Jorge Luis Tineo

Grammy 2025: La música popular en crisis

“El triunfo de Tony Succar y su talentosa madre quien muestra gran vitalidad, carisma y dominio de escenario en el concierto, lanzado al mercado en forma de documental -Mimy & Tony: La creación de un sueño (2024)- y todos los soportes imaginables de audio, desde archivos descargables hasta LP para coleccionistas, es el de una familia que tuvo que huir de este país para hacer realidad sus sueños. Al recibir el premio, el percusionista que nació en el Perú pero vive desde los dos años en los Estados Unidos -actualmente tiene doble nacionalidad-, cuenta que su mamá tuvo que abandonar su propia carrera musical para apoyar a sus hijos, una historia de tenacidad y esfuerzo, de amor y desprendimiento…”

[Música Maestro] Por varios motivos, la 67ma. edición de los Premios Grammy han sido la demostración de que la música popular, tal y como alguna vez la conocimos, está atravesando una crisis terminal. No es novedad, desde luego, puesto que el famoso gramófono dorado no es necesariamente y desde hace años, sinónimo de calidad. A veces aún se produce esa cada vez más extraña coincidencia, aunque también ocurre con cada vez menos frecuencia. Y cuando se da, oh casualidad, es en aquellas categorías que no despiertan el interés de prácticamente nadie, sepultadas por la popularidad de las megaestrellas del escándalo y las ventas millonarias. 

La muestra más clara y contundente de esa degradación es un hecho extra musical y bochornoso, del cual todos -a nivel planetario, no me refiero a la algarabía local por lo de la familia Succar, de lo que me ocuparé más adelante- hablaron al día siguiente, el lunes pasado (la ceremonia se desarrolló el domingo 2 de febrero, en el teatro Crypto.com de Los Angeles, California). Una mujer absolutamente desconocida se paseó por la alfombra roja sin ropa, provocando revuelo en redes sociales y convirtiendo los Grammy en la improvisada versión spin-off de una premiación pornográfica. Resulta que la susodicha es pareja de un mal hablado rapero, Kanye West, uno de los protagonistas desde hace tiempo de estos Grammy modernos, convertidos en predios del hip-hop y otras vertientes de «lo urbano”.

Los más distraídos y fanatizados defensores del Grammy actual podrán decir que, en otros tiempos, también hubo excentricidades en las pasarelas previas que suelen armarse antes de cada ceremonia y que son, desde que se consolidó el imperio amarillista y chismográfico de la prensa de espectáculos gringos creado por el canal de cable E! Entertainment, una tradición en todos estos eventos. De hecho, mucho público disfruta más de las alfombras rojas que de las premiaciones en sí mismas. Pienso, por ejemplo, en los trajes/lentes de Elton John en los setenta o en el vestido blanco con forma de cisne de Björk en los noventa. Al decir eso estoy asumiendo, como quizás se hayan dado cuenta, de que esos distraídos saben quiénes son Elton John o Björk. O, si acaso los reconocen después de googlear sus nombres, que están en capacidad de entender su música y su trascendencia en lo que antes pasaba como cultural popular y hoy es placer de minorías y conocedores. 

De cualquier manera, una cosa es la excentricidad que responde a una inquietud artística -una opinión, una reacción frente al establishment, una ocurrencia nacida de la mentalidad impredecible de una persona creativa- y otra, muy diferente, es la oda al exhibicionismo hueco de una comadre cuyo mayor talento es parecerse a Kim Kardashian, una de las parejas anteriores del tal Kanye West quien, junto con Kendrick Lamar, representan la continuidad de lo iniciado por ese criminal llamado Sean “Puff Daddy” Combs, aunque intenten darle a sus rimas callejeras un toque más político o de conciencia social para diferenciarse de su gurú, promotor de oscuras, clandestinas y exclusivas “fiestas” en las que había derroche de drogas y abusos sexuales. Tampoco es casualidad que Lamar y West sean conspicuos nominados y ganadores de todos estos premios en los últimos tiempos.

