Música Maestro

[MÚSICA MAESTRO] En un reciente podcast disponible en YouTube, el crítico de cine, comunicador y docente universitario Ricardo Bedoya, recordado por el programa El placer de los ojos que dirigió y condujo durante dos décadas en TV Perú (Canal 7), comenta en tono de reproche la eterna ausencia de una industria cinematográfica en el Perú, algo que ni fenómenos como el de ¡Asu Mare!, que son esencialmente ridículos, dudosamente trascendentes y comercialmente exitosos -todo a la vez- han logrado corregir. Los comentarios de Bedoya, vertidos en respuesta a una interrogante sobre la ausencia de registros formales de la producción cinematográfica nacional de los últimos ochenta años, describen una realidad innegable que también podemos aplicar a la música hecha en Perú, una situación de la cual me ocupé con amplitud en este artículo, publicado hace un año en este medio.

Ante ese abandono que es, por partes casi iguales, tanto responsabilidad del Estado como de los sectores privados y del público mismo, en lugar de una memoria artística oficial -musical, literaria, fílmica, pictórica, escultórica- lo que tenemos es un rico pero desorganizado anecdotario nutrido por los recuerdos de los mismos protagonistas de cada escena o las investigaciones de estudiosos interesados en cómo se entendían y vivían las manifestaciones artísticas en un país que, debido a las eternas pugnas políticas y la metástasis de la corrupción, siempre ha visto todo lo relacionado a la educación, la cultura y la identidad popular como algo secundario, inservible salvo cuando puede formar parte de alguna campaña necesitada de iconos que muevan la emoción de los votantes.

Así, el cine de Armando Robles Godoy, los estudios musicológicos de la familia Santa Cruz o las esculturas de Miguel Baca Rossi solo serán útiles si dan la oportunidad -las obras o los nombres de sus autores- para que un partido político, una empresa o un medio de comunicación, finjan tener/sentir apego por la cultura cuando es lo último que les importa frente a sus reales y únicas ambiciones (poder, ganancias o rating, respectivamente). Por eso vemos, de vez en cuando, que se mencionan a diversas personalidades en cualquiera de estas artes pero nunca hay atisbos de intención por corregir esta omisión histórica y movilizar equipos de trabajo, presupuestos y archivos periodísticos para, por fin, rescatar del indigno olvido a tantas expresiones del saber popular que hoy están condenadas a desaparecer.

De eso se trata la tercera publicación de un colectivo de autores que, bajo el paraguas de la siempre activa Editorial Contracultura, nos entrega esta vez un compendio de pequeños pero sustanciosos ensayos para narrar, desde diferentes ópticas, hechos relacionados a la vivencia musical en el Perú, dentro de un rango de seis décadas. El hilo conductor de la obra, titulada Diez historias caletas de la música juvenil peruana, mantiene una identidad basada en desmarcarse de la visión idealizada que suele tratar de vender “un pasado musical glorioso” para concentrarse en contar las cosas lo más objetivamente posible. Aun así, hay diferencias demasiado marcadas entre los tonos y redacciones de los textos que conforman el tomo. Si bien es cierto esto suele suceder en las obras multiautorales, en este caso se hace urgente reclamar un trabajo más fino de edición para evitar altibajos. No porque dificulten la lectura ni la hagan menos atractiva, sino porque un tema tan trascendente como este, merece un tratamiento más especializado para alcanzar productos finales prolijos y dignos del esfuerzo desplegado.

Por ejemplo, el interesante y denso análisis que realiza el historiador Raúl Álvarez Espinoza en su pieza titulada La chicha o cumbia andina entre la violencia senderista y el giro neoliberal, con hartas referencias al complejo contexto sociopolítico vivido durante los ochenta; colisiona bruscamente con la transcripción descuidada que Ignacio Ramos Rodillo hace de Una entrevista a Alberto “Chino” Chávez, guitarrista, productor y compositor que fue uno de los protagonistas de la movida escénica y musical del Perú desde las épocas del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, por lo que a uno le queda la sensación de haber sido extraídos de publicaciones diferentes y no preparados de manera especial para el compendio que, a decir de sus propios compiladores, entra a cerrar una trilogía iniciada por los igualmente buenos Días Felices (2012) y continuada por Cielo Rock (2021). Sería óptimo, en caso hubiera segunda edición, corregir esta clase de observaciones, por muy odiosas y formales que parezcan.

La investigadora Fabiola Bazo, reconocida por sus estudios sobre el rock subterráneo, abre el libro con ¿Y dónde están las mujeres? Una lectura a contrapelo de la historia del rock peruano, texto en el que realiza un repaso de la participación de artistas mujeres en la escena musical local, desde los tiempos de la nueva ola con la cantante Kela Gates o Rebeca Llave, manager de Los Saicos; hasta la insurgencia de figuras determinantes para romper el machismo en el pop-rock nativo, como la vocalista de Ni Voz Ni Voto, Claudia Maúrtua -banda activa desde los noventa-, o el grupo de heavy metal Área 7, liderado por las hermanas Fátima y Diana Foronda.

En sus pertinentes argumentos, Bazo lanza varios reproches a la historiografía musical reciente por no haber dedicado suficientes páginas a las representantes femeninas de la música juvenil nacional, desde las más ubicuas como Patricia Roncal Zúñiga (María T-Ta) hasta Rebeca Llave, manager de Los Saicos, aunque su posición pareciera algo sesgada pues estamos hablando, por un lado, de épocas en que esta marginación era aceptada como “normal” por gruesos sectores de la sociedad- Y, por otro lado, la poca mención de mujeres en retrospectivas no necesariamente responde a un pensamiento subconscientemente discriminador sino a la magra exposición que ha habido tradicionalmente de sus aportes a través de los años, una situación que ha venido corrigiéndose felizmente en tiempos modernos. En ese sentido, la contribución de María de la Luz Núñez, La presencia de músicas en los inicios del metal peruano (1985-1995), se percibe menos panfletaria pero igual de reivindicadora, ofreciendo un acercamiento inédito a aquellas jóvenes que, contra todo prejuicio, alternaron con mucho entusiasmo y determinación en un subgénero de música extrema mayoritariamente consumido y producido por hombres.

