[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] El diccionario diría con su habitual simpleza que un relato autobiográfico pretende, las más de las veces, construir una narración ordenada y capaz de abarcar un determinado periodo en la vida de alguien. El arco temporal podría ser amplio, ambicioso y así plantear un relato que comenzaría seguramente en la infancia. Otras veces, ese arco podría reducirse y poner el foco en alguna experiencia crucial a partir de la cual la vida y la sensibilidad de quien se auto examina cambian de manera ostensible. Eso nos permitiría decir, provisionalmente, que un texto autobiográfico, cuando registra las disrupciones de la trayectoria vital o presenta los puntos de quiebre de una existencia, hace eco del bildungsroman, pero en una escritura que obedece a convenciones no ficcionales, como el uso de la primera persona para crear un lazo de identidad –que no deja de ser problemático– entre el autor y el narrador y, por supuesto, un conjunto de hechos factuales, sobre los que pesa la documentación y la posibilidad del cotejo.

Con Volverse palestina (2012) la escritora chilena Lina Meruane (Santiago, 1970) emprendió una exploración identitaria y una aventura en busca de sus orígenes que la llevaron a escribir luego Volvernos otros (2014) y una tercera parte titulada Rostros en mi rostro, escrito en 2019 pero inédito hasta hoy, en que estos tres esbozos autobiográficos fragmentarios aparecen unidos en un volumen titulado Palestina en pedazos (2023), título polivalente, que se puede entender tanto en el contexto individual de la escritora cuanto en la condición actual de los territorios palestinos. Meruane busca construir o reconstruir su genealogía y es quizá mejor hacerlo más allá del tono melancólico de los relatos familiares y viajar hacia Palestina y visitar Beit Jala, el hogar originario, donde mora el fuego de los ancestros.

Protagonista de su propio relato, Meruane no escatima autorrepresentarse ejerciendo diversos roles: investigadora, lectora, escritora, convergencia esencial para que la idea del texto como artefacto se impregne en el lector. Escritura que va haciéndose, a sabiendas de su condición literaria. Vistos en conjunto, los tres libros reunidos ahora forman una especie de música cuya tensión va in crescendo: Si en Volverse palestina, se privilegia inicialmente la búsqueda individual, en Volvernos otros el acento se desplaza hacia cuestiones éticas y políticas, además de mencionar a autores como Oz, que ofrecen valiosas pautas de reflexión a la escritora; en tanto en Rostros en mi rostro, esta perspectiva se acentúa y la familia, casi como un coro fantasmal, asoma de a pocos. Una saga o fresco autobiográfico consciente de su naturaleza transcultural.

Una identidad no puede narrarse sino en fragmentos. Categoría problemática y demonizada, es cierto, pero su existencia no puede desbaratarse del todo: hay un tejido íntimo que acaso la razón no logra comprender, un sentido de pertenencia, un conjunto de cavos sueltos que es preciso unir con alguna dirección coherente. La identidad, su descubrimiento y su valoración, tiene en estos tres libros un sabor de epifanía, lleva en sí el peso dramático de la revelación. No deja de ser conmovedor asistir a ese espectáculo –visible gracias a la escritura– en el que la subjetividad recupera algunas de sus piezas constitutivas perdidas. Y hacer de eso literatura es algo que los lectores deberíamos agradecer a Lina Meruane.

Desoír al padre es un acto que está en el origen de estos textos. El padre de Meruane no deseaba volver a Beit Jala por un razonable temor: ser presa de la sospecha, ser visto como foráneo en tierra que fue suya, incluida la casa de su progenitor, el espanto frente a “la posibilidad de llegar a esa casa sin tener la llave” y tocar una puerta que probablemente sería abierta por desconocidos.

De otra parte, esa misma fragmentariedad le permite al texto ser lo suficientemente flexible como para aludir, en momentos distintos, tanto a la preparación y realización del viaje personal como a un suceso histórico de proporciones colectivas: la inmigración árabe a Latinoamérica, su adaptación a la nueva geografía, en especial la chilena, el modo en que la lengua originaria de estos inmigrantes fue disolviéndose y quedó reducida a un código secreto manejado sobre todo por los miembros de la primera generación de recién llegados. Se trata, en suma, de un relato individual, pero también de la nakba, contraparte de la diáspora, un fenómeno que hermana dos extremos, más allá de cualquier otra diferencia.