Como decíamos al principio, las señales de degradación del Grammy se notan más en las principales nominaciones. Cómo no concluir eso cuando vemos que, en la categoría Mejor Álbum de Rock, la estatuilla haya ido a parar a las manos de los octogenarios The Rolling Stones y su vigésima cuarta producción discográfica en estudio, Hackney diamonds; o que la Mejor Actuación de Rock sea la de The Beatles con Now and then, ciertamente un prodigio de la modernidad, una joya para nostálgicos y un homenaje a la buena música que hicieron entre 1963 y 1970. En esta columna celebré sin tapujos la aparición del single que hizo revivir a John Lennon y George Harrison para reunirlos a los aun vivos Ringo Starr y Paul McCartney, ambos también por encima de los ochenta años. 

O sea, los Beatles y los Rolling Stones forman parte del Olimpo rockero, dos de mis bandas favoritas de todos los tiempos. Pero estamos hablando, por un lado, de una grabación cargada de artilugios de estudio para disimular las comprensibles limitaciones vocales de Mick Jagger, ocasionadas por la edad. Y, por el otro, de un rompecabezas que une grabaciones de tres periodos distintos y restaura cintas analógicas con herramientas digitales e inteligencia artificial. ¿Dos titanes del pasado, casi de los albores del rock, superan a los cientos de bandas que en el mundo entero siguen cultivando el género, aun cuando ya no sea el más popular? ¿En serio? 

Las otras tres grandes categorías dedicadas al rock -Mejor Canción, Mejor Álbum Alternativo y Mejor Actuación Alternativa las ganó una sola persona, la guitarrista y compositora norteamericana Annie Clarke, más conocida por su nombre artístico, St. Vincent, por su séptimo álbum, All born screaming. Por muy interesante que sea la trayectoria de St. Vincent, dudo muchísimo que sea lo único que se produjo en el rock alternativo en el último año. Aun cuando siga sin ser cierto aquello de que “el rock ha muerto”, parece que definitivamente ha desaparecido de los radares de la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación, NARAS por sus siglas en inglés, entidad de productores, críticos, músicos e ingenieros que organiza la premiación desde el año 1959.

En cuanto al hard-rock y heavy metal, es una verdadera burla que coloquen como Mejor Actuación de Metal la participación de Gojira en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024, ocasión única en que el quinteto francés liderado por los hermanos Duplantier interpretó un arreglo especial de la composición tradicional Mea culpa (Ah! Ça ira!), que se cantó mucho en tiempos de la Revolución Francesa, durante el siglo XVIII. El tema no pertenece a la discografía oficial de la banda que, dicho sea de paso, no se renueva oficialmente desde el año 2021. 

Como si entre septiembre del 2023 y agosto del 2024 -periodo que juzga “la academia”- no se hubiera producido ningún disco ni concierto memorable del género y sus derivados. Si eres conocedor del metal y crees que el momento más estrafalario de los Grammy para este estilo fue cuando la banda progresiva Jethro Tull le ganó a los dioses del thrash, Metallica, pues esta premiación a una canción tocada en un espectáculo deportivo ocasional lo supera largamente. 

Con relación al rubro Mejor Artista Nuevo, el trofeo se lo llevó una joven cantante pop de 26 años que responde al nombre de Chappell Roan. Escuchando su primer disco, titulado The rise and fall of a midwest princess, es difícil creer que está realmente aportando algo nuevo, más allá de presentar una imagen andrógina -algunos dicen que inspirada en la estética drag-queen- con un sonido plano y homogéneo, que podríamos confundir, salvo matices específicos, con cualquiera de las otras cantantes femeninas surgidas en los últimos diez años, desde Lana del Rey y Lady Gaga hasta Billie Eilish y Olivia Rodrigo. Dentro de poco, cada una de ellas va a tener que repetir su nombre cada dos estrofas, como hacen los cumbiamberos o los reggaetoneros de aquí y de allá, para saber a quién estamos escuchando. 

Pero si de despropósitos se trata, la elección de Cowboy Carter, octavo disco en solitario de la cantante Beyoncé, reina de las pasarelas y máxima representante del pop y R&B afroamericano más superficial y exitoso, se presta para más de una interpretación. 

Puede ser desde una cruzada personal de la diva de 43 años por redescubrir su pasado familiar en Texas, integrando en un solo producto todas esas cosas que la harían especial, diferente; hasta un soterrado intento por fastidiar al flamante presidente de los Estados Unidos -una mujer negra llevándose el máximo premio a la música tradicional del hombre blanco, el vaquero trumpista por naturaleza, debería ser base de las peores pesadillas de Mr. Trumpy y su clon sudafricano, Elon. 

