Música Maestro

[Música Maestro] Nicomedes Santa Cruz: Orgullo de la cultura afroperuana

El centenario de un maestro

En sus décimas, poesías y canciones se encuentran las costumbres y oficios, las penas y alegrías, los sueños y pesadillas de la comunidad negra peruana, descendiente de los esclavos africanos que llegaron a estas tierras en tiempos coloniales. También crean vasos comunicantes entre lo afroperuano y lo afrocubano, lo afrocaribeño, lo afrobrasileño y etcéteras, “en un abrazo latinoamericano” como dice en su poesía América Latina (1964). 

En su voz, profunda y grave, reside el alma de una cultura afroperuana que hoy, en el año del centenario de su nacimiento, es motivo de admiración y estudio en el mundo entero. Una oportunidad para recuperar del olvido la obra literaria, académica y musical de una de las personalidades que más hicieron para animar la escena artística peruana en tiempos en que nadie hablaba de integración y pluriculturalidad. La página web https://www.nicomedessantacruz.com/ acaba de ser lanzada, con información detallada sobre todo lo que hizo. Un aplauso para sus creadores.

“A cocachos aprendí / mi labor de colegial / en el colegio fiscal / del barrio donde nací…” Así comienza La escuelita, una de las creaciones más difundidas de Nicomedes Santa Cruz, publicada por primera vez en 1980 en su disco Décimas y poemas, una de sus últimas producciones discográficas oficiales, antes de emigrar a España, donde profundizaría aun más -si tal cosa era posible- sus estudios y labores de difusión de lo negro en el Perú. 

Para cuando apareció esta copla, que todos aprendimos siendo niños, don Nico era ya reconocido como el más importante artista afroperuano, cuyas preocupaciones por rescatar, difundir y reivindicar las expresiones del alma negra de nuestro país lo llevaron a recorrer el mundo entero, “de Cañete a Tombuctú, de Chancay a Mozambique”, recitando y ofreciendo conferencias que fueron aplaudidas en México, Cuba, España y hasta en países de habla no hispana como Senegal, en África o Francia, en Europa; con mucho mayor entusiasmo por parte del público que aquí en el Perú, su propia tierra.  

La importancia de Nicomedes Santa Cruz y sus aportes a la cultura negra del Perú se oficializó cuando el Congreso de la República aprobó, en el año 2006 -a finales del gobierno de Alejandro Toledo- la Ley No. 28761, a través de la cual se estableció cada 4 de junio, fecha de nacimiento del artista, como el Día de la Cultura Afroperuana, para rendir homenaje a la contribución de las poblaciones afroperuanas en diversos ámbitos de la vida y desarrollo de la identidad nacional, que fueron formándose desde tiempos ancestrales. Desde el 2014, la fecha se transformó en el Mes de la Cultura Afroperuana. 

Nicomedes Santa Cruz Gamarra

Proveniente de una familia numerosa –era el noveno de diez hermanos- Nicomedes, que había nacido en el populoso distrito limeño de La Victoria un 4 de junio de 1925, abandonó el oficio de herrero para dedicarse a escribir décimas, un arte poético popular que se cultivaba desde el siglo XVI en España con el nombre de “espinela”, en honor al poeta y sacerdote español Vicente Gómez Martínez Espinel (1550-1624), a quien se atribuye su creación.

Nicomedes ayudó a recuperar del olvido este estilo de poesía, gracias a su sociedad con otro clan afroperuano proveniente de Huaral, los Vásquez, quienes lo acompañaron a lo largo de su trayectoria en el Perú como cantantes, guitarristas, zapateadores y percusionistas, bajo el liderazgo de su patriarca, Porfirio Vásquez Aparicio (1902-1971). 

Ambos se definían a sí mismos como “decimistas”, un neologismo para designar al escritor/declamador de décimas que, actualmente, está completamente incorporado dentro del vocabulario artístico del Perú y de otros países de Centro y Sudamérica, en los que también se cultiva la décima, por influencia directa del investigador que creció odiando a su padre, un afroperuano que fue abandonado por su padre -el abuelo de Nicomedes- en los Estados Unidos cuando solo tenía 11 años. El artista, en entrevista con Caretas, recordó que lo odiaba porque “hasta resondraba en inglés”. Su madre, quien cantaba festejos “con una voz riquísima”, fue quien le inculcó el amor por el folklore nacional. Sin embargo, al morir, su papá le dejó una significativa herencia.

Nicomedes Santa Cruz dedicó toda su sapiencia y creatividad como músico, escritor y periodista –en diarios como La Crónica, Expreso y El Comercio-, al arte negro peruano, conectando los modismos lingüísticos propios de las poblaciones costeñas descendientes de esclavos africanos con sus raíces ancestrales en un trabajo que tiene tanto de orgullo natural como de sesudas investigaciones académicas. Un trabajo de pedagogía artística con el cual muchos de nosotros crecimos y nos identificamos.

Declamador y conferencista, cronista y conductor de televisión –su programa Danzas y canciones del Perú, transmitido durante el gobierno de Velasco, fue uno de los más sintonizados de su tiempo- Nicomedes Santa Cruz abandonó el Perú en los ochenta y se estableció en Madrid, junto con su esposa Mercedes Castillo y sus dos hijos, Pedro y Luis Enrique. Allá se reinventó como conductor de programas radiales en los que difundió su vasta cultura y conocimiento del folklore latinoamericano. Recientemente, en el 2024, la prestigiosa institución pública madrileña Casa de las Américas, ubicada en la plaza central de la capital española, develó una placa en su honor.

En ese país falleció, a los 66 años, de cáncer al pulmón. Con los principales integrantes de esta prolífica y talentosa familia ya fallecidos -Nicomedes en 1992, Victoria y Rafael, sobrino de ambos, en 2014- el significativo legado de los Santa Cruz lucha por no desaparecer del imaginario colectivo popular, convertido en patrimonio intelectual de una minoría cada vez más pequeña, que conserva y reconoce la valía de Nicomedes Santa Cruz, orgullo de la cultura afroperuana.

Características de las décimas

Sus famosas y entrañables décimas de pie forzado son construcciones poéticas de estructura fija y sofisticada: tomando como base una estrofa de cuatro versos (cuarteta), el poeta escribe cuatro estrofas de diez versos (décima), cada una de las cuales termina con uno de los versos de la cuarteta inicial, de allí lo de “pie forzado”. 

Ejemplos de décimas de pie forzado son la mencionada La escuelita o La pelona, estrenada en el año 1964 y cuya popularidad se actualizó por el uso que hicieron de ella Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori durante los debates electorales del 2016 (“Cómo has cambiado pelona…”). Otra de sus populares décimas, De ser como soy, me alegro, se popularizó en años recientes a través de una campaña televisiva en la que conocidos peruanos afrodescendientes -el futbolista Luis “Cuto” Guadalupe, la actriz Evelyn Ortiz- la leían, para concientizar sobre la lucha contra el racismo. 

A diferencia de tantas otras de sus obras más conocidas, esta nunca fue grabada por Nicomedes, sino que forma parte de uno de sus tantos libros, Décimas, de 1960, muchos de los cuales fueron editados en ese tiempo por Juan Mejía Baca y prologados por su gran amigo, también escritor, Sebastián Salazar Bondy. 

En sus versos, Nicomedes derrochaba ingenio, agudo sentido del humor y sensibilidad frente a los problemas esenciales de la población afroperuana: la esclavitud, el maltrato -las referencias a torturas como la carimba, esto es, el marcado a fuego que se practicó durante la Colonia y parte de la República- y la discriminación e idiosincrasia de la era moderna, desde los lamentos frente a un pequeño que muere enfermo y pobre (Meme neguito) hasta la crítica, irónica y socarrona, a aquellas personas que quieren aparentar lo que no son (La pelona), historias que aplican a realidades tan tristes como vigentes, por un lado la extrema pobreza y, por el otro, la desesperación por los maquillajes, los filtros y las operaciones quirúrgicas (¿alguien pensó en Dina?). 

Nicomedes Santa Cruz extendió su talento para ocuparse también de temas más globales: el box (Muerte en el ring), la integración regional (América Latina), el orgullo global de ser negro (El café) y la conexión con figuras del arte y la política negra de otros países como su camarada, el escritor cubano Nicolás Guillén o el político africano Patricio Lumumba (Johannesburgo, Congo libre).

Un legado artístico por descubrir

Nicomedes Santa Cruz tiene una discografía oficial de catorce LP, todos editados en el Perú con los más importantes sellos discográficos -El Virrey, Sono Radio, Odeón-, entre 1957 y 1980. A finales de los noventa, Iempsa editó los primeros materiales en CD, las recopilaciones Cumanana y Socabón. Para el disco compacto Cumanana, originalmente un LP doble, lanzado primero en 1960 y reeditado posteriormente en dos ocasiones, los años 1964 y 1970, usaron la ilustración y fondo azul de Socabón, cuya versión original en vinilo salió en 1975. Y la primera versión digital de Socabón apareció con ilustración y carátula amarilla, correspondientes a la tercera edición analógica del Cumanana.

Curiosidades aparte, ambos condensan lo básico de la propuesta musical y etnológica como estas recopilaciones de décimas, poemas y canciones escritas e interpretadas por Nicomedes Santa Cruz junto a un elenco de cantantes, guitarristas y percusionistas de primer nivel, icónicos exponentes del folklore negro peruano en estado puro.

Además de Nicomedes y sus hermanos y hermanas -Victoria, César y Consuelo y Octavio-, alternan con ellos, desde sus primeras grabaciones, los guitarristas Óscar Avilés, Alberto Urquizo y Víctor Reyes, las cantoras Mercedes y Tértula Traslaviña Ruíz, los cantores Augusto y Elías Ascuez. Asimismo, el contrabajista y guitarrista Carlos Hayre -uno de sus mejores amigos- y, en ocasiones, el percusionista Ronaldo Campos, futuro fundador de Perú Negro. Y, por supuesto, Porfirio Vásquez y toda su descendencia musical, los hermanos Abelardo (cantante, zapateador y percusionista), Daniel y Vicente (guitarristas). 

Otros discos importantes fueron Décimas y Poemas Afro-Peruanos (1960, que contiene la primera versión de ¡Negra!, una de sus décimas más potentes); Octubre, mes morado (1964, grabado junto con la Banda de la Guardia Republicana, en homenaje al Señor de los Milagros); Nicomedes Santa Cruz presenta: Los Reyes del Festejo (1971); América negra (1972, una antología de cantos negros de Cuba, Venezuela, Colombia, Brasil y Perú) y Ritmos negros del Perú (1979, donde destaca el conocido pregón libertario Que viva mi mamá).

Su primera producción discográfica se llamó Gente morena, que era además el nombre de la agrupación. Pero luego, Nicomedes y su hermana Victoria decidieron rebautizar al grupo con una palabra que, a partir de ese momento, los identificaría en cada una de sus grabaciones: Cumanana -a veces escrito con “K” inicial, en lugar de la “C”. Cumanana es un vocablo africano que significa “saber” o “sabiduría ancestral”, una descripción más exacta de lo que hacían. 

La diferencia entre la profunda calidad didáctica de las descripciones que hace en poemas musicalizados como Ritmos negros del Perú y Aquí está la marinera, con las versiones superficiales que hoy se presentan como “lo mejor de la música negra peruana”, es sobrecogedora e incomprensible. Es cierto que, de vez en cuando, elencos modernos intentan traer de vuelta una que otra de sus creaciones, pero lo hacen cayendo en un reduccionismo facilista. La obsesión que tienen, por ejemplo, con la declamación Me gritaron negra (Victoria Santa Cruz, 1978), como si fuera lo único que grabaron, es muestra de una búsqueda por el impacto inmediato y efectista, que no va más allá de lo obvio y que desaprovecha un cuerpo de trabajo más amplio, de calidad y exquisitez.

La lograda interpretación que hizo Nicomedes Santa Cruz del amplio rango de géneros musicales afroperuanos -panalivios, landós, festejos, pregones, lamentos, marineras limeñas, zamacuecas, entre otros- configuran un muestrario que es, actualmente, de utilidad para explicar a cualquier músico extranjero en qué consiste la cultura musical afroperuana. Populares canciones como Callejón de un solo caño (vals, incluido originalmente en el LP Nicomedes Santa Cruz y su Conjunto Kumanana de 1959), Samba malató (landó, del doble Cumanana, 1960) o Mándame quitar la vida (marinera limeña) fueron firmadas por Nicomedes y Victoria Santa Cruz y hasta hoy forman parte del repertorio de diversos artistas criollos.

Un caso especial es el festejo No me cumben, un festejo de 1959 que luego fuera regrabado para las tres ediciones posteriores del Cumanana. Este alegre y pícaro tema, uno de los más populares de su catálogo, fue escogido por el cantante y vocalista de Talking Heads, David Byrne, para su famosa selección de música negra del Perú, Afro-Peruvian Classics: The Soul of Black Peru, editada por el sello Luaka Bop del neoyorquino, en 1995. 

A pesar de este intenso y prolífico trabajo artístico, hoy la música negra peruana sigue siendo asociada a la jarana escapista, pretexto para la exacerbación sensorial que suele ser aprovechada por los “blancos” o mestizos amantes de la juerga en discotecas, sometiéndola a una ignominiosa estigmatización. A contramano, el patriarca del clan de los Santa Cruz elevó el nivel del arte negro y le dio elegancia, creatividad, claridad conceptual y vocación para demostrar que el negro peruano también puede ser letrado, culto, inteligente, líder de un proyecto latinoamericano de integración, sin dejar de lado la chispa, el ritmo y también sin olvidar el sufrimiento que la raza negra ha padecido, a nivel mundial, a través de los siglos.

[Música Maestro] Luis Alva (1927-2025): Tenor peruano  

Una vida larga y exitosa

El tenor peruano Luis Eduardo Alva Talledo -algunos medios españoles e italianos especializados en ópera colocan una aristocrática e innecesaria preposición “y” entre sus dos apellidos- o Luigi Alva, como lo conocieron más en las escenas líricas de Estados Unidos y Europa, falleció el pasado 15 de mayo. Cosas, esa inútil revista limeña, en su versión online, malinforma que su deceso se produjo en Lima, “rodeado de sus seres queridos”. Es una paradoja que el medio favorito de las actuales clases altas que suel  en apoderarse de estos temas sea el que dé la peor muestra de ignorancia con respecto a la noticia final acerca de un artista que, prejuicios aparte, logró triunfar en su actividad como pocos.

Y sobre todo tomando en cuenta que había nacido en Piura, en un tiempo en que el centralismo era mucho más fuerte que ahora, si tal cosa es posible. Alva se codeó con los más grandes de su tiempo y, desde su rol como tenor ligero -un término que suele producir confusión entre los no iniciados en música académica, pero que en el contexto correcto sirve para describir voces especiales, de refinamiento técnico y registros altos- se posicionó como intérprete de papeles muy específicos que afianzaron su perfil en una época fundamental para el desarrollo de la ópera a mediados del siglo XX.

De actuaciones “expléndidas” -otra paparruchada del artículo post mortem firmado por un tal Alejandro Saldaña en Cosas- en los más prestigiosos teatros del circuito operístico, Luis Alva murió, en realidad, en su casa ubicada en Barlassina, en la región de Lombardía, al norte de Italia -casi a treinta kilómetros de Milán-, poco más de un mes después de haber alcanzado los 98 años. Una vida larga, plena y muy exitosa, dedicada al exigente y selecto mundo de las artes escénicas, lejos de su país, del que había salido en la década de los años cincuenta.

Su carrera, más allá de los obituarios inmediatos publicados en nuestros medios tradicionales, reduccionistas y motivados por la oportunidad -irrespetuosos, al final de las cuentas-, no despierta el más mínimo interés entre las masas actuales, más preocupadas de las últimas de Magaly, Bad Bunny o Christian Cueva. Ni siquiera les importó que Juan Diego Flórez, de quien seguramente creen que es el único tenor nacido en Perú, escribiera en su Instagram, al enterarse, lo siguiente: “Hoy el Perú y el mundo de la ópera despiden a una de sus más grandes voces”.