En una nota que escribí sobre Volverse palestina hace algunos años escribí: “en su búsqueda individual ha logrado recoger también la voz de los otros. Un ejercicio de memoria que se abre e incluye a una comunidad viviendo su hora más absurda, más injusta y más incomprensible, entre el ciego terror que desde una izquierda ultramontana propone Hamas como política y las posiciones de la extrema derecha israelí, que terminan unidas, paradójicamente, en su respectiva falta de racionalidad. Un texto valiente, impecable desde el punto de vista ético y bellamente escrito es el que nos ofrece Meruane; un texto que pone en escena el dolor que acecha a toda reconstrucción identitaria”. Sumadas ahora dos partes más, diría exactamente lo mismo.

Lina Meruane. Palestina en pedazos. Barcelona: Random House, 2023.

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La cultura es gasto, pérdida de tiempo, distracción del metal. Acabemos con la cultura. Porque crea ciudadanos críticos. Porque afina sensibilidades. Porque promueve la discusión y ataca a la pasividad ciudadana que buscan algunos desde sus encumbradas sillas. 

Total, si no se invierte en cultura, habría más plata que pasar por el tamiz de la corrupción. No me vengan a decir, pues, que el Estado preocupado por sus arcas quiere retacearle unas monedas al cine para calmar el hambre, la desnutrición o las infernales desigualdades que marcan la vida nacional. 

La inteligencia es el enemigo. Por eso hoy se educa mayormente para el trabajo y no para la formación humana: hacer es mejor que pensar, que es un pasatiempo de caviares, académicos resentidos y otras especies incómodas al autoritarismo y la pacatería de muchos de quienes conducen el país.

Un reciente proyecto de la congresista Tudela ha puesto en evidencia el poco o nulo interés que existe por la cultura desde esa parte de la esfera pública en que se deciden cosas. Se pretende dejar sin piso a un naciente cine regional que ha dado muestras de su potencia. 

El estímulo eterno, sin fecha de caducidad, no es buena idea, de acuerdo. Pero no puedes matar a la criatura antes de que aprenda a correr sola. El circuito de exhibición limeño practica como deporte ignorar la producción regional, aunque de vez en cuando se lava la cara y pone en pantalla alguna película que, como Willaq Pirqa, remontó la valla del desprecio y ganó el favor de un público enorme.

Por otra parte, IRTP, que depende del Ministerio de Cultura, viene dando señales alarmantes. Es un medio a la deriva, a merced de decisiones erráticas y arbitrarias, como cerrar programas con una tradición consolidada y reducirlos a microespacios dentro de otros, como ha ocurrido con El placer de los ojos, un magazine dedicado, precisamente, al cine.  Sumar a esto la confusión reinante en relación con la función de TV Perú: televisión ciudadana no es el remedo de televisión comercial que quieren ser.

El próximo mes vencerá la exoneración del IGV al libro, algo que debería tener una prórroga natural y mas extensa, habida cuenta de los míseros índices de lectura que hay en el país y, sobre todo, esas estadísticas que revelan un espantoso porcentaje de maestros que tienen problemas de comprensión lectora. No faltará el talibán que desde su curul proclame que el libro es inservible.

Este año no contaremos con la feria La Independiente. Un duro golpe a editores pequeños y medianos de diversas partes del país, que tienen en esta feria una oportunidad para mostrar sus catálogos y poner a la venta libros que, en su mayoría, no existen para las librerías limeñas. El Ministerio de Cultura ha cometido gruesos fallos que han conducido a la suspensión del evento.

¿Qué más podría pasar en un país en el que la universidad más antigua intentó sacudirse de su propio centro cultural e incluso de la librería que se ha formado en convenio con una entidad mexicana?  ¿Qué más puede pasar en un país en el que el Museo Nacional es un elefante blanco? ¿Qué más, en un país en el que las instituciones solo muestran diariamente su indiferencia por la cultura?  Siempre hay más. Esa es nuestra condena. 

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Aunque es razonable discutir la noción misma de generación literaria marcada mecánicamente en décadas, no se puede dejar de advertir el hecho de que la década del 50 encierra un tesoro para nuestra historia cultural. Pocas décadas como esta fueron tan pródigas no solo en producción literaria, sino en ánimo humanista: casi no hubo disciplina artística e intelectual que no dejara algún miembro brillante y de obra perdurable. En ese contexto, en la poesía, Blanca Varela ocupa un lugar estelar.