Todos los capítulos de Diez historias caletas de la música juvenil peruana tienen valor en sí mismos, por la información que ofrecen a una comunidad de lectores ávidos por profundizar más en los orígenes de los diversos géneros musicales que se han practicado en nuestro país desde la década de los sesenta. Por ejemplo, Una breve historia sobre los inicios del reggae en Lima, contada a cuatro manos por los sociólogos Ernesto Bernilla y Mauricio Flores, rescata los orígenes de la enorme afición que hubo en diversos barrios de Lima Metropolitana por la música jamaiquina, brindando detalles poco explorados de la trayectoria de Alejandro “Pochi” Marambio, su mayor promotor y cultor, sus coqueteos iniciales con la música latina junto al sonero José “Chaqueta” Piaggio -el legendario grupo Guarango- y cómo el reggae se posicionó, casi sin quererlo, entre juventudes mesocráticas de distritos como Barranco y Miraflores, alterando -aunque no dramáticamente- sus verdaderas vinculaciones a poblaciones más bien desfavorecidas y marginales.

La publicación de los testimonios de formación de bandas como Tierra Sur, Hojas Ckas, Mundo Raro, Jericó y Los Nuevos Predicadores, así como de sus inicios en el reducido circuito de conciertos que frecuentaron es, después de todo, un acto de justicia. Sin embargo, como ocurre en otras publicaciones similares, los editores no dedicaron espacio para dar información detallada de años de actividad, formaciones, discografías, etc., que sean a la vez catálogos y fuentes cronológicas, material de consulta para futuros estudios.

Del mismo modo, los capítulos firmados por Hugo Lévano –La música juvenil peruana (1960-1965)– y Fernando Pinzás –Breve historia del pop, rock y otras culturas juveniles en Trujillo (1963-2000)– consiguen generar vasos comunicantes entre dos localidades diferentes, Lima y Trujillo, durante los comienzos de la industria de música en vivo orientada a públicos adolescentes, un aspecto que es complementado por la historia de las matinales -tocadas que organizaban populares locutores de radio en las salas de cine más conocidas de Lima- que nos ofrece Sergio Pisfil. Su ensayo, titulado Las matinales en Lima: Apuntes para una historia cultural, cubre con datos concretos una de las épocas más activas de la escena musical peruana, tras el estallido de la fiebre por el rock and roll que tuvo su momento climático con las visitas de Bill Haley y Chubby Checker, dos estrellas internacionales de alto nivel en su momento, dando origen tanto a la generación nuevaolera, con tendencia la canción romántica, como a los sonidos más rebeldes inspirados en la Invasión Británica, los Beatles y la psicodelia hippie.

La prensa también es abordada en estas historias caletas, un término que, como tantos otros de nuestra jerga local, pasó del hampa al habla cotidiana de personas comunes y corrientes (*). Carlos Torres Rotondo, que viene publicando sobre estos temas desde hace ya buen tiempo, hace un recuento a pasos largos titulado 50 años de escritura en rock, trazando una línea común entre revistas, fanzines y blogs, en tanto son herramientas comunicacionales que poseen un común denominador, el uso de la palabra escrita y el diseño gráfico -especializado en revistas, rústico en fanzines y mixto en todo lo tocante a medios digitales- que podría servir como contexto o inicio de marco teórico para una futura historia de los medios de comunicación en el Perú que comience donde terminó la suya el catedrático y periodista arequipeño Juan Gargurevich Regal en su clásico libro de 1982, Introducción a la historia de los medios de comunicación en el Perú. Aunque interesante, el uso exagerado de citas hace que el texto de Torres se enfríe demasiado.

En ese sentido, Fidel Gutiérrez aporta mayor sensibilidad con Historias de Rock del Sur, al rescatar la figura señera de Estanislao Ruiz Floriano (19??-2015), diseñador gráfico -creador de portadas para varios grupos locales famosos de los sesenta y setenta-, periodista y editor de las primeras revistas dedicadas al ritmo anglosajón más popular del mundo, Rock -que solo tuvo un número, en 1972- y su derivada Rock del Sur -solo duró dos años, entre 1978 y 1980. Aunque fueron muy breves, las motivaciones y experiencias de Ruiz Floriano como promotor de vehículos que sirvan para difundir una escena que, después de todo, nunca logró despegar, son inspiración de todo lo que vino después en cuanto al periodismo musical en el Perú, lo cual las provee de un valor hondo y duradero, cuyos ecos son, precisamente, publicaciones como Diez historias caletas de la música juvenil peruana, que viene siendo presentada con éxito en diversos foros culturales del Perú.

(*) CALETA: Este peruanismo de uso extremadamente extendido en tiempos modernos, surgió en el narcotráfico. Los escondites que armaban los fabricantes de pasta básica en las montañas eran llamados “caletas”, camuflados con tupida vegetación para evitar ser detectados desde lo alto por helicópteros, haciendo referencia a las caletas de pesca, lugares resguardados donde vivían pobladores costeros dedicados a la pesca artesanal. Con el tiempo, “caleta” se volvió sinónimo genérico popular de todo lo “escondido”, lo “oculto” o “disimulado”. Por asociación, cuando se trata de manifestaciones artísticas, lo “caleta” ya no solo alude lo poco conocido, sino también a algo “único”, “exclusivo”. Formas verbales como “encaletar” -equivalente a “esconder”- o “caletear” -pasar de manera disimulada, “pasar “caleta”- son también usadas para realizar actividades de manera disimulada, sin que nadie se dé cuenta.