La música “clásica” y el Perú

Hace 35 años, las grandes mayorías no eran indiferentes a la música no popular. Mi padre, de familia humilde, nacido en La Victoria a inicios de los años treinta, sin instrucción universitaria ni cercanía con las élites limeñas durante sus años de juventud, sabía perfectamente quién era Luis Alva y cómo cantaba. Recuerdo a mi viejo, que en paz descanse, tan admirador del Conjunto Fiesta Criolla y Felipe Pinglo Alva como de Frank Sinatra y Mario Lanza, criticando la voz delgada de Luis Alva y, como buen criollo, riéndose socarronamente de que se hiciera llamar “Luigi”, un hecho que a él le sabía a disfuerzo, a huachafería. Dejando de lado sus sesgos, era evidente que, antes de llegar a los 30, ya tenía la capacidad de emitir un juicio apreciativo sobre un cantante de ópera, algo imposible para el veinteañero moderno.

Así como él, muchas personas de espectros socioeconómicos medios y bajos de Lima -y del Perú- tuvieron contacto con lo que pasaba en el mundo artístico de otros países, géneros y sensibilidades, más allá de aquellos intérpretes y canciones que escuchaban en casa o bailaban en fiestas. No era extraño que grupos de muchachos capitalinos, de distritos populosos, sin recursos económicos para recibir educación superior ni para pagar palcos pudieran, una vez colocados en el mercado laboral, cultivar gustos musicales sofisticados y construir colecciones de vinilos de sus artistas favoritos. Desde los boleros que se escuchaban en las películas del cine mexicano y el jazz del cine gringo hasta la música sinfónica en sus diversas variantes, las opciones eran innumerables.

Curiosamente, en la era de la mega información, los jóvenes de hoy, independientemente de su grado de instrucción o procedencia -lo mismo un barrista de San Juan de Lurigancho que se moviliza en micro que un magíster de la UPC con carro propio a los 22 años- ni siquiera son capaces de reconocer la diferencia entre tenor, barítono y bajo, los tres registros básicos de la voz masculina. Ni se imaginan qué es un contralto o un tenor ligero. Eso ha acrecentado la noción de que la música culta o académica solo es para las élites. Y esta problemática mundial es aun más grave en nuestro país. 

El conocimiento en general -y los gustos musicales, en particular- en lugar de democratizarse gracias a la tecnología, se han hecho más elitista que nunca. A pesar de que siempre, en el mundo contemporáneo, la música académica que muchos aun insisten en llamar en bloque “clásica” cuando esta palabra solo aplique para uno de sus periodos, ha sido consumida principalmente por las clases altas, hubo una época en que, por uno u otro camino, sus manifestaciones se permeaban hasta llegar a las bases de la población. Y si eran personas aficionadas al canto, como lo fue mi papá, con más razón.

En ese contexto, aunque Luis Alva desarrolló su vida y trayectoria musical en el extranjero, era un personaje conocido entre sus compatriotas, incluso entre quienes nada tendrían que ver, supuestamente, con la ópera. Tal y como ocurrió con la soprano Yma Súmac, Alva salió del Perú dejando atrás un medio poco estimulante para sus inquietudes musicales. A pesar de la popularidad que tuvieron, en las décadas de los cincuenta y sesenta, subgéneros sinfónico-teatrales como la zarzuela y la opereta, el Perú no ofrecía lo elemental para que su talento se desenvolviera. 

Mientras que la cajamarquina se dedicó al jazz y al mambo, haciéndose pionera de lo “exótico”, el piurano optó por rumbos menos masivos y más serios. Y lo hizo muy bien.

Estrella internacional del bel canto

Precisamente, Luis Alva hizo su debut como cantante lírico en el Perú cantando zarzuelas, específicamente la conocida Luisa Fernanda (Federico Moreno Torroba, 1932). Aunque inicialmente su intención fue hacer carrera en la Marina de Guerra del Perú, sus aptitudes musicales fueron descubiertas por la legendaria educadora y compositora limeña Rosa Mercedes Ayarza de Morales (1881-1969) quien lo animó a que dejara los uniformes blancos y se concentrara en entrenar su voz, pues allí estaba su futuro. 

Más que un consejo, lo de Ayarza de Morales -no “Ayarsa” como aparece en la web de Revista Cosas- fue una premonición. Luego de apuntarse en el Conservatorio Nacional de Música y ganar experiencia en la escena local en diversas producciones, la maestra vio a su pupilo partir, en 1953, hacia Italia y vivió lo suficiente como para ser testigo de su éxito. En 1956, apenas tres años después, ya estaba cantando en La Scala, la prestigiosa sala de conciertos de Milán, y su hermana menor La Piccola Scala, interpretando al personaje que marcaría su carrera desde entonces, El Conde de Almaviva en la ópera El barbero de Sevilla (Gioachino Rossini, 1816).

Entre 1956 y 1989, año en que se retiró oficialmente de los escenarios operísticos, Luis Alva consolidó su estatus como uno de los principales nombres en diversas temporadas de ópera, especializándose en papeles de corte humorístico, los cuales eran perfectos para su registro agudo. Fueron más de tres décadas en las que interactuó con personajes de la talla de Claudio Abbado (director), Tito Gobbi (barítono), Teresa Berganza (soprano), entre otros. Pero, sin duda alguna, el punto de su carrera del que más se habla es cuando compartió roles con la diva griega-norteamericana Maria Callas, durante la mencionada obra de Rossini, inmortalizada en grabaciones para el sello EMI Records, que fueron en su momento elogiadas por el afamado director Carlo Maria Giulini.

Alva fue reconocido por la crítica especializada como uno de los mejores intérpretes de las óperas de Rossini y Mozart, maestros de la llamada “ópera bufa” -entre otros ejemplos de este subgénero operístico podemos mencionar a Don Pasquale (Gaetano Donizetti, 1843) o Il matrimonio segreto (Domenico Cimarosa, 1792)- pero también alternó en obras más serias como Don Giovanni (Wolfgang Amadeus Mozart, 1787) o La traviata (Giuseppe Verdi, 1853), solo por mencionar dos de las tantas que fueron parte de su repertorio.  

A medida que su prestigio aumentaba, más se alejaba de los radares del Perú, su tierra natal, que prácticamente le perdió el rastro a sus mayores triunfos artísticos. Sin embargo, el cantante no abandonó sus vínculos con el país, pues iba y venía permanentemente, participando de vez en cuando en programas de televisión y dedicándose a apoyar a jóvenes valores de la lírica nacional, junto a su amigo y colega Ernesto Palacio (78), otro alumno de Ayarza de Morales que también logró forjar una carrera en el exterior. De manera transversal, Alva colaboró con Palacio en la educación musical y la formación artística internacional de Juan Diego Flórez (52), el belcantista nacional que superó largamente a sus dos antecesores y que es, actualmente, una de las figuras más importantes de la ópera y permanente difusor de la música nacional en el mundo.

Luis Alva en grabaciones

El nombre de Luis Alva aparece -como Luigi- en una innumerable cantidad de vinilos, recopilaciones y antologías de arias y óperas completas, publicadas en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta por importantes sellos discográficos especializados como London Records, Deutsche Grammophon, Philips o Columbia, muchas de las cuales dieron el salto a la era del disco compacto, en los años noventa y más allá. En esos álbumes podemos ver a nuestro compatriota al lado de las más grandes estrellas del canto y la dirección orquestal, un verdadero orgullo para la esmirriada escena musical peruana que, a su suerte, se mantiene a flote pero nunca como resultado de una política estatal ni mediática, sino por el empuje individual de artistas y sus leales públicos.

Además de esas selecciones, cuyo público objetivo es la comunidad de conocedores y entusiastas de la música clásica -por cuestiones de uso y practicidad yo también caigo en esa generalización conceptual, casi sin querer queriendo-, Alva grabó un par de LP orientados a un mercado más amplio y popular, algunos años antes de que tenores como Luciano Pavarotti o Plácido Domingo comenzaran su cruzada discográfica para acercarse a la gente no consumidora de música clásica y, en simultáneo, permitir que las grandes masas se conecten con la existencia del amplio mundo de lo sinfónico y lo académico a través de sus canciones -arias, romanzas, intermedios, dúos- más representativas.

El primero se titula Ay-ay-ay: Spanish and Latin American songs by Luigi Alva y lo grabó en 1964 con la Nueva Orquesta Sinfónica de Londres -el ensamble oficial de los conciertos que se hacían en el Royal Albert Hall en esos años, incluidas las tradicionales galas de los Proms que organiza anualmente la BBC- bajo la dirección del italiano Iller Pattacini, para los estudios Decca Records de Inglaterra. En ese LP, el peruano graba doce composiciones clásicas del repertorio latinoamericano y español, como por ejemplo Granada o Muñequita linda, de los mexicanos Agustín Lara y María Grever, respectivamente. También destacan algunas melodías muy conocidas como Princesita -romanza de la zarzuela La corte del amor, de José Padilla, 1916- o la popular Amapola, canción española escrita por José María Lacalle, en 1920. 

Un año antes, Alva había grabado el disco Songs of Tosti (Philips Records, 1963), acompañado por una orquesta bajo la dirección del pianista y arreglista italiano Benedetto Ghiglia. En este vinilo, relanzado en 1971 por Ricordi Discos, un antiguo sello italiano absorbido hace muchos años por Sony Classical, bajo el título Le romanze di Tosti, nuestro compatriota interpreta populares canciones napolitanas escritas por Francesco Paolo Tosti (1846-1916), como ‘A vuccella, Mattinata o Marechiare, habituales en el repertorio de todos los más famosos cantantes líricos anteriores y posteriores a Alva, desde Enrico Caruso y Tito Schippa hasta Luciano Pavarotti, Alfredo Kraus y, por supuesto, estrellas más contemporáneas del llamado “crossover” entre lo pop y lo clásico como Andrea Bocelli, Josh Groban o el mismo Juan Diego Flórez. 

Luis Alva Talledo recibió la Orden del Sol del Estado peruano en el año 2000 en el grado de Gran Oficial y, posteriormente, en el 2004, en el de Gran Cruz. Años más tarde, en el 2015, a los 88 años, fue reconocido con la Medalla de Honor de la Cultura Peruana, otorgada por el desaparecido Instituto Nacional de Cultura del Perú (hoy Ministerio de Cultura, también desaparecido, pero por otras razones). 

     

[Música Maestro]

BEAT: Relevancia artística 

La semana pasada, cuatro músicos extraordinarios ofrecieron uno de los conciertos de mayor relevancia artística de los últimos tiempos. Hay artistas que, a estas alturas, trascienden todas las discusiones sobre géneros, épocas o niveles de popularidad/ventas pues lo que ofrecen es de una calidad incuestionable. Salvo para los necios, que nunca faltan. 

Dicho de otra forma, importa muy poco si a las grandes mayorías no les gusta el rock progresivo, si creen que es un estilo caduco, desfasado, que nadie escucha ya. Lo que ofreció BEAT hace ocho días en la legendaria Concha Acústica del Campo de Marte fue una clase magistral de irreverencia sonora, atemporalidad y brillo instrumental. Una tocada cuyo valor no se puede medir por cuánta gente fue o cuánto dinero recaudó.

Tampoco sirve, para calibrar la importancia de un espectáculo de este tipo, si la empresa organizadora tuvo que abrir una fecha extra o que haya publicado en redes sociales, a las pocas horas de haberse iniciado la venta de entradas, el afiche oficial con sellito rojo de «sold out». El éxito, en estos casos, no depende de factores externos. Hay talentos que, como el buen vino, simplemente añejan bien. Se cuidan y permanecen en el tiempo, son clásicos y omnipresentes, se ubican por encima de los demás. Pero lo hacen sin arrogancia, sin proponérselo siquiera, sin invasivas campañas de marketing ni disfuerzos exagerados para convencer a las masas de que son lo máximo. 

El resultado de lo que BEAT es capaz de hacer sobre los escenarios tiene mucho de espectacular pero también de esfuerzo, disciplina, creatividad y destreza. No es algo que se consigue de la noche a la mañana, por una presentación vulgarona, un hecho escandaloso, una millonaria publicidad o un golpe de suerte. Si la meritocracia existiera, Bad Bunny balbucearía frente a 2,000 personas y grupos como estos llenarían el Estadio Nacional. Es, desde luego, al revés. 

Lo anunciamos primero

Sudaca fue, a través de esta humilde columna semanal, el primer y único medio local que tomó contacto con este excelente proyecto musical, seis meses antes de que arrancaran una gira que, al principio, solo iba a abarcar un puñado de sesenta ciudades en Estados Unidos y Canadá. Me enteré por las redes sociales de Prog Rock Magazine, impecable revista mensual británica. En una columna titulada A propósito de BEAT, el acontecimiento musical del año, publicada el 13 de abril del 2024, ofrecí detalles de cómo nació la idea y qué alcances pretendía tener, incluso antes de que comenzaran a ensayar. En noviembre del 2024, me inscribí en la plataforma Veeps para ver la transmisión en vivo de un concierto que dieron en Los Angeles. Jamás imaginé que llegarían a Sudamérica. Y menos que incluyeran al Perú en ese periplo.

En esos días y durante todos los meses siguientes, las páginas web y redes sociales especializadas explotaron de emoción con la noticia. Rick Beato, el productor y guitarrista que mantiene un canal de YouTube ampliamente sintonizado entre músicos y melómanos de todo el mundo, los tuvo a los cuatro juntos y les dedicó un programa de una hora, solo para hablar de la gira, sus detalles, motivaciones y expectativas. En la entrevista fluyeron las anécdotas y las personalidades de los cuatro. 

Steve Vai, analítico y detallista, desmenuza casi científicamente su experiencia como fan de King Crimson desde sus años como alumno en Berklee y su emoción de tocar junto a Adrian Belew, uno de sus héroes, con quien comparte origen común. Ambos fueron descubiertos por Frank Zappa y tocaron con él -Belew de 1977 a 1979 y Vai de 1980 a 1982-. Carey, probablemente el mejor baterista de su generación, cuenta en las previas que saltó como un niño en piscina de pelotas cuando recibió la invitación para reemplazar a Bill Bruford, a quien admiraba desde su más temprana juventud. 

La sencillez es una de las principales características de los cuatro integrantes de BEAT, a pesar de que podríamos llenar páginas enteras detallando sus trayectorias y describiendo sus aportes a la evolución de la música popular contemporánea, al margen de las modas pasajeras y las imposiciones del mercado. Recuerdo haber visto publicaciones de Steve Vai, en sus redes, narrando lo nervioso que se ponía con solo mirar las transcripciones de todas las líneas para guitarra -riffs, acompañamientos y solos- escritas por Robert Fripp que tenía que aprenderse para The BEAT-Tour. 

Por su parte, Levin y Belew, integrantes originales del periodo de King Crimson que BEAT está reactualizando, no cabían en su felicidad por volver a tocar juntos. Lecciones de humildad, cuando llegan de talentos superlativos, contrastan con los irritantes delirios de grandeza que suelen presentar en programas como Sonidos del Mundo o Noches de Espectáculo, desde los principiantes que nos cuentan cómo se sorprenden con sus propias genialidades hasta gastados personajes locales que, en cuarenta años de carrera, siguen tocando una sola canción y eso les basta para ser considerados “leyendas”.  

La importancia de King Crimson

Para entender el valor de BEAT como acontecimiento artístico, es necesario también tener más o menos clara la dimensión de King Crimson en el desarrollo del rock como fenómeno cultural. Estamos hablando de una de las entidades musicales con más personalidad y peso de las últimas seis décadas, ni más ni menos. Para cuando Robert Fripp -quien acaba de superar un infarto, sufrido pocos días antes de cumplir 79 años- decidió retornar de su autoexilio en el bienio 1979-1981, la sola mención del nombre de su banda generaba devoción y respeto entre los amantes del rock clásico, sus derivados y cruces con otros géneros (jazz, música concreta, experimentación y fusiones múltiples).