Los temas que aborda Varela en su poesía configuran un repertorio quizá no muy numeroso, pero tratado con profundidad ejemplar. Una estética altamente fragmentaria, que se traduce en una escritura de bordes minimalistas; la reflexión constante sobre la condición humana, en relación con su animalidad; experiencias como la maternidad o el exilio; una marcada preferencia por los dislocamientos del lenguaje, lo que establece un parentesco notorio con cierta vanguardia o la riqueza de sus alusiones al mundo de las artes plásticas son algunas de sus claves.

La singularidad de Varela se transparenta desde su primer libro, Ese puerto existe (1959). La poeta prescinde allí de todo subtexto o pretensión autobiográfica, el yo poético se nos presenta como alguien masculino y, como señala Peter Elmore, se trata de una máscara o un doble de la poeta. El artificio del yo poético ofrece una distancia para que la voz discurra sin tropiezos ni actos de autocensura y, al mismo tiempo, un juego de dobles y pares, como nota también Elmore.

La construcción de la identidad del hablante es problemática. La pertenencia o su percepción, no es placentera ni garantiza un lugar estable: “Aquí en la costa tengo raíces,/ manos imperfectas,/ un lecho ardiente en donde lloro a solas” declara en el verso final del poema “Puerto Supe” (p.36).

“Del orden de las cosas” es un poema emblemático. Perteneciente a Luz de día (1963), se trata de una poética envuelta en un poema en prosa donde el hablante examina su proceso creativo e intenta plasmarlo en escenas de gran poder sugerente: “Me acuesto en una cama o en en el campo, al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina funcionando. Un gran ideal o una pequeña intuición van pendiente abajo. Su única misión es conseguir llenar el cielo natural o el falso” (p.65). Espacio, mirada, ideas: he aquí la materia prima de la escritura, una que apela a la “desesperación, asunción del fracaso y fe. Este último elemento es nuevo y definitivo” (p.66).

Valses y otras falsas confesiones (1972) circunda la vida familiar y se acerca con mayor intensidad a la vida cotidiana que muchos quisieran asociar a la propia autora, pero no olvidemos el carácter ficticio del texto poético, además de la evidente contradicción que encierra la última parte del título, “falsas confesiones”. Inicialmente el discurso se desdobla en una narración breve, que se va intercalando con un poema de dolida intimidad, donde se presenta un juego intertextual con fragmentos de letras de algunos valses criollos (mundo conocido por la poeta en la vida fáctica, pues era hija de la compositora Serafina Quinteras) y se deja ver, como detrás de una rendija, una serie de alusiones al ámbito doméstico.

Tanto en poemas de largo aliento como el poema en prosa “Vals del ángelus” o “Nadie sabe mis cosas” y además en las piezas más breves, aquellas que aparecen reunidas en la sección “Ejercicios”, hay un notable control expresivo y un riguroso sentido del ritmo, en un escenario en donde se contraponen, tensamente, la actividad creadora y una cotidianidad muchas veces lacerante. La visión de la vida conyugal o las relaciones materno-filiales, por ejemplo, son vistas con un inocultable tinte expresionista.

Canto villano (1978) muestra un notorio decantamiento en el lenguaje, que se torna más conciso y la expresión explota la ironía, el sarcasmo y otros procedimientos de carácter oblicuo. No hay ternura fácil: en este territorio el amor es un campo de espinas, de carbones ardiendo. Un momento epigramático para la memoria es el poema “Justicia”, que cito íntegro: “vino el pájaro/ y devoró al gusano/ vino el hombre/ y devoró al pájaro/ vino el gusano/ y devoró al hombre” (p.149).

Ejercicios materiales y El libro de barro (ambos de 1993) cierran el volumen. Entre estos dos libros existe una red de vasos comunicantes y aunque los estilos difieren, pues Ejercicios materiales es hasta cierto punto un retorno al tono descarnado de Valses y otras falsas confesiones, El libro de barro opta mayormente por el poema en prosa, pero planteando atmósferas surrealizantes.

La publicación de una nueva edición de Canto villano es, entonces, la posibilidad de reencontrarnos con una obra que, como la de Blanca Varela, deja de ser un simple hito para convertirse en una presencia necesaria e inevitable. Un acierto del FCE que hay que saludar.

Blanca Varela. Canto villano. Lima: Fondo de Cultura Económica, 2023.

