Un talento invisibilizado

El nombre de Ruth Underwood no aparece en ninguna de las nóminas de “mejores vibrafonistas de la historia” disponibles en internet. Tampoco en esas listas que genera Google de forma automática. Y el Chat GPT, punta de lanza de la inteligencia artificial, cuando le pido una relación de vibrafonistas mujeres de rock y jazz, me lanza como respuesta diez nombres, pero el de Ruth no sale. Más allá de los innegables pergaminos de la joven mexicana Patricia Brennan o la leyenda del jazz moderno Cecilia Smith, la ausencia de Ruth Underwood, invisible en estos rankings, es solo una muestra más de lo inexacta que puede ser la IA en ocasiones.

Como decíamos al principio, las primeras grabaciones en las que podemos oír las marimbas y vibráfonos de Ruth están en el álbum doble Uncle Meat (1969), pero es recién en 1973 que ella se une de forma estable a The Mothers Of Invention, participando en prácticamente todas las giras y grabaciones del grupo entre enero de 1973 y enero de 1975, un periodo de dos años en que Zappa moldeó a la talentosa percusionista, haciéndola tocar cosas muy exigentes. Como diría Ed Mann, su reemplazo desde 1977, “sus líneas hacían que tuvieras que mover los brazos a velocidades y direcciones irracionales.

Durante las tres giras que realizó Frank Zappa entre febrero y septiembre de 1973, Ruth tocó al lado de su esposo Ian Underwood, el único sobreviviente de aquella formación original de The Mothers Of Invention que ella había visto en el Garrick. En aquel año, estrenaron canciones como Dupree’s Paradise o T’Mershi Duween, así como el medley The dog breath variations/Uncle Meat -en que hace dúo de percusiones con Frank-, o la balada doo-wop Babbette, pensadas especialmente para su lucimiento y brillo.

Todas esas composiciones, muy frecuentes en los setlists de esa época, jamás salieron en un disco hasta la publicación del primer volumen de la antología You can’t do that on stage anymore, donde figura también Ruthie Ruthie, una variación de Louie Louie extraída de un concierto de 1974. Zappa y The Mothers usaron, desde sus inicios, este estándar del rock and roll de 1955 para divertir y hacer bailar a sus públicos, haciéndole cambios de letra y estructura melódica.

En la historia de la música popular contemporánea, varias mujeres han destacado como percusionistas y bateristas. Desde Gina Schock (The Go-Go’s) hasta Cindy Blackman (Santana, Lenny Kravitz), desde Sheila E. hasta Crystal Taliefero, la versátil multi-instrumentista que brilla en la banda de Billy Joel desde 1989, todas tuvieron en Ruth Underwood a un precedente de éxito e importancia en contextos musicales dominados por hombres. Además, fue la única mujer estable en cualquiera de los ensambles que formó Frank Zappa entre 1968 y 1988, trabajando de manera continua durante dos años y medio.

El sonido definitivo de un repertorio desafiante

Canciones como Echidna’s arf (Of you), Montana, RDNZL, Penguin in bondage o Inca roads -con la llamada “On Ruth!… On Ruth!… That’s Ruth!”-, figuran entre las más exigentes para vibráfono, marimba y derivados. Underwood solía tener, en vivo, un extenso rango de estos instrumentos, además de timbales, gongs de diferentes tamaños y bloques de madera distribuidos a su alrededor, como podemos ver en Roxy The Movie (2015), corriendo de aquí para allá mientras mira a Frank, atenta a sus señales.

Rollo, una vertiginosa pieza de treinta segundos insertada en la parte final de St. Alphonzo’s Pancake Breakfast, sirve para entender el calibre de sus destrezas –aquí podemos verla mientras enseña cómo tocarla-, las mismas que se convirtieron en el alma del sonido de aquella formación que completaron músicos virtuosos como George Duke (teclados, voz), Chester Thompson (batería), Napoleon Murphy Brock (saxo, flauta, voz), Ralph Humphrey (batería) y los hermanos Tom y Bruce Fowler (bajo y trombón, respectivamente), capaz de tocar virtualmente cualquier cosa.

Eso podemos comprobarlo fácilmente escuchando, de un tirón, el Roxy & elsewhere, disco que resume los conciertos en el legendario The Roxy Theater en el Sunset Strip de Hollywood, entre el 8 y el 10 de diciembre de 1973. O revisando las imágenes de Cheaper than cheep, recital inédito de junio de 1974, recientemente estrenado en YouTube, en el que Ruth regresó a la banda tras un mes de haberse separado del grupo, por motivos personales, justo en tiempos en que hacían una minigira por el décimo aniversario de The Mothers Of Invention.

Una vida dedicada a la música de Frank Zappa

Ruth Underwood cumplió, recientemente, 79 años (el 23 de mayo último) y, aunque está oficialmente retirada de la música desde hace décadas, recibió saludos de todas partes del mundo en infinidad de grupos de Facebook y otras redes sociales dedicados a compartir su fanatismo y admiración por la música de Frank, publicando fotos y videos de sus espectaculares interpretaciones.

Ella tocó por última vez con la banda durante la semana de conciertos de fin de año en 1976, que fueron insumos para el doble en vivo Zappa in New York (1976), donde Ruth, con solo 30 años, era la más veterana, interactuando con extraordinarios músicos recién llegados al grupo como Terry Bozzio (batería), Patrick O’Hearn (bajo), Eddie Jobson (teclados, violín) o Ray White (guitarra, voz), convirtiéndose en el nexo entre el pasado glorioso de The Mothers Of Invention y su nueva etapa. En los créditos del álbum -en el que también participa la sección de metales del programa cómico Saturday Night Live-, es mencionada como responsable de “percusiones, sintetizadores y varias grabaciones humanamente imposibles” y presentada por Frank como “la indiscutible reina del rock and roll”.

En los años siguientes, su marimba pudo escucharse en temas como Giant child within us (Ego), del álbum I love the blues, she heard me cry (1975), el séptimo como solista de su ex compañero en The Mothers, el extraordinario tecladista George Duke; en el segundo disco del cuarteto de soft-rock Ambrosia, Somewhere I’ve never travelled (1976); o en grabaciones de sus colegas en el jazz-fusion Billy Cobham y Alphonso Johnson. Pero, con el tiempo, acabó retirándose para formar una nueva familia, tras su divorcio de Ian Underwood en 1986.