En su primera etapa (1969-1974), Fripp construyó uno de los cuerpos de trabajo más complejos, idiosincráticos e influyentes, conservando inalterables su independencia con respecto a la industria discográfica y esa visión que parecía siempre adelantada a lo que hacían los demás. Como Frank Zappa o Miles Davis, Robert Fripp no aceptaba otros dictados que no fueran los de su propia creatividad y su férrea mano guio los destinos de las distintas formaciones que tuvo durante ese periodo inicial. El anuncio de una nueva alineación fue una de las noticias musicales más aplaudidas de inicios de los ochenta.

Los tres discos que King Crimson produjo en esa década -Discipline (1981), Beat (1982) y Three of a perfect pair (1984)- conservaron el sonido esquizofrénico -a veces calmo, a veces frenético-, distorsionado y caótico de la banda, actualizándolo con una estética cercana a los extremos más pesados de la new wave, con mucho uso de herramientas electrónicas, y añadiendo dos elementos particulares, extraídos de las nuevas obsesiones del enigmático guitarrista: la creación de oleadas de arpegios discontinuos que había conocido escuchando música tradicional de Indonesia y una declarada ambición por explorar los límites de la polirrimia africana. 

Para lo primero, contó con la compañía de Adrian Belew, un guitarrista y compositor inquieto por naturaleza. Y para lo segundo, enlistó a una base rítmica de polendas, Tony Levin (bajo/Chapman Stick) y Bill Bruford (batería), el único rescatado de la anterior formación del Rey Carmesí. El resultado fue un bloque de 24 canciones que contienen, en partes equilibradas, ecos inconfundibles del King Crimson primigenio -el vértigo de Red (1974), la tensa calma de Epitaph (1969), la deconstrucción sonora de Fracture (1971) o Starless (1974)- con elementos cargados de funk, afrobeat y electropop de artistas como David Bowie, Peter Gabriel y Talking Heads.

BEAT: El concierto

Las afueras de la Concha Acústica del Campo de Marte en Jesús María comenzaron a llenarse de gente una hora antes de pactado el show de BEAT. Como la metalera, la comunidad de amantes del prog-rock es leal y comprometida, siempre dispuesta a congregarse ante “la llamada de la tribu” como diría Vargas Llosa. Las mismas caras, los mismos desconocidos que uno solo se encuentra en estas ocasiones especiales, que intercambian miradas de complicidad porque saben y, sobre todo, conocen lo que se viene.

Cuando salieron, los aplausos y rugidos de los casi dos mil que allí estuvimos calentaron la fría noche del lunes 12 de mayo. Para quienes hemos seguido el desarrollo de The BEAT-Tour a través de los medios especializados, internet y las redes sociales del cuarteto, la emoción fue desbordante. Perú es uno de los dos países incluidos en esta minigira sudamericana que nunca había recibido la visita de King Crimson -el otro es Colombia-, de modo que era un momento especial. De todos los pesos pesados de la etapa dorada del rock progresivo británico, el Rey Carmesí era el único que nos faltaba ver en vivo y en directo. 

De hecho, el King Crimson oficial es actualmente un monstruo de siete cabezas que nadie se ha atrevido aun a traer a nuestras costas. Sin embargo, BEAT es prácticamente lo mismo, con un 50% de la formación original del periodo 1981-1984 -Adrian Belew y Tony Levin- acompañados por Danny Carey y Steve Vai reemplazando a Bill Bruford y a Robert Fripp. Eso, y los Frippertronics que usaron para los minutos de espera, bastaron para redondear la experiencia. Después de todo, esta sucursal de King Crimson había sido autorizada y certificada por el mismísimo Fripp.

Desde el inicio con Neurotica y Neal and Jack and me, ambas del LP Beat (1982), hasta los intercambiose impredecibles de guitarras en Industry, una de las más difíciles del Three of a perfect pair (1984), o la tercera parte de Larks tongues in aspic; la banda ofreció lo mejor de sus capacidades para la sorpresa y esa sensación de caos controlado que caracterizó siempre a King Crimson. Tony Levin, en las accesibles Man with an open heart o Heartbeat, o en Sartori in Tangier, ese instrumental de atmósfera medio oriental, se robó la atención del público con sus movimientos y recursos, tanto con el bajo convencional como con el Chapman Stick, ese extraño instrumento que domina a la perfección. Y esa solo fue la primera parte.

Luego de quince minutos de intermedio, en que escuchamos un segmento de la obra de Steve Reich, Music for 18 musicians (1976), en una versión grabada en los ochenta si no me equivoco, vino uno de los momentos más esperados del concierto. Carey, frente a un set electrónico de batería portátil, comenzó a recrear la base polirrítmica que da comienzo a Waiting man, a la que se unió Belew con sus propias baquetas y esa sonrisa de satisfacción que sostiene hasta cuando se agacha frente a sus amplificadores para extraer sonidos extraterrestres de su clásica guitarra Twang Bar -una Fender Mustang que tenía guardada, como mencionó antes de tocar Dig me, desde 1984- para luego recibir a Levin y Vai, desde el fondo, replicando la coreografía que seguían en las giras originales con Fripp y Bruford en los ochenta.

Steve Vai, conocido en el mundo entero por su arrebatada forma de tocar y comportarse sobre los escenarios, parece contenido en su rol ocupando el lugar de Mr. Robert. Cumplió a cabalidad con todas las líneas arácnidas y los paquidérmicos riffs de los arreglos originales. Y cuando le tocó brillar -especialmente en The sheltering sky y en los segmentos instrumentales de todas las demás-, se desató para lanzar su arsenal de solos frenéticos, tappings enloquecidos y manejo de efectos, mientras finge estar caminando entre nubes, moviendo sus piernas en cámara lenta o intercambiando miradas cómplices con Belew, armando esos arpegios enredados que terminan en perfecta sincronización, reinventando de forma respetuosa y personal uno de los repertorios más admirados por los guitarristas alrededor del mundo.

Tony Levin usó el Chapman Stick durante casi toda la segunda mitad, generando ritmos y fondos imposibles en temas como Waiting man, Frame by frame, la etérea Matte kudasai -brillante Belew en la slide- y Elephant talk, con el elefantiásico logo de BEAT, creación del fotógrafo, diseñador y artista visual Dan Ermey cobrando vida delante de nuestros ojos. Para Sleepless, Levin desenvainó sus alucinantes “funk fingers”, extensiones de sus dedos con los que golpea las cuerdas para lograr más contundencia.

El momento para Danny Carey, el único que tocaba por primera vez en Lima, llegó casi al final del show en Indiscipline. Durante un minuto y medio, el genial baterista de Tool entregó un solo con toda la potencia de la que es capaz, dejando sin aliento a la gente. En esa caótica y tensa composición, Adrian Belew desarrolla un monólogo hablado de naturaleza obsesiva -¿será realmente sobre un cuadro de su esposa pintora o sobre las composiciones de Fripp?- que es siempre celebrado por el público. Recuerdo haber escuchado la versión de King Crimson del 2019, cantada por Jakko Jakszyk en vivo y no consigue el efecto de Belew y sus demenciales interjecciones y gritos. 

Para finalizar, la gente bailó al ritmo enfermizo del funk de Thela Hun Ginjeet, antes de tener que aceptar a la única desilusión de la noche, la banda no pudo tocar Red por “problemas de tiempo”, convirtiendo a Lima en la primera ciudad del mundo en la que no tocaron este clásico de 1974. No bastó para empañar este extraordinario concierto, después del cuál BEAT entra en receso hasta septiembre, en qué visitarán Japón. En el entretiempo, cada uno se dedicará a cosas no menos interesantes: Belew de gira con su amigo Jerry Harrison para rendir tributo al icónico LP Remain in light (1980) de Talking Heads. Levin reactiva la banda de jazz The Levin Brothers, con su hermano Pete. Carey regresa a Tool, su casa matriz. Y Vai retoma su reunión con su colega, profesor y amigo Joe Satriani, en el proyecto SatchVai.

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Adrian Belew, beat, Concierto en Lima, Danny Carey, King Crimson, Steve Vai, Tony Levin

[Música Maestro] 

NOTA: La asunción del nuevo Papa León XIV, estadounidense nacionalizado peruano, ha despertado una extraña e indefinida ola de esperanza en estos tiempos difíciles. Hacemos votos porque trascienda eso y se afiance como el apoyo que necesitamos en este país tomado por asesinos a sueldo y una bola de políticos necios, codiciosos y falsos.

I. Canción en harapos

“Qué fácil es escribir algo que invite a la acción contra tiranos, contra asesinos, contra la cruz o el poder divino, siempre al alcance de la vidriera y el comedor” canta, indignado, el cubano Silvio Rodríguez en Canción en harapos (Causas y azares, 1984), una letra que la derecha, si no fuera tan bruta y tan achorada, podría usar para burlarse de “los caviares”, esa fantasmal categoría con la que pretende descalificar todo lo que les huela a justicia social, cambio de reglas de juego y equilibrio ante las desigualdades. 

Sin embargo, pienso ahora en esos versos que denuncian las inconsistencias de quienes exigen soluciones desde tribunas cómodas y supuestamente combativas, frente a la corrupción y los asesinatos que hoy han convertido a Lima en la nueva Medellín o la nueva Tijuana, pero que, a la hora de la hora, miran de costado (casi) todo, con argumentos que usan como base una legalidad presentada como inalterable -para salvaguardar “el estado de derecho”- y que no es más que un pretexto para ejercer velados encubrimientos y hasta abiertas defensas de instituciones y personas nocivas para toda idea de democracia y justicia.

El gran Silvio que, en octubre, se reencontrará con nosotros, dice también en esa disonante composición, de las menos difundidas de su extenso catálogo: “Que fácil de apuntalar sale la vieja moral que se disfraza de barricada de los que nunca tuvieron nada…” refiriéndose a las máscaras del “pequeño burgués”.

Vienen a mi cabeza los que, en medio de masacres como la de Pataz y los diarios informes sobre personas comunes y corrientes muertas a balazos en las calles de cualquier distrito y a plena luz, discursean desde sus privilegios pero no llaman nunca las cosas por su nombre. Para no chocar con el amigo de sus amigos, para no cerrar la posibilidad de algún contrato o prebenda en el futuro inmediato.

II. No tenemos revolucionarios

Como nos cuenta Jon Lee Anderson, el genial cronista e investigador de The New Yorker, la centenaria revista estadounidense, en su extensa biografía de Ernesto “Che” Guevara, la vocación revolucionaria del legendario argentino comenzó a nacer en sus últimos veintes. 

Antes de eso, su intención estaba más cercana a convertirse en un doctor trotamundos experto en alergias que en ser un guerrillero armado con algunos conocimientos de medicina.

En su caso, fue la lectura y el contacto con diversas realidades que encontró en su camino aventurero -el abandono de regiones andinas de Perú y Bolivia, la situación política de Guatemala y México- lo que puso frente a sus ojos al verdadero enemigo.

¿Qué necesitarían los jóvenes de hoy para salir de su marasmo? Más que la literatura o los textos no ficticios sobre la historia de los países, convertidas en expresiones artísticas estimables, pero con poca capacidad de llamar a la acción, quizás deberíamos cifrar nuestras esperanzas en la música. 

Aunque, pensándolo bien -me digo a mí mismo mientras escribo esto-, resulta poco probable que las masas jóvenes actuales, extremadamente superficiales cuando se trata de aquellas que lidian por ingresar a círculos que les aseguren un buen trabajo o presencia en las siempre divertidas “clases altas”; y extremadamente superficiales también en los sectores menos favorecidos, embrutecidos por la farándula y las apuestas futboleras; obtengan alguna conciencia cívica, algún rasgo de indignación, escuchando a Dua Lipa, Shakira, Bruno Mars, Bad Bunny y su larguísimo etcétera de clones.

III. Thrash para el Perú de hoy

“Talking to you is like clapping with one hand!” grita Joey Belladonna en Caught in a mosh, tema del tercer LP de los neoyorquinos Anthrax, Among the living (1987). Es una figura que representa lo absurdo, lo imposible, lo idiota.

Es una de las tantas líneas que vienen a mi cabeza cada vez que, por algún desgraciado accidente o descoordinación durante el zapping, escucho a algún comentarista de Willax TV o la interminable retahíla de sandeces contenidas en cada mensaje que no escribe y lee mal “la señora que va a Palacio” (César Hildebrandt dixit), en sus apariciones públicas. 

Aunque para nosotros, más que aplaudir con una sola mano -acción que podrías ejecutar, digamos, golpeándote una pierna o la mesa- sirve, como metáfora de lo estúpido, la clásica parodia de comediantes ochenteros locales, como Miguel “El Chato” Barraza o Ricky Tosso quienes, cuando les tocaba representar a un oligrofrénico ponían cara de Jerry Lewis en El Profesor Chiflado mientras trataban de hacer chocar sus manos para aplaudir, sin lograrlo.

Los pesados riffs de Caught in a mosh -o de otros clásicos de ese álbum metalero como Efilnikufesin (N.F.L.) o I am the law– me hacen siempre fantasear con la idea de lanzar de cabeza a cualquier político actual en un pogo circular durante algún concierto de Anthrax, Metallica, Megadeth o Slayer.

¿Se imaginan? ¿A Boluarte, Quero o Adrianzén, sin zapatos y con los ojos cerrados, en medio de los empujones de decenas de fanáticos de System Of A Down mientras el guitarrista Malakian llamaba al frenético segmento intermedio de Toxicity, en el Estadio Nacional? Sería poesía para los oídos de los deudos de Pataz. 

Es cierto que no les devolverían la vida a sus seres queridos, injusta e incomprensiblemente abandonados, con su crudo y real secuestro reducido a la categoría de “fake news” por nuestras irresponsables autoridades.

Pero que aquellas personas que despreciaron su angustia reciban unas buenas patadas sin posibilidad de defenderse -y sin que ello sea considerado un delito o una acción “bárbara, al margen de la ley”- sería un mejor consuelo que las condolencias vacías de quienes jamás pensaron en hacer algo por ellos, ni antes ni después de tan trágicos acontecimientos.

IV. Rock clásico: ¿Dices que quieres una revolución?

Así comienza Revolution, clásico del periodo tardío de los Beatles. Grabada en 1968 en dos versiones, esta composición de John Lennon fue motivada por las noticias internacionales del primer semestre de aquel lejano año (París, Praga) que intenta cuestionar los métodos violentos de los grupos de izquierda e incluso alude negativamente al “jefe Mao” -una mención que causó cierta controversia en su momento y de la cual el mismo Lennon se arrepintió, tiempo después-, aunque sí muestra afinidad con la idea de la urgencia de cambios sociales.

La versión que hasta ahora escuchamos en las radios retro apareció como lado B de Hey Jude (agosto, 1968) y, veinte años después, en el volumen dos del primer recopilatorio oficial de singles beatlescos Past Masters (1988). La otra, más lenta y bluesera –Revolution 1-, es parte del doble The white álbum (1968). 

Como bien saben los fans del Fab Four, esta fue la primera y única vez en que tocaron temas políticos en sus letras, algo que sería mucho más común en el Lennon solista. Pero, más allá de una que otra alusión metafórica, los tótems del rock inglés, rebeldes y contraculturales por naturaleza, jamás abordaron problemas de este tipo en sus producciones musicales, lo cual cambió agresiva y drásticamente con la generación punk y posteriores subgéneros derivados de los gritos primigenios del bajo Londres. 