 

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] La tradición de textos periodísticos en el Perú posee una larga prosapia. Algunos ejemplos en apurado recuento de las primeras décadas del siglo XX: Federico More, Abraham Valdelomar, Felipe Sassone, Manuel González Prada, Enrique Carrillo (Cabotín) y el mismo Mariátegui fueron, sin excepción, notables cronistas, aves raras de las salas de redacción que sumaban al puntual conocimiento de las convenciones del comercio con las noticias el refinamiento intelectual, la mirada cosmopolita, la curiosidad diletante o la reflexión irónica sobre la vida social, rasgos que constituyen el esqueleto común del discurso de muchos autores contemporáneos del género.

Uno de ellos, indispensable en el panorama de la narrativa periodística peruana es sin duda el narrador Fernando Ampuero, ducho en el difícil arte de contar, y esta vez no enfrascado en la invención de un personaje o un escenario, o atareado atendiendo las necesidades de una trama, sino dando vida a un libro emblemático y que, estoy seguro, muchos periodistas tienen en su cabecera: Gato encerrado.

El estilo de Ampuero en Gato encerrado es ágil y directo; sus observaciones suelen ser una mezcla de perspicacia, erudición y humor; sus entrevistas, inquisidoras sin llegar a pleito; sus reportajes, una dosis de sudor y otra de instinto muy desarrollado para captar detalles que iluminan la historia. Leila Guerriero suele decir que la presencia del yo tiene que justificarse, por ejemplo, cuando el cronista quiere transmitir una experiencia intransferible. Ampuero bucea en sus personajes (Tola, el Indio Fernández, Rubén Blades, un lacónico Allen Ginsberg o un Borges de talante amarillo) y usa el yo para eso: para dejar en nosotros las huellas de un encuentro y conectar al lector con mayor profundidad en el universo que se teje en Gato encerrado.

Así como la crítica no es entendida del todo como una actividad creativa, pesa también el prejuicio de que el periodismo debe concebirse como una actividad fría y mecánica, como una receta rígida sin muchas posibilidades de expresión en nombre de la tan mentada objetividad, promesa, en realidad, nunca cumplida. Ampuero apela en Gato encerrado a su libertad creativa y a unos modales que permiten insertar varios de sus textos en el ámbito del nuevo periodismo.

Los textos que conforman el libro responden a variadas formas: Los de la primera parte, por ejemplo, y especialmente “El milagro porno o la nostalgia de lo maravilloso” (relato protagonizado por Sarita Colonia) o “Solas contra el mundo” (una exploración en el mundo de las mujeres del melodrama latinoamericano) dejan notar esa frontera no definida aun entre la crónica y el ensayo. Aquí espera también al lector un notable reportaje que se sumerge en el infierno de la prostitución infantil en La Parada, temido rincón capitalino.

La segunda parte destaca sobre todo por la construcción de dos biografías que no escatiman nada ni a la información rigurosa ni a la leyenda popular. Tatán, aquel mítico gánster que asolara Lima en los años 50, que cuando bebé poseía una belleza tal que fue solicitado en varias ocasiones para nacimientos vivos. Su final, me perdonan el espoiler, es apoteósico: “El ataúd fue llevado en hombros de cientos, desde los Barrios Altos hasta el cementerio. La policía necesitó desviar el tránsito. Desfilaron damas en Cadillacs, extranjeros de aspecto dudoso, hampones disfrazados, hombres y mujeres humildes. Un brigadier de la PIP, conmovido, pronunció el discurso fúnebre” (p.82). Completa esta sección una mirada sobre la vida de Rosendo Vernal, soldado inmolado en Arica y que en su agonía vio pasar a Alfonso Ugarte veloz hacia el abismo; once años antes, había sobrevivido a un tsunami.

La tercera sección, que toma para su título un pequeño fragmento de Felipe Pinglo, “Bucles, retratos, pañuelos” contiene asedios a diversas personalidades del mundo cultural y artístico. Muchas veces el enfoque de estos textos está determinado por las circunstancias que rodean al encuentro o por algún aspecto asombroso del personaje, como las videntes Coti Zapata y Zizi Ghenea, la entrevista a Rubén Blades en un taxi rumbo al aeropuerto o una camisa amarilla vestida para entrevistar a Borges, una deferencia con alguien que solo podría distinguir ese color.

Finalmente, cierra el volumen Ronda de seductores, textos que apuntan a los entrevistados como personajes. Más allá de sus revelaciones, Ernesto Sábato, Moria Casán, Julio Ramón Ribeyro o Gabriel García Márquez son, para los efectos de esta sección, personajes muy poderosos, para no olvidar ese final breve e inconcluso que es el conato de conversación con el tótem beatnik Allen Ginsberg.

