Charly García

Esta casita de Cartón abre sus puertas dejando atrás el año más doloroso de su vida, con la despedida de su amigo y mentor, un padre que la vida le dio, Víctor Patiño Marca, más conocido en el medio periodístico como el Búho. Un luto que siempre llevaré en el silencio de los días, y sobre todo de las noches, que es donde los recuerdos renacen para jugar con el tiempo y las vivencias que se fueron, quedando una lágrima irreparable dentro de mí. Es que si de lecciones me ha dado la vida el año que acaba de irse, es entender su valor por sí mismo, lo frágil y volátil que tiende a ser, a pesar de que el sol de este enero brilla luminosamente, indiferente, donde parece andar todo con total normalidad. Pero es un verano ya sin él en vida. Y ya no hay más largas conversaciones sobre arte, cultura y política, no hay ceviches hechos al instante después de regresar del mercado de Ciudad de Dios con el pescado fresco, no hay más risas ni bromas de ese ingenio mordaz, ni esa voz rocosa que delataba tantas fecundas vivencias, ya no hay esa canción de su Charly querido, que nos dedicaba a sus amigos y familia: «Cuando estés mal/ cuando estés solo/ cuando ya estés cansado de llorar/ No te olvides de mí/ Porque sé que te puedo estimular”. O cuando decía, «Sobrino, esta es tu canción”. Y esa era ‘Rezo por vos’. O cuando rememoraba a su amor de antaño, el amor de su vida, Anita, y traía a la conversación las letras de ‘Estación’. Y escribo esto, después de días que entre sueños lo encuentro, y inevitablemente brotan estas letras: «Te siento respirar/ lejos de tu lugar. / Hoy tuve un sueño con vos. / Qué locos éramos los dos / en los buenos tiempos. Obra maestra que yace en el apoteósico álbum de ‘Peperina’.

Nuestro trato era como la alguna vez tuvo el genio de las letras niponas, Yukio Mishima (quien irónicamente su país no quiere que se le recuerde, y del que se cumpliera hace pocos días 100 años de su inmortalidad) con su mentor, el primer Premio Nobel japonés, Yasunari Kawabata. Con esa muestra de respeto y admiración incólume hacía el querido ‘Pico’. A ambos nos agradaba mucho esas dos mentes brillantes. Recuerdo una vez que nos pusimos hablar de sus polémicas en cierta medida e íntimas cartas. Donde en una ocasión Kawabata, acaso a sabiendas que en algún momento terminaría suicidándose, le pediría que Mishima Mande una carta dirigida a la academia sueca, pidiendo que sea reconocido con tal estatuilla eterna. A lo que el aprendiz no pensaría dos veces y lo haría. De alguna manera eso influenciaría y en 1968 se le concedería. La cuestión es la honorabilidad de Kimitake Hiraoka (nombre de nacimiento de Mishima), ya que sabía que, al entregarle el Nobel a su maestro, no se lo entregarían a él, exactamente por el tiempo y como suele manejarse la academia de las letras del Nobel, diversificando por diferentes latitudes su preciado galardón. En la premiación diría curiosamente su maestro: «No entiendo cómo me han dado el premio Nobel a mí en vez de a Mishima. Un talento como el suyo sólo aparece una vez cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”. Lo cierto que el aprecio y admiración de estos sabios era el calco más cercano para el sentimiento mutuo que nos teníamos.

Esta Casita de Cartón cierra sus puertas releyendo las columnas de aquel querido maestro, que ahora yace seguramente en una cajita de cristal en el cielo. Vivencias y experiencias que la vida misma nos deparó y que al escribir estas líneas lo recuerdo con profunda emoción en su ausencia… Aunque no se encuentre físicamente, aún la pluma del periodista más enigmático que tuvo nuestro país sigue alumbrando para los millones que crecimos leyéndolo, que nos alentó e inspiró a seguir en el sendo camino de la lectura y en mi caso, como probablemente de muchos otros, de la literatura también. Sé que alguna vez nos volveremos a ver. Espérame con unas copas de vino y unos discos de Charly, que yo sigo recordándote con ‘Rezo por vos’, y así será hasta que nos encontremos una vez más.