En líneas generales, la primera etapa del pop-rock y otros géneros nacidos en los Estados Unidos como soul, blues, funk o country (1955-1975), dominada por artistas de ese país, registra canciones acerca de problemáticas como la segregación racial -el movimiento de las Panteras Negras y el predicamento de Martin Luther King Jr. que tuvo musicalización gracias a James Brown y todo lo que vino después, desde Stevie Wonder hasta Marvin Gaye, desde George Clinton hasta Sly & The Family Stone-; los derechos civiles -a partir de Woody Guthrie y Pete Seeger, inspiración para Bob Dylan y Joan Báez- y la generación hippie, que alzó su voz de protesta contra la guerra de Vietnam, también desde un punto de vista rebelde y cuestionador pero, por la misma naturaleza de esos temas, con indirectas o manifestaciones que buscaban la reacción con propuestas artísticas que son usadas hasta hoy como símbolos de resistencia.

Frank Zappa, líder de The Mothers Of Invention, fue una rara avis en esa época, con un estilo que combinó desde el primer día desarrollos musicales complejos e inclasificables con letras que, cuando trataban de política, eran sumamente directas, casi con nombre propio. Ejemplos de ello son Trouble every day (Freak out!, 1966), Agency man (1968), I’m the slime (Over-nite sensation, 1973), Dickie’s such an asshole (1974, contra Richard Nixon; 1988 contra Ronald Reagan), Heavenly bank account (You are what you is, 1981), When the lie’s so big (Broadway the hard way, 1988), son solo algunos ejemplos de cómo golpeaba a los corruptos de la política, la economía y la religión. Y están también sus entrevistas. 

Géneros extremos como el hardcore punk, el thrash metal y el gangsta rap, surgidos desde la década de los ochenta- cambiaron ese panorama de protestas rebeldes pero etéreas de las décadas anteriores, mostrándoles los dientes a los diversos grupos de poder con diatribas dirigidas sin contemplaciones ni eufemismos. Sin entrar a detalle, podemos mencionar a bandas como Rage Against The Machine, D.R.I., Megadeth, Dead Kennedys, Public Enemy o System Of A Down, como los más representativos, entre centenares de artistas con discursos políticos más fuertes y con amplia exposición mediática.

V. Rock peruano subterráneo: Plena vigencia

Hace cuarenta años, sin embargo, en plena era de violencia y guerra interna, un fenómeno social y artístico local nos dejó lecciones que hoy deberían recoger las nuevas generaciones. 

Escuchando las letras de canciones como Vivo en una ciudad muerta (Guerrilla Urbana), ¿Qué patria es esta? (Sociedad de Mierda), La esquina es la misma (Zcuela Crrada) o ¿Dónde está el Presidente? (Eutanasia) -recopiladas en el CD Varios artistas:

La historia del rock subterráneo, 1985-1992 (Ya Estás Ya Producciones/11 y 6 Discos, 2010)- cuesta trabajo no estremecerse e identificarse con la patética situación descrita en ellas y el alto nivel de indignación que exhibían estas bandas peruanas, todas pertenecientes al movimiento de rock subterráneo que hoy es tratado como un souvenir «arty» por algunos colectivos en busca de hacer algo de caja con aquella juventud auténtica e irreflexiva que hoy peina canas y se dedica actualmente a otras cosas más rentables y seguras que andar gritando realidades aún vigentes. 

Este extenso disco recopila un total de 28 temas, la mayoría compuestos y grabados de manera independiente entre 1985 y 1989, más uno que otro producido en los primeros noventa. Curiosamente, el final de la saga «subte» en el Perú es ubicado por todos sus investigadores en 1992, año del autogolpe de Alberto Fujimori.

Y es curioso porque esa disolución del Congreso que fue, a la postre, germen de toda la corrupción política, social y económica que hoy vivimos como república, marcó también la desaparición de este movimiento que fue capaz de registrar su cólera y tristeza frente a las masacres senderistas y los abusos militares/policiales.

Pero, de repente, los rezagos de la movida underground limeña -la de provincias es otro cantar- fueron también absorbidos por la progresiva degradación del sistema educativo -que ya venía muy mal en los ochenta, por cierto- y el encanallamiento de los medios de comunicación masiva que promovió desde entonces y hasta ahora, con bastante éxito, la noción del racismo/clasismo capitalino disfrazado de inclusión que hoy pasa piola en todas partes. 

Muchos comentan por ahí que, así como están las cosas -con sicarios que matan a adolescentes en losas deportivas y bandas que ejecutan a trabajadores en minas privadas- ya para nadie es un secreto que nuestro país está tan mal como en las épocas del senderismo. Sin embargo nadie, desde el terreno del arte sonoro de consumo masivo -porque sí hay gente que hace cosas, pero están absolutamente invisibilizados- reacciona. 

Los músicos actuales peruanos se mantienen impávidos frente a situaciones criminales y corrupciones políticas, las mismas que son soliviantadas por la prensa convencional con toda clase de argucias- los condicionales, el uso irritante de la palabra “presunto”, los encubrimientos de todo tipo, los lobbies- y una opinión pública dividida que, gracias a la desinformación y el afán por mantenerse en el bando de los que gobiernan, prefiere silbar mirando al techo o, en los peores casos, asumen como propias las opiniones tóxicas que terruquean y caviarizan, en lugar de hacer un solo puño con los que más padecen.  

[Música Maestro]

Un concierto intenso y lleno

Hasta hace unos días, el último megaconcierto de rock en el Perú fue, si la memoria no me falla, la tercera visita de Paul McCartney, en octubre del año pasado. El ex Beatle, a sus 82 años cumplidos, abarrotó el Estadio Nacional. Su trayectoria y estatus de leyenda viva de la música popular contemporánea justificó la expectativa y la asistencia masiva de público.

Por eso sorprende tanto que sea una banda de heavy metal que solo publicó, de manera oficial, cinco álbumes entre 1998 y 2005 y que lleva dos décadas sin lanzar una producción completa -con excepción de dos temas que ya tienen un lustro de antigüedad- se alce, desde su presentación el domingo 27 de abril, con el título del concierto más concurrido e intenso realizado en Lima. 

Claro, en estos tiempos en que hay público para todo, este comentario puede parecer desubicado. Después de todo, grupos de cumbia como Armonía 10 o El Grupo 5 pueden hacer tres fechas con 50 mil personas cada una en el mismo lugar. Y también llenaron ese estadio o el de San Marcos personajes tan disímiles como Bad Bunny, Luis Miguel, The Cure o Shakira. Aun así, la locura colectiva desatada por System Of A Down es notable y extraña, en un país tan desinformado en cuestiones que exijan un poco de información, más allá de la popularidad que tengan un par de canciones o videos en redes sociales.

No fui al concierto pero, después de ver imágenes en YouTube, con fans enfervorizados cantando a gritos las letras cargadamente políticas de este cuarteto apadrinado desde sus inicios por el Rey Midas del rock, el metal y el rap, el productor Rick Rubin, se me ocurrió que a pesar de la anomia causada por la podredumbre corrupta que nuestras autoridades gubernamentales han instalado a punta de bala y cinismo, hay un hartazgo que, en ocasiones como esta, encuentra una saludable válvula de escape.

Reivindicando a su pueblo

System Of A Down no propone el escapismo irresponsable o el exhibicionismo vacío. Tampoco aborda sus críticas a partir de generalidades, actitudes grotescas o metáforas ingeniosas pero poco útiles. De hecho, su agenda es bastante directa y específica. Los cuatro integrantes de System Of A Down, aunque crecieron y se educaron en California, no se identifican para nada con la tierra del Tío Sam. 

De hecho, dos de ellos, el vocalista Serj Tankian (57) y el baterista John Dolmayan (52) nacieron en Beirut, capital del Líbano. El bajista Shavo Odadjian (51) nació en Yerevan, capital armenia. El único nacido en los Estados Unidos es el guitarrista/cantante Daron Malakian (49). Los padres y madres de los cuatro son originarios de Armenia, país del oeste asiático que fuera víctima, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, de un terrible genocidio no reconocido por sus perpetradores.

Precisamente, la llama que inspira las composiciones de System Of A Down es la tragedia que padeció el pueblo de Armenia a manos de lo que hoy es Turquía, durante el periodo tardío del Imperio Otomano. De hecho, los abuelos de Serj Tankian sobrevivieron a ese exterminio que acabó con la vida de un millón y medio de personas, durante casi tres décadas en las que los otomanos ejecutaron una oprobiosa “limpieza étnica” que incluyó violaciones, masacres, campos de concentración y destierros. 

La brillante Turquía, la de ciudades hermosas como Estambul, Izmir o Midyat, la de las sorprendentes mezquitas y puentes que vemos en esas producciones audiovisuales que tanto le gustan a Dina Boluarte, ha negado históricamente que esto ocurrió, a pesar de que 35 países del mundo sí han aceptado, después de años de indiferencia, el padecimiento injusto del pueblo armenio. Cuando Hitler elucubraba el holocausto y alguno de sus colaboradores le advertía sobre los riesgos de convertirse en genocida, él respondía “piensa en los armenios, ¿quién los recuerda ahora?”

System Of A Down y el Perú

¿Qué tienen en común 20 o 30 mil chicos y chicas peruanos, sin futuro y sin ganas de defender a su propio país, con las letras de canciones como War?, B.Y.O.B. o P.L.U.C.K. (Politically Lying, Unholy, Cowardly Killers) -la gran faltante, hasta ahora, en el setlist del Wake Up Southamerica Tour, que habla directamente del genocidio de sus antepasados- entonadas con cánticos que pasan de lo místico, casi como si fuera una plegaria, a esos atronadores torbellinos guturales sobre una base de groove metal que, por momentos, nos hace recordar las mejores grabaciones de Pantera o al Sepultura post-Roots?

La indignación y la rabia, puede ser, si nos ponemos optimistas. Quizás en el inconsciente colectivo de esos fans locales late aquello que harían por el Perú si no tuvieran tan presente que Dina y sus secuaces disparan a matar en las manifestaciones. Por otro lado, quizás también sea cierto que les interesan más las canciones menos directas. Sugar, por ejemplo, la canción con la que se dieron a conocer en 1998 con su epónimo debut, el de la carátula de fondo negro y la mano usada en afiches anti-nazis en los años veinte –“con poder tanto para crear como para destruir”-, es una crítica al consumismo y la desinformación de los medios corporativos. O Soldier side (Hypnotize, 2005), que es una especie de Disposable heroes (los conocedores de la discografía de Metallica entenderán la referencia), una cruda narración empática con los que siempre pierden, los combatientes de cualquier guerra. 

O quizás sus favoritismos se orientan hacia aquellas canciones que lidian con temas más personales, íntimos, casi de estética “emo”, como Aerials (Toxicity, 2001), Lost in Hollywood (Mezmerize, 2005), Lonely day (Hypnotize, 2005), una oscura historia que puede aplicarse tanto a una víctima de gobiernos asesinos como a un adolescente y sus tribulaciones amorosas. O ese clásico contemporáneo titulado Chop suey! -como el plato de comida china- que trata nada menos que del suicidio, de letra desoladora en la que Tankian incluso utiliza una de las siete palabras de Cristo en la cruz –“Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”-. De hecho, el origen del título encubre las intenciones iniciales del grupo de llamar a esa canción Suicide. Así, “suey” sería la palabra “suicide”, pero cortada (“chopped”).  

Una banda diferente

Como hicieran en los ochenta los iconos del punk Dead Kennedys o los thrashers de Megadeth; o en los noventa los explosivos Rage Against The Machine, System Of A Down suscribe causas muy concretas, golpeando con sus versos a los grupos de poder, a los Estados Unidos, a los vicios de la sociedad de consumo, a los medios de comunicación, al fracaso de la educación, a la hipocresía política y militar. Pero, a diferencia del sesgo izquierdista de los liderados por Eric “Jello Biafra” Boucher, las diatribas de alcance global de Dave Mustaine o los reclamos, a veces muy desinformados, de Zach de la Rocha; la sólida propuesta artística de System Of A Down tiene un trasfondo íntimo, familiar. 

Quizás el caso de Serj Tankian sea el más evidente, pues debe haber escuchado en las sobremesas caseras, las historias de lo que sufrieron sus abuelos. Pero los demás integrantes tienen también a flor de piel esa identificación con su país de origen, el mismo que fue, desde 1920, una de las repúblicas socialistas soviéticas hasta la división en 1991. El padre de Daron Malakian, por ejemplo, trabajó como profesor de danzas folklóricas armenias en un colegio californiano, por lo que el futuro guitarrista adquirió desde muy joven ese cariño por su identidad y, posteriormente, al conocerse con Serj, profundizó sus intenciones de expresar artísticamente su activismo nacionalista y reivindicador. Los padres de John Dolmayan, por su lado, huyeron de la guerra civil libanesa, a fines de los ochenta.

Visualmente, System Of A Down también rompió el molde si pensamos en el común denominador de las bandas de metal norteamericano de su tiempo. Después de todo Serj, Daron, Shavo y John, además de sus apellidos terminados en “ian”, señal inequívoca de su procedencia- tienen los rasgos profundos y serios de sus eurasiáticos progenitores: miradas fuertes y penetrantes, cabelleras y cejas negras -a excepción del bajista-, todo acentuado por el maquillaje, tatuajes, peinados y barbas bizarras -sus primeras fotos publicitarias son una combinación de la actitud amenazante y sobrenatural de Mudvayne con los gestos de Slayer, enojados y sin máscaras-, y los saben combinar con un ataque musical que puede pasar del alarido gutural y monstruoso, a los juegos vocales en clave humorística y al drama pesado y contundente con total fluidez y credibilidad.

John Dolmayan es un baterista fuertemente influenciado por el jazz -hace recordar a Bill Ward de Black Sabbath con esa capacidad para usar técnicas jazzeras en medio de sus bombazos metaleros- y combina a la perfección con el bajo profundo y bien colocado de Shavo Odadjian. El trabajo de Daron Malakian en guitarras es exótico e innovador, mezclando notas salpicadas por aquí y por allá con paquidérmicos riffs cargados de distorsión y volumen alto. Malakian no toca muchos solos pero, cuando lo hace, sorprende por su sentido melódico. En cuanto a Serj Tankian, es de lejos uno de los mejores vocalistas de su generación, con una capacidad tremenda para transmitir emociones, cambiar de registros y conectar con el público, que para 1998 ya andaba algo cansado de los rapeos de Fred Durst o los disfuerzos de Johnatan Davis (líderes de Limp Bizkit y Korn, respectivamente).

Evolución y actualidad de SOAD

Todos estos elementos hacen especial a System Of A Down, como también su propia historia y evolución. Luego de los exitosos discos System of a down (1998) y Toxicity (2001), que los posicionaron como nuevas promesas del renacimiento metalero, apareció Steal this album! (2002), un disco sin carátula cuyo título es respuesta a una coyuntura asociada a la industria discográfica, similar al pleito entre Metallica y Napster. Poco antes de que se lanzara oficialmente, varias canciones comenzaron a circular en archivos mp3 sin autorización del grupo. Las letras de temas como Fuck the system o A.D.D. (American Dream Denial) son claramente anti-USA, mientras que temas como I-E-A-I-A-I-O o en B.Y.O.B. presentan segmentos con un sonido construido sobre patrones rítmicos propios de su origen étnico.

Para ese momento, sus canciones habían dado la vuelta por el cine y la televisión -desde South Park hasta el tercer capítulo de la saga de terror Scream- y eran fijos en todo festival y especial de MTV dedicado al rock duro. Habían sido convocados en el 2000 para participar en el segundo volumen del homenaje a Black Sabbath, Nativity in Black, para el cual grabaron una excelente versión del clásico Snowblind. En septiembre del 2001, poco antes de la aparición oficial del disco Toxicity, la banda anunció un concierto gratuito en una explanada de estacionamiento de Los Angeles. Sin embargo, como el aforo se había superado largamente, el jefe de bomberos decidió, intempestivamente, cancelar. Lo que siguió fueron seis horas de caos y vandalismo, con detenidos y más de 30,000 dólares en equipos destruidos. O sea, la banda estaba en el corazón de la noticia. 