De hecho, la primera teoría es el argumento que han esgrimido hasta ahora los que consideran una genialidad a este collage efectista: como la ex lideresa de Destiny’s Child nació en la capital de Houston e iba a rodeos desde niña, ahora le muestra al mundo que puede cantar country sin mayores problemas. Artistas destacados han elogiado Cowboy Carter de manera desproporcionada, calificándolo de “obra maestra” (Stevie Wonder), “revolucionario” (June Carter Cash, viuda de Johnny Cash), en lo que parecen excesos de cortesía. Y hasta personajes de la política norteamericana como Michelle Obama o Kamala Harris, quien llegó a decir, durante la campaña, que la música de Beyoncé “es inspiradora”. Marketing político, le llaman.

El concepto puede pasar, forzándolo, como un experimento sonoro desarrollado por una artista establecida del universo pop, pero eso no alcanza para otorgarle el título de mejor disco country, un género en el que se siguen produciendo álbumes de calidad como, por ejemplo, Higher, quinta placa del cantautor y guitarrista Chris Stapleton, natural de Kentucky, que se quedó como nominado. En todo caso, bastaba con regalarle al disco de Beyoncé, cuyo título usa el apellido real de su esposo, otro rapero mañoso perteneciente a la generación “Puffy”, Jay-Z, el Grammy a Mejor Álbum del Año, cosa que también ocurrió en este afán acaparador de la interprete esos himnos generacionales femeninos, tan profundos y reivindicadores, Crazy in love (Dangerously in love, 2003) o Single ladies (I am… Sasha Fierce, 2008). 

Bromas aparte, corresponde aclarar que no tengo nada particular en contra de Beyoncé Knowles pues, dentro de lo suyo, la superficialidad de contenidos y la predictibilidad de todo lo que hace, es extremadamente popular y eficiente frente a sus masivos públicos. Su objetivo es vender millones y ser tendencia todo el tiempo. Y lo logra. De hecho, a pesar de no acercarse a las alturas de Whitney Houston ni de la primera Mariah Carey, Beyoncé es en términos objetivos una muy buena cantante. El problema no es su voz, sino las tonterías que canta y la vocación exhibicionista que es gran parte de la base de su megaéxito. Cuando canta en serio, lo hace bien, como cuando se reunió con sus ex compañeras de Destiny’s Child para grabar una versión de Emotion, clasicazo de 1978 escrito por Robin y Barry Gibb para una one-hit wonder australiana, Samantha Sang, y que los Bee Gees grabaron recién en 1994.  

El disco Cowboy Carter contiene 27 tracks, de los cuales 4 son interludios de voces habladas, no canciones; 3 son covers -Blackbird de los Beatles, Jolene de Dolly Parton y Oh Louisiana de Chuck Berry- y 9 son canciones pop de las que podrías encontrar en cualquier otro de sus álbumes. Los 11 temas restantes -menos del 50% de un disco que dura casi 80 minutos- son composiciones que sí podríamos ligar al género, pero en su versión más aguada, varios escalones más abajo del country-pop que inauguraron en los noventa artistas como Shania Twain.

En general, esas canciones country-pop con elementos de rap, electrónica y un par de intentos por sonar “seria” -temas corales a lo Oh happy day, el dúo con su colega Miley Cyrus- más cercano a los bailes coreográficos de meseras exóticas que a los vuelos instrumentales y líricos de connotadas exponentes de lo que la crítica anglosajona encuadra en el membrete “Americana”, como Lucinda Williams, Alison Krauss y su grupo The Union Station o las Dixie Chicks, con quienes se juntó para una versión en vivo de Daddy lessons, canción de su sexto disco Lemonade (2016) que ubican como la génesis de las exploraciones que la llevaron a armar este Cowboy Carter. Las participaciones de leyendas como Dolly Parton y Willie Nelson, al mezclarse con las de Miley Cyrus, Post Malone y otros nombres menos ubicables de la nueva generación de country-pop solo consiguen confundir más.    

Sin embargo, con todos esos gazapos y patinadas, la 67ma. edición de los Premios Grammy tuvo una resonancia diferente en nuestro país, debido al éxito del álbum en vivo Alma, corazón y salsa, registro del concierto que ofreciera el timbalero y productor Tony Succar. El recital, realizado durante el 2024 en el Gran Teatro Nacional, sirvió para relanzar la carrera musical de su madre, Mimy Succar (64) y contó con la participación especial de artistas como Bartola y la cantante Nora Suzuki, recordada entre nosotros por ser la voz principal de la Orquesta de la Luz, un conjunto que desde el lejano Japón sorprendió por su dominio de la salsa y otros géneros afrocaribeños, de enorme éxito en Latinoamérica entre 1990 y 1995 con canciones como Salsa caliente del Japón, La salsa es mi energía, entre otras.