Con la enorme cantidad de documentales y álbumes póstumos que han aparecido en los últimos diez años, el legado de Ruth Underwood ha resurgido entre los melómanos del mundo. The Furious Bongos, una de las tantas bandas de músicos de conservatorio dedicadas a mantener vigente el repertorio de Frank Zappa, tiene entre sus integrantes a Pauline Roberts, una joven percusionista argentina que se ha especializado en las complicadas líneas que Frank escribió para Ruth.

“Hubo una persona capaz de escribir esta fantástica música, que se preocupaba porque sea tocada correctamente y al escucharla siento que esta música, que perdurará mientras tengamos alguna clase de aprecio por las artes, fue puesta en este mundo para mí”, dice Ruth en el documental de Alex Winter, mientras interpreta al piano The black page (1976). En una entrevista de 1993, cuenta que logró reunirse con Frank pocos meses antes de su muerte. “Fue como un milagro, reunirme con él después de 14 años sin haber tocado una nota y haber tenido algo que ofrecer”.

Ruth Underwood aparece en los siguientes discos oficiales de Frank Zappa & The Mothers Of Invention: Over-nite sensation (1973), Apostrophe (‘), Roxy & elsewhere (1974), One size fits all (1975), Zoot allures (1976), Zappa in New York (1977), Studio tan (1978), Sleep dirt (1979) y en cuatro volúmenes de la serie en vivo You can’t do that on stage anymore, lanzados entre 1988 y 1991.

[Música Maestro] Música popular y guerras: En español

Un punto de vista diferente

La semana pasada, pensando en el conflicto que inició Israel contra Irán el pasado 13 de junio, con ataques supuestamente “preventivos” y del rol fallido de comisario que viene cumpliendo Donald Trump, con bombardeos de sobredimensionados logros y “llamadas de cese al fuego”, hicimos un recorrido por algunas canciones del pop-rock anglosajón que, en diferentes épocas, usaron el tema de las guerras (se me quedaron algunas: Culture Club, Slayer, Bob Marley, varias de Iron Maiden, como esta o esta otra). Esta vez haremos lo propio, pero usando composiciones populares en nuestro idioma.

Comenzaremos diciendo que, al haberse producido básicamente en Europa, Estados Unidos y Oriente Medio, los grandes conflictos mundiales no solían generar reacciones directas de artistas latinoamericanos, sino más bien referencias transversales o complementarias en canciones de mensajes genéricos que convocaban a la paz y la solidaridad, aplicables a cualquier coyuntura contraria a esos valores. A contramano, en nuestra región abundan los alegatos musicales sobre revoluciones, guerrillas, problemas político-sociales y resistencias frente a distintas formas de colonización e intervencionismo.

En el caso de España, al no haber sido tampoco protagonista activo en los enfrentamientos globales, los choques medio orientales de raigambre religiosa ni las invasiones norteamericanas motivadas por intereses geopolíticos y económicos, es más común encontrar composiciones ambientadas en sus propios líos internos: la Guerra Civil Española (1936-1939), la consiguiente dictadura franquista -que duró cuatro décadas-, los afanes divisionistas de Cataluña o el País Vasco.

Géneros musicales como la nueva trova de Cuba y la canción latinoamericana desarrollada principalmente en Chile y Argentina -también en Uruguay, México y Venezuela, en menores medidas e impactos-, además del pop-rock argentino y el punk español, fueron los vehículos más usados por artistas de la música popular para expresar sus adhesiones a las luchas sociales y la búsqueda de paz. Sin embargo, también hubo estrellas icónicas de géneros caribeños que, apelando a una visión festiva, irónica, tocaron temas relacionados a la guerra, dejando testimonio de su preocupación por esos asuntos, aun cuando estaba claro que se trataba de un punto de vista absolutamente distinto, producto no solo de las distancias geográficas sino también -y principalmente- de las idiosincrasias de cada región.

“Que la guerra no me sea indiferente…”

Si hay una canción en nuestro idioma que viene a la memoria cada vez que buscamos consuelo musical frente a las atrocidades que, hasta ahora, se siguen perpetrando sobre las poblaciones torturadas y hambreadas de Gaza –Israel es el monstruo grande que pisa fuerte la pobre inocencia de la gente-, esa probablemente sea Solo le pido a Dios del cantautor santafecino León Gieco. Sus versos, inspirados por el exilio de artistas y políticos de Argentina durante la dictadura de Jorge Rafael Videla, materializan los sentimientos de indignación que aparecen ante la injusticia y el abuso.

Como ocurrió con otros himnos de la trova sudamericana -por ejemplo, El pueblo unido jamás será vencido (Quilapayún, 1973); o Gracias a la vida (Violeta Parra, 1966); ambos chilenos-, este tema, que abre la cuarta producción discográfica de Gieco, titulada sencillamente 4° LP (1978), ha sido traducido a varios idiomas e interpretado por un abanico de artistas muy diverso, desde el norteamericano Bruce Springsteen (con el título I only ask of God) hasta la pareja española de esposos Ana Belén y Víctor Manuel San José -una de las mejores versiones aparece en el concierto El gusto es nuestro, de 1996).

Y, por supuesto, está aquella inolvidable grabación de Mercedes Sosa (1935-2009) que resume la semana de recitales de “La Negra” cuando volvió del exilio, en febrero de 1982, en el Teatro Ópera de Buenos Aires. Para una ocasión tan especial como esa, la recordada cantante tucumana invitó al mismo León Gieco quien, guitarra en mano y armónica en boca, a lo Bob Dylan, subió al escenario para conmover al público con su interpretación.

Entre los héroes de la trova sudamericana destaca el poeta, escritor, educador y músico Víctor Jara, símbolo de la resistencia artística de Chile. Entre 1966 y 1973 -año en que fue secuestrado, torturado y asesinado por el recién llegado régimen de Pinochet- lanzó ocho discos con canciones que iban desde homenajes a obreros hasta relecturas del folklore de otros países de la región. En su sexto disco El derecho de vivir en paz (1971) figura el tema-título, dedicado a los caídos en la guerra de Vietnam.