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[MÚSICA MAESTRO] Terry Kath & Eddie Hazel: Héroes olvidados

Cuando nos hablan de héroes de la guitarra («guitar hero» es un término de uso común en la prensa musical anglosajona) los primeros nombres que surgen son Jimi Hendrix, Eric Clapton, Jimmy Page, Santana, Eddie Van Halen, Slash y un larguísimo y variopinto etcétera. La lista es extensa y cada uno tiene su lugar bien ganado en esa galería en la que coexisten vivos y muertos, músicos de diversas épocas y estilos que comparten esa pasión por llevar al instrumento de seis cuerdas hasta sus máximos niveles de expresión, no importa si es a través del country ortodoxo de Bert Jansch, los experimentos sónicos de Thurston Moore, el virtuosismo sobrenatural de Steve Vai, el blues de Joe Bonamassa o el flamenco orgánico de Paco de Lucía.

Aunque casi siempre los compiladores suelen coincidir en las características principales de un guitar hero -dominio del instrumento, personalidad y actitud propias, presencia determinante en el sonido de su grupo, estilo reconocible, etc.- ha habido ocasiones en las que se ha mencionado a personajes como Kurt Cobain (Nirvana) o Noel Gallagher (Oasis) en esas listas honoríficas, sin darse cuenta de que no cumplen con el perfil. Si bien es cierto ser considerado un guitarrista heroico no es algo que persigan conscientemente estos músicos, también es verdad que no cualquiera puede ser incluido en un catálogo como este, que no baja de las cinco estrellas.

La figura de los héroes de la guitarra es tan antigua como el rock and roll mismo. Si pensamos en personajes como Scotty Moore -de la banda de Elvis Presley- o Chuck Berry, ambos pueden ser considerados pioneros de la emblemática figura del guitarrista líder como símbolo supremo del rock. Desde Pete Townshend (The Who) y Robbie Krieger (The Doors) hasta jóvenes “shredders” que comenzaron publicando videos de sí mismos en redes sociales y a raíz de ello son ahora celebridades entre los amantes de la música instrumental para guitarras, como los brasileños Lari Basilio o Mateus Asato -solo por mencionar dos casos notables-, todos forman parte de la amplia comunidad de guitar heroes que dio origen, en el 2005, a una franquicia de videojuegos del mismo nombre.

Hoy quiero referirme a dos verdaderos representantes de ese concepto, frecuentemente olvidados a pesar de las importantes páginas musicales que han dejado escritas en la historia del rock and roll: Terry Kath (1946-1978) y Eddie Hazel (1950-1992). Ambos guitarristas, nacidos en los EE.UU., definieron el sonido de bandas que encabezaron, cada una a su manera, las posteriores transformaciones y reinvenciones por las que han pasado diversos géneros y subgéneros del pop-rock mundial: Chicago y Parliament Funkadelic.

Mientras que la primera revolucionó el ambiente psicodélico y hippie de finales de los años sesenta con la decisión de introducir, en contextos rockeros, una sección completa de vientos en su configuración estable -algo que solo pasaba en el jazz o conjuntos de música latina- y no como anónimos músicos de sesión/acompañamiento; la segunda ayudó al funk a volverse más arriesgado y multiforme, distanciándose del atildamiento de Motown/Stax y generando misterio con toda una imaginería que combinaba ciencia ficción con psicodelia, extravertido erotismo y mucho ritmo.

Terry Kath aprendió a tocar de manera autodidacta y, desde su adolescencia, pulió su estilo en diversos clubes y bares de su natal Chicago. De fraseos veloces, rudos y concisos, el toque de Kath llamó la atención del saxofonista/flautista Walter Parazaider, quien lo convocó en 1967 para fundar la banda The Best Thing, junto a sus compañeros del conservatorio James Pankow (trombón) y Lee Loughnane (trompeta). Completaban la banda el baterista Danny Seraphine, el pianista Robert Lamm y el bajista Peter Cetera, todos de intensa actividad en los circuitos musicales de la capital de Illinois. Este ensamble poco habitual -a mediados de los sesenta el formato clásico de un grupo de rock era el impuesto por The Beatles y The Rolling Stones, es decir: dos guitarras-bajo-batería- cambió su nombre a Chicago Transit Authority y posteriormente, debido a las quejas de la institución dedicada al control del tránsito en esa ciudad, se redujo a Chicago, nombre con el que se hicieron famosos en el mundo entero.

La guitarra y potente voz de barítono de Terry Kath conformaron una de las varias columnas que sostenían el sonido de Chicago, que sorprendió a propios y extraños con su combinación de estilos (pop-rock, soul, rhythm & blues, jazz) y de instrumentación (el uso de metales y de tres cantantes). Entre 1969 y 1977 la banda editó 11 discos de larga duración, todos de enorme éxito comercial. Los furibundos solos de Kath recibieron elogios del mismísimo Jimi Hendrix, de quien cuentan se «enamoró» de Terry después de escuchar su composición instrumental Free form guitar, perteneciente al álbum debut, llamado simplemente Chicago Transit Authority. En este disco también destaca Liberation, obligatorio tour-de-force para cualquier fanático del rock instrumental, en el cual Kath despliega, a lo largo de sus 14 minutos, las particularidades de su estilo guitarrero: solos largos, uso de pedaleras wah-wah y un sentido muy preciso de la improvisación.

La personalidad de Terry Kath era uno de los principales motores de Chicago, por su buen humor y su abierta disposición a explorar nuevas ideas musicales, aunque detrás de ese carácter alegre se escondía un hombre depresivo que se refugiaba en el alcohol, las drogas y su afición por coleccionar armas de fuego. La tarde del 23 de enero de 1978, Kath jugueteaba con una 9mm durante una fiesta en casa de Don Johnson, un roadie del grupo, y con la pistola en la sien apretaba el gatillo una y otra vez, asegurándoles a todos que no estaba cargada y que, además, el seguro estaba puesto. Lamentablemente, ninguna de las dos cosas era cierta. Terry Kath falleció así, trágicamente, suicidándose involuntariamente a los 31 años. Aunque la banda cambió de estilo tras la pérdida de uno de sus fundadores -una movida que, lejos de afectarlos, consolidó y extendió su fama-, en el recuerdo quedan sus clásicas grabaciones como las mencionadas Free form guitar y Liberation.