El triunfo de Tony Succar y su talentosa madre, quien muestra gran vitalidad, carisma y dominio de escena, lanzado al mercado en forma de documental –Mimy & Tony: La creación de un sueño (2024)- y todos los soportes imaginables de audio, desde archivos descargables hasta LP para coleccionistas, es el de una familia que tuvo que huir de este país para hacer realidad sus sueños. Al recibir el premio, el percusionista nacido en el Perú pero que vive desde los dos años en los Estados Unidos -actualmente tiene doble nacionalidad-, contó que su mamá tuvo que abandonar su propia carrera musical para apoyar a sus hijos, una historia de tenacidad y esfuerzo, de amor y desprendimiento. 

Y el gesto del joven músico, quien ya había mostrado de lo que era capaz en una producción llamada Unity: The Latin Tribute to Michael Jackson (2015), en que hace arreglos en clave salsera de varios clásicos del “Rey del Pop”, con algunos de los principales músicos de sesión y cantantes de Miami (Jon Secada, Tito Nieves, La India, Jennifer Peña), de retribuir aquel sacrificio devolviéndole a su mamá la oportunidad de brindar su potente voz al público, es también parte de esta épica familiar que, como tantas otras, encuentra afuera lo que el Perú no le puede ofrecer.

A pesar de eso, tuvimos que padecer a todos los canales de televisión y redes sociales que de inmediato se treparon al logro artístico y familiar de los Succar quienes, generosos, dedicaron al Perú los dos Grammy recibidos, a Mejor Álbum Latino Tropical y Mejor Actuación de Música Global -superando a pesos pesados de la música latina como Juan Luis Guerra, Sheila E. y Marc Anthony-, por la versión de Bemba colorá, composición original de uno de los trompetistas de La Sonora Matancera, José Claro Fumero (1906-1977) que fuera estrenada por la cubana Celia Cruz (1925-2003) hace seis décadas -otra muestra de la crisis- en uno de los primeros vinilos que grabó tras su salida de la famosa orquesta de Matanzas, Son con guaguancó (Tico Records, 1966). Emocionada, la familia Succar en pleno subió al proscenio californiano y recibieron el aplauso del público… en la versión no televisada de la ceremonia.

Como dijimos previamente, aquellos casos en que calidad y premio coinciden se dan, desde hace mucho tiempo, en las categorías que no le interesan a casi nadie. Además del caso de los Succar, ganaron un Grammy 2025 artistas de primer nivel como Peter Gabriel, por su última producción i/o (Mejor Ingeniería de Sonido para Álbum No Clásico); los directores de orquesta sinfónica Esa-Pekka Salonen (Finlandia) y Gustavo Dudamel (Venezuela) en Mejor Grabación de Ópera y Mejor Presentación Orquestal, respectivamente; el dúo conformado por Chick Corea y Béla Fleck ganaron a Mejor Álbum de Jazz Instrumental por el extraordinario disco Remembrance, grabado entre 2019 y 2020 durante la pandemia y lanzado recién en marzo del 2024, convirtiéndose en premio póstumo para el extraordinario pianista fallecido en el 2021. Y Samara Joy, por su parte, repitió el plato en la categoría Mejor Álbum de Jazz Vocal, por su disco navideño A joyful holiday. 

Pero ¿a quién le puede importar Samara Joy, quien fuera Mejor Artista Nuevo en el 2023 -uno de esos intentos aislados del Grammy por lavarse la cara- si la gente delira por ver en redes, una y mil veces, a la novia de Kanye West, a Beyoncé disfrazada de “la hija del granjero” o a Shakira -otra de las ganadoras de esta edición-, aplaudida por ese mamotreto titulado Las mujeres ya no lloran, planificado para enfermar mentalmente a las millones de niñas y adolescentes -y, muchas veces, a sus hermanas mayores, madres y maestras- con sus contenidos y ritmos idiotizantes?

Tags:

Beyoncé, Grammy Awards 2025, Pop, Premios Grammy, Tony Succar

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