En suma, el gato se libera en la lectura. Y en esa lectura se aprende que el periodismo no solo debe ser coyuntura, es también arte y estilo. Una vez terminado, deje al gato en su lugar.

Fernando Ampuero: Gato encerrado. Lima: Tusquets, 2023. 

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Los diversos géneros que componen el campo autobiográfico son hasta hoy motivo de discusión crítica. Algunas preguntas que surgen frente a ellos, por ejemplo, interpelan a los textos en su calidad de “garantes” del discurso, pues pretenden ofrecer un relato cargado de valor referencial. En otros casos se cuestiona si el relato compromete una reconstrucción más o menos fidedigna del pasado del sujeto o es, más bien, una interpretación de dicho arco temporal. Por último, la sospecha recae en la idea de que en estos textos el autor construye deliberadamente o no una imagen autoral, una persona que podría no corresponder con exactitud al escribiente de existencia material.

Destino vagabunda, de la poeta peruana Carmen Ollé (1947) se suma ahora al corpus autobiográfico peruano. Se presenta como un libro de memorias. En la portada, la palabra memorias es el humo de un cigarrillo, gesto sin duda cargado de ironía: ¿  serán esas memorias volátiles como el humo, responden a una condición de fragilidad que pone en riesgo la intención del texto de ser veraz, o sugiere acaso la imposibilidad de que el lenguaje pueda reconstruir la experiencia?

Resulta sintomático que la propia Ollé inicie sus memorias con una reflexión puntillosa sobre estas preguntas. Dice: “Contar mis memorias me resulta, hasta cierto punto, un acto de pedantería. Hay una dosis de vanidad en juego, a lo que se suma el pudor de ir desvistiéndose –como en la canción «Déshabillez moi», de Juliette Gréco. No soy fan de Gréco, y la cito porque, al crear la obra, una escritora expone su mundo interior. Pero una escritora es capaz también de poner minas en su trama para hacer explotar al desprevenido lector” (p.9).

Esta advertencia precede, justamente, a un asunto que pone al discurso autobiográfico entre la espada y la pared, porque si la autora se convierte en una “asesina” y destruye, desfigura o acomoda hechos que son comprobables o cuya existencia es respaldada por algún tipo de fuente documental, eso quiere decir que se ha entrado en el terreno de la reinvención personal y de la resignificación del relato sobre su pasado, algo que podría debilitar el rigor de la reconstrucción.

Entonces será posible pensar que más allá de las revelaciones sobre la propia persona –algo que mueve a los lectores hacia este tipo de textos– el lenguaje, la estrategia de composición, el deseo de construir una imagen autoral, adquieren también una importancia que no podremos desdeñar. El deseo legitima no una mentira, sino la proyección de una figura que encarna valores e ideas que la autora suscribe. La verdad no es solo un asunto documental, puede ser igualmente un anhelo que se define en la subjetividad de la persona, aun cuando esto resulta riesgoso.

Muchas veces los textos autobiográficos ponen en escena una intensa lucha entre decir y reprimir. En ese sentido, la autocensura no sería un tema menor, tiene los visos de una necesidad. Ollé menciona que hay cosas “a las que tengo que ponerles mascarilla para estar a tono con la época, porque no puedo decirlas abiertamente” y se refiere luego a a la disputa que ella misma termina “librando entre decir, silenciar, mentir, tergiversar a la hora de hablar de mí o de mi familia” (p.20).

El texto invita a un recorrido pautado por la temporalidad. Se inicia en la infancia, naturalmente y se erige allí un retrato genealógico y familiar, que culmina con el final de la secundaria y el descubrimiento (la lectura, cuándo no) de Simone de Beauvoir, un hito personal en todo el sentido de la palabra. Le siguen el descubrimiento y afianzamiento de la vocación literaria, la militancia poética, el matrimonio con Verástegui y los viajes; luego el retorno al Perú y la vivencia del horror senderista desde la docencia en La Cantuta y el inicio de un intenso activismo feminista. Sigue una apretada memoria de viajes literarios (ferias, congresos, lecturas), la explicación de su relación con la literatura, el amor y la maternidad.

Todo delata, pues, la construcción de una imagen, la representación de fragmentos de experiencia. La autora de Noches de adrenalina (1981), un libro que definiría el perfil de la poesía escrita por mujeres en nuestro país, acomete en Destino vagabunda una aventura que cada lector compartirá a su modo: una aventura en la que ni los posibles silencios ni las probables deformaciones de la memoria estarán en condiciones de restar fascinación a este retrato vital.