“Tus muchachos barren minas de Hải Phòng…”

Esta frase ubica geográficamente a Silvio Rodríguez y su canción Madre, que compuso pensando en su propia progenitora en 1973, en los campos minados cuya desactivación arrancó la vida a más de 200 soldados del ejército de Vietnam del Norte. Este tema apareció, por primera vez, en una selección de temas inéditos en 1977, titulada Antología, a guitarra y voz. Diez años después, en otro recopilatorio de canciones de varias épocas, Memorias, lanzó una versión más rítmica, con conjunto completo.

Como sabemos, Silvio escribió prácticamente todas sus canciones pensando en las campañas de Fidel, el Che Guevara y sus barbudos, pero su sensible y creativa pluma también puede relacionarse a las guerras en general, las de antes y las de ahora. El autor de clásicos de la canción revolucionaria como Ojalá, La era está pariendo un corazón (ambas publicadas en 1978), El tiempo está a favor de los pequeños (1984) o Preludio de Girón (1970), enfoca el tema bélico desde una perspectiva particular, denunciando sus horrores pero también describiendo/ensalzando el heroísmo de quienes caen luchando por un ideal.

Por ejemplo, en La gaviota (Unicornio, 1982), el cubano narra la historia de un soldado que vuelve intacto de la guerra, después de presenciar la muerte, la desesperación. De repente, una delicada gaviota lo distrae con su vuelo calmo. En ese preciso instante, una bala lo abate. Como vemos, no hay alusión a ningún conflicto específico. Pueden ser todos y ninguno. Del mismo modo, en Canción del elegido (Al final de este viaje, 1978), donde el protagonista viene de otra galaxia a matar canallas “con su cañón de futuro” en medio de la guerra (“la paz del futuro”). Alegorías hermosas de múltiple y vigente interpretación.

En un tono más relajado y sarcástico, el español Joaquín Sabina se mofa de la Guerra Fría en su tema El muro de Berlín (Mentiras piadosas, 1990) mientras que, en De purísima y oro (19 días y 500 noches, 1999), el autor describe la pobreza que azotó a España tras la guerra civil, recordando costumbres, formas de hablar y personajes en una narración cargada de simbolismos y referencias precisas que solo historiadores expertos en ese periodo y españoles que lo hayan vivido pueden entender a la primera.

Por su parte, el trovador y activista de izquierda venezolano Alí Primera (1941-1985) -padre de los tristemente célebres Servando y Florentino-, dedicó algunas de sus canciones al tema de las guerras, desde proclamas para levantar a las poblaciones oprimidas –No basta rezar (Vol. 2, 1979)-, las luchas por hidrocarburos en su país –La guerra del petróleo (La patria es el hombre, 1975)- o el conflicto en Vietnam, con una composición en que rinde homenaje a las madres –Mujer de Vietnam (Vol. 2, 1979).

“Nos dejaron varios muertos y cientos de mutilados…”

Como casi siempre en el rock argentino, las letras antibélicas tienen como foco dos temas muy específicos: la crisis social y política provocada por la Junta Militar (1976-1981) y el conflicto armado por las Islas Malvinas. Canciones clásicas del repertorio de Charly García, como Los dinosaurios (Clics modernos, 1983) e Inconsciente colectivo (Yendo de la cama al living, 1982) -solo por mencionar dos de su etapa solista- tienen que ver con lo primero, como también hizo con sus bandas previas, Sui Generis y Serú Girán. Por su parte, la furiosa No bombardeen Buenos Aires (Yendo de la cama al living, 1982) está inspirada en aquella guerra desigual contra el ejército británico.

También sobre ese asunto, una herida aun abierta en el corazón de Argentina, el cuarteto de punk Los Violadores compuso Comunicado No. 166, incluida en su segundo larga duración Y ahora qué pasa, eh? (1985), en que lanzan fuertes críticas a su propio gobierno, a poco tiempo de recuperar la democracia pero, especialmente, a los Estados Unidos y entes internacionales como la Comunidad Europea y la OTAN. Por cierto, el líder actual de esta coalición occidental, el holandés Mark Rutte, se deshizo en vergonzosos y genuflexos halagos la semana pasada ante Donald Trump, actualizando los reclamos de la banda liderada por Stuka y Pil Trafa.

El granadino Miguel Ríos lanzó, en 1976, su sexta producción discográfica, La huerta atómica. Es un álbum conceptual, al estilo del rock progresivo inglés, que narra la historia del dueño de una casa, al lado de una estación militar, que ve cómo se convierte en un infierno debido a la explosión de una bomba atómica. Los catorce temas del disco están conectados, en una suite musical crítica hacia las potencias que, en tiempos de Guerra Fría, pugnaban por desarrollar armas nucleares, con canciones como Bienvenida Katherine, La burbuja antirreacción o Buenos días, Supermán.

El punk español tiene, en bandas como La Polla Records y su hermana, Gatillazo, ambas lideradas por el siempre controvertido y lenguaraz Evaristo Páramos; y Eskorbuto -muy activos en la década de los años ochenta-; a las puntas de lanza de la protesta antisistema. En sus letras, frontales y agresivas, estos grupos disparan a todas las instituciones y fuentes de injusticia, entre ellas la maquinaria bélica y las relaciones internacionales que pisotean derechos con impunidad.

También desde España, el legendario cuarteto de heavy metal Barón Rojo -nombre inspirado en el apodo del piloto alemán Manfred von Richthofen, caído en 1918 durante la Primera Guerra Mundial-, escribió Hiroshima, para su tercer LP, Metalmorfosis (1983). Como los ingleses Iron Maiden o los alemanes Scorpions, Barón Rojo encontró en los conflictos armados una amplia temática para sus canciones, así como otros grupos metaleros de la época como Obús (España) o V8 (Argentina).

El quinteto de hard-rock Medina Azahara -como la ciudad sureña de Córdoba que fuera enclave musulmán desde su fundación en el siglo I d.C.- incluyó en su cuarto LP, Caravana española (1987), el tema El soldado, cuestionando la vocación de aquellos que se forman para morir y matar por intereses nacionalistas o corporativos. Por su parte, El Último de la Fila, popular dúo andaluz recordado por exitazos radiales como El loco de la calle o Como un burro amarrado en la puerta del baile, contribuyó a la onda antibelicista con Querida Milagros, de su primer LP Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana (1985). La letra es el contenido de una carta de despedida encontrada en las pertenencias de un soldado muerto en el campo de batalla.

