Premios Grammy

[Música Maestro] Por varios motivos, la 67ma. edición de los Premios Grammy han sido la demostración de que la música popular, tal y como alguna vez la conocimos, está atravesando una crisis terminal. No es novedad, desde luego, puesto que el famoso gramófono dorado no es necesariamente y desde hace años, sinónimo de calidad. A veces aún se produce esa cada vez más extraña coincidencia, aunque también ocurre con cada vez menos frecuencia. Y cuando se da, oh casualidad, es en aquellas categorías que no despiertan el interés de prácticamente nadie, sepultadas por la popularidad de las megaestrellas del escándalo y las ventas millonarias. 

La muestra más clara y contundente de esa degradación es un hecho extra musical y bochornoso, del cual todos -a nivel planetario, no me refiero a la algarabía local por lo de la familia Succar, de lo que me ocuparé más adelante- hablaron al día siguiente, el lunes pasado (la ceremonia se desarrolló el domingo 2 de febrero, en el teatro Crypto.com de Los Angeles, California). Una mujer absolutamente desconocida se paseó por la alfombra roja sin ropa, provocando revuelo en redes sociales y convirtiendo los Grammy en la improvisada versión spin-off de una premiación pornográfica. Resulta que la susodicha es pareja de un mal hablado rapero, Kanye West, uno de los protagonistas desde hace tiempo de estos Grammy modernos, convertidos en predios del hip-hop y otras vertientes de «lo urbano”.

Los más distraídos y fanatizados defensores del Grammy actual podrán decir que, en otros tiempos, también hubo excentricidades en las pasarelas previas que suelen armarse antes de cada ceremonia y que son, desde que se consolidó el imperio amarillista y chismográfico de la prensa de espectáculos gringos creado por el canal de cable E! Entertainment, una tradición en todos estos eventos. De hecho, mucho público disfruta más de las alfombras rojas que de las premiaciones en sí mismas. Pienso, por ejemplo, en los trajes/lentes de Elton John en los setenta o en el vestido blanco con forma de cisne de Björk en los noventa. Al decir eso estoy asumiendo, como quizás se hayan dado cuenta, de que esos distraídos saben quiénes son Elton John o Björk. O, si acaso los reconocen después de googlear sus nombres, que están en capacidad de entender su música y su trascendencia en lo que antes pasaba como cultural popular y hoy es placer de minorías y conocedores. 

De cualquier manera, una cosa es la excentricidad que responde a una inquietud artística -una opinión, una reacción frente al establishment, una ocurrencia nacida de la mentalidad impredecible de una persona creativa- y otra, muy diferente, es la oda al exhibicionismo hueco de una comadre cuyo mayor talento es parecerse a Kim Kardashian, una de las parejas anteriores del tal Kanye West quien, junto con Kendrick Lamar, representan la continuidad de lo iniciado por ese criminal llamado Sean “Puff Daddy” Combs, aunque intenten darle a sus rimas callejeras un toque más político o de conciencia social para diferenciarse de su gurú, promotor de oscuras, clandestinas y exclusivas “fiestas” en las que había derroche de drogas y abusos sexuales. Tampoco es casualidad que Lamar y West sean conspicuos nominados y ganadores de todos estos premios en los últimos tiempos.

Como decíamos al principio, las señales de degradación del Grammy se notan más en las principales nominaciones. Cómo no concluir eso cuando vemos que, en la categoría Mejor Álbum de Rock, la estatuilla haya ido a parar a las manos de los octogenarios The Rolling Stones y su vigésima cuarta producción discográfica en estudio, Hackney diamonds; o que la Mejor Actuación de Rock sea la de The Beatles con Now and then, ciertamente un prodigio de la modernidad, una joya para nostálgicos y un homenaje a la buena música que hicieron entre 1963 y 1970. En esta columna celebré sin tapujos la aparición del single que hizo revivir a John Lennon y George Harrison para reunirlos a los aun vivos Ringo Starr y Paul McCartney, ambos también por encima de los ochenta años. 

O sea, los Beatles y los Rolling Stones forman parte del Olimpo rockero, dos de mis bandas favoritas de todos los tiempos. Pero estamos hablando, por un lado, de una grabación cargada de artilugios de estudio para disimular las comprensibles limitaciones vocales de Mick Jagger, ocasionadas por la edad. Y, por el otro, de un rompecabezas que une grabaciones de tres periodos distintos y restaura cintas analógicas con herramientas digitales e inteligencia artificial. ¿Dos titanes del pasado, casi de los albores del rock, superan a los cientos de bandas que en el mundo entero siguen cultivando el género, aun cuando ya no sea el más popular? ¿En serio? 