Además, por supuesto, de todos los clásicos de la primera etapa de Chicago en la que destaca esa Fender Stratocaster que parecía incendiarse en cada solo. El riff de 25 or 6 to 4 -del segundo álbum, de 1969- es hasta ahora uno de sus temas más aclamados e infaltable en sus conciertos actuales, a más de cinco décadas de distancia. Su cavernosa voz, por la que incluso se ganó el alias de “Ray Charles Blanco”, brilla en los segmentos Colour my world y Make me smile de la suite Ballet for a girl in Buchannon -uno de los temas principales del tercer disco, titulado Chicago II (1970)- y muchas otras, entre las que destacan Dialogue Parts I & II (Chicago V, 1972), Wishing you were here (Chicago VII, 1974) o el cover de The Spencer Davis Group, I’m a man (Chicago Transit Authority, 1969).

Como compositor, Terry Kath contribuyó con temas poco difundidos del grupo como Once or twice (Chicago X, 1976), Mississippi Delta city blues, de estilo funky (Chicago XI, 1977), la alatinada Byblos (Chicago VII, 1974) o An hour in the shower (Chicago III, 1971), otra de esas mini suites típicas en este periodo de Chicago, en que Kath expresa mejor su estilo anclado en el soul. Tras aquella lamentable pérdida, su lugar ha sido cubierto por varios excelentes guitarristas, entre ellos Donnie Dacus (1978-1980), Chris Pinnick (1980-1985), Dawayne Bailey (1986-1994) y Keith Howland (1995-2021) pero el aura de Kath, su sonido y personalidad, nunca pudieron ser reemplazados.

Por su parte, Edward «Eddie» Hazel fue el primer lugarteniente de George Clinton, el célebre Dr. Funkenstein, amo y señor de ese combo alucinante llamado Parliament-Funkadelic que asoló las pistas de baile de los ghettos en las décadas setenta y ochenta y que posteriormente, con un Clinton ya agotado y clonando/reciclando todas sus ideas previas, se denominó The P-Funk All Stars. Hazel, nacido en Brooklyn en 1950, vio la transformación de Clinton que pasó de ser el líder de una banda vocal de doo-wop llamada The Parliaments a esta especie de gurú del ritmo y del aquelarre armado por/para las comunidades negras norteamericanas, que llegó a su máxima expresión con aquel excepcional álbum de 1976, Mothership Connection, que condensa toda la filosofía que el colectivo ya venía desplegando en sus álbumes, lanzados bajo los nombres Paliament y Funkadelic de manera simultánea, entre 1970 y 1975.

La guitarra de Hazel, que intercalaba fraseos del soul y el funk clásicos, herederos de esa tradición encabezada por James Brown, Otis Redding y Isaac Hayes, con arranques psicodélicos y eléctricos más propios de Jimi Hendrix, domina los tres primeros álbumes de la naciente mitología P-Funk – Funkadelic (1970), Free your mind… and your ass will follow (1970) y Maggot brain (1971). Bajo la dirección de George Clinton, la formación original de Parliament-Funkadelic, integrada por los cantantes Grady “Shady Grady” Thomas, Ray “Stingray” Davis, Clarence «Fuzzy» Haskins, Calvin Simon; y los músicos Eddie Hazel (guitarra), Billy “Bass” Nelson (bajo), Bernie Worrell (teclados) y Ramon “Tiki” Fulwood (batería), rompió el mito de que los músicos de color solo podían hacer música suave, romántica o rítmica.

Funkadelic fue estableciendo las bases para la evolución del funk con cada uno de sus lanzamientos, combinaba esos elementos básicos con un sonido crudo, agresivo, casi parecido al hard-rock de grupos como Led Zeppelin o Cactus, gracias a la electrizante guitarra de Hazel, con riffs y solos que, por momentos, parecían fuera de contexto, y con un look que anticipó, con sus ropajes multicolores, sombreros extravagantes, bigote y barba, al de Snoop Dogg. Esos tres discos son considerados clásicos, no solo del género funky, sino de toda la década de los setenta, caracterizada por esa creatividad despabilada y libre que buscaba poner de vuelta y media al público.

Precisamente, en el álbum Maggot brain se encuentra el tema que le dio a Hazel la categoría de guitar hero: un épico lamento de casi 10 minutos, que le da nombre al álbum -según el guitarrista, «los gusanos cerebrales» hacían referencia tanto a los efectos del consumo de drogas como a una descripción alegórica del control mental que se ejerce desde el poder- y sacó de la oscuridad a la banda, convirtiéndola desde entonces en una «de culto». El tema es una etérea manifestación de sentimentalismo y sensualidad, propulsada por las múltiples capas de guitarras ensambladas por Hazel en los estudios de grabación. Según entrevistas de la época, durante las sesiones de Maggot brain, Clinton le pidió que tocara la primera parte “como si su madre acabara de morir” y la segunda, como si le dijeran que eso era falso.

En los discos Standing on the verge of getting it on (Funkadelic) y Up for the down stroke (Parliament), ambos de 1974, la guitarra de Hazel alcanza notable prominencia, especialmente en el primero, en el cual firma como coautor de las siete canciones que contiene y lanza furibundos solos en temas como Red hot mamma y la instrumental Good thoughts, bad thoughts -una especie de segunda parte de Maggot brain. Lamentablemente, los problemas de Eddie Hazel lo alejaron de una promisoria carrera musical. Ese mismo fue apresado por posesión de drogas y agresión a dos trabajadores de una línea aérea, lo cual motivó su salida del grupo.

