Siempre recuerdo una de las normas esenciales del hogar de mis padres. Desde que éramos niños, si un foco se malograba, se cambiaba inmediatamente. Lo mismo con la pintura o con cualquier detalle que pudiera dar la impresión de descuido. No era un acto de vanidad, sino un principio que tenía influencia directa en el estado mental de todos en casa. En los ochenta hicieron un estudio en el que dejaban autos en cuadras al azar en distintos lugares, con la luna rota o sin placa, básicamente señales de abandono. A los días, los autos eran vandalizados y el entorno se volvía más propenso a actos criminales. Ante la percepción de que algo no está siendo cuidado, aparece una vulnerabilidad mayor a lo negativo. Lo mismo se aplica a la apariencia personal.
La semana pasada fui al gimnasio todos los días con mi hermano. Y cada día él me repetía que me comprara zapatillas deportivas y ropa especial para hacer ejercicio. Al inicio me parecía innecesario, pero terminé haciéndole caso. Comencé a ponerme ropa de deporte y, no sé si fue una ilusión o no, pero mi desempeño mejoró. Incluso podía utilizar más peso. Mi madre me lo dice desde que tengo memoria: “¿Cómo vas a salir así a la calle?”, me decía con cara de que estaba loco. Mi abuela lo mismo. Para salir de la casa tenía que pasar por esos dos comentarios sí o sí. Y tenían razón, aunque yo lo llevaba al extremo.
De chico me iba a la bodega de la esquina en pijama y descalzo. Mi hermano también tuvo una época parecida; creo que la dejó cuando alguien le gritó “¡vagabundo!” desde un carro. Hasta ahora me mato de risa de ese recuerdo. Nos deben haber querido matar de vergüenza. Incluso en el colegio, cuando iba en chanclas en verano, bajaba al recreo descalzo y jugaba fútbol así, con los pies en carne viva contra el cemento. Una vez, en un viaje escolar a Cusco —de esos que había una vez al año—, no me bañé en toda la semana porque no había agua caliente. Recuerdo que solo llevé un jean y fue lo único que usé en todo el viaje. En mi defensa, aún no había desarrollado, así que no llegaba a oler mal… o eso quiero pensar.
Después de mucho tiempo con ese estilo de vida —excluyendo lo de no bañarme, que fue un caso extremo de ese viaje escolar— poco a poco me fui sintiendo mal. Porque le fui quitando valor a la práctica de cuidarse a uno mismo. Desde entonces, ha sido por épocas: a veces cuido mi apariencia y a veces la descuido. Y no es coincidencia que cuando me he sentido bien emocionalmente, también me he arreglado más. En cambio, en los periodos difíciles, lo he dejado de lado.
Ahora tengo 31 años, y dicen que a partir de los 35 todo es cuesta abajo. Por eso he decidido cuidarme en todo sentido: físico, mental y emocional. No quiero llegar a esa edad sin conocer mi máximo potencial. Pienso que, si no llego a experimentarlo, tal vez nunca llegue a conocerme del todo.
Esa forma de ser me acompaña desde muy chico. Cuando tenía 14 o 15 años, seguía siendo un niño en comparación con mis amigos. Ellos ya pensaban en chicas, en los primeros tragos, en fiestas. Yo seguía más preocupado por los videojuegos, los animes y el fútbol. Cuando comenzó la época de los quinceañeros, recuerdo que iba con mis zapatillas de fútbol y un buzo. No soportaba la ropa incómoda; sentía que era como ponerme una camisa de fuerza. Usar zapatos de terno era una tortura. Igual, en ese momento todavía tenía la excusa de que era un niño.
Pero luego creces, y ya no puedes seguir así. No porque se vea mal o porque importe demasiado lo que piensen los demás, sino por lo que significa en la relación con uno mismo. A veces me pongo a pensar en eso: cómo lo externo, lo que parece más superficial, termina filtrándose en la manera en que te percibes. Es extraño, porque todavía me debato entre esas dos posturas: la del que no le da importancia y la del que sí la reconoce. No lo he resuelto del todo, no es algo que pueda cerrar con una lección aprendida. Más bien es una pregunta que todavía me acompaña: hasta qué punto la forma de vestirme me define, y hasta qué punto puedo seguir siendo yo sin darle tanta vuelta a ese tema.