Las otras tres grandes categorías dedicadas al rock -Mejor Canción, Mejor Álbum Alternativo y Mejor Actuación Alternativa las ganó una sola persona, la guitarrista y compositora norteamericana Annie Clarke, más conocida por su nombre artístico, St. Vincent, por su séptimo álbum, All born screaming. Por muy interesante que sea la trayectoria de St. Vincent, dudo muchísimo que sea lo único que se produjo en el rock alternativo en el último año. Aun cuando siga sin ser cierto aquello de que “el rock ha muerto”, parece que definitivamente ha desaparecido de los radares de la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación, NARAS por sus siglas en inglés, entidad de productores, críticos, músicos e ingenieros que organiza la premiación desde el año 1959.

En cuanto al hard-rock y heavy metal, es una verdadera burla que coloquen como Mejor Actuación de Metal la participación de Gojira en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024, ocasión única en que el quinteto francés liderado por los hermanos Duplantier interpretó un arreglo especial de la composición tradicional Mea culpa (Ah! Ça ira!), que se cantó mucho en tiempos de la Revolución Francesa, durante el siglo XVIII. El tema no pertenece a la discografía oficial de la banda que, dicho sea de paso, no se renueva oficialmente desde el año 2021. 

Como si entre septiembre del 2023 y agosto del 2024 -periodo que juzga “la academia”- no se hubiera producido ningún disco ni concierto memorable del género y sus derivados. Si eres conocedor del metal y crees que el momento más estrafalario de los Grammy para este estilo fue cuando la banda progresiva Jethro Tull le ganó a los dioses del thrash, Metallica, pues esta premiación a una canción tocada en un espectáculo deportivo ocasional lo supera largamente. 

Con relación al rubro Mejor Artista Nuevo, el trofeo se lo llevó una joven cantante pop de 26 años que responde al nombre de Chappell Roan. Escuchando su primer disco, titulado The rise and fall of a midwest princess, es difícil creer que está realmente aportando algo nuevo, más allá de presentar una imagen andrógina -algunos dicen que inspirada en la estética drag-queen- con un sonido plano y homogéneo, que podríamos confundir, salvo matices específicos, con cualquiera de las otras cantantes femeninas surgidas en los últimos diez años, desde Lana del Rey y Lady Gaga hasta Billie Eilish y Olivia Rodrigo. Dentro de poco, cada una de ellas va a tener que repetir su nombre cada dos estrofas, como hacen los cumbiamberos o los reggaetoneros de aquí y de allá, para saber a quién estamos escuchando. 

Pero si de despropósitos se trata, la elección de Cowboy Carter, octavo disco en solitario de la cantante Beyoncé, reina de las pasarelas y máxima representante del pop y R&B afroamericano más superficial y exitoso, se presta para más de una interpretación. 

Puede ser desde una cruzada personal de la diva de 43 años por redescubrir su pasado familiar en Texas, integrando en un solo producto todas esas cosas que la harían especial, diferente; hasta un soterrado intento por fastidiar al flamante presidente de los Estados Unidos -una mujer negra llevándose el máximo premio a la música tradicional del hombre blanco, el vaquero trumpista por naturaleza, debería ser base de las peores pesadillas de Mr. Trumpy y su clon sudafricano, Elon. 

De hecho, la primera teoría es el argumento que han esgrimido hasta ahora los que consideran una genialidad a este collage efectista: como la ex lideresa de Destiny’s Child nació en la capital de Houston e iba a rodeos desde niña, ahora le muestra al mundo que puede cantar country sin mayores problemas. Artistas destacados han elogiado Cowboy Carter de manera desproporcionada, calificándolo de “obra maestra” (Stevie Wonder), “revolucionario” (June Carter Cash, viuda de Johnny Cash), en lo que parecen excesos de cortesía. Y hasta personajes de la política norteamericana como Michelle Obama o Kamala Harris, quien llegó a decir, durante la campaña, que la música de Beyoncé “es inspiradora”. Marketing político, le llaman.