“Si lo ven que viene, palo al tiburón…”

Rubén Blades dedicó al intervencionismo norteamericano, en tiempos de la guerra civil en El Salvador, uno de sus mejores temas. Con inteligentes metáforas, efectos de sonido -radios, gaviotas, olas de mar- y una instrumentación sofisticada donde brillan las percusiones de Milton Cardona, Johnny Andrews y Jimmy Delgado; los trombones de Lewis Kahn, Reynaldo Jorge y Willie Colón; y una sensacional línea de bajo de Salvador Cuevas; Tiburón dio con tanta certeza en el blanco que la comunidad latina de Miami terminó vetando al salsero hasta 1996. La canción se estrenó en el tercer disco del dúo dinámico de la salsa dura, Canciones del solar de los aburridos (1981). Y está, junto con Patria (Antecedente, 1988) y Prohibido olvidar (Caminando, 1991), entre sus canciones más políticas. Y eso que tiene varias.

Cuatro décadas atrás, en 1941, el guarachero y bolerista portorriqueño Daniel Santos (1916-1992), “El Anacobero”, grabó una de sus canciones más populares, el bolero Despedida –“Vengo a decirle adiós a los muchachos…”- del compositor Pedro Flores, también boricua. El recordado cantante de la poderosa voz nasal fue enrolado, ese mismo año, como soldado del ejército norteamericano que participó en la Segunda Guerra Mundial.

Años más tarde, ya como vocalista de La Sonora Matancera, grabó la divertida El corneta (1953) –“… te metiste a solda’o y ahora tienes que aprendé’…”, donde se burla de la vida en la milicia. Compuesta por él mismo, la jocosa guaracha incluye, al comienzo y en el intermedio musical, los clásicos toques de trompeta militar popularizados durante la Guerra de Secesión -llamados “bugle calls” en inglés- y que, hasta hoy, son de uso común en todos los ejércitos anglosajones, como la llamada para despertarse o avanzar hacia el enemigo.

En 1972, un olvidado sonero de la salsa primigenia firmó un par de temas, en clave bailable e ingeniosa, contra las guerras. Frankie Dante (1945-1993) compuso las descargas Presidente y Atájala (Se acabó la guerra) para el segundo disco de su Orquesta Flamboyán, lanzado por el sello Cotique Records, subsidiario de Fania Records. En la primera de ellas incorpora, para darle color al intermedio instrumental, el viejo himno presidencial norteamericano Hail to the Chief, escrito en el siglo XIX. En aquel disco, que los salseros de corazón conocen muy bien, los arreglos corren por cuenta de un integrante fundamental del supergrupo Fania-All Stars, el pianista norteamericano Larry Harlow (1939-2021), a quien su patota afrolatina apodó “El Judío Maravilloso”.

Por su parte, otro sonero boricua muy popular entre los amantes de la salsa clásica, Marvin Santiago (1947-2004), utilizó la historia de una canción infantil muy popular, que llegó hasta nosotros desde la Francia revolucionaria, para una divertida canción llamada El regreso de Mambrú, incluida en su octavo LP titulado Oficial! Y ahora… con tremenda pinta! (Top Hits, 1986), el último que lanzó desde la prisión, donde estuvo confinado por posesión y tráfico de drogas. Del mismo modo, la legendaria orquesta La Selecta, con la dirección del pianista y compositor Raphy Leavitt, dedica Soldado a cuestionar el envío de jóvenes a las guerras (LP Mi barrio, 1972).

Otros nombres destacados de la música latina hicieron, de manera directa o transversal, alusiones a la violencia y sus efectos en la población. El colombiano Joe Arroyo (1955-2011) dirigió su inspiración al pueblo de Medellín, bajo fuego por culpa de la red de narcos de Pablo Escobar, en el tema-título de su cuarto álbum al frente de la Orquesta La Verdad, La guerra de los callados (Discos Fuentes, 1991). Mientras que “la universidad de la salsa”, El Gran Combo de Puerto Rico, grabó Acángana (1963) pensando en la siempre latente amenaza de una bomba atómica que acabe con todos nosotros. “Después de muerto no se puede gozar” cantan Jerry Rivas y Charlie Aponte, en la nueva versión ochentera mientras que su director, el pianista Rafael Ithier, les lanza graciosas preguntas sobre la reencarnación.

[Música Maestro] 

Uno, dos, tres… ¿para qué estamos peleando?

“Escuchen gente… no sé cómo esperan detener esta guerra si no pueden cantar mejor que eso… ustedes son como 300 mil huevones allá afuera… ¡quiero que comiencen a cantar!” le espetó el cantante de country-rock y psicodelia Country Joe McDonald a la multitud de hippies en el festival de Woodstock, durante agosto de 1969, para que lo acompañen durante el coro de su himno I-Feel-Like-I’m-Fixin’-to-Die rag.

La canción, lanzada originalmente en 1967, dispara una letra sarcástica y dura, en ritmo de alegre country acústico, atacando el sinsentido al que se enfrentaban los jóvenes norteamericanos que eran enrolados al ejército para pelear en Vietnam, diciendo a los padres que envíen a sus hijos pronto “antes de que sea demasiado tarde” para que después se los devuelvan en una caja.

En ese periodo, marcado por las luchas por los derechos civiles, la liberación femenina y las reacciones ante la intervención fallida de los Estados Unidos en la zona de guerra del sudeste asiático, floreció la creatividad en músicos que usaron sus talentos y popularidades para unirse al clamor masivo que no entendía de intereses geopolíticos, ansias de poder y afanes hegemónicos del Tío Sam.

Aquel festival de tres días fue uno de los puntos culminantes para ese activismo que combinó arte musical y política. Nombres como Joan Baez, Arlo Guthrie (hijo de Woody) o la trovadora Melanie estuvieron, junto con Country Joe y, por supuesto, Jimi Hendrix y su alegoría a los bombardeos, generada magistralmente desde su Fender Stratocaster blanca, tras una dramática interpretación del himno norteamericano, estuvieron entre los más visibles de una contracultura que quizás no pudo detener la guerra, pero que trató de hacer sentir su voz pra proteger la vida de sus ciudadanos.