Carmen Ollé. Destino vagabunda. Memorias. Lima: Peisa, 2023.

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Socióloga y docente, Linda Lema Tucker ha cometido, en un solo libro, un acto doble: ofrecer una completa semblanza biográfica de Magda Portal y acompañarla de una selección de sus poemas. En ambas facetas, vida y obra, Magda Portal (1900-1989) muestra extraordinaria coherencia: vanguardista en la política, vanguardista en la literatura y en su manera de intervenir en los debates de su tiempo. Su ser político no puede entenderse cabalmente si se lo aísla de su labor creativa.

Su vida, ciertamente, estuvo cargada de tintes librescos, dignos de un biopic: fue parte del núcleo fundador del Partido Aprista –al que renunciaría luego con una célebre misiva dirigida a Haya de la Torre–; Mariátegui en sus 7 ensayos le otorga un lugar de preeminencia en la tradición poética peruana; obtiene los Juegos Florales de San Marcos para indignación de un jurado que le mezquinó el galardón; abrazó el socialismo y fue activista política y cultural.

Las causas feministas no le fueron ajenas. Tampoco la mirada crítica a los vicios y defectos de la clase dirigente nacional. Por supuesto, esto le valió pasar por las duras experiencias del exilio y la persecución. Unida sentimentalmente al poeta Serafín Delmar (seudónimo de Reynaldo Bolaños Díaz), Magda Portal construyó su espacio artístico e intelectual sin ayuda de nadie, excepto su indoblegable sentido de la independencia.

Esto se explica porque en los tiempos en que Magda Portal despierta a la inquietud intelectual y literaria “no era fácil ser mujer en el Perú. Fueron años en que el espacio público estaba reservado para los hombres y el privado o doméstico para las mujeres. Pero la década de 1920 será también el momento en que se plantean nuevos retos políticos, sociales y artísticos; entre ellos la lucha indígena y la obrera, y, por supuesto, la lucha que llevaban las mujeres obreras, universitarias e intelectuales” (p.27).

Lema afirma que Portal fue “una mujer fuera de su tiempo. Tenía una particular forma de conceptuar la vida, el amor y la libertad. Una mujer que se situaba lejos de los prejuicios impuestos por la iglesia y por la élite política conservadora y patriarcal, que regía la vida social del país por esos tiempos” (p.32).

El feminismo que abrazó la poeta no fue solo un conjunto de actitudes o gestos. Esto se tradujo en su propia producción intelectual, en libros como Hacia la mujer nueva, en el que se denuncia la condición que mejor graficaba la situación de las mujeres en el Perú: la más absoluta desigualdad. Uno de los remedios que propone Portal es el acceso de las mujeres a la educación, algo que podría garantizar nuevas miras más allá del ámbito doméstico y dotar de agencia a la mujer.

Linda Lema Tucker ofrece pues una puerta de entrada a una de las mujeres más fascinantes de la historia cultural e intelectual de nuestro país. Es cierto que no se ha puesto tanto énfasis en su actividad literaria, pero lejos de ser un demérito, se entiende que esta semblanza es, sobre todo, una mirada desde un enfoque social y de género que aporta mucho a la comprensión del personaje.

El volumen se cierra con una entrevista inédita (propalada en 1983 por Radio Miraflores), una estimable iconografía y una selección de poemas. En su brevedad, esta semblanza es una invitación a sumergirse en el mundo de Magda Portal. Sugeriría aceptarla sin reservas.

Linda Lema Tucker. Magda Portal mujer insurrecta. Lima: Academia Antártica, 2023.

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El conjunto de estas cartas representa un documento de interés. Es una parte de la historia del boom tras bambalinas y, al mismo tiempo, la exhibición del pensamiento de cuatro autores que en su momento representaron una cumbre estética en la novela de nuestra región. Con el mismo ánimo con que defienden sus lecturas y sus proyectos narrativos discuten los derroteros de la literatura de su tiempo, se ocupan de redefinir el lugar del escritor y van tejiendo el mapa de sus influencias y de sus inquietudes.