No obstante, después de lanzar dos álbumes simultáneos y complementarios, Mezmerize/Hypnotize (2005), el cuarteto se separó para “satisfacer inquietudes personales”, eufemismo que usaron para ocultar algunas diferencias creativas, que no alteraron por supuesto su amistad y unión por la causa armenia. Tankian inició una ecléctica discografía como solista -lleva ya más de una decena de discos publicados. Malakian y Dolmayan armaron un proyecto intermitente llamado Scars on Broadway. Y Odadjian se dedicó a grabar con un amplio rango de artistas, desde Wu-Tang Clan hasta George Clinton. 

Entre 2010 y 2020 la banda se reunió para dar multitudinarios conciertos. En el 2011 llegaron a Sudamérica y el 23 de abril del 2015, como parte de la gira mundial Wake Up The Souls, en la que presentaban un corto animado en tres partes sobre la historia del genocidio armenio, dieron un concierto gratuito en Yerevan, en la Plaza de la República, para conmemorar el centenario de uno de los hechos más graves de aquella historia. Entre la noche del 23 y la madrugada del 24 de abril de 1915, las huestes de Mehmed VI, el último sultán del Imperio Otomano, arrestaron, deportaron y asesinaron a cientos de integrantes influyentes de la comunidad, entre artistas, escritores, docentes y personalidades eclesiásticas. Era la primera vez que tocaban en Armenia.

La actual gira de System Of A Down comenzó en Colombia, el pasado 24 de abril, en el famoso estadio de fútbol El Campín de Bogotá. En aquel concierto, Daron Malakian y Serj Tankian hicieron, cada uno a su estilo -más pausado uno, más colérico otro- mención directa de la efeméride, conocida en Chile y Argentina como Día de la Tolerancia y el Respeto entre los Pueblos en Memoria del Genocidio Armenio. Lima y Santiago de Chile siguieron, los días 27 y 30, tras lo cual el cuarteto abarrotó el estadio de Vélez Sarsfield, en Buenos Aires, el 3 de mayo. Desde ayer, lunes 5, “las víboras armenias” cerrarán su periplo sudamericano con cinco noches en Brasil, en las ciudades de Curitiba, Rio de Janeiro y São Paulo, donde ya han confirmado tres conciertos en el famoso autódromo de Interlagos, con capacidad para más de 50 mil asistentes.

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[Música Maestro] Hace unos días, en esta misma página digital de noticias, apareció una columna en que se decía que, en líneas generales y resumiendo, «Shakira es una mujer influyente«. Palabras más, palabras menos, la autora -tan desconocida como yo- aseguró con genuina emoción que la megaestrella colombiana de 48 años, promotora del aprovechamiento monetario de la vida privada y, junto a J-Lo, Karol Gy muchas otras, responsable de reducir el concepto mujer latina a un homogeneizado subproducto porno-soft para públicos masculinos anglosajones, «une» a las mujeres. 

Aunque es respetable, una visión tan superficial puede entenderse en ciudadanos sin mayores horizontes que los impuestos por la supervivencia, que llenan sus vacíos emocionales con toda clase de entretenimientos baratos, ilusionándose con los oropeles brillantes y sin contenido de vidas ajenas que jamás serán las suyas. O en profesionales, insertados exitosamente en el mercado laboral cuyas apreciaciones no tienen mayor alcance, más allá de sus propias conversaciones amicales o familiares, las mismas que pueden darse en forma presencial y a través de sus perfiles en redes sociales, de las que no surgirá jamás ninguna corriente de opinión.

Pero esa misma visión fanatizada, vertida en un medio como este que aun apuesta por el periodismo digital escrito en plena era de Streamers/YouTubers, sirve como muestra de cuánto daño han hecho Shakira y afines a la autoestima femenina latinoamericana, al punto que adolescentes y adultas jóvenes siguen y defienden con una pasión digna de otras causas los engreimientos, disfuerzos y fingidasactitudes de una artista que, en tres décadas de carrera, pasó de ser ella misma una joven idealista que escribía canciones simples e inteligentes, dirigidas a la reflexión sin caer en lo panfletario o la moralina, a convertirse en prototipo del lado más abyecto y materialista -la capacidad de “facturar”- de lo que actualmente se conoce como “empoderamiento femenino”. O sea, no está mal que les guste su música pero de ahí a rendirse a sus pies, rendirle culto y darle categoría de líder, el trecho hacia abajo es bastante largo.

En esos mismos días, marcados por la Shakiramanía y su intoxicación supuestamente acebichada, vimos en casa -en el YouTube- alrededor de media hora de videos de Lita Pezo, una joven cantante peruana dueña de una muy buena voz y auténtico carisma, características que le han permitido hacerse conocida en el medio local. Sin gritar ni abusar de odiosos melismas, Pezo ha construido una imagen pública como intérprete de baladas y boleros clásicos, los cuales adorna y revitaliza con su estilo que aspira a la fineza, la intensidad emocionaly la sobriedad como marcas registradas, evocando con ello a cantantes como Rocío Dúrcal, Celine Dion o Isabel Pantoja -a quien imitaba desde niña-, en la orilla opuesta del celebrado y simplón exhibicionismo que hoy es más vigente y rentable que nunca.

Y, como buena hija de su tiempo, Lita Pezo también incluye en su repertorio canciones más modernas, desde baladas como Tormento de amor (Marcela Morelo, 2000) hasta trova boliviana como el himno Ave de cristal, una canción de Los Kjarkas originalmente grabada en 1995 que adquirió renovada popularidad en el 2012 en la versión del Grupo Pacha, proyecto paralelo ideado por varios integrantes de los famosísimos intérpretes de Llorando se fue y Wayayay. Hasta los insoportables reggaetones suenan bien en la voz de Lita y su grupo de músicos, jóvenes y peruanos como ella, a veces apoyados por gente de más experiencia en la escena local como el percusionista Williams «Makarito» Nicasio o el guitarrista acústico, experto en música criolla y flamenca, Ernesto Hermoza.

Esta contraposición arbitraria -Shakira versus Lita Pezo- me sirve como punto de partida para lanzar unas cuantas ideas relacionadas al Día Internacional de la Mujer Trabajadora, le añaden algunos, para respetar el nombre original de esta efeméride surgida en EE.UU. y Europa a comienzos del siglo XX en entornos, digamos, más proletarios- y la precarización actual de las luchas femeninas reflejadas en distintas expresiones musicales de aquí y de allá. Por ejemplo, Beyoncé y Nicky Minaj son más populares y admiradas entre masivos públicos femeninos, en el país que en estos días dejan en ridículo Donald Trump y Elon Musk, que Samara Joy y St. Vincent, dejándonos claro que el exhibicionismo y la cosificación, antes combatidas, son ahora fuentes de inspiración para las juventudes norteamericanas.

Esa precarización también se manifiesta, por supuesto, en otros ámbitos como la política –Keiko Fujimori o Dina Boluarte, en el ámbito nacional; la argentina Cristina Fernández o la italiana Giorgia Meloni, en el internacional, son solo botones de muestra-, el cine, la publicidad o las redes sociales y sus ofertas de enriquecimiento económico a partir de una de las distorsiones más agresivas del uso online del cuerpo -la prostitución del OnlyFans, tan conocida por nuestro Congreso. Pero en la música popular podemos identificar señales más claras de ese empobrecimiento canalla que, a lo largo de la historia, también ha ido cayendo cada vez más bajo.

Desde que se produjo, en Occidente, la explosión de la industria del entretenimiento, el público se ha visto expuesto siempre a la presencia saludable de mujeres que, por su inteligencia, creatividad, irreverencia y extraversión, han sido capaces de destacar en una industria generalmente dominada por hombres. Pienso, solo por mencionar a dos importantes cantantes de la era dorada del pop-rock, en personajes tan disímiles como Joan Baez (de 84 años recién cumplidos en enero)y Tina Turner (1939-2023), quienes demostraron, armadas de guitarras acústicas o zapatos de taco aguja que no necesitaban quitarse la ropa para hacerse notar.

Así, podríamos recorrer -como ya lo hicimos en esta columna el año pasado– el amplio y colorido abanico global en el que entran Ella Fitzgerald, Susana Baca, Maria Callas, Grace Slick, Alicia Maguiña, Miriam Makeba, Björk, Celia Cruz, H.E.R., Lana del Rey y un larguísimo etcétera y descubrir que, aunque el consumismo ligero y las modas se impongan, hubo y sigue habiendo artistas mujeres que, en las diferentes épocas de la música popular, durante sus años de juventud, demostraron e impusieron su talento sin dejar de lado su femineidad y, sobre todo, esa sensibilidad que las hace diferentes y superiores, en muchos aspectos, a nosotros.

En paralelo, comenzó el proceso lento de descomposición y tendenciosa confusión de mensajes que generó la idea de que la mujer“se empoderaba” si permitía ser usada como símbolo sexual, aun cuando se convertía voluntariamente en producto, pues tenía la supuesta capacidad de decidir sobre su destino y el uso de su imagen, germen de todo lo que vino después.

En la década siguiente, los siete años iniciales de la trayectoria de Madonna (1983-1989) se volvieron símbolo de esa postura, jugando con los clichés del glamour y la sensualidad, extraído de las “chicas pin-up” del cine clásico, que tiene representantes desde los años cincuenta y sesenta como Betty Page (1923-2008) o Marilyn Monroe (1926-1962), máscaras ficticias detrás de las cuales se escondían mujeres sometidas a toda clase de abusos, una constante en muchos de estos casos. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿En qué espejo deben mirarse las mujeres peruanas de hoy? ¿En el de Shakira o en el de Lita Pezo?

La pregunta puede parecer antojadiza y hasta inútil -ya imagino las reacciones en contra- pero es irreverente y necesaria porque involucra aspectos de preocupante actualidad que se desprenden de esta clase de preferencias masivas, desde las múltiples formas de acoso virtual -ciberbullying, sexting- hasta el abuso doméstico de naturaleza física, psicológica y sexual, pasando por los elevados índices de embarazos no deseados en niñas y adolescentes, la presencia cada vez mayor de mujeres en bandas delincuenciales y la irracional admiración que prodigan chicas de edades que oscilan entre los 8 y los 18 años a una señora que, pudiendo ser su madre o su abuela, sale a dictar cátedras rapeadas sobre cómo insultar a otra mujer, normaliza la hipersexualización de su imagen y lanza canciones en las que cuenta sus pataletas por el final de una relación fallida exponiendo, en el camino, a sus propios hijos, en un papelón continuo y voluntario porel cual recibe millones de dólares.  

El origen de la comparación fue escuchar a la simpática Lita Pezointerpretando a dúo con otro talentoso joven nacional, Sebastián Landa, imitador de José Feliciano, una balada de los años ochenta que describe una situación adulta y emocionalmente grave, similar a lasque Shakira banaliza con sus mensajes callejoneros, esos que balbucea en clave de reggaetón. Me refiero a Para decir adiós, composición del portorriqueño Roberto Figueroa que grabaron la ítala-norteamericana Eydie Gormé (1928-2013) y el boricua Danny Rivera grabaron originalmente en 1977 pero que llegó a nuestros oídos en la versión de José Feliciano y la norteamericana Ann Kelley, incluida en un LP del extraordinario cantante y guitarrista invidente, orgullo de Puerto Rico y de América Latina, titulado Escenas de amor (1982). Pezo y Landa la cantaron juntos en un concurso televisivo de Chile y los jurados quedaron boquiabiertos y emocionados por ambas voces. En especial por la de Lita.

La terna de jueces de ese capítulo chileno de la franquicia Mi nombre es… se deshizo en halagos para la joven de 25 años con adjetivos como “elegante”, “maravillosa”, “fina”. Nuestra compatriota, vestida de impecable vestido largo, maquillada/peinada sobriamente y ejecutando un paseo por el escenario que podemos describir a un tiempo como delicado y atractivo, hizo suya la historia de una mujer que comprende, con dolor, la decisión de su pareja de concluir una relación que los mantuvo unidos mucho tiempo. Sin disfuerzos ni revanchas, la letra de esta canción narra la reacción digna y responsable, madura y coherente, que una mujer -o un hombre- debe mostrar ante una de esas vueltas que a veces –muchas más de las que quisiéramos creer- da la vida. Con elegancia y clase, con tristeza y resignación, la voz de Lita Pezo expresa esos sentimientos y convence por su don artístico.

¿Por qué entonces las niñas y adolescentes deliran, a nivel mundial,por ser como Shakira, grotesca y estruendosa, de aspecto más cercano a las estrellas de la industria porno-soft de Instagram y cosas peores? ¿Por qué se identifican con la agresividad, los andares simiescos, los pelos revueltos, el sobajeo farsante? ¿Por qué relegan la formalidad, la sensualidad misteriosa y pausada, el respeto al público?

Por un lado, la colombiana representa un papel, independientemente de que lo haga bien o mal. Aquello de la mujer poderosa que ya no se amilana ante los hombres abusivos o tontos con los que se cruza, es una construcción social posmoderna que, alguna vez, tuvo sentido. Pero hoy está más contaminada que nunca por esa mescolanza nacida a partir de la independencia económica que brinda ser “una mujer deseada” combinada con aquello de que, para desquitar siglos de opresión y abuso, las mujeres hayan decretado que tienen el derecho a portarse tan mal como los hombres, en una dinámica de igualamiento hacia abajo que ha demostrado ser nociva y sumamente tóxica para el desarrollo de las sociedades y la vida en convivencia.

Por su parte, la peruana interpreta el papel de la artista que engalana un escenario con su presencia, con su porte y, sobre todas las cosas, con su voz. Porque, al final de cuentas, estamos hablando de cantantes aquí. De calidades vocales. Y las diferencias saltan contundentes al oído. Y no es que Pezo descuide su imagen, todo lo contrario. Pero, lamentablemente, las preguntas siguen en el aire. ¿Por qué las niñas y adolescentes abrazan lo exagerado y reniegan de lo discreto? ¿Por qué prefieren tomar como modelo de éxito y poder femenino la imagen de una bailarina de club nocturno y no la de una cantante de telúrica fuerza interior?

La mala y manipulada interpretación de la subcultura de “lo fashion” es una propuesta que genera graves distorsiones en la mentalidad de millones de niñas, adolescentes y adultas jóvenes que aspiran a alcanzar ese mismo brillo superfluo (y vacío), esa misma cuenta bancaria (y llena), aun cuando así vayan en contra de más de un siglo de luchas de sus congéneres que, poco a poco, fueron logrando con esfuerzo y no pocas mártires espacios para la mujer, reivindicándola y arrancándola del tradicional, execrable y, durante siglos, socialmente aceptado maltrato masculino. Qué lejos los tiempos en que la colombiana componía sobre problemáticas juveniles, como lo hizo en su tercer y cuarto álbumes Pies descalzos (1995) y ¿Dónde están los ladrones? (1998).

En Instagram, Shakira tiene casi 92 millones de seguidores. Lita Pezo, alrededor de 185 mil (500 veces menos, aproximadamente). Y no es solo por la diferencia de edad -la colombiana tiene 48, la peruana 25- o de recorrido discográfico. Para hacerse más popular entre sus propios compatriotas, Lita Pezo aceptó de buen grado participar en un reality de cocina en el que terminó entremezclada con las hijas de un personaje vinculado a lo peor de la política, la corrupción y la farándula y otro que celebra con carcajadas las intenciones de un periodista de Willax que quiere pegarle a una colega mujer, cuando el talento que tiene basta y sobra para que se aleje de esas miasmas de consumo masivo.

Las respuestas a todas estas cuestiones no son definitivas, por supuesto, pero siempre es positivo ensayar teorías. Podemos señalar, pensando en las niñas y adolescentes del Perú, al fracaso de la educación que no estimula una comprensión abierta de la evolución de la música, la industria del entretenimiento y sus conexiones con los cambios sociales, como las gestas por los derechos de la mujer -si no estimula los aprendizajes fundamentales, menos va a estimular esas cosas ¿no? También podemos responsabilizar a los medios de comunicación, guiados por la ganancia y la popularidad fácil, prestos siempre a entronizar aquellas opciones que cumplan con los requisitos mínimos para provocar escándalo y movilizar a la gente a partir de sus urgencias primarias (exhibicionismo, procacidades sutiles o manifiestas, deseos de fama, sexualización).