Y todos nosotros caeremos juntos…

Quizás Bob Dylan haya sido el compositor que dedicó más tiempo a reflexionar sobre las consecuencias nefastas de las guerras, especialmente en su primer periodo, cuando era un joven tremendamente idealista. Solo por poner un ejemplo, en 1963 lanzó su segundo LP The freewheelin’ Bob Dylan, que contiene canciones como Blowin’ in the wind -un interrogatorio cargado de sensibles metáforas-, A hard rain’s a-gonna fall -que hace alusión a la guerra nuclear y sus efectos- y, especialmente, Masters of war, letra que escribió sobre una melodía tradicional británica, en la que lanza dardos venenosos contra los que arman al mundo con bombas y balas, anunciándoles que, después de enterrados, irá a pararse sobre sus tumbas para verificar que, efectivamente, ya estén todos muertos.

En años posteriores, muchas otras estrellas de diferentes géneros, desde Bruce Springsteen hasta Metallica, desde Megadeth hasta Marvin Gaye, han confrontado desde sus letras con la codicia y la maldad de aquellos barones de los poderes políticos-económicos que se benefician con cada conflicto bélico y los padecimientos físicos y emocionales de los soldados. En 1970, el cuarteto británico Black Sabbath registró en su clásico tema War pigs, incluido en su segundo LP, Paranoid, diatribas que aplicaban tanto para las dos primeras guerras mundiales como para otros enfrentamientos como Vietnam, Corea o la Guerra de los Seis Días.

Otra clásica canción que usa la guerra como tema central es Gimme shelter, de los Rolling Stones, especialmente notable pues los famosos “chicos malos” regularmente no ingresaban en esos asuntos. El tema, que abre el octavo álbum oficial de los Stones, Let it bleed (1969), destaca por la portentosa voz de Merry Clayton, vocalista de soul y gospel, clamando en los coros “¡Violación, asesinato, a solo un disparo de distancia!”. Mick Jagger y Keith Richards, autores del tema, sostiene hasta ahora que la violencia que se vivía en esos tiempos fue la principal inspiración para hacerla.

Billy Joel, el hombre del piano, jamás luchó en Vietnam. Sin embargo, haber tenido muchos compañeros que sí lo hicieron lo inspiró para escribir la emotiva Goodnight Saigon, incluida en su octavo LP, The nylon curtain (1982). El cronista neoyorquino cuenta la historia de un escuadrón que cae frente al peso del Viet Cong y resalta, desde el punto de vista norteamericano desde luego, cuestiones como la hermandad, la solidaridad en batalla y la muerte, ante una insania bélica y el honor de las ordenes que se cumplían aun sin entenderlas del todo, algo que también desliza en Allentown, exitazo del mismo disco.

¿Por qué los presidentes no van a las guerras?

Es una de las frases que cantan, a gritos, Serj Tankian y Daron Malakian en el tema B.Y.O.B., uno de los más difundidos del cuarto álbum de System Of A Down, Mezmerize (2005). El acrónimo significa “Bring your own bombs” (Trae tus propias bombas) y, en el videoclip, podemos ver a una tropa de soldados irrumpir en un concierto del grupo para levantarlos en peso. Como sabemos, la banda con raíces en Armenia ha sido una de las más activas en esto de protestar abiertamente en contra de los maestros de la guerra.

Otros títulos de su discografía como Boom! (Steal this album!, 2002), War? o P.L.U.C.K. (System Of A Down, 1998), abordan el mismo tema, ya sea con referencias a la invasión norteamericana en Irak o el genocidio que sufrió su propia estirpe, a finales del siglo XIX e inicios de XX, a manos del ejército turco, respectivamente. Por cierto, en el segundo caso la sigla significa “Politically lying, unholy, cowardly killers” (Asesinos políticamente mentirosos, impíos y cobardes). Pero el cuarteto que hace poco remeció Lima no ha sido el único grupo contemporáneo que reacciona ante la barbarie bélica.

En 1994, The Cranberries, hasta entonces una banda de pop-rock alternativo de sonido más o menos romántico, electroacústico y amable, sorprendió con una críptica canción que hablaba de bombas, pistolas y madres que lloraban a sus hijos en guerra. Zombie fue el primer single del cuarteto liderado por la recordada Dolores O’Riordan (1971-2018) que se posicionó de inmediato en la memoria colectiva y se convirtió en sinónimo del pop-rock alternativo y el grunge de esa década. Como anteriormente lo hicieron sus compatriotas U2 y The Pogues, los Cranberries compusieron Zombie pensando en los conflictos internos de su país, Irlanda.

En esos mismos años, los californianos Rage Against The Machine lanzaron un par de álbumes cargados de furia y bastante polémica, especialmente por su desinformado apoyo a la locura senderista que asoló a nuestro país, a través del video de Bombtrack, uno de los temas de su disco debut. Sin embargo, canciones como Know your enemy (Rage against the machine, 1992) o Bulls on parade (Evil empire, 1996) sí enfilaron mejor las baterías hacia las agresivas políticas norteamericanas, convirtiéndose en clásicos de la resistencia musical. Como siempre, estos justificados arrebatos terminan siendo aplastados por la realidad y por el mismo ecosistema del espectáculo que, poco a poco, los va estigmatizando e invisibilizando hasta hacerlos minorías sin peso sobre la opinión pública.

2023-2025: Una guerra que divide a estrellas del rock

Desde octubre del 2023, el mundo está sometido a la incertidumbre y la desinformación, a escalas nunca antes vistas. En año y medio, ningún medio de comunicación occidental se ha atrevido a exponer los abusos en Gaza contra las poblaciones civiles palestinas, validando aquello del “derecho a la defensa” del Estado de Israel tras los ataques terroristas de Hamás.

Y hoy, después de una semana y media de que las huestes de Benjamin Netanyahu atacaran, sin previo aviso y amparándose en rumores, a Irán, sus titulares y páginas web están llenas de las consecuencias de la respuesta del régimen teocrático, cuna del ancestral Imperio Persa, también terribles por cierto, cuyas dimensiones se niegan a reconocer, concentrándose en repetir que son injustos, inhumanos y condenables.

Esa manipulación, mezcla de intencionales sectarismos ideológicos con ignorancias de múltiples niveles, ha generado polarizaciones dentro la escena de la música popular. A diferencia de las protestas hippies reunidas presencialmente en Woodstock, hoy los debates se dan a través de las redes sociales.