Se tratan asuntos que van por otra cuerda. La política uno de ellos. Una carta de García Márquez a Carlos Fuentes, fechada en Barcelona el 2 de noviembre de 1968 dice: “Te buscamos en todos los teléfonos de París a raíz de la matanza de Tlatelolco y no apareciste en ninguno. Tu silencio era abrumador” (p.276), dicho en relación a una carta anterior de Fuentes en la que, algo tarde, se refiere al terrible suceso. No menos reveladora es una carta de Cortázar a Vargas Llosa en relación con José María Arguedas y la desazonada polémica sostenida con el argentino.

Esa carta, fechada en París el 11 de noviembre de 1969 comienza así, de una manera muy sentida: “Mi querido Mario: Pensar que estuvimos hablando de Arguedas en Londres, te acuerdas, y que ya estaba muerto. Curiosamente, después de lo que me habían dicho de él, la noticia no me sorprendió demasiado, puesto que Arguedas repetía en su último mensaje lo que tú habías adivinado sobre su estancamiento. Pero nada de eso altera la gran desgracia que es su muerte, y en cambio prueba hasta qué punto él vivió y vivía para su obra, al punto de matarse frente a la imposibilidad de continuarla. A mí, ahora, me queda pendiente un diálogo con él que ya nunca tendré en este mundo, y como no creo en otro, y supongo que él tampoco, no volveremos a vernos” (p.317).

En suma, no exageraría al decir que este libro constituye un tesoro de información contextual que será muy útil para conocer, comprender y encontrarse con el Boom en una dimensión que está más allá de la crítica en la medida en que responde a ánimos y pasiones por las que muchas veces se prefiere pasar de largo. Si hubiera oportunidad, un volumen siguiente con los intercambios epistolares entre estos autores y diversos críticos latinoamericanos (por ejemplo Ángel Rama o Luis Harss) añadirían a este mosaico cartas clave que muchos lectores, me incluyo, agradecerían.

Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa. Las cartas del Boom. Edición de Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos. Bogotá: Alfaguara, 2023.

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Francisca Pizarro no es un asunto nuevo en nuestra historiografía. Historiadores como Guillermo Lohmann, José Antonio Del Busto o Waldemar Espinoza se han acercado desde distintas ópticas a su figura, destacando en ese panorama María Rostworowski, quien la ha estudiado con abnegada insistencia en muchos trabajos, en especial en un libro riguroso que tituló Doña Francisca Pizarro. Una ilustre mestiza (1989), acaso el esbozo biográfico más completo sobre este personaje.

Sin embargo, no hemos abandonado todavía la orilla de la historia. A estos esfuerzos de investigación, se suma ahora una propuesta literaria, Francisca. Princesa del Perú, la más reciente novela de Alonso Cueto. Un antiguo prejuicio enfrentaba de manera casi irreconciliable al discurso histórico con la ficción, quizá buscando una separación tajante: cada una en su campo. La historia trabajando con hechos factuales y documentados; la ficción privilegiando la imaginación, la forma más sublime de la mentira.

Pero en los últimos tiempos hemos visto que son más las semejanzas que las diferencias, que entre historia y literatura hay sutiles y complejas zonas fronterizas y que, al menos en América Latina la llamada novela histórica o ficción historiográfica resulta siendo una manera de darle la cara al discurso histórico, confrontarlo e interpelarlo para construir nuevas lecturas del pasado. En el caso de Alonso Cueto, el ejercicio del lenguaje permite penetrar en una imaginada intimidad del personaje, pero no como invención, sino como interpretación de su trayectoria vital, lo que demostraría, de paso, que esas fronteras tienen límites precisos. Uno de ellos es la verosimilitud.

Y Francisca es verosímil, guarda estricta coherencia con lo que se conoce históricamente sobre ella. Lo mismo cabría decir de Inés, la madre, que se presenta a Francisca con estas palabras: “Yo soy una princesa inca y de princesa me convertí en la mujer de Francisco, el conquistador. Y en su ramera. Ahora tu padre me ha entregado a otro hombre. Dicen que soy su esposa. Pero no soy la esposa de nadie. Soy tu madre. Soy la hija y hermana de un inca. Soy la heredera del imperio, la hija del sol y de la tierra. Tengo en mi cuerpo la fuerza de una madre. Y tú eres el motivo de toda mi fuerza. Eres mi hija” (p.39).

Pasaje muy interesante y revelador, que simboliza acaso el inicio de una fractura que acompaña hasta hoy a la siempre incierta vida peruana. El parlamento de Inés apela a la dicción y, gracias a ella, la novela puede situar los hechos históricos en una dimensión de construcción verbal que sin renuncia expresa a la idea documental termina por dar acabado a un artefacto.