El concepto puede pasar, forzándolo, como un experimento sonoro desarrollado por una artista establecida del universo pop, pero eso no alcanza para otorgarle el título de mejor disco country, un género en el que se siguen produciendo álbumes de calidad como, por ejemplo, Higher, quinta placa del cantautor y guitarrista Chris Stapleton, natural de Kentucky, que se quedó como nominado. En todo caso, bastaba con regalarle al disco de Beyoncé, cuyo título usa el apellido real de su esposo, otro rapero mañoso perteneciente a la generación “Puffy”, Jay-Z, el Grammy a Mejor Álbum del Año, cosa que también ocurrió en este afán acaparador de la interprete esos himnos generacionales femeninos, tan profundos y reivindicadores, Crazy in love (Dangerously in love, 2003) o Single ladies (I am… Sasha Fierce, 2008). 

Bromas aparte, corresponde aclarar que no tengo nada particular en contra de Beyoncé Knowles pues, dentro de lo suyo, la superficialidad de contenidos y la predictibilidad de todo lo que hace, es extremadamente popular y eficiente frente a sus masivos públicos. Su objetivo es vender millones y ser tendencia todo el tiempo. Y lo logra. De hecho, a pesar de no acercarse a las alturas de Whitney Houston ni de la primera Mariah Carey, Beyoncé es en términos objetivos una muy buena cantante. El problema no es su voz, sino las tonterías que canta y la vocación exhibicionista que es gran parte de la base de su megaéxito. Cuando canta en serio, lo hace bien, como cuando se reunió con sus ex compañeras de Destiny’s Child para grabar una versión de Emotion, clasicazo de 1978 escrito por Robin y Barry Gibb para una one-hit wonder australiana, Samantha Sang, y que los Bee Gees grabaron recién en 1994.  

El disco Cowboy Carter contiene 27 tracks, de los cuales 4 son interludios de voces habladas, no canciones; 3 son covers -Blackbird de los Beatles, Jolene de Dolly Parton y Oh Louisiana de Chuck Berry- y 9 son canciones pop de las que podrías encontrar en cualquier otro de sus álbumes. Los 11 temas restantes -menos del 50% de un disco que dura casi 80 minutos- son composiciones que sí podríamos ligar al género, pero en su versión más aguada, varios escalones más abajo del country-pop que inauguraron en los noventa artistas como Shania Twain.

En general, esas canciones country-pop con elementos de rap, electrónica y un par de intentos por sonar “seria” -temas corales a lo Oh happy day, el dúo con su colega Miley Cyrus- más cercano a los bailes coreográficos de meseras exóticas que a los vuelos instrumentales y líricos de connotadas exponentes de lo que la crítica anglosajona encuadra en el membrete “Americana”, como Lucinda Williams, Alison Krauss y su grupo The Union Station o las Dixie Chicks, con quienes se juntó para una versión en vivo de Daddy lessons, canción de su sexto disco Lemonade (2016) que ubican como la génesis de las exploraciones que la llevaron a armar este Cowboy Carter. Las participaciones de leyendas como Dolly Parton y Willie Nelson, al mezclarse con las de Miley Cyrus, Post Malone y otros nombres menos ubicables de la nueva generación de country-pop solo consiguen confundir más.    

Sin embargo, con todos esos gazapos y patinadas, la 67ma. edición de los Premios Grammy tuvo una resonancia diferente en nuestro país, debido al éxito del álbum en vivo Alma, corazón y salsa, registro del concierto que ofreciera el timbalero y productor Tony Succar. El recital, realizado durante el 2024 en el Gran Teatro Nacional, sirvió para relanzar la carrera musical de su madre, Mimy Succar (64) y contó con la participación especial de artistas como Bartola y la cantante Nora Suzuki, recordada entre nosotros por ser la voz principal de la Orquesta de la Luz, un conjunto que desde el lejano Japón sorprendió por su dominio de la salsa y otros géneros afrocaribeños, de enorme éxito en Latinoamérica entre 1990 y 1995 con canciones como Salsa caliente del Japón, La salsa es mi energía, entre otras.

El triunfo de Tony Succar y su talentosa madre, quien muestra gran vitalidad, carisma y dominio de escena, lanzado al mercado en forma de documental –Mimy & Tony: La creación de un sueño (2024)- y todos los soportes imaginables de audio, desde archivos descargables hasta LP para coleccionistas, es el de una familia que tuvo que huir de este país para hacer realidad sus sueños. Al recibir el premio, el percusionista nacido en el Perú pero que vive desde los dos años en los Estados Unidos -actualmente tiene doble nacionalidad-, contó que su mamá tuvo que abandonar su propia carrera musical para apoyar a sus hijos, una historia de tenacidad y esfuerzo, de amor y desprendimiento. 