El ejemplo más claro fue la reacción de Roger Waters (81), que ha compuesto álbumes como The final cut (Pink Floyd, 1983) o Amused to death (solista, 1992), dedicados también a criticar guerras como las mundiales o la invasión estadounidense a Irak. El cantante y bajista inglés calificó con extrema dureza la actitud de Bono (65), vocalista y vocero de U2. El irlandés, en uno de sus multitudinarios conciertos en Las Vegas, pidió a una masa desinformada y que suele demostrar, especialmente, una supina ignorancia respecto de todo lo que pasa en Medio Oriente, que oren con él por los jóvenes israelíes que estaban en aquel festival de música que se desarrollaba a pocos kilómetros del infierno en la franja, obviando en sus plegarias a las víctimas son asesinadas allá, cotidiana y sistemáticamente.

Del pop de Eurovisión al punk de Holocausts

Otra manifestación de cómo las campañas propagandísticas encuentran ecos en la industria musical moderna de consumo masivo se produjo hace apenas un mes, durante el conocido concurso de talentos Eurovision. Creado en 1956, el festival internacional que lanzó a la fama a artistas como ABBA (Suecia), Céline Dion (representando a Suiza), Massiel (España), la banda de heavy metal teatral Lordi (Finlandia), entre otros, se anuncia como “apolítico” desde hace años.


Sin embargo, prohibió en el 2022 la participación de Rusia a consecuencia de las hostilidades con Ucrania, otros de los competidores. A pesar de este antecedente, Eurovision no accionó sus motores de censura contra Israel para las dos ediciones posteriores a sus ataques masivos sobre Gaza. Peor aun, influyó en el voto online que se abrió en la edición 2025 -en nuestros términos, soltó al ciberespacio a un batallón de troles- para hacer que su representante, la vocalista Yuval Raphael, llegue a la final, aun cuando su actuación no había recibido calificaciones positivas del jurado. Esto motivó reacciones en países como Bélgica y España, en medio de una crisis bélica y humanitaria que lleva ya varias décadas. Por cierto Israel, sin ser un país europeo, participa en Eurovision desde 1973.

Por otro lado, en las entrañas de Jerusalén, a media hora del Muro de los Lamentos, se encuentra el Club Pérgamo, un local nocturno donde se cocina desde hace algunos años un movimiento subterráneo integrado por músicos y artistas urbanos que, con sus declaraciones, desmienten la idea de que existe unanimidad en Israel respecto de toda acción militar que intente desaparecer a una raza. “Todos los extremistas religiosos del gobierno son belicistas, se benefician política, religiosa y económicamente de esta mierda», dice Roy Elani, joven cantante y bajista de la banda de crust-punk Holocausts que han lanzado un disco, Liberation (2023), disponible en su perfil de la plataforma BandCamp con poderosos riffs de thrash metal/hardcore punk y letras cantadas en hebreo, en las que critican el supremacismo sionista, las limpiezas étnicas y todas las formas de discriminación existentes.

Entre Jerusalén, Tel Aviv y Haifa -en estos días bajo fuego iraní por la irresponsabilidad y el cinismo de los principales líderes políticos de Israel- bandas como Holocausts o Alien Fucker son solo dos de las portavoces de esta movida que reacciona, como lo hicieron en su momento los hippies de Woodstock, los punks de Londres o toda la generación de grupos extremos que, desde D.R.I. en los Estados Unidos hasta Dios Hastío en el Perú, lanzaron sus gritos de ira frente a los acomodados líderes de cuello y corbata que deciden, sin el mayor remordimiento, quiénes pueden vivir y quiénes no. O como Bob Dylan quien, también en aquel segundo álbum de 1963, lanzó Talkin’ World War III Blues, toda una premonición.

[MÚSICA MAESTRO] Brian Wilson (1942-2025): Toda una vida oyendo voces

El genio que no quería serlo

A Brian Wilson no le gustaba que lo llamaran “genio”, pues eso podía generar expectativas desproporcionadas sobre su trabajo. La palabra comenzó a asociarse a su nombre pasada la segunda mitad de los años sesenta, cuando ya tenía once álbumes en el mercado y el último de ellos, Pet sounds, recibía los mayores elogios de la crítica especializada, a pesar de que en su momento no le gustó prácticamente a nadie, por despegarse radicalmente del sonido “surf” que había creado con su grupo, The Beach Boys.

Como todo lo que hizo la banda entre 1962 y 1968, el legendario álbum de la carátula en que aparecen alimentando a unos animalitos en el zoológico de San Diego había sido también producto de su inagotable talento y vocación innovadora para componer y hacer arreglos vocales. La rivalidad que la prensa había creado entre los Beatles y los Beach Boys produjo algunas de las mejores producciones discográficas de mediados de los sesenta, que combinaron la estética pop-rock con sensibilidades sinfónicas y ganas de experimentar en los estudios de grabación, algo que en esos años también hicieron artistas como Grateful Dead, Bob Dylan o Frank Zappa & The Mothers Of Invention.

La sana competencia artística entre Brian Wilson y Paul McCartney solo trajo buenos resultados para los amantes de la buena música. Cuando el líder de los Beach Boys escuchó el LP Rubber soul -el sexto de los Beatles, que contiene clásicos como Norwegian wood, Nowhere man o In my life- decidió hacer algo mejor. Se encerró con el letrista Tony Asher y produjo el disco Pet sounds. God only knows, una de las canciones de ese disco, inspiró a McCartney para escribir Here, there and everywhere o Penny Lane y luego, para la construcción de “la banda del Sargento Pimienta”.

Wilson nunca disfrutó mucho de actuar en público –“me gusta estar más detrás de cámaras”, comentaba- y sus problemas psiquiátricos, que sufrió desde muy joven, lo hicieron pasar por épocas muy oscuras, tras su valiente actitud de romper los moldes de su propio grupo con aquel disco, una cruzada casi unipersonal que emprendió en búsqueda de extraer los sonidos que tenía en su cabeza. Solía pasar largas temporadas encerrado en su habitación, rodeado de personas ajenas a sus círculos familiares que le decían qué hacer para mantener un comportamiento social medianamente aceptable. Pero, cada vez que se recuperaba, hacía algo genial.