Los fragmentos de la vida de Francisca que conforman el relato, toman la misma dirección. Francisca es cuidada con extremo celo por su padre, mas aun, quiere hacerla partícipe de la vida de una ciudadana española plena y, quien sabe, dado su origen, provocar su ascenso en la vida cortesana. Madre e hija son colocadas en planos opuestos. Doña Inés es víctima de los vilipendios del conquistador; Francisca, en tanto, vive en conflicto su nueva condición, sus linajes gemelos: “¿Pero quién era yo? Salía a la ciudad con miedo. Por las noches imaginaba que alguien entraría a mi casa para matarnos. Por las mañanas pensaba que debía rezar mucho antes de ir a la plaza. Solo Inés y Catalina me podían proteger. Necesitaba el cariño de mis madres y estaba marcada por el orgullo de ser la heredera de dos estirpes. Me sentía marcada, sí. La pena, la incertidumbre, la dignidad, no sé cómo decirlo. Pero también la fe. Estaba hecha para seguir” (p.208).

Alonso Cueto ha escrito una novela que sin duda enriquece la tradición narrativa peruana. Se instala en el alma de Francisca, se instala en el dolor de Inés y nos devuelve a la vida contemporánea la historia de una herida que lejos de haberse cerrado se mantiene viva. Solo vale la pena mirar al pasado cuando de él se extraen lecciones para el presente. Este es uno de esos casos.

Alonso Cueto. Francisca. Princesa del Perú. Lima: Random House, 2023.

 

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Como se recuerda, en un inicio se tenía a México como país invitado de honor, pero por asuntos ajenos al libro y a la lectura y en defensa de un desdibujado ex mandatario, López Obrador hizo sonar la orden de retirada. Una pena, considerando el enorme peso de la tradición literaria mexicana y los muchos autores que se leen aquí con devoción, empezando por Juan Rulfo.

Sin embargo, dedicar una feria a Vallejo no es mala idea, ni parecerá nunca remedio de última hora. Figura central de la vanguardia universal, Vallejo sigue siendo un apreciado objeto de estudio en nuestra lengua y más allá de ella. El programa de la FIL en honor de Vallejo es nutrido y habrá, además de presentaciones de libros, mesas redondas y conversatorios que intentaránn abarcar aspectos cruciales de su vida y de su obra.

Quisiera precisamente mencionar algunas de estas actividades. La editorial Infolectura, de Trujillo, lanzará un libro de Miguel Pachas Almeyda titulado Las mujeres de Vallejo, un exhaustivo recuento de su vida sentimental a través de las mujeres que, en distintos momentos de su vida, tuvieron una importancia decisiva.

María de los Santos Mendoza Gurrionero, hija de un sacerdote y madre del poeta, abre el volumen. Lo cierra Georgette Philippart, la viuda de carácter atrabiliario sobre quien pesan mitos y leyendas de todo calibre. Entre esos linderos, historias de amoríos, unos pasajeros y otros no tanto, incluyendo un episodio de infancia que roza lo incestuoso. Y no se trata de un simple repaso chismográfico, pues estas experiencias, salvando todas las distancias teóricas sobre el tema, encontraron un lugar entre sus versos.

Por su parte, la editorial Planeta pone en circulación El traje que vestí mañana, un esbozo biográfico del poeta, realizado también por Pachas Almeyda y que ha sido ilustrado por Celeste Vargas Hoshi y diseñado por Augusto Carrasco. Un texto que introducirá a legos y profanos en la fascinante trayectoria vital de Vallejo. Y de seguro material ideal para maestros.

Sinco Editores, de Jaime Chihuan, que en los últimos tiempos ha venido publicando ediciones facsimilares de libros de Vallejo, como Los heraldos negros y Trilce, así como volúmenes de ensayo dedicados al examen de la poesía vallejiana a cargo de reconocidos críticos, organiza un conversatorio alrededor de Escalas melografiadas, pieza central de la narrativa del poeta. De esta manera acompaña la aparición de un conjunto de textos sobre el tema.

La tecnología, finalmente, no ha sido ajena al recordar el espíritu de un escritor visionario. Gracias a la inteligencia artificial, la empresa Content Media ha desarrollado la posibilidad de acercarse al contexto histórico y cultural del poeta. Y no solo eso: si usted desea, puede chatear con Vallejo. Así como lo lee. Aquí el enlace: INGRESA AQUÍ

Dicho esto, solo queda una cosa: acudir a la FIL.

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