Desde su liberación, en 1976, las apariciones de Hazel con Parliament-Funkadelic fueron muy esporádicas y no alcanzó a formar parte de la legendaria gira que hizo el colectivo para apoyar el disco Mothership Connection, ocasión en la que fue cubierto por Garry “Diaper Man” Shider, Glenn Goins y, especialmente, Michael “Kidd Funkadelic” Hampton, su reemplazo definitivo. En los conciertos de The P-Funk All Stars durante el siglo XXI, Hampton alternaba los solos y riffs registrados originalmente por Hazel con DeWayne «Blackbyrd» McKnight, extraordinario guitarrista conocido por ser integrante de The Headhunters, el grupo de jazz-funk que armó Herbie Hancock a mediados de los setenta.

Luego de grabar su único disco como solista, titulado Games, dames and guitar thangs (1977), con varios de sus compañeros de P-Funk y en el que destacan alucinantes covers de I want you (She’s so heavy) de The Beatles y California dreamin’ de The Mamas & The Papas, Eddie Hazel se sumergió en un voluntario exilio musical. El 23 de diciembre de 1992, el músico falleció de una afección al hígado. Tenía 42 años. Las tristes notas de Maggot brain fueron tocadas durante su funeral.

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[MÚSICA MAESTRO]  En 1998, a dos años de la publicación del primer “vladivideo”, un hecho que todos ubicamos en aquel entonces como el verdadero inicio del fin del fujimorato -muchos, ingenuamente, creímos que ese final sería definitivo por la contundencia paquidérmica de aquella corrupción que la mayoría hasta entonces solo decía percibir- el Perú ya era un completo desorden política, social y culturalmente. El desgaste y perfil dictatorial del segundo mandato de alias “El Chino”, la eliminación de Perú del Mundial Francia ’98, detrás de los cuatro clasificados que fueron Argentina, Colombia, Paraguay y Chile -Brasil fue campeón en el anterior- y el reinado televisivo de Magaly Medina y Laura Bozzo configuraban una atmósfera nacional irrespirable, de múltiples injusticias y frustraciones dando vueltas en distintos niveles del entramado ciudadano.

Los jóvenes clasemedieros de esa época, recientemente egresados de las universidades, ya sentíamos en carne propia los golpazos de un mercado laboral desigual, reservado para unos cuantos privilegiados, sometiéndonos a subempleos para ganar la experiencia que nos hacía falta. Cada lunes, los principales distritos de Lima Metropolitana lucían largas colas de adultos en ciernes que, folders de manila bajo el brazo, buscaban trabajo de cualquier cosa; mientras que paralelamente en tugurios, mercados de barrios populares y nacientes conos -cuando todavía se les podía llamar así-, se consolidaba el caos urbano-marginal que los analistas amantes del chorreo venden como “emporios comerciales” y que hoy son tierra liberada para extorsionadores, cobradores de cupos y sicarios.

En ese contexto, desde los extramuros de la escena vanguardista-subterránea, dos inquietos jóvenes universitarios, inmersos en la creación heroica de un anti-movimiento -parafraseando a los Tribalistas- que se distinguiera/distanciara de todo lo convencional y que ya venían dando vueltas en ese bastión minúsculo, pero con fuertes convicciones artísticas desde 1995 aproximadamente, se juntaron para armar un proyecto de música electrónica que denominaron Fractal.

Wilder Gonzáles Ágreda y Wilmer Ruiz Perea, entonces de 21 y 20 años respectivamente, amigos de la Universidad de Lima donde estudiaban Ciencias de la Comunicación, fueron dos de los principales instigadores de lo que se conoció como Crisálida Sónica, un colectivo de bandas de post-rock, shoegaze y electrónicas varias que, en 1997, lanzaron un cassette independiente llamado Compilación I reuniendo a cuatro de sus principales exponentes, entre ellos Fractal con un par de temas, Oh Dios! y Etersónico. Esta producción se convertiría, a la larga, en la base para toda una generación de experimentadores del sonido. Las otras tres bandas incluidas en Compilación I fueron Espira, Hipnoascensión -en la que también alternó Wilder Gonzáles- y Catervas, la más estable de todas.

En 1998, un año después de Crisálida Sónica, Wilder y Wilmer, todavía como Fractal, lanzaron una maqueta con siete temas concebidos entre Los Olivos y Surco -distritos en los que vivían los integrantes del dúo- y grabados en su mayor parte en los estudios Melchormalo de Surco. La cinta navegaba a brazo firme entre la electrónica experimental y el ambient de Brian Eno, el setentero krautrock alemán -valga la redundancia- de bandas fundamentales como Faust, Can y la electrónica también germana de Cluster o Einstürzende Neubauten, con sonidos atmosféricos y pendulares, oscilaciones eléctricas y efectos de sonido capaces de despegar tus pies del suelo y conducirlos hacia realidades paralelas de distintas texturas y colores.

Confieso que, en su tiempo, jamás tuve contacto con esta vertiente de música hecha en Perú. Para mí, a pesar de pertenecer a la misma generación de los miembros de Fractal -igual que sus colaboradores, grupos o solistas similares y fieles seguidores/promotores- todo lo relacionado a la manipulación del sonido a través de sintetizadores, instrumentos y computadoras -lo que algunos llaman “metamúsica” o “no música”- no existía en nuestro país. Por alguna razón que no puedo determinar muy bien, mi contacto con las opciones ajenas al mainstream nacional solo tuvieron relación con todos los derivados del rock.

Desde las ondas expansivas del punk y el metal anglosajones que inspiraron la movida “subte” de inicios de los años ochenta hasta ciertos coqueteos con lo post-punk, conocía, en medidas grandes o parciales, lo que trataban de hacer los jóvenes peruanos de mi edad, desde distintas trincheras pero con denominadores comunes como la absoluta carencia de recursos técnicos y nula cobertura/difusión mediática, para descargar su ira y frustración contra lo establecido, sus ansias de expresarse y reaccionar ante los medios convencionales que, en aquel 1998, convencían a las masas de que el pop-rock local solo podía sonar a Líbido, Pedro Suárez Vértiz y La Liga del Sueño. Pero no llegué nunca a escuchar a ninguno de los “crisálidos”.