Y el gesto del joven músico, quien ya había mostrado de lo que era capaz en una producción llamada Unity: The Latin Tribute to Michael Jackson (2015), en que hace arreglos en clave salsera de varios clásicos del “Rey del Pop”, con algunos de los principales músicos de sesión y cantantes de Miami (Jon Secada, Tito Nieves, La India, Jennifer Peña), de retribuir aquel sacrificio devolviéndole a su mamá la oportunidad de brindar su potente voz al público, es también parte de esta épica familiar que, como tantas otras, encuentra afuera lo que el Perú no le puede ofrecer.

A pesar de eso, tuvimos que padecer a todos los canales de televisión y redes sociales que de inmediato se treparon al logro artístico y familiar de los Succar quienes, generosos, dedicaron al Perú los dos Grammy recibidos, a Mejor Álbum Latino Tropical y Mejor Actuación de Música Global -superando a pesos pesados de la música latina como Juan Luis Guerra, Sheila E. y Marc Anthony-, por la versión de Bemba colorá, composición original de uno de los trompetistas de La Sonora Matancera, José Claro Fumero (1906-1977) que fuera estrenada por la cubana Celia Cruz (1925-2003) hace seis décadas -otra muestra de la crisis- en uno de los primeros vinilos que grabó tras su salida de la famosa orquesta de Matanzas, Son con guaguancó (Tico Records, 1966). Emocionada, la familia Succar en pleno subió al proscenio californiano y recibieron el aplauso del público… en la versión no televisada de la ceremonia.

Como dijimos previamente, aquellos casos en que calidad y premio coinciden se dan, desde hace mucho tiempo, en las categorías que no le interesan a casi nadie. Además del caso de los Succar, ganaron un Grammy 2025 artistas de primer nivel como Peter Gabriel, por su última producción i/o (Mejor Ingeniería de Sonido para Álbum No Clásico); los directores de orquesta sinfónica Esa-Pekka Salonen (Finlandia) y Gustavo Dudamel (Venezuela) en Mejor Grabación de Ópera y Mejor Presentación Orquestal, respectivamente; el dúo conformado por Chick Corea y Béla Fleck ganaron a Mejor Álbum de Jazz Instrumental por el extraordinario disco Remembrance, grabado entre 2019 y 2020 durante la pandemia y lanzado recién en marzo del 2024, convirtiéndose en premio póstumo para el extraordinario pianista fallecido en el 2021. Y Samara Joy, por su parte, repitió el plato en la categoría Mejor Álbum de Jazz Vocal, por su disco navideño A joyful holiday. 

Pero ¿a quién le puede importar Samara Joy, quien fuera Mejor Artista Nuevo en el 2023 -uno de esos intentos aislados del Grammy por lavarse la cara- si la gente delira por ver en redes, una y mil veces, a la novia de Kanye West, a Beyoncé disfrazada de “la hija del granjero” o a Shakira -otra de las ganadoras de esta edición-, aplaudida por ese mamotreto titulado Las mujeres ya no lloran, planificado para enfermar mentalmente a las millones de niñas y adolescentes -y, muchas veces, a sus hermanas mayores, madres y maestras- con sus contenidos y ritmos idiotizantes?

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El fin de semana pasado se realizó la 66ta. entrega de Premios Grammy, en el teatro Crypto.com de Los Angeles, California (EE.UU.). Esta ceremonia fue y sigue siendo el mejor barómetro para medir el estado de la industria musical, a partir del monitoreo de ventas mundiales que hace, desde el país del Tío Sam, la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación (NARAS por sus siglas en inglés o simplemente “la Academia”), organizadora de la premiación desde 1959. 

Si en los sesenta, setenta, ochenta y noventa reflejó, desde el punto de vista de los artistas, el amplio abanico de creatividad, talento y trascendencia de contenidos -incluso en los extremos más accesibles del espectro estilístico- y, desde el punto de vista del público/medios de comunicación, la refinada capacidad apreciativa y los gustos que podían ser divergentes y a veces hasta opuestos, durante el siglo XXI ha sido un espejo magnificador que muestra con absoluta precisión la decadencia y la superficialidad, la distorsión de temas que son supuestamente banderas del adelanto social y cultural en Occidente -inclusión, tolerancia, reivindicaciones varias-, además de la monótona, repetitiva y disforzada paleta de géneros que hoy conquista los rankings y las preferencias de las masas.