O, finalmente, al mismo público que convierte en diosas a artistas que, en lugar de darles cosas de valor, les ofrecen actitudes que van en sentido contrario y terminan siendo influencias. Malas influencias.

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[Música Maestro] “… y que conozca las palabras que jamás le voy a decir… y que no le importe mi ropa si total me voy a desvestir… para amarla, para amarla” es una de las líneas de ese ejercicio al piano clásico convertido en balada pop que escribiera Carlos Alberto García, el gran Charly, durante su época más pueril e inocente. Necesito se llama esta canción del álbum debut de Sui Generis, Vida (1972) y ofrece un brochazo de la primigenia genialidad del argentino, aquella libre del cinismo y los vicios de su posterior adultez. En esa viñeta que apenas supera los dos minutos de duración, el compositor se muestra vulnerable y anhelante de cariño, un joven rebelde, idealista, esmirriado y pelilargo capaz de abandonar todo por alguien “que cocine guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo”.

Esa clase de sensibilidad era moneda corriente en los artistas de antaño. En plena era del rock más efervescente, combativo y contracultural, había también jóvenes músicos capaces de escribir cosas como estas: “… todo el día lo paso usando una máscara de falsa valentía… tratando de que una sonrisa oculte mis lágrimas… pero cuando cae el sol tengo ese vacío de nuevo… cómo ruego a Dios que estés aquí…” Esos versos doloridos pertenecen a un exitazo radial de 1977. Es parte de una de las estrofas de Baby come back, primer y único single de otro álbum debut, el del cuarteto angloamericano Player. La canción, que hasta ahora forma parte de las programaciones de radios dedicadas al pop-rock en inglés, fue escrita a cuatro manos por los guitarristas y vocalistas Peter Beckett y J. C. Crowley, ambos de 30 años en ese momento.

Estos dos ejemplos de baladas llegaron a mi mente cuando pensaba en qué canciones deben haberse compartido o regalado entre muchachos y muchachas ayer, 14 de febrero, en el manoseado e hipersexualizado “Día del Amor y la Amistad”. Por supuesto, si no fueron las majaderías de algún reggaetonero o reggaetonera, probablemente hayan sido entonces las banales confesiones de Taylor Swift o afines, acerca de relaciones pasajeras y/o tóxicas. La crisis de la música popular contemporánea -que revisamos a detalle la semana pasada con relación a la fallida edición 67 de los Premios Grammy– también se expresa y de maneras extremadamente groseras, por cierto, en los géneros y subgéneros que usan el amor como insumo principal para sus letras.

Los Beatles -y, en especial, Paul McCartney- fueron excepcionales creadores de canciones de amor. Michelle (Rubber soul, 1965), Two of us (Let it be, 1970), All my loving (With The Beatles, 1963) o Here, there and everywhere (Revolver, 1966) son solo algunos ejemplos -aunque John Lennon y George Harrison también tienen las suyas, como I’ll be back (A hard day’s night, 1964) y Don’t let me down(single de 1969) en el primer caso, o Something (Abbey road, 1969) yI need you (Help!, 1965), en el segundo.

Mientras tanto sus eternos rivales, los Rolling Stones, tuvieron siempre un acercamiento oblicuo al tema del amor, para no perder su fama de “chicos malos”, aun cuando el dúo de Mick Jagger y Keith Richards sí mostró de vez en cuando su vocación sentimental, sin perder el filo, en temas como Memory motel (Black and blue, 1976), She’s a rainbow (Their satanic majesties request, 1967) o la ultra conocida Angie (Goat head soup, 1973).

En cuanto a las baladas en español, cuyo máximo florecimiento se produjo en un periodo de tiempo de casi cuarenta años, desde mediados de los sesenta hasta la primera década del siglo XXI, tuvieron como fuente inmediata de información a los grandes letristas del bolero -César Portillo de la Luz, Agustín Lara, Armando Manzanero y tantos otros- quienes, a su vez, se nutrieron de la poesía del Siglo de Oro español y terminaron extendiendo sus odas al lirismo y el melodrama con versos que hablaban de todas las situaciones románticas posibles.

Así, plumas como las de los españoles Juan Carlos Calderón, Manuel Alejandro o Rafael Pérez Botija impusieron ese estilo que combinaba frases profundas y emotivas con instrumentaciones grandiosas, capaces de conmover hasta al alma más fría e insensible.

El universo de baladistas que se formó en Hispanoamérica es extremadamente amplio, un conglomerado de hombres y mujeres de todas las nacionalidades de la región, quienes dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo de varias generaciones. Desde cantautores como José Luis Perales, Leo Dan, Julio Iglesias o Camilo Sesto hasta intérpretes como José José, Dyango, Nino Bravo, Emmanuel, José Luis Rodríguez “El Puma” o Raphael.

Entre las intérpretes más famosas podemos mencionar, por ejemplo, a las españolas Paloma San Basilio, Rocío Dúrcal, Rocío Jurado e Isabel Pantoja, el trío mexicano Pandora -canciones como Solo él y yo (LP Otra vez, 1986) y Cómo te va mi amor (LP Pandora, 1985) son verdaderos clásicos de los ochenta- o la chilena Myriam Hernández, una de las últimas cultoras serias de la canción romántica.

Pero hay toda una segunda y tercera línea de nombres que, a pesar de ser también muy famosos y haber grabado canciones que ninguna persona que haya crecido en esos años podría no reconocer, solo tienen presente los fieles radioescuchas de programas locales como La Hora del Lonchecito (La Inolvidable) o La música de tu vida (Felicidad): Mari Trini, Yuri, Lorenzo Santamaría, Sergio Faccheli, Lupita D’Alessio, Mirla Castellanos, Jorge Rigó, Carlos Mata, Basilio, Valeria Lynch, Amanda Miguel, Nelson Ned. Son tantos que no acabaríamos nunca.

La última gran generación de baladistas en español la podríamos trazar a partir de los años ochenta, con músicos como Franco de Vita o Ricardo Montaner que aun enarbolaban la bandera de la canción romántica. Todo eso funcionó más o menos bien hasta que la popularidad del rock en español -principalmente desde Argentina y España- y el pop adolescente desde México comenzaron a modificar los gustos de la juventud. Aun así, la aparición de discos de intérpretes nuevos como por ejemplo Luis Miguel, Cristian Castro, Alejandro Sanz, etc., se convirtieron en un vaso comunicante con aquel pasado dorado de la balada romántica en español, aunque ya con una vocación más abierta al cruce de estilos e intenciones para no aburrir ni alejarse de sus públicos objetivos.

Ejemplos típicos de ello son los CD de Ricky Martin A medio vivir(1995) y Vuelve (1998) que presentaban una combinación de composiciones sentimentales con esos temas fiesteros y super rentables, una tónica que siguieron otros astros del naciente latin-pop como Chayanne o Shakira. En cuanto a la mezcla de baladas con un sonido ligeramente más afilado o experimental podemos considerar las producciones noventeras del español Miguel Bosé -cuya carrera se había iniciado a mediados de los setenta, cuando la figura del “baladista” ya estaba plenamente consolidada- en las que intercalaba melodías suaves con influencias del pop-rock y la música electrónica.

En paralelo, tres géneros aportaron nuevas ideas de romanticismo, alternativas al bolero y la balada. Por un lado, la trova principalmente de Cuba, Argentina y España -y, en menor medida, en Chile y México, que comenzó a desarrollarse, en algunos casos, en circuitos subterráneos como universidades, clubes de lectura, movimientos políticos y sociales; ajenos a los estilos más difundidos en radio y televisión, se diferenció con versos extremadamente inspirados y poéticos, entrelazando la intensidad apasionada del enamoramiento con la reflexión filosófica y la identificación con luchas reivindicativas. Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, Fernando Ubiergo, son los nombres que representan mejor esta arista del romanticismo musical en español.

Por su parte, el rock en español y la salsa también tuvieron una serie de logros artísticos en el terreno amoroso. En el primer caso, los vínculos se daban con la trova –el influjo de rockeros poetas anglosajones como Bob Dylan, Tom Waits o Leonard Cohen tuvo mucho que ver en eso. Por otro lado, canciones como Cada vez que digo adiós (Enanitos Verdes, ídem, 1986), Temblando (Hombres G, Estamos locos… ¿o qué?, 1987), Me cuesta tanto olvidarte (Mecano, Entre el cielo y el suelo, 1986) o Trátame suavemente (Soda Stereo, ídem, 1984) son claras muestras de baladas firmadas por conjuntos pop-rock.

Santa Lucía (Miguel Ríos, Rocanrol bumerang, 1980) es el símbolo máximo de la balada rock en nuestro idioma. “Dame una cita, vamos al parque, entra en mi vida sin anunciarte” debe ser una de las líneas más repetidas por los adolescentes ochenteros.

En nuestro país, aunque los fenómenos de la nueva ola y el bolero cantinero produjeron infinidad de temas románticos, de amor y despecho, de ilusión y venganzas, en comparación hubo un limitado desarrollo de baladistas con cierto alcance nacional y regional, pero en general sin mayores posibilidades de proyectarse internacionalmente. Lo mismo ocurrió con el boom del pop-rock comercial, con canciones como Te necesito (Beto Danelli, LP De lado a lado, 1987), Todo estaba bien (Río, Dónde vamos a parar, 1988) o No sé nada de ti(Dudó, ídem, 1988) que sonaron ampliamente en radios nativas y que, a la distancia, ya no suenan tan mal.

En el caso de la escena afrolatina-caribeña-americana (Luis Delgado Aparicio, “Saravá”, dixít), si bien a mediados de los ochenta se produjo el auge de la “salsa sensual” -Eddie Santiago, Lalo Rodríguez, Hildemaro, Willie González, etc.- que solo volteaba baladas antiguas, ya en los años gloriosos de la salsa dura hubo canciones que lidiaban con la decepción amorosa, la melancolía o el desengaño, con conexiones directas al bolero y, en general, a la música cubana clásica.

Para nuestra generación -me refiero a todas aquellas personas que fuimos niños y adolescentes durante las décadas de los ochenta y noventa-, la conexión entre rock y romance fue una de las principales vías de identificación con este maravilloso y siempre cambiante estilo musical, hoy en crisis. ¿Quién no ha incluido en algún cassette, con intenciones de regalárselo a alguien especial, canciones como Hopelessly devoted to you (Olivia Newton John, banda sonora de Grease, 1978), Hard habit to break (Chicago, Chicago 17, 1984), She’s always a woman (Billy Joel, The stranger, 1977)?

¿Quién no ha escuchado Amanda, baladón del tercer LP de Boston, Third stage (1986) o Love hurts, un cover que los duros escoceses Nazareth incluyeron en su sexto álbum Hair of the dog (1975) -la versión original fue grabada en los sesenta por The Everly Brothers y Roy Orbison- o las baladas guitarreras como I’ll be there for you (Bon Jovi, New Jersey, 1988), I won’t forget you (Poison, Look what the cat dragged In, 1987) o Without you (Mötley Crüe, Dr. Feelgood, 1989), solo tres botones de muestra de ese subgénero denominado “power ballads” -baladas potentes o poderosas- que comenzó, según aseguran algunos estudiosos, con Lady, del quinteto norteamericano Styx, de su segundo álbum de 1973?

Podríamos seguir, por supuesto. Desde los Carpenters y Abba hasta Celine Dion y Bryan Adams, desde Nicola di Bari y Gabriela Ferri hasta Laura Pausini y Eros Ramazzotti. Desde Demis Roussos hasta Norah Jones. Desde Air Supply hasta Phil Collins, desde las tiernas palabras de José Luis Perales en El amor (ídem, 1979) hasta las escenas íntimas de De punta a punta, del cantautor salvadoreño Álvaro Torres (LP Tres, 1985), las antiguas canciones de amor, con sus melodramas corta-venas, sus instrumentaciones preciosistas y esos niveles de musicalidad que recogen y sintetizan -aunque no siempre con buenos resultados- todo lo que el cerebro humano originó, en términos musicales, desde las épocas del barroco, la ópera y el neoclasicismo durante siglos, superan por leguas al cancionero primario, homogéneo y simiesco al que están expuestos los jóvenes de hoy.

En cualquiera de los estilos mencionados o en otros, totalmente distintos –jazz, música criolla, bossa nova, blues, folklore andino, country, más allá de preferencias específicas, modas ocasionales o gustos desarrollados en la adultez –las masas de oyentes convencionales de radio y hasta actuales fans latinoamericanos de Stereolab, Joy Division, King Crimson, Opeth o Extreme Noise Terror escucharon, siendo niños o adolescentes, canciones como Noelia(Nino Bravo, Mi tierra, 1972), Love so right (Bee Gees, Children of the world, 1976), ejemplos de esta forma de mirar el tema del amor a través de canciones populares que contribuyó a nuestra formación emocional.

¿Qué clase de formación emocional se puede esperar de las cagarrutas sexualizadas y materialistas excretadas por Ozuna, Karol G o similares? Antes teníamos compositores cursis y engolados pero, por lo menos, activaban sentimientos humanos. Hoy, son creadores de bandas sonoras para sicarios, prostitutas, extorsionadores y proxenetasque reinan tanto en las calles como en edificios públicos como el Congreso de la República.

Para nadie es un secreto que vivimos una época de despersonalización absoluta -las redes sociales y su gratificante oferta de interacción fría e inmediata, a distancia y sin incómodos involucramientos emocionales; la inteligencia artificial y sus herramientas de hiperrealidades virtuales y metaversos- por lo que el amor y amistad, en la actualidad, solo soningredientes adicionales de odiosas campañas de marketing que, durante todo febrero, vendieron desde arreglos florales y pelucheshasta paquetes de fin de semana en un hotel o saunas/spa con final feliz incluido.

En esa línea, las composiciones que nos legaron artistas del pasado que tuvieron como enfoque central las ilusiones, alegrías y sufrimientos asociados al enamoramiento y sus consecuencias son genuinas y valiosísimas piezas de museo que, a pesar de estar enterradas bajo las toneladas de bosta generadas a diario por el reggaetón, el hip-hop y el latin-pop, difícilmente sucumbirán ante el desprestigio que sobre ellas tratan de imponer los gustos de las masas, cada vez más tolerantes al encanallamiento de las relaciones interpersonales. Parafraseando a Charly García en uno de los mejorestemas de Serú Girán: mientras miran las nuevas olas, esas cancionesya son parte del mar.  

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[Música Maestro] Por varios motivos, la 67ma. edición de los Premios Grammy han sido la demostración de que la música popular, tal y como alguna vez la conocimos, está atravesando una crisis terminal. No es novedad, desde luego, puesto que el famoso gramófono dorado no es necesariamente y desde hace años, sinónimo de calidad. A veces aún se produce esa cada vez más extraña coincidencia, aunque también ocurre con cada vez menos frecuencia. Y cuando se da, oh casualidad, es en aquellas categorías que no despiertan el interés de prácticamente nadie, sepultadas por la popularidad de las megaestrellas del escándalo y las ventas millonarias. 

La muestra más clara y contundente de esa degradación es un hecho extra musical y bochornoso, del cual todos -a nivel planetario, no me refiero a la algarabía local por lo de la familia Succar, de lo que me ocuparé más adelante- hablaron al día siguiente, el lunes pasado (la ceremonia se desarrolló el domingo 2 de febrero, en el teatro Crypto.com de Los Angeles, California). Una mujer absolutamente desconocida se paseó por la alfombra roja sin ropa, provocando revuelo en redes sociales y convirtiendo los Grammy en la improvisada versión spin-off de una premiación pornográfica. Resulta que la susodicha es pareja de un mal hablado rapero, Kanye West, uno de los protagonistas desde hace tiempo de estos Grammy modernos, convertidos en predios del hip-hop y otras vertientes de «lo urbano”.