Brian Wilson, como Syd Barrett (Pink Floyd), Ian Curtis (Joy Division), Jim Gordon (baterista que terminó preso por asesinar a su propia madre) o Peter Green (Fleetwood Mac), es uno de los casos más conocidos de músicos acorralados por verdaderos demonios internos, más allá de haber desarrollado, posteriormente, vicios que bajo la apariencia de calmantes solo acrecentaban los síntomas de depresión, bipolaridad y enajenación. Tendencias suicidas e inseguridades múltiples poblaron la vida pública y privada de Brian, al margen de la atención y reconocimientos que recibía. Afortunadamente, esa vocación autodestructiva jamás fue más fuerte que su musicalidad.

Su muerte, el pasado miércoles, llegó para redondear una pésima semana para el universo de la música, al producirse un día después del fallecimiento de otra superestrella de los años sesenta, Sylvester Stewart, líder de Sly & The Family Stone. Y unos días después, nos enteramos del prematuro paso al más allá de Douglas McCarthy (58), uno de los fundadores de Nitzer Ebb, banda británica pionera de la música electrónica para discotecas. Nos estamos quedando sin los referentes que marcaron a fuego nuestra melomanía, pero nos quedan sus creaciones, eternas, inmortales. Brian Wilson, genio a pesar de sí mismo, habría cumplido 83 años este viernes 20 de junio.

The Beach Boys, una banda familiar

En 1958, cuando Brian Wilson tenía solo 16 años, comenzó a enseñarles a sus hermanos menores, Dennis (14) y Carl (12), a cantar en armonías escuchando canciones de The Four Freshmen y otros grupos vocales, supervisados por su rudo padre, Murry, quien tocaba el piano. Poco tiempo después se unieron al trío su primo, Mike Love (17) y un compañero de escuela de Brian, Al Jardine (16). Para cuando decidieron cambiar su nombre de The Pendletones a The Beach Boys, la configuración del grupo era así: Brian Wilson (voz, bajo, teclados), Carl Wilson (voz, guitarras), Mike Love (voz, saxo), Al Jardine (voz, guitarra) y Dennis Wilson (voz, batería).

Entre 1962 y 1965 la banda se convirtió en la más famosa y comercial de los Estados Unidos, puntas de lanza de un estilo que quedaría inmortalizado como “surf rock”. La dirección vocal de Brian permitía que sonaran como un coro sólido, inspirado en los conjuntos vocales del R&B y el doo-wop, pero con una base de pop-rock instrumental que emulaba el estilo de artistas como Dick Dale o The Ventures. El sonido de los Beach Boys influenció a bandas como The Byrds, Electric Light Orchestra, Queen y muchas otras representantes del pop progresivo, el indie y el dream pop de décadas posteriores.

Las voces altas y aterciopeladas de los hermanos Brian y Carl se combinaban perfectamente con los tonos más graves de Love y Jardine, mientras que Dennis aportaba los tonos intermedios. En vivo, se caracterizaban por tener una imagen luminosa y limpia, siempre con los cabellos largos pero ordenados y uniformados con sus clásicas camisas blancas de rayas negras verticales. En poco tiempo, The Beach Boys logró encarnar el espíritu de la subcultura juvenil de California.

En los estudios de grabación, contaron siempre con la colaboración de un conjunto de músicos de sesión de élite, conocidos como The Wrecking Crew, famosos por haber servido de banda de apoyo para grandes artistas del área de Los Angeles como Sonny & Cher, The Fifth Dimension, The Mamas & The Papas, entre otros. Entre sus miembros podemos mencionar, por ejemplo, a Hal Blaine -considerado el baterista con más sesiones de la historia-, los guitarristas de jazz Tommy Tedesco y Barney Kessel, los saxofonistas Steve Douglas y Plas Johnson -conocido por grabar la versión original del icónico tema de la Pantera Rosa- y la bajista Carol Kaye (90), una de las mujeres que más participaciones ha tenido en la edad dorada del pop-rock y jazz norteamericano.

En ese breve periodo de cuatro años, los Beach Boys registraron canciones que hasta hoy son sinónimo de verano, vacaciones y tablas hawaiianas: Surfin’ safari (1962), Surfin’ USA (1963), Fun fun fun, I get around, la balada Don’t worry baby, inspirada en las Ronettes y su productor Phil Sector (1964), Help me Rhonda, California girls (1965). Nueve álbumes con composiciones originales de Mike Love y Brian Wilson quien, por cierto, no tenía ningún interés en el surf -“Dennis es el único que sabe surfear, yo soy solo el compositor” decía- y uno de covers, el Beach Boys party! (1965) que contiene otro clásico de esa primera época, Barbara Ann, original de The Regents, además de temas de Bob Dylan, los Beatles y otros.

De hecho, escarbando en esa primera porción de su discografía, uno puede encontrarse también con algunas joyas de surf-rock instrumental como Moon dawg (1962), The rocking surfer (1963), Carl’s big chance (1964) y hasta una versión de Misirlou, cuya popularidad resurgió en los años noventa cuando Quentin Tarantino la incluyó en la banda sonora de Pulp fiction (1994), pero en la versión del guitarrista Dick Dale (1962). Sin embargo, el genio atribulado de Brian decidió ir más allá y, para 1965, se recluyó para cambiar la historia de los Beach Boys -y del pop-rock- para siempre.

Pet Sounds, una obra maestra

Pet sounds (Capitol Records, 1966) es la culminación de una búsqueda interna del mayor de los Wilson por la perfección musical. Este es, definitivamente, el punto más alto de la esquizofrenia de Wilson traducida en combinación de finas e intrincadas armonías vocales, sofisticadas instrumentaciones pop-rock con modulaciones y disonancias propias de la música clásica y uso de diversas tecnologías de estudio, sonidos exóticos, efectos y otras herramientas para lograr el resultado que buscaba.

La segunda etapa del grupo, que había comenzado con algunos temas de los dos discos previos -All summer long y Summer days (And summer nights!!), de 1964 y 1965, respectivamente- es, además de mucho menos conocida, más experimental y rica en matices. Más allá de los rótulos que ha recibido a casi sesenta años de su aparición -pop barroco, pop psicodélico, pop progresivo, rock sinfónico, etcétera- el Pet sounds es producto de una mente atormentada y prodigiosa, atemporal y clásico.