Conscientes de eso, los organizadores del Grammy suelen hacer movidas en los guiones de sus ceremonias públicas para lavarse un poco la cara, introduciendo la participación de leyendas ajenas al actual submundo degradado o decididamente grotesco de “celebrities” que usan la vulgaridad simplona, la farandulización de la vida en redes sociales y el mal gusto para darle un poco de clase a esa gala cuya alfombra roja se caracteriza por ser muestrario de personajes contrahechos y agresivos con el público en sus formas de vestir y expresarse. 

En esta edición los escogidos fueron Stevie Wonder (73) -homenajeando al caído Tony Bennett (1926-2023)-; Billy Joel (74), presentando su primera canción nueva en casi tres décadas; Lionel Richie (74), quien al presentar el Disco del Año hizo un paralelo inaudito entre el ramillete de impresentables que compitieron este 2024 y la ganadora de 1986, We are the world; y Annie Lennox (69) quien al finalizar su tributo a Sinéad O’Connor (1966-2023), otra de las notables pérdidas del año pasado, lanzó una consigna por el cese al fuego en Gaza. Pero, de todas, la más sorprendente fue la de Joni Mitchell, la extraordinaria cantautora que nunca había sido invitada a tocar en los Grammy, a pesar de su influencia en la música popular. Y de haberlo ganado en diez oportunidades, dicho sea de paso.

Roberta Joan Anderson, que acaba de cumplir 80 años en noviembre, nació en las verdes praderas de Alberta (Canadá) pero hizo su carrera en la soleada California, adonde llegó en 1966-1967 con una guitarra acústica y un paquete de composiciones propias que se vio obligada a escribir porque los cantautores de los cafés de la región Saskatchewan, donde vivía, no le permitían hacer versiones de temas ajenos. Mitchell se convirtió en símbolo e inspiración de toda la generación del llamado “verano del amor” que vivió el movimiento hippie y su pináculo, el Festival de Woodstock (15-18 de agosto de 1969). 

Su presentación en los últimos Grammy fue un evento importante y emotivo, para quienes disfrutamos su obra y conocemos un poco su historia, pero solo en lo que respecta a sí misma, su notable recuperación tras el aneurisma que la puso al borde de la muerte en el 2015 y su estatus de leyenda viva. Sentada en una elegante silla y siguiendo el compás con un bastón de fina empuñadura, Mitchell entonó, con la voz grave y entrecortada, en tiempo y afinación correctas, una de sus composiciones fundamentales, Both sides, now, que grabara para su segundo disco, Clouds (1969). 

Esta aparición estuvo motivada por el premio a Mejor Álbum Folk que le acababan de dar por su disco Joni Mitchell at Newport (2023), lanzado por el sello independiente Rhino Records, que recoge su concierto en este prestigioso festival, el primero que ofreció desde aquel accidente cerebrovascular. Aquí podemos ver y escuchar la encantadora versión de Both sides, now que hiciera Joni Mitchell en el Festival de la Isla de Wight (Inglaterra, 1970), frente a un público hipnotizado por su luminosa voz de soprano y esa guitarra acústica de afinación abierta, creada especialmente para permitirle acordes más cómodos, debido a las secuelas que la poliomielitis había dejado en su mano izquierda. 

Mientras ella cantaba, en el cintillo de la transmisión televisiva del Grammy 2024 los millennials comentaban, con emoticones y signos de admiración, que la canción les recordaba una escena de Love actually (Richard Curtis, 2003), reduciendo tan brillante y extensa trayectoria a tres fugaces minutos de una prescindible película romántica. La versión usada en aquella banda sonora fue extraída de uno de sus últimos álbumes, Both sides now (2000), en que Joni interpreta diversas canciones de jazz y algunas propias, acompañada de una orquesta sinfónica. Both sides, now fue una de las primeras canciones escritas por Joni y la que más veces ha sido grabada por otros artistas. De hecho, no fue ella quien la estrenó sino Judy Collins, en su sexto álbum de 1967, Wildflowers, con arreglos más convencionales. 