Los más distraídos y fanatizados defensores del Grammy actual podrán decir que, en otros tiempos, también hubo excentricidades en las pasarelas previas que suelen armarse antes de cada ceremonia y que son, desde que se consolidó el imperio amarillista y chismográfico de la prensa de espectáculos gringos creado por el canal de cable E! Entertainment, una tradición en todos estos eventos. De hecho, mucho público disfruta más de las alfombras rojas que de las premiaciones en sí mismas. Pienso, por ejemplo, en los trajes/lentes de Elton John en los setenta o en el vestido blanco con forma de cisne de Björk en los noventa. Al decir eso estoy asumiendo, como quizás se hayan dado cuenta, de que esos distraídos saben quiénes son Elton John o Björk. O, si acaso los reconocen después de googlear sus nombres, que están en capacidad de entender su música y su trascendencia en lo que antes pasaba como cultural popular y hoy es placer de minorías y conocedores. 

De cualquier manera, una cosa es la excentricidad que responde a una inquietud artística -una opinión, una reacción frente al establishment, una ocurrencia nacida de la mentalidad impredecible de una persona creativa- y otra, muy diferente, es la oda al exhibicionismo hueco de una comadre cuyo mayor talento es parecerse a Kim Kardashian, una de las parejas anteriores del tal Kanye West quien, junto con Kendrick Lamar, representan la continuidad de lo iniciado por ese criminal llamado Sean “Puff Daddy” Combs, aunque intenten darle a sus rimas callejeras un toque más político o de conciencia social para diferenciarse de su gurú, promotor de oscuras, clandestinas y exclusivas “fiestas” en las que había derroche de drogas y abusos sexuales. Tampoco es casualidad que Lamar y West sean conspicuos nominados y ganadores de todos estos premios en los últimos tiempos.

Como decíamos al principio, las señales de degradación del Grammy se notan más en las principales nominaciones. Cómo no concluir eso cuando vemos que, en la categoría Mejor Álbum de Rock, la estatuilla haya ido a parar a las manos de los octogenarios The Rolling Stones y su vigésima cuarta producción discográfica en estudio, Hackney diamonds; o que la Mejor Actuación de Rock sea la de The Beatles con Now and then, ciertamente un prodigio de la modernidad, una joya para nostálgicos y un homenaje a la buena música que hicieron entre 1963 y 1970. En esta columna celebré sin tapujos la aparición del single que hizo revivir a John Lennon y George Harrison para reunirlos a los aun vivos Ringo Starr y Paul McCartney, ambos también por encima de los ochenta años. 

O sea, los Beatles y los Rolling Stones forman parte del Olimpo rockero, dos de mis bandas favoritas de todos los tiempos. Pero estamos hablando, por un lado, de una grabación cargada de artilugios de estudio para disimular las comprensibles limitaciones vocales de Mick Jagger, ocasionadas por la edad. Y, por el otro, de un rompecabezas que une grabaciones de tres periodos distintos y restaura cintas analógicas con herramientas digitales e inteligencia artificial. ¿Dos titanes del pasado, casi de los albores del rock, superan a los cientos de bandas que en el mundo entero siguen cultivando el género, aun cuando ya no sea el más popular? ¿En serio? 

Las otras tres grandes categorías dedicadas al rock -Mejor Canción, Mejor Álbum Alternativo y Mejor Actuación Alternativa las ganó una sola persona, la guitarrista y compositora norteamericana Annie Clarke, más conocida por su nombre artístico, St. Vincent, por su séptimo álbum, All born screaming. Por muy interesante que sea la trayectoria de St. Vincent, dudo muchísimo que sea lo único que se produjo en el rock alternativo en el último año. Aun cuando siga sin ser cierto aquello de que “el rock ha muerto”, parece que definitivamente ha desaparecido de los radares de la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación, NARAS por sus siglas en inglés, entidad de productores, críticos, músicos e ingenieros que organiza la premiación desde el año 1959.

En cuanto al hard-rock y heavy metal, es una verdadera burla que coloquen como Mejor Actuación de Metal la participación de Gojira en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024, ocasión única en que el quinteto francés liderado por los hermanos Duplantier interpretó un arreglo especial de la composición tradicional Mea culpa (Ah! Ça ira!), que se cantó mucho en tiempos de la Revolución Francesa, durante el siglo XVIII. El tema no pertenece a la discografía oficial de la banda que, dicho sea de paso, no se renueva oficialmente desde el año 2021. 

Como si entre septiembre del 2023 y agosto del 2024 -periodo que juzga “la academia”- no se hubiera producido ningún disco ni concierto memorable del género y sus derivados. Si eres conocedor del metal y crees que el momento más estrafalario de los Grammy para este estilo fue cuando la banda progresiva Jethro Tull le ganó a los dioses del thrash, Metallica, pues esta premiación a una canción tocada en un espectáculo deportivo ocasional lo supera largamente. 

Con relación al rubro Mejor Artista Nuevo, el trofeo se lo llevó una joven cantante pop de 26 años que responde al nombre de Chappell Roan. Escuchando su primer disco, titulado The rise and fall of a midwest princess, es difícil creer que está realmente aportando algo nuevo, más allá de presentar una imagen andrógina -algunos dicen que inspirada en la estética drag-queen- con un sonido plano y homogéneo, que podríamos confundir, salvo matices específicos, con cualquiera de las otras cantantes femeninas surgidas en los últimos diez años, desde Lana del Rey y Lady Gaga hasta Billie Eilish y Olivia Rodrigo. Dentro de poco, cada una de ellas va a tener que repetir su nombre cada dos estrofas, como hacen los cumbiamberos o los reggaetoneros de aquí y de allá, para saber a quién estamos escuchando. 

Pero si de despropósitos se trata, la elección de Cowboy Carter, octavo disco en solitario de la cantante Beyoncé, reina de las pasarelas y máxima representante del pop y R&B afroamericano más superficial y exitoso, se presta para más de una interpretación. 

Puede ser desde una cruzada personal de la diva de 43 años por redescubrir su pasado familiar en Texas, integrando en un solo producto todas esas cosas que la harían especial, diferente; hasta un soterrado intento por fastidiar al flamante presidente de los Estados Unidos -una mujer negra llevándose el máximo premio a la música tradicional del hombre blanco, el vaquero trumpista por naturaleza, debería ser base de las peores pesadillas de Mr. Trumpy y su clon sudafricano, Elon. 

De hecho, la primera teoría es el argumento que han esgrimido hasta ahora los que consideran una genialidad a este collage efectista: como la ex lideresa de Destiny’s Child nació en la capital de Houston e iba a rodeos desde niña, ahora le muestra al mundo que puede cantar country sin mayores problemas. Artistas destacados han elogiado Cowboy Carter de manera desproporcionada, calificándolo de “obra maestra” (Stevie Wonder), “revolucionario” (June Carter Cash, viuda de Johnny Cash), en lo que parecen excesos de cortesía. Y hasta personajes de la política norteamericana como Michelle Obama o Kamala Harris, quien llegó a decir, durante la campaña, que la música de Beyoncé “es inspiradora”. Marketing político, le llaman.

El concepto puede pasar, forzándolo, como un experimento sonoro desarrollado por una artista establecida del universo pop, pero eso no alcanza para otorgarle el título de mejor disco country, un género en el que se siguen produciendo álbumes de calidad como, por ejemplo, Higher, quinta placa del cantautor y guitarrista Chris Stapleton, natural de Kentucky, que se quedó como nominado. En todo caso, bastaba con regalarle al disco de Beyoncé, cuyo título usa el apellido real de su esposo, otro rapero mañoso perteneciente a la generación “Puffy”, Jay-Z, el Grammy a Mejor Álbum del Año, cosa que también ocurrió en este afán acaparador de la interprete esos himnos generacionales femeninos, tan profundos y reivindicadores, Crazy in love (Dangerously in love, 2003) o Single ladies (I am… Sasha Fierce, 2008). 

Bromas aparte, corresponde aclarar que no tengo nada particular en contra de Beyoncé Knowles pues, dentro de lo suyo, la superficialidad de contenidos y la predictibilidad de todo lo que hace, es extremadamente popular y eficiente frente a sus masivos públicos. Su objetivo es vender millones y ser tendencia todo el tiempo. Y lo logra. De hecho, a pesar de no acercarse a las alturas de Whitney Houston ni de la primera Mariah Carey, Beyoncé es en términos objetivos una muy buena cantante. El problema no es su voz, sino las tonterías que canta y la vocación exhibicionista que es gran parte de la base de su megaéxito. Cuando canta en serio, lo hace bien, como cuando se reunió con sus ex compañeras de Destiny’s Child para grabar una versión de Emotion, clasicazo de 1978 escrito por Robin y Barry Gibb para una one-hit wonder australiana, Samantha Sang, y que los Bee Gees grabaron recién en 1994.  

El disco Cowboy Carter contiene 27 tracks, de los cuales 4 son interludios de voces habladas, no canciones; 3 son covers -Blackbird de los Beatles, Jolene de Dolly Parton y Oh Louisiana de Chuck Berry- y 9 son canciones pop de las que podrías encontrar en cualquier otro de sus álbumes. Los 11 temas restantes -menos del 50% de un disco que dura casi 80 minutos- son composiciones que sí podríamos ligar al género, pero en su versión más aguada, varios escalones más abajo del country-pop que inauguraron en los noventa artistas como Shania Twain.

En general, esas canciones country-pop con elementos de rap, electrónica y un par de intentos por sonar “seria” -temas corales a lo Oh happy day, el dúo con su colega Miley Cyrus- más cercano a los bailes coreográficos de meseras exóticas que a los vuelos instrumentales y líricos de connotadas exponentes de lo que la crítica anglosajona encuadra en el membrete “Americana”, como Lucinda Williams, Alison Krauss y su grupo The Union Station o las Dixie Chicks, con quienes se juntó para una versión en vivo de Daddy lessons, canción de su sexto disco Lemonade (2016) que ubican como la génesis de las exploraciones que la llevaron a armar este Cowboy Carter. Las participaciones de leyendas como Dolly Parton y Willie Nelson, al mezclarse con las de Miley Cyrus, Post Malone y otros nombres menos ubicables de la nueva generación de country-pop solo consiguen confundir más.    

Sin embargo, con todos esos gazapos y patinadas, la 67ma. edición de los Premios Grammy tuvo una resonancia diferente en nuestro país, debido al éxito del álbum en vivo Alma, corazón y salsa, registro del concierto que ofreciera el timbalero y productor Tony Succar. El recital, realizado durante el 2024 en el Gran Teatro Nacional, sirvió para relanzar la carrera musical de su madre, Mimy Succar (64) y contó con la participación especial de artistas como Bartola y la cantante Nora Suzuki, recordada entre nosotros por ser la voz principal de la Orquesta de la Luz, un conjunto que desde el lejano Japón sorprendió por su dominio de la salsa y otros géneros afrocaribeños, de enorme éxito en Latinoamérica entre 1990 y 1995 con canciones como Salsa caliente del Japón, La salsa es mi energía, entre otras.

El triunfo de Tony Succar y su talentosa madre, quien muestra gran vitalidad, carisma y dominio de escena, lanzado al mercado en forma de documental –Mimy & Tony: La creación de un sueño (2024)- y todos los soportes imaginables de audio, desde archivos descargables hasta LP para coleccionistas, es el de una familia que tuvo que huir de este país para hacer realidad sus sueños. Al recibir el premio, el percusionista nacido en el Perú pero que vive desde los dos años en los Estados Unidos -actualmente tiene doble nacionalidad-, contó que su mamá tuvo que abandonar su propia carrera musical para apoyar a sus hijos, una historia de tenacidad y esfuerzo, de amor y desprendimiento. 

Y el gesto del joven músico, quien ya había mostrado de lo que era capaz en una producción llamada Unity: The Latin Tribute to Michael Jackson (2015), en que hace arreglos en clave salsera de varios clásicos del “Rey del Pop”, con algunos de los principales músicos de sesión y cantantes de Miami (Jon Secada, Tito Nieves, La India, Jennifer Peña), de retribuir aquel sacrificio devolviéndole a su mamá la oportunidad de brindar su potente voz al público, es también parte de esta épica familiar que, como tantas otras, encuentra afuera lo que el Perú no le puede ofrecer.

A pesar de eso, tuvimos que padecer a todos los canales de televisión y redes sociales que de inmediato se treparon al logro artístico y familiar de los Succar quienes, generosos, dedicaron al Perú los dos Grammy recibidos, a Mejor Álbum Latino Tropical y Mejor Actuación de Música Global -superando a pesos pesados de la música latina como Juan Luis Guerra, Sheila E. y Marc Anthony-, por la versión de Bemba colorá, composición original de uno de los trompetistas de La Sonora Matancera, José Claro Fumero (1906-1977) que fuera estrenada por la cubana Celia Cruz (1925-2003) hace seis décadas -otra muestra de la crisis- en uno de los primeros vinilos que grabó tras su salida de la famosa orquesta de Matanzas, Son con guaguancó (Tico Records, 1966). Emocionada, la familia Succar en pleno subió al proscenio californiano y recibieron el aplauso del público… en la versión no televisada de la ceremonia.

Como dijimos previamente, aquellos casos en que calidad y premio coinciden se dan, desde hace mucho tiempo, en las categorías que no le interesan a casi nadie. Además del caso de los Succar, ganaron un Grammy 2025 artistas de primer nivel como Peter Gabriel, por su última producción i/o (Mejor Ingeniería de Sonido para Álbum No Clásico); los directores de orquesta sinfónica Esa-Pekka Salonen (Finlandia) y Gustavo Dudamel (Venezuela) en Mejor Grabación de Ópera y Mejor Presentación Orquestal, respectivamente; el dúo conformado por Chick Corea y Béla Fleck ganaron a Mejor Álbum de Jazz Instrumental por el extraordinario disco Remembrance, grabado entre 2019 y 2020 durante la pandemia y lanzado recién en marzo del 2024, convirtiéndose en premio póstumo para el extraordinario pianista fallecido en el 2021. Y Samara Joy, por su parte, repitió el plato en la categoría Mejor Álbum de Jazz Vocal, por su disco navideño A joyful holiday. 

Pero ¿a quién le puede importar Samara Joy, quien fuera Mejor Artista Nuevo en el 2023 -uno de esos intentos aislados del Grammy por lavarse la cara- si la gente delira por ver en redes, una y mil veces, a la novia de Kanye West, a Beyoncé disfrazada de “la hija del granjero” o a Shakira -otra de las ganadoras de esta edición-, aplaudida por ese mamotreto titulado Las mujeres ya no lloran, planificado para enfermar mentalmente a las millones de niñas y adolescentes -y, muchas veces, a sus hermanas mayores, madres y maestras- con sus contenidos y ritmos idiotizantes?

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[Música Maestro] En medio de la pobre escena actual de la música global, con el reggaetón asesinando a diario a la rica historia de la música latina; y las insufribles superficialidades del hip-hop y el pop anglosajón modernos; el enorme y diverso listado de artistas y estilos de los setenta y ochenta se erige como una compacta muralla de rebelde buen gusto que no pierde calidad ni sustancia frente a la ligereza y homogeneización que son moneda corriente en estos tiempos.

Durante la historia de la música popular contemporánea siempre han existido dicotomías que enfrentan a dos polos teóricamente opuestos: lo comercial versus lo subterráneo, lo socialmente comprometido versus lo entretenido y ligero, lo accesible versus lo difícil, lo académico versus lo amateur, lo banal versus lo profundo. Estas confrontaciones conceptuales reducen, de forma ilusa, a una lucha entre dos opciones aquello que, en la realidad, tiene múltiplesvariaciones y matices.