Es decir, sí sabía de su existencia, a través de las apasionadas reseñas de mis colegas de Freak Out! –muchos de los cuales provenían, además, de las canteras de otras revistas musicales como Caleta, 69 o Sub- pero jamás me interesó, siendo absolutamente francos, escucharlos. Eso cambió cuando hace pocos años, Wilder Gonzáles Ágreda -a quien conocía más por sus escritos en Freak Out! que como compositor o experimentador-, ya convertido en prolífico artista solitario, lanzó un disco recopilatorio llamado 25 años de revolución (2020) en donde hace un recorrido por sus principales alter ego -Avalonia, The Peruvian Red Rockets, Azucena Kántrix, El Conejo de Gaia-, una escucha que me generó un auténtico pero tardío interés en esta propuesta y actitud que busca confrontar, sin temores ni complejos, mediante el uso creativo y a veces perturbado de las ondas sonoras.

Y ahora, que el auroral cassette de 1998 ha sido relanzado, con motivo de su aniversario 25, en disco compacto y archivos digitales a través de su sello independiente Superspace Records, es el momento preciso para dar un paso más en esto de saldar cuentas con Fractal y su viaje que tiene de digital (artificial) pero también de onírico/psicótico (natural), a fuerza de sostenerse como los más outsiders entre los outsiders de la siempre magra y limitada escena local, un logro que merece ser resaltado independientemente de que nos genere entusiasmo o no. El acontecimiento viene siendo celebrado con entusiasmo en espacios especializados e incluso ha recibido elogios del crítico musical británico David Stubbs, autor de interesantes libros sobre música electrónica y el krautrock.

Escuchando los temas de esta edición remasterizada de Fractal, que pasaron de siete a nueve con el añadido de dos canciones provenientes de otra producción de 1998 del dúo, que habían aparecido originalmente en un EP compartido con Evamuss -proyecto unipersonal de Christian Galarreta, otro activo militante de la generación “crisálida”-, se me ocurre que podrían haber sido compuestos este año. El uso de secuencias, voces procesadas, ruidos no musicales -burbujeo de líquidos, goznes de puertas, papeles rasgados- y su integración con bajos, teclados y baterías tanto orgánicas como electrónicas, es moneda corriente en estos tiempos del “copy-and-paste” en los que personas sin ninguna formación musical son capaces de producir álbumes completos.

Pero también podrían haberse creado en 1976, una época en que las palabras “computadora personal”, “software para edición de audio” o “USB” no existían ni en los relatos de ciencia ficción más marcianos y que músicos de conservatorio como Karl Heinz Stockhausen (1928-2007) o Holger Czukay (1938-2017) aplicaban sus conocimientos formales y académicos a la experimentación con la mirada puesta en el futuro. En ese tiempo, la electrónica vanguardista tuvo diversos vasos comunicantes con el rock progresivo, por ejemplo, integrando de manera indisoluble para aquel entonces el academicismo con la improvisación. Una de las muestras más palpables de ello fue el álbum (No pussyfooting) (Island Records, 1973) en que Robert Fripp, insigne guitarrista de King Crimson -¡qué más progresivo que eso!- se une con Brian Eno (Roxy Music) para elucubrar uno de los discos pioneros de la música ambient y experimental.

Algunos sonidos de Fractal me remitieron directamente a Pink Floyd -en especial a temas de su periodo 1970-1972, como la introducción de A saucerful of secrets en el concierto en vivo en las ruinas de Pompeya (Live at Pompeii, 1972) o la parte inicial de One of these days, canción del álbum Meddle (1971). Aun cuando las banderas que defiende Wilder Gonzáles Ágreda, compositor de todas las aventuras sonoras del disco, son las de la “no música” -él mismo se define como autodidacta, una persona que “no sabe nada de ciencia musical y que es pura intuición”- estas conexiones con la psicodelia musical clásica que reposa sobre la destreza en el manejo de instrumentos y aparatos presentan, en una primera lectura, contradicciones.

Pero, después de varias pasadas al CD, esas supuestas antípodas se erigen como una especie de movimiento circular que conduce todo hacia un mismo punto, la satisfacción emocional que producen sonidos (des)ordenados pero con sentido, con visión artística. Hay, por supuesto, distancias insalvables entre las posibilidades que te da ser un virtuoso o no serlo (el eterno debate de la técnica versus la sensibilidad) pero, más allá de esa discusión y los matices que pueden encontrarse en medio, desde personas con profunda formación musical pero poca/nula creatividad o extremada frialdad hasta personas incapaces en lo musical pero altamente imaginativas y sensibles, la experiencia sensorial de Fractal equivale a una teletransportación que trasciende sus aciertos y limitaciones.

Como dice el filósofo y crítico musical John Pereyra (aka Hákim de Merv), probablemente la persona que más sabe acerca de las movidas vanguardistas locales: “La innata ascendencia cósmica de Fractal se pone en evidencia casi a cada minuto en que su track list original es reproducido”. Efectivamente, desde el arranque con Ilumíname, con ese pulso acelerado que da fondo a olas zigzagueantes de circuitos electrónicos hasta la extensa ¿c’o? -más de diez minutos de una tormenta de distorsiones y efectos sintetizados bajo líneas improvisadas de teclados que no responden a ninguna lógica- el álbum somete al oyente a una retahíla de emociones –“efectos secundarios”, como menciona Pereyra en uno de los comentarios que ha publicado sobre este lanzamiento- que, si bien es cierto, carecen de mensajes concretos, sirven para aislarse del encanallamiento grotesco de lo que hoy las masas consideran “música” y adentrarse en un mundo tecnológico impregnado de claroscuros que, paradójicamente, poseen fuertes dosis de espiritualidad no obstante su origen 100% artificial.