Entre 1968 y 1972, publicó cinco extraordinarios discos, que la establecieron como una de las voces femeninas más interesantes en el panorama artístico de unos Estados Unidos marcados por la rebeldía, la búsqueda de libertad y una efervescente ola creativa manifestándose por varios frentes. El cuarto de ellos, Blue (1971), es una especie de catarsis introspectiva y emocional, construido sobre armonías complejas y una vocación poética muy profunda, que incluye también títulos icónicos del primer capítulo de su catálogo como Carey -dedicada al padre de su hija, Cary Raditz-, River -en que interpola melodías navideñas- California o A case of you. 

En los álbumes previos -cuyas carátulas eran reflejo de su otra pasión, la pintura- ya había dado muestras de ese estilo con composiciones como Cactus tree (Song to a seagull, 1968), Song to aging children come, Chelsea morning (Clouds, 1969), For free, The circle game o Big yellow taxi (Ladies of the canyon, 1970). Esta última se convirtió en otra de sus canciones-emblema, que llegó a los oídos de la generación del siglo XXI en la versión del septeto californiano Counting Crows (Hard candy, 2002). Entre el romántico lirismo y el ambiente bucólico de sus composiciones -a veces con guitarra, a veces con piano- Mitchell se daba tiempo para colocar melodías más desafiantes como The dawntreader (Song to a seagull, 1968) o el tema a capella The fiddle and the drum (Clouds, 1969), que influyó tanto en Tracy Chapman (Behind the wall, 1988) como en Björk (The anchor song, 1993).

Un caso especial fue el de su composición Woodstock, convertida en himno del festival por sus amigos cercanos Crosby Stills Nash & Young, quienes le dieron un arreglo totalmente distinto a su minimalista versión original, a solas con un piano eléctrico Wurlitzer. Aunque Joni, entonces de 26 años, no participó de aquel megaconcierto hippie, mientras miraba días después un reportaje de televisión con imágenes de las multitudes, las bandas y las carreteras congestionadas, escribió un poema que, en palabras de David Crosby, “capturó el sentimiento y la importancia de Woodstock mejor que cualquiera de los que estuvimos allí” (documental Joni Mitchell: A woman of heart and mind, PBS, 2013, con título inspirado en esta canción del disco For the roses). Las dos versiones aparecieron al mismo tiempo, en marzo de 1970 -siete meses después del festival- en el tercer disco de Mitchell, Ladies of the canyon y el segundo de Crosby Stills Nash & Young, el inolvidable Déjà Vu.

Si los norteamericanos Joan Baez y Bob Dylan simbolizaron la reacción de cantautores jóvenes ante los sucesos del exterior y buscaron cambiar su sociedad observándola con agudeza y sentido crítico, Joni Mitchell y Leonard Cohen, ambos canadienses, representaron esa misma búsqueda pero mirando hacia adentro, escarbando en sus propios sentimientos y experiencias aunque eso los colocara, sobre todo en el caso de Mitchell por ser mujer, en una posición vulnerable frente a los demás. La musa del hippismo asentado en las colinas de Laurel Canyon fue siempre muy valiente en ese sentido, ofreciendo su opinión y su sentir sobre todo aquello que le concernía directa o indirectamente.

Varias canciones de Joni Mitchell tienen referencias directas a su vida privada. Desde haber dejado a su única hija en adopción (Little green, 1971) -un hecho que no salió a la luz sino hasta 1993- hasta los finales de sus relaciones amorosas con connotados colegas como Graham Nash, en quien se inspiró para componer la mitad de las canciones del Blue (1971) -mientras que él le dedicó Our house, un dulce tema que grabó con CSN&Y en 1970-, That song about the midway -una poética despedida de David Crosby- o A case of you, dedicada a Leonard Cohen. Pero hay una diferencia abismal entre la altura con la que trató siempre estos temas y lo que asegura The New York Post, que es algo así como el Trome de la prensa gringa, cuando dice que Joni Mitchell fue la Taylor Swift de su tiempo, en referencia a las canciones que ha escrito sobre sus relaciones con el guitarrista John Mayer o el actor Jake Gyllenhaal.  