Para esa época (mediados de 1965), Brian había iniciado el tortuoso camino de aislamiento que terminó alejándolo de los escenarios. Paralelamente, una explosión de sonidos gobernaba su cerebro, hasta el punto de pensar que estaba volviéndose loco. La actitud cada vez más antisocial de Brian alteró la relación con sus hermanos y compañeros, especialmente con Mike Love quien nunca estuvo 100% de acuerdo con la nueva dirección musical que adoptaron.

En líneas generales, Pet sounds es un compendio de sentimientos melancólicos y romántica desesperanza, enmarcados en inspiradoras secuencias de acordes y armonías sublimes, como en You still believe in me o Caroline, no, que cierra el disco. I just wasn’t made for these times es, en palabras del propio Wilson, la descripción más exacta de cómo se sentía en ese momento. De las trece canciones del álbum original -en 1997 apareció una colección de cuatro discos compactos con todas las sesiones- solo tres ingresaron al canon de grandes éxitos de los Beach Boys.

Sloop John B., la única no firmada por Wilson y Asher -es originalmente un tema tradicional de las Islas Bahamas, que narra un naufragio -, Wouldn’t it be nice y God only knows. Esta última se convirtió en la máxima expresión de la genialidad de Brian Wilson -Paul McCartney la nombró “su canción favorita de todos los tiempos” y Barry Gibb pensó en dejar de componer después de escucharla-, en la que confluyen tanto sus influencias beatlescas como su pasión por la orquestación clásica, con el uso del corno francés como instrumento melódico principal y la acumulación de bajos y teclados para que sonaran como secciones más amplias. En lugar de cantarla él mismo, le cedió esa responsabilidad a su hermano Carl. Y el resultado fue brillante.

Los 36 minutos de Pet sounds exhiben una inteligente mezcla de estilos y sonidos, con armonías encantadoras, cargadas de una atmósfera de ingenuidad y juventud -Brian tenía 23 años en 1966- que también contrasta con la densa sensación de estar haciendo música de vanguardia, como en los instrumentales Let’s go away for awhile y Pet sounds, o en el revolucionario uso del theremín eléctrico en I just wasn’t made for these times, la primera vez que se usó esta innovación en un disco de rock.

1967-1988: De Good vibrations a Kokomo

Después del logro artístico de Pet sounds, álbum que obtuvo masivo reconocimiento del público recién treinta años después, Brian Wilson logró plasmar una vez más su genialidad, antes de sumergirse en un oscuro ostracismo del cual logró salir de manera intermitente durante las siguientes dos décadas. Autoexiliado en su habitación, Brian Wilson compuso y grabó Smile, que fue anunciado como una continuación del concepto del álbum anterior.

Sin embargo, el disco nunca vio la luz en su momento y se volvió una especie de leyenda. En su lugar, la banda grabó una versión menos densa, que titularon Smiley smile y que produjo otras dos joyas para el catálogo de los Beach Boys: Heroes and villains -cuya secuencia inicial seguramente inspiró a Charly García para su composición Mientras miro las nuevas olas (Serú Girán, Bicicleta, 1980) y Good vibrations, una mini suite vocal de enorme calidad. El tema condensó nuevamente y de manera brillante, los ideales que transmitían los Beach Boys: inventiva musical, letras inspiradoras y un poder de atracción que ha soportado la prueba del tiempo.

Entre 1968 y 1979, The Beach Boys lanzaron once álbumes, pero ninguno logró replicar ni el éxito masivo de su primera etapa ni los picos creativos de Pet Sounds/Smiley smile. Brian Wilson se replegó y estuvo, en varias ocasiones, al borde de abandonarlo todo. Con sobrepeso y entregado a sus adicciones, que cruzaba con gravísimos episodios de paranoia, ataques de pánico y colapsos nerviosos, cedió la dirección del grupo a Mike Love y su hermano Carl. Siguió participando como compositor, vocalista y tecladista, pero ya no con el rígido control creativo de antes.

Algunos puntos altos de este periodo son los discos Surf’s up (1971), Carl and The Passions (1972) y The Beach Boys love you (1977), manifiestos sonoros de principio a fin, pero sin singles. En medio, la recopilación Endless summer (1974), fue un éxito de ventas millonarias. Para las actuaciones en vivo, Brian Wilson era reemplazado por colaboradores cercanos del grupo como Glen Campbell o Bruce Johnston, quien se hizo miembro estable a mediados de los setenta.

Durante los ochenta, The Beach Boys no mantuvieron la misma actividad de las dos décadas anteriores. Este periodo estuvo marcado por las crecientes tensiones entre Brian y el resto del grupo, sus permanentes ingresos a tratamientos psiquiátricos y para bajar de peso, dirigidos por su doctor Eugene Landy -quien finalmente sería acusado de estafa- y la muerte de Dennis Wilson, ahogado mientras surfeaba en California, en 1983.

Sin embargo, casi a finales de la década tuvieron un regreso triunfal a los rankings del mundo entero con Kokomo, canción que sirvió como banda sonora de una película llamada Cocktail (1988), protagonizada por Tom Cruise. En este tema, de sonido plácido y caribeño, Brian Wilson no tuvo nada que ver. Los años siguientes vieron a los Beach Boys convertidos en una retahíla de juicios por regalías, reuniones esporádicas y un par de discos sin mayor resonancia. La muerte de Carl Wilson, de cáncer, en 1998, parecía decretar el ocaso de aquella banda formada en una casa familiar.

El retorno de Smile y más allá

La carrera de Brian Wilson se revitalizó en el 2004 con el esperado lanzamiento de Smile, el proyecto trunco de 1967, con nuevas grabaciones de los temas que había compuesto en aquella ocasión junto al tecladista de sesiones Van Dyke Parks. El álbum fue presentado en concierto, en el Royal Festival Hall de Londres, con críticas muy positivas y el respaldo del público. Siete años después, apareció The Smile Sessions, con las grabaciones originales de los Beach Boys.

El regreso de Smile fue, para Brian Wilson, la tabla de flotación que necesitaba en ese momento, después de todas las turbulencias por las que había atravesado. Esta nueva versión de Smile era su sexta producción como solista, un camino que desarrolló intermitentemente con apariciones como invitado, diversos homenajes en vida y lanzando sus propios discos, revisitando canciones de George Gershwin, de las películas de Walt Disney y de su propio material. At my piano (Decca, 2021), fue su última grabación oficial, una selección de sus composiciones más famosas tocadas en piano clásico.

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