Temas como (Fixin’ to) die o Traslación resultan muy interesantes por las combinaciones de influencias que duermen detrás de estas enigmáticas alteraciones sonoras, desde Jean-Michel Jarre hasta Spacemen 3 pasando, por supuesto por Kraftwerk y Harmonia ‘76, todos representantes de la formación musical puesta al servicio de la experimentación, esa de la que Gonzáles Ágreda reniega. Por otro lado, Soy tuyo Señor que, en uno de los temas adicionales del mencionado disco compartido con Evamuss aparece con título intervenido para generar un sugerente juego de palabras de múltiples interpretaciones -Soy tu/Yo Señor- la presencia de una base rítmica convencional lo convierten en lo más “normal” que le he escuchado a Wilder Gonzáles Ágreda, sin ir desmedro de ese ser “inasible a las clasificaciones” -Pereyra dixit- que es Fractal, el disco. De hecho, los más duchos en este subgénero de la electrónica podrían considerar esta canción como la menos atractiva ya que, a diferencia del resto, sí posee una cadencia accesible.

Uno de los aspectos que vale la pena destacar de este trabajo, realizado en un momento que, como hemos dicho, estuvo marcado por la depresión política, económica, cultural y social -la sanguaza que generó todo lo que estamos viviendo hoy en el Perú- es que Wilder Gonzáles Ágreda y Wilmer Ruiz Perea trabajaron con muchas limitaciones, generando toda clase de climas enrarecidos con teclados portátiles muy simples y una que otra pedalera financiada por ellos mismos, nada que ver con la sofisticación con que solemos asociar a los proyectos de música electrónica. A diferencia de Gonzáles, Ruiz está algo alejado de esta escena, aunque en ese tiempo sí colaboró de cerca con bandas como Resplandor y Catervas. Juan “Antena” Roldán, otro cófrade de Crisálida Sónica, integrante de Hipnoascensión, colabora con el bajo en Colisión matriz.

Aunque el nombre de la banda provendría originalmente de la canción Fractal flow, single de 1996 que marcó el retorno a los estudios de Silver Apples, una banda neoyorquina pionera de la música electrónica, muy activa a finales de los sesenta, la teoría de los fractales informó también el concepto de carátula del cassette original, con una ilustración hecha por Christian Galarreta que ha sido actualizada por Manuel Serpa, responsable del diseño de carátula de varias de los más de treinta álbumes que ha producido Wilder en la última década, entre las que destacan Rojo (2022), Terrorista! (2019) Music for dreamers (2019) y Contracultura (No al arte falso) (2021).

(*) El término “fractal” proviene del mundo científico. A mediados de los años setenta, un matemático polaco-francés, Benoît Mandelbrot (1925-2010) se inventó la palabra -que, a su vez, proviene del latín “fractus” que significa “fracturado”, “quebrado”- para denominar aquellos objetos o formas geométricas que repiten de manera aleatoria y a la vez homogénea patrones, contornos o figuras en distintos tamaños y escalas fragmentadas.

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1998, Electrónica, Fractal, Post-Rock Perú, Underground, Wilder Gonzáles Ágreda

Aunque solemos referirnos al instrumento usando la grafía “cello” -abreviación del nombre en italiano “violoncello”- el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española consigna las voces castellanizadas “violonchelo” y su derivado corto “chelo”. Una curiosidad que desnuda las falencias de la inteligencia artificial. Cuando le solicitas un significado de “cello” al Chat GPT, el robot de moda escribe, en un burdo intento por ser conmovedor, que es “un instrumento cercano a Dios porque “cello” significa “cielo” en italiano”. Una grosera inexactitud que debe haber tomado de internet, desde luego, botón de muestra de que la famosa IA puede llevarte a más de una vergonzosa patinada.

Andrew Lloyd Webber, el célebre compositor británico de famosas obras musicales como El fantasma de la ópera (1986), Jesucristo Superstar (1970) o Evita (1976), es un gran apasionado del cello -de hecho, su hermano menor Julian es un reconocido concertista de cello- y cuenta que su experiencia musical más emocionante ocurrió en el Royal Albert Hall, durante la ceremonia de los Proms de la BBC del año 1968, realizada el mismo día en que Rusia invadió Checoslovaquia. En aquella tradicional gala musical, Rostropovich, de nacionalidad rusa, interpretó el Concierto para Cello en Si bemol Op. 104, B. 191 del compositor checoslovaco Antonín Dvořák (1841-1904). “Mientras afuera del teatro había manifestantes, las lágrimas corrían por los ojos de Rostropovich, al frente de la Orquesta Sinfónica del Estado Soviético, mientras tocaba esta pieza de enorme carga nacionalista para la población checa”. Aquí el audio de esa histórica presentación.

The Beatles fue una de las primeras bandas de pop-rock que incorporaron ensambles de cuerdas en sus producciones dirigidas a un público masivo. Fue su productor George Martin quien les trajo la idea y se encargó de escribir los arreglos para violines, violas y cellos que escuchamos en dos de sus canciones más populares: Yesterday (Help!, 1965) y Eleanor Rigby (Revolver, 1966). En aquellas grabaciones, los cellistas invitados fueron Peter Halling y Francisco Gabarró en la primera, considerada la balada más grabada de la historia; mientras que, en la entrañable historia de soledad narrada por Macca, tocan los cellistas Derek Simpson y Norman Jones. Y, aunque el pop-rock sinfónico comenzó a extenderse de manera imparable desde esos años -Procol Harum, Deep Purple, Bee Gees, The Mothers Of Invention, The Moody Blues- ya sea con orquestas completas o conjuntos de dos a cuatro instrumentos clásicos-, hubo una banda que llevó esto a otro nivel.

Electric Light Orchestra fue, probablemente, el primer grupo que incluyó en su formación estable a un violinista y dos cellistas, no solo para acompañar pasajes cortos de determinadas canciones sino como parte fundamental de su sonido. Los cellistas Hugh McDowell y Melvyn Gale fueron parte de la alineación de ELO durante toda su etapa clásica (1972-1979) en la que estuvieron además Mik Kaminski (violín), Richard Tandy (piano, teclados), Bev Bevan (batería), Kelly Groucutt (bajo) y, por supuesto, su líder, productor y compositor principal, Jeff Lynne (voz, guitarras). Canciones como Livin’ thing (1976), Roll over Beethoven (1973) o Sweet talkin’ woman (1978) son muestras de su repertorio que se inspiraba tanto en los Beatles como en Beethoven y Chuck Berry. Muchos años después, en los noventa, la banda escocesa de indie pop Belle & Sebastian enriqueció su lánguido sonido con la cellista y cantante Isobel Campbell, en temas como por ejemplo Expectations de su primer álbum, Tigermilk (1996) o su clásico The fox in the snow (If you’re feeling sinister, 1998).