A lo largo de su juventud, Mitchell -que estuvo oficialmente casada dos veces, con Chuck Mitchell (1965-1967) y Larry Klein (1982-1994)- acumuló esporádicos amoríos con James Taylor, Glenn Frey (Eagles), Jackson Browne, el baterista John Guerin o Jaco Pastorius, sin romper después sus lazos de amistad y colaboración artística. Y también destacados pretendientes como los actores Jack Nicholson, Warren Beatty o el vocalista de Led Zeppelin, Robert Plant, quien por timidez jamás se atrevió a hablarle pero le escribió Going to California (Led Zeppelin IV, 1972), en respuesta a I had a king (Song for a seagull, 1968). 

Entre 1972 y 1975 se inicia su transición definitiva hacia la fusión y el jazz, con los álbumes For the roses (1972), Court and spark (1974) y The hissing of summer lawns (1975), en los que combina su tradicional estilo trovadoresco con composiciones más eclécticas, influenciadas por el soft-rock de Carole King, el walking jazz y el bebop, como en Twisted (1974). Con su bien ganado prestigio, Joni Mitchell comenzó a alternar con renombrados músicos de smooth-jazz y jazz-rock como Tom Scott, Joe Sample, Larry Carlton, Victor Feldman o la plana (casi) completa de Weather Report. En medio apareció el disco en concierto Miles of aisles (1974) con alucinantes versiones de su primera época.

Para su octavo disco, Hejira (1976), Joni Mitchell ya combinaba abiertamente las sofisticadas disonancias de su etapa florida de folk acústico con tratamientos polirrítmicos y menos predecibles. Hejira fue la primera de sus colaboraciones con el excepcional bajista Jaco Pastorius (1951-1987), una peregrinación sugerida en el título que contiene clásicos de este periodo como Coyote -dedicada al escritor Sam Shepard (1943-2017), otro de sus famosos romances-, Black crow o Refuge of the roads. Ese mismo año tuvo una participación estelar en el concierto de despedida de sus connacionales The Band, aunque en el álbum original lanzado en 1978 solo figuran dos canciones: Coyote y Helpless (junto a Neil Young).

En 1977 llegó Don Juan’s reckless daughter, disco doble en que llevó su gusto por la experimentación a otros niveles. Mientras que The tenth world es una poderosa descarga latina, con las percusiones del portorriqueño Manolo Badrena y nuestro compatriota Álex Acuña; Dreamland se interna en la música brasileña, gracias a la magia negra del percusionista Airto Moreira. Chaka Khan, la reina del funk y el R&B, pone sus poderosos mantras vocales en ambas. Y en medio, nuevas adiciones al catálogo de Joni como Jericho o el tema-título. Este periodo se cerró con la gira Shadow and light (1980), acompañada por Jaco (bajo), Pat Metheny (guitarra), Michael Brecker (saxos), Lyle Mays (teclados) y Don Alias (batería), su segunda producción en vivo, registrada en audio y video.

Pero si hubo un álbum que fue realmente revolucionario en su carrera fue Mingus (1979). El admirado contrabajista y director de orquestas Charles Mingus (1922-1979), aquejado por los primeros síntomas de la esclerosis amiotrófica lateral que acabó con su vida a los 56 años, la llamó para que pusiera letra a algunas de sus composiciones, después de escuchar Paprika plains (Don Juan’s reckless daughter, 1977), suite de más de quince minutos cargada de borrascosos arreglos orquestales. El álbum contiene seis canciones: cinco escritas especialmente para Joni más el estándar Goodbye pork pie hat (de su legendario LP Mingus Ah Um, 1959). Una colaboración que dejó huella entre los amantes del jazz.

Concebido en el departamento de Mingus en Manhattan y grabado durante 1978, con un elenco de lujo que incluyó a Jaco Pastorius, Wayne Shorter, Herbie Hancock, Peter Erskine, Emil Richards y Don Alias se lanzó seis meses después del fallecimiento del autor de joyas como Pithecanthropus Erectus (1954) o The Black Saint and the Sinner Lady (1963) y fue testimonio de la estrecha amistad entre Mingus y Joni, quien inclusive lo acompañó en su viaje a México para buscar a una supuesta curandera para aliviar su mal, historia contada en Reckless daughter: A portrait of Joni Mitchell (2017), la biografía escrita por el periodista y catedrático David Yaffe. 