Hay quienes piensan, por ejemplo, que preferir Silvio Rodríguez y Joan Manuel Serrat a Bad Bunny y Karol G es positivo -te gusta el buen uso del idioma, las manos humanas pulsando una guitarra de madera- o negativo -pretendes ser elitista, discriminas lo barrial, eres un resentido, no eres popular. Desde los que discuten entre sí cuando comparan la onda de la Fania con la salsa sensual de Hildemaro, hasta los que consideran que Spinetta es un genio frente a quienes creen que no hizo nada valioso, los que prefieren el punk de Sex Pistols al de Blink-182. Y eso pasa en todos los géneros y subgéneros que nos podamos imaginar.

Aunque, en líneas generales, me es imposible imaginar a un sicario de Lima musicalizando sus contenidos para redes sociales -su colección de pistolas, sus amenazas extorsivas- con los estudios para piano de Chopin o Erik Satie; ni tampoco parece muy probable encontrar a un congresista del hampa bailando en su AirBnb barranquino, rodeado de sus «asesoras legales», una canción de los Ramones, Return ToForever o Sepultura; lo cierto es que no podemos establecer de manera concluyente si una persona es buena o no analizando el tipo de música que escucha. En muchos casos te puede dar una idea bastante clara, pero ninguna generalización o sectarismo tienen cabida ante la multiforme psiquis humana, siempre capaz de producir excepciones a las reglas.

Toto, una de las bandas más famosas y respetadas de la historia del pop-rock mundial, despierta esa clase de encendidos debates. Están, por un lado, los que opinan que se trata de músicos extraordinarios que, tras casi cincuenta años en el ruedo, escapan a cualquier membrete y superan de lejos a muchísimos otros. Y, por el otro,quienes los ven como cosa del pasado, calculadores, anacrónicos y desfasados. En medio de eso, abundan las voces que consideran específicamente a Toto, por su preeminencia entre la enorme cantidad de alternativas que nos ofrecieron las décadas en las cuales se desarrollaron, como la bandasímbolo de una época desaparecida y valiosa solo para nostálgicos.

Recientemente, un tema levantó polvo entre los críticos musicales especializados: la aparición del término “yacht-rock” -literalmente “rock de/para yates”-, un neologismo creado para denominar a la música producida en Estados Unidos, en el periodo de quince años comprendido entre 1975 y 1990. Pero no a toda la música hecha en el país que hoy padece la vuelta al poder de Donald Trump y sus amigos lunáticos y multimillonarios, sino a aquellas discografías más accesibles al oído, de producción sofisticada e instrumentación compleja pero rítmica, que podríamos encuadrar dentro de las coordenadas de etiquetas preexistentes como “soft-rock”, “arena rock”, “AOR” o “blue-eyed soul, de extenso uso en la prensa musical.

El concepto “yacht-rock” pretende conectar a esos artistas con un segmento de público caracterizado por su alto poder económico, acceso a artículos/actividades de lujo y un estilo de vida generalmente superficial, hedonista, ajeno al espíritu rebelde, contestatario o esforzado asociado al rock. Un documental de HBO Max, titulado Yacht Rock: A Dockumentary (Garrett Price, 2024) pone a dos nombres por encima del resto como emblemas del nuevo nombrecito. Uno es Michael McDonald, compositor, cantante y tecladista de TheDoobie Brothers (1976-1981). El otro es… Toto.

Sin embargo, más allá de las reacciones a favor o en contra de esto del yacht-rock en esta columna escribí, hace algunos meses, sobre esas satisfactorias, inútiles y escapistas discusiones que solemos tener los melómanos sobre géneros, épocas y artistas-, lo que no puede aceptarse es el uso peyorativo de un rótulo para agrupar a artistas que han demostrado ser los mejores en sus campos, solo porque a alguien se le ocurre que suenan demasiado sofisticados, comerciales o “ligeros”. Y, en el caso concreto de Toto, con más razón todavía. Porque Toto es, básicamente, un supergrupo.

Como sabemos, la noción de supergrupo surgió en el ámbito del rock, más o menos, a finales de los sesenta. Después de quince años de la aparición de Elvis Presley y diez de la Beatlemanía, integrantes de conjuntos conocidos comenzaron a juntarse para armar bandas nuevas. Ejemplos de ello son, desde luego, Cream y Crosby Stills Nash & Young. Con el tiempo, la lista de supergrupos fue creciendo -algunos solo grabaron uno o dos LP y otros, como Emerson Lake & Palmer, duraron décadas- y, en el camino, se subdividieron en dos tipos, aquellos cuyos integrantes provenían de otras bandas famosas y aquellos formados por músicos de sesión, anónimos para el público pero muy respetados entre sus pares.

Toto pertenece a esta segunda tipología de supergrupo. Steve Lukather(voz, guitarra), David Paich (voz, piano, teclados), los hermanos Jeff y Steve Porcaro (batería y teclados, respectivamente), David Hungate(bajo), Lenny Castro (percusiones) y Bobby Kimball (voz) lanzaron el sorprendente primer LP de Toto en 1978 pero venían trabajando desde 1973 como sesionistas para astros del pop-rock de entonces como Seals & Crofts, Boz Scaggs, Aretha Franklin, entre muchos otros.

En el caso específico de Steve Lukather, es uno de los guitarristas con más grabaciones de la historia y, antes de cumplir 21 años, ya era considerado uno de los guitarristas de estudio más buscados en Los Angeles. Y Jeff Porcaro, además de sus diversos contratos en sesiones, fue integrante durante un par de años de Steely Dan -otro supergrupo- y su baterista principal en uno de sus mejores discos, Katy lied (1975), además de tocar en las canciones Parker’s band, Night by night(Pretzel logic, 1974) y Gaucho (ídem, 1980).

En cuanto a David Paich, a sus destrezas como arreglista, cantante y pianista debemos sumar las de compositor. A finales de los setenta, fuecoautor de éxitos de Boz Scaggs como Lido shuffle o Lowdown (Silkdegrees, 1976) y, entre otros, de Got to be real, del álbum debut de Cheryl Lynn (1978). De hecho, el característico riff con el que arranca este tema clásico de la era disco, que simula una sección de vientos, es tocado por David en sus sintetizadores. Esa intro fue utilizada por la agrupación dominicana de merengue y hip-hop Proyecto Uno para su exitazo noventero El Tiburón (In da house, 1993).

Entre 1978 y 1982, el sexteto original lanzó cuatro fantásticos álbumes en que se entremezclaban hard-rock de estadios, similar al de bandas como Journey o Foreigner, rock progresivo al estilo de otros conjuntos norteamericanos como Boston, Kansas o Styx y fuertes dosis de soul, R&B y jazz. Este muestrario de virtuosismo instrumental se desborda en los dos primeros LP, Toto (1978) e Hydra (1979), con canciones como Goodbye girl, St. George & the dragon, el vertiginoso instrumental Child’s anthem o los éxitos Hold the line, 99 (¿a quién se le ocurre terminar un single para las radios con un solo de bajo?) y Georgy Porgy (con Cheryl Lynn en los coros).

Si una persona que nunca ha escuchado a Toto en su vida pone en su reproductor canciones como Hydra, Takinit back y I’ll supply thelove, una después de la otra, no podría concluir a la primera que se trata del mismo grupo. Con tres cantantes diferentes y cubriendo un rango estilístico tan amplio, lo de Toto en esos dos álbumes lanzados para el sello Columbia Records es de alto octanaje en energía y fibra rockera pero también en sofisticación y cálculo milimétrico en cuanto a arreglos, cambios y solos.

Esto último fue lo que, en sus inicios, le reprocharon algunos críticos como en la revista Rolling Stone que, en una reseña de aquel disco debut denuesta ácidamente su sonido pulcro y el extremo dominio de sus instrumentos, considerándolos aburridos y fríos. Sin embargo, el público decidió lo contrario y la popularidad de Toto subió como la espuma. Su tercer esfuerzo en estudio, Turn back (1981), no alcanzó la misma notoriedad, a pesar de contener composiciones sorprendentes como Goodbye Eleonore, English eyes o Gift with a golden gun, con intercambios musicales de primer nivel.

La consagración definitiva llegó con el siguiente LP, Toto IV (1982), gracias a canciones como Rosanna y Africa que, una vez más, ofrecieron a la escena musical ochentera un coctel de estilos. La primera, compuesta íntegramente por David Paich y cantada por Lukather y Kimball, marcó historia por su complejidad musical. El patrón rítmico creado por Jeff Porcaro hasta ahora es estudiado por las nuevas generaciones de bateristas en el mundo entero. Por su parte,Lukather hace estallar su Gibson Les Paul en los solos del medio y del final, mientras Steve Porcaro y Paich lanzan impresionantes líneas en sus respectivos teclados. El tema también hizo historia por su videoclip, tan icónico de los ochenta como los de Dire Straits, Prince o Madonna.

En cuanto a la segunda, se trata de una idea musical escrita a cuatro manos por Jeff y David, que pasó de ser un tema casi de relleno a convertirse en una de las canciones más escuchadas de la década. La atmósfera tribal, la combinación de voces y el mensaje arcano la hicieron un clásico inmediato. La banda noventera Weezer incluyó una versión de Africa en su disco de covers Teal album (2018), reactualizando su éxito. Previamente, el cuarteto californiano había grabado también Rosanna.

Los años siguientes, el grupo navegó entre discos de ventas más reducidas, cambios de personal y una nutrida agenda de trabajo para otros, recargada por su nuevo estatus de superestrellas. El famoso productor Quincy Jones, recientemente fallecido, convocó a cuatro de sus integrantes para las sesiones de lo que sería el álbum más vendido de todos los tiempos, Thriller de Michael Jackson, en canciones como Beat it, The girl is mine (a dúo con Paul McCartney) e incluso una composición de Steve Porcaro, Human nature, que se convirtió en uno de los singles más aclamados de aquel disco del “Rey del Pop”, lanzado en 1983. Dos años después, David Paich y Steve Porcaro participaron en la grabación de la base instrumental del single benéfico We are the world, una de las canciones que definieron los ochenta.

Después del éxito de Toto IVaquí un concierto de esa época en Japón-, la banda sufrió sus dos primeras deserciones. Bobby Kimball, el cantante, fue reemplazado sucesivamente por Fergie Frederiksen(1984-1985), Joseph Williams (1986-1988, hijo del famoso compositor John Williams, ganador del Oscar por la banda sonora de Star Wars) y Jean-Michel Byron (1989-1990), mientras que David Hungate cedió su lugar a Mike Porcaro, hermano de Jeff y Steve -hijos de un legendario baterista de jazz, Joe Porcaro-, quien se quedó en el grupo hasta su lamentable muerte, a los 59 años, aquejado por la terrible esclerosis lateral amiotrófica.

En ese periodo, aunque sus discos no tuvieron la misma resonancia que los anteriores, Toto se mantuvo vigente con canciones como Stranger in town, Holyanna (Isolation, 1984), la balada I’ll be overyou (Fahrenheit, 1986, con Michael McDonald en coros) o Pamela(The seventh one, 1988). En 1984 la banda compuso una suite instrumental y futurista para un clásico moderno de ciencia ficción, Dune, escrita y dirigida por David Lynch, fallecido hace unas semanasa los 78 años, una noticia que estremeció a la comunidad mundial de cinéfilos.

El 5 de agosto de 1992, Jeff Porcaro falleció prematuramente a los 38 años, por complicaciones cardíacas. Unas semanas antes, había inhalado accidentalmente un insecticida mientras lo esparcía en el jardín de su casa y durante años se asoció este hecho a su muerte. Aunque el inesperado fallecimiento golpeó duramente a la banda, ese mismo año apareció Kingdom of desire, su octava producción discográfica, con pistas grabadas íntegramente por Jeff. Para la gira correspondiente, dedicada al hermano caído, su lugar fue ocupado por el británico Simon Phillips, una superestrella de la batería por derecho propio, que venía de tocar en estudios y conciertos con un amplio abanico de artistas como Steve Hackett y Mike Rutherford de Genesis, Jeff Beck, Santana, Judas Priest, Mike Oldfield, Joe Satriani y un larguísimo etcétera. Phillips permaneció en la banda hasta el año 2014, aproximadamente.

En paralelo a Toto y sus cientos de compromisos con otros colegas, Steve Lukather y Joseph Williams son quienes más actividad hantenido como solistas, con un total de nueve álbumes cada uno, entre 1982 y 2023. David Paich, por su parte, lanzó su primer y único disco en solitario, Forgotten toys, en el 2022. Mike y Steve Porcaro lanzaron también un solo disco cada uno, Brotherly love (2011) y Someday/Somehow (2016), respectivamente (búsquenlos, son excepcionales). David Hungate, el bajista original, suspendió brevemente su voluntario retiro de la música para reunirse con sus ex compañeros entre 2014-2015; mientras que Bobby Kimball tomó nuevamente los micrófonos de Toto durante toda una década, entre 1998 y 2008, para los álbumes Mindfields (1999), Through thelooking glass (2002, de covers de sus referentes, desde los Beatles hasta Steely Dan) y Falling in between (2006). Hace cinco años se supo que el extraordinario cantante padece de un extraño tipo de demencia. Lenny Castro, “el séptimo Toto”, tocó con ellos desde siempre, hasta la gira del año 2019.

Toto llegó al nuevo siglo como una institución del rock de los ochenta, con el soporte de su bien ganado prestigio. Aunque nunca abandonaron los estudios de grabación, sus lanzamientos comenzaron a hacerse más espaciados y, hasta en diez ocasiones, la banda cambió de alineación con ingresos y salidas intermitentes de sus miembros, con excepción del núcleo estable de Lukather, Paich y Williams, quien retornó para quedarse en el 2010. Steve Porcaro, uno de los fundadores, se había retirado parcialmente y volvió como “invitado” hasta ese mismo año, en que decidió reintegrarse de manera fija.

Paich, también debido a algunos problemas de salud, también anunció su alejamiento de los escenarios aunque conservó su silla como director musical. Fue reemplazado por otro gigante de las sesiones, Greg Phillinganes. Y, tras la muerte de Mike Porcaro, han sido bajistas de Toto músicos de sesión ampliamente reconocidos como LelandSklar (James Taylor, Phil Collins), Nathan East (Eric Clapton, Fourplay) y Shem von Schroeck. Por la batería, tras la salida Phillips, han pasado sesionistas de alto calibre como Keith Carlock, Shannon Forrest y Robert Searight, integrante del colectivo de jazz fusión Snarky Puppy, por lo que el membrete de supergrupo de Toto se mantuvo intacto.

Giras por Estados Unidos y Europa en los años 2003, 2013 y 2019 para celebrar sus aniversarios 25, 35 y 40 respectivamente, registradas en excelentes CD y DVD como este, dan cuenta del peso de Toto como entidad del rock mundial, a pesar de ese asunto del yacht-rock -que Lukather considera “una broma sin importancia” o el hecho incomprensible de que, aunque son elegibles desde el 2003, no hayan sido todavía inducidos al salón de la fama del rock and roll. Justo después de la última gira, titulada 40 tours around the sun, desarrollada entre enero y octubre de 2019, un problema de dinero destruyó la amistad entre Lukather, Paich y el único Porcaro aun vivo, Steve.

Resultó que, de un momento a otro, la viuda de Jeff Porcaro, Susan, acusó a Lukather y Paich de no haber pagado regalías a la familia del baterista durante años. El asunto, que se remontaba a las épocas en que la banda se fundó, era un enredo de papeles y consentimientos relacionados al uso del nombre Toto. En una batalla legal no exenta de ataques de ida y vuelta, Susan Porcaro-Goings salió vencedora, lo cual dejó a ambos con serias deudas y la incertidumbre de no saber si podrían o no seguir su carrera con el nombre que habían construido en casi cinco décadas.

Sin embargo, el misterio se resolvió durante la segunda mitad del año pasado, cuando se anunció una nueva gira de Toto para julio de este 2025, junto a otros dos pesos pesados ochenteros, Men At Work y Christopher Cross. Además de Steve Lukather, Joseph Williams y David Paich participarán de esta nueva versión de Toto, la décima quinta de su historia, Greg Phillinganes (teclados), Warren Ham(vientos), John Pierce (bajo), Dennis Atlas (teclados) y Shannon Forrest (batería).

 

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