El cello es instrumento fijo en toda composición de lo que conocemos normalmente como música clásica. Las partituras de óperas, ballets, zarzuelas, musicales de Broadway, bandas sonoras de cine y televisión, así como el amplio catálogo de música instrumental para ensambles sinfónicos, contienen líneas melódicas y solos para cello. Entre los intérpretes históricos del instrumento podemos destacar, además de los mencionados Jackeline du Pré y Mstislav Rostropovich, al español Pablo Casals (1876-1973), el letón Mischa Maisky (1948) y el británico Julian Lloyd Webber (1951), además de la constelación anónima de músicos que, a lo largo de las décadas, ha interpretado tanto a los clásicos -Bach, Vivaldi, Beethoven- como a los más modernos – Béla Bartók, György Ligeti, Gabriel Fauré-. De la nueva generación, el trabajo de Sheku Kanneh-Mason, un joven inglés de 24 años, destaca por su pasión hacia la música en general, sin discriminar géneros ni épocas. En sus recitales, Kanneh-Mason puede tocar melodías de Edward Elgar, Johannes Brahms o Maurice Ravel y luego intercalarlas con himnos pop de Leonard Cohen o Bob Marley. También destaca la joven cellista china Wendy Law, muy activa en redes sociales, que lanzó en el 2019 su primer disco oficial, Pasión, doce melodías entre clásicas y populares que pueden verse y oírse en su canal de YouTube.

Pero el cello también es protagonista de otros contextos musicales, algunos que pueden parecer totalmente incompatibles con la música para la cual se creó. En ese sentido, el cuarteto Apocalyptica irrumpió en la segunda mitad de los noventa, desde Finlandia, con una propuesta que sorprendió a más de uno. Vestidos de negro y con caras de pocos amigos, los cuatro cellistas lanzaron un par de álbumes –Plays Metallica by four cellos (1996) e Inquisition symphony (1998) con covers de conocidas bandas de heavy metal. Entre el 2000 y el 2020, el grupo ha lanzado un total de siete álbumes con música propia, agresiva y oscura, con la participación de músicos destacados del género como el baterista norteamericano Dave Lombardo (Slayer) o la vocalista italiana Cristina Scabbia (Lacuna Coil). Por su parte, el dúo croata 2Cellos surgió durante la segunda década del siglo XXI adaptando al cello un rango más amplio de composiciones del pop-rock. En sus álbumes podemos encontrar temas de Sting, Iron Maiden, John Williams, Ac/Dc, Elton John, etc. Los integrantes de ambas agrupaciones tienen en común una sólida formación académica, lo cual les permite ser muy versátiles como intérpretes y arreglistas.

Compositores de música instrumental de vanguardia como los franceses Pierre Boulez (1925-2016) u Olivier Messiaen (1908-1992) también han escrito piezas para cello como, por ejemplo, el quinto movimiento de Quatuor pour la fin du temps (Cuarteto para el fin de los tiempos), titulado Louange à l’éternité de Jésus (Alabanza a la eternidad de Jesús), obra de Messiaen que tiene una melodía extremadamente lenta y reflexiva (escuchar aquí). En el otro extremo, la compositora finesa Kaija Saariaho, fallecida hace unos días a los 70 años, llevó la expresividad del cello al límite con su obra del año 2000 Sept papillons (Siete mariposas), con progresiones impredecibles, ataques percusivos, armónicos y sonidos extraños generados con el arco. En las arenas del jazz, cabe recordar el extravagante trabajo del cellista afroamericano Abdul Wadud (1947-2022) que, luego de recorrer varias orquestas, inició su discografía como solista con un álbum titulado By myself (1977), considerado una obra de culto por cellistas modernos.

Uno puede disfrutar de las conmovedoras texturas del cello tanto en contextos clásicos como en melodías populares. Como ejemplo de lo primero, no podemos dejar de mencionar la Sonata para arpeggione y piano en La Menor del austriaco Franz Schubert (1797-1828) que alcanzó estatus de legendaria por esta versión que hicieran, en 1968, el pianista británico Benjamin Britten y, nuevamente, el ruso Mstislav Rostropovich. Su interacción era tan extraordinaria que, después de la muerte de Britten, Rostropovich decidió no tocar nunca más dicha pieza.

Y, hablando de otros géneros, el trabajo del brasileño Jacques Morelenbaum, con Caetano Veloso y Ryuchi Sakamoto, incluye transcripciones al cello de clásicos de jazz y bossa nova, además de ser experto en el repertorio compuesto por Heitor Villa-lobos (1887-1958) como esta Sonata para cello No. 2, aquí interpretada por Antonio Meneses. El instrumento se convirtió, en el año 2020, en personaje de un ballet dedicado a la vida de Jacqueline du Pré. The Cellist se estrenó en el año 2020 en la Royal Opera House de Londres, y fue un éxito para la crítica especializada por su puesta en escena cargada de intensidad y belleza.

POST-DATA: El lunes 5 de junio, a los 83 años, falleció Astrud Gilberto, la voz que popularizó el clásico de Antonio Carlos Jobim The girl from Ipanema (Garota de Ipanema es su título original). Su historia completa la próxima semana. Por ahora, esta versión en cello a cargo de Madeleine Kabat y Christian Grosselfinger. Que la disfruten.

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Apocalyptica, Beatles, cello, Elo, JACQUELINE DU PRÉ, Mstislav Rostropovich, Música Clásica
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