Entre 1982 y 2007 Joni Mitchell grabó una decena de discos, con autorretratos en las carátulas, entre los que destacan Wild things run fast (1982), Turbulent Indigo (1994) o Travelogue (2002), álbum doble con nuevas grabaciones de sus temas clásicos. En cada uno de ellos -incluso en altibajos como Dog eat dog (1985) o Night ride home (1991)- podemos encontrar gemas del pop-rock, cuidadosa e impecablemente interpretadas, con letras inteligentes y una permanente preocupación estética, características inhallables en los ganadores del Grammy 2024, por lo menos en lo que respecta a las categorías más mediáticas. En 1990 fue invitada por Roger Waters para interpretar Goodbye blue sky, del álbum The Wall de Pink Floyd, en el histórico concierto que organizó en 1990, tras el derrumbe del Muro de Berlín.

Protagonista de múltiples homenajes y premios honoríficos, como el álbum de Herbie Hancock River: The Joni letters (2007), el concierto Joni 75: A birthday celebration, en Los Angeles (2018) o el premio del Kennedy Center Honors, que recibió el 2021, Joni Mitchell y sus canciones son testimonio un tiempo en el que la música popular contemporánea no necesitó estar peleada con el buen gusto para ser masivamente exitosa.

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En esos años, era común ver a Burt Bacharach de gira con su propia orquesta, recorriendo Estados Unidos, Canadá y Europa; conduciendo programas de televisión y recitales con invitados de prestigio. Los años ochenta trajeron nuevos éxitos para Bacharach, esta vez haciendo equipo con Carole Bayer Sager, destacada letrista que fue, entre 1982 y 1991, su tercera esposa. Ambos, junto a Peter Allen y Christopher Cross, recibieron un Oscar conjunto a Mejor Canción Original por Arthur’s theme (The best that you can do), que este último grabara para el film Arthur, protagonizado por Dudley Moore y Liza Minelli. No hace falta decir que es una de las canciones más destacadas de esa década. En 1983 la banda británica de electropop y new wave Naked Eyes reactualizó (There’s always) Something there to remind me, que había sido grabada en 1967 por Dionne Warwick. La estrella de Bacharach seguía brillando en un ecosistema musical en permanente evolución.

1985 fue el año del reencuentro entre Burt Bacharach y su musa definitiva. Y fue por razones benéficas, para apoyar la investigación y prevención del SIDA, a través de las ventas del single That’s what friends are for, compuesta por él y su esposa Carole. El tema, grabado originalmente por Rod Stewart algunos años antes, se convirtió en un megaéxito gracias a esta nueva versión en que Warwick se une a tres famosos amigos: Elton John, Gladys Knight y Stevie Wonder. Otras composiciones destacadas de la nueva pareja Bacharach/Bayer Sager fueron Heartlight de Neil Diamond (1982) o el dueto entre Michael McDonald y Patti La Belle, On my own, éxito radial de 1986.

Durante los años siguientes, Burt Bacharach se mantuvo activo ofreciendo recitales y dando su venia para múltiples regrabaciones y uso de sus clásicos en películas, entre ellas la trilogía cómica Austin Powers, protagonizada por Mike Myers (1997, 1999, 2002), la comedia romántica La boda de mi mejor amigo (1997), con Julia Roberts y Cameron Díaz, o el remake de Alfie (2004), en que el tema central es interpretado por Joss Stone -en la película original, de 1966, fue grabada por Cher y Cilla Black. En 1998, al cumplir 70 años, Burt Bacharach inició una colaboración, para muchos inesperada, con una leyenda del rock británico, Elvis Costello. Ese año, la pareja publicó un extraordinario disco titulado Painted from memory, en el que retoma el estilo que lo hizo conocido en los sesenta y setenta. Aquí los vemos a ambos en vivo. Entre los muchísimos homenajes que recibió en vida, destaca este del año 2012, organizado por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y realizado en la Casa Blanca, con la participación de Diana Krall, Stevie Wonder, Sheryl Crow, Arturo Sandoval, Lyle Lovett, entre otros.

Al momento de propalarse la noticia del fallecimiento de Burt Bacharach, estrellas de diferentes épocas de la escena pop -antes del encanallamiento que atraviesa actualmente- desde Brian Wilson hasta Liam Gallagher, desde Paul Stanley hasta Billy Corgan, han lanzado en sus redes sociales, sentidas palabras y declaraciones de admiración ante tan influyente artista, “un titán” como lo describe el vocalista y guitarrista de los Smashing Pumpkins. Con su muerte, muere también la elegancia en la música pop.

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