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Esta casita de cartón abre sus puertas hablando y leyendo el libro que tiempo atrás escribió, ‘Generación Equivocada’, rememorando, entre otras cosas, episodios vivenciales, ya que, como alguna vez refirió el maestro Jorge Luis Borges, con relación al ejercicio de la escritura, nada está deslindado de la realidad, de las experiencias que vivimos, y gran parte de esa obra tenía su influencia en acontecimientos que me marcaron, por más que aquel personaje travieso y soñador, Manuelito Esponja, no era yo o no del todo. Pero en la parte que retrata al niño sí, porque, aunque los años pasen soy todavía aquel niño de 4 años que se dijo cuando vio por primera vez el cielo, que ‘en esta vida le ha tocado ser Renzo Pariasca Mendoza’. Y todo eso, por la grata coincidencia de que se haya compartido en el canal de streaming, Literando & fútbol, con el profesor Guti, sobre mi libro.
De alguna manera, así ha pasado estos días, reflexionando en torno a lo que he sido y soy, y a dónde iré. Y doy con la conclusión, entre tanto, de que siempre seré un ser tristemente sentimental, como a su vez, un ser sensible, y, sobre todo, sensible a la insensibilidad. Muchas veces desprenderse de la máscara que llevamos puestos para afrontar nuestros días, nos permite redescubrirnos. Recuerdo una entrevista de Bukowski, refiere que fue su padre su gran maestro de la literatura, porque le enseñó el dolor. Es que sí, detrás de una gran prosa hay un río de llanto silencioso. Eso que la vida misma pareciera imponernos para descubrir para qué hemos venido. Sino la ya frase popular de

Nietzsche, tergiversada, desde luego, ‘lo que no te mata no te hace más fuerte’, no acontecería en nuestras existencias. Él, una de las mentes más brillantes que han pisado esta tierra, claramente al ver cómo la mujer que amaba, Lou Andreas-Salomé, se iba con su amigo, Paul Rée, lo entendió. Y sin ese acontecer, no hubiera escrito, muy probablemente dada la magnitud del hecho mencionado, su obra magna, Así habló Zaratustra, y el haber creado la mítica figura del ‘superhombre’. Dejando esta frase en ese mismo libro para la posterioridad: ‘Debes estar preparado para arder en tu propio fuego: ¿Como podrías renacer sin haberte convertido en cenizas?’.
Esta casita de cartón Cierra sus puertas, entendiendo que ante el destino el poeta nada puede. Y saludando por ‘¡un año menos!’, como diría el genio de Charly García, a mi primo, que en sí es una coincidencia denominativa llamarlo así, ya que para mí es un hermano. Ya que crecimos juntos y seguimos escribiendo nuestras vidas a la par, como lo que somos y siempre seremos: hermanos. Salud y esta casita cierra su puerta por hoy a tu nombre, Leonardo C. Pariasca.

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Esta Casita de Cartón abre sus puertas con el título de una memorable canción del rock Argentino, escrita por el maestro Charly García, en el periodo musical de Sui Generis, ‘Confesiones de invierno’. Puesto que esta columna será, de alguna manera, íntima, recapitulando los días que pasaron, tras la Ventana del tiempo, como de los días venideros. Así que me dispongo a oír aquella pieza maestra en esta madrugada en la que escribo, enfermo y con la trastornada marea de pensamientos que retuercen las pocas estrellas en el cielo de esta noche invernal, que estuvieran iluminadas si es que las calles en las que camino tuvieran esperanzas. Pero no hay, y la carne se hace sombra y transcurre dentro de su cárcel redundante en las letras de esta canción.

En un principio, el rótulo iba a ser ‘Luz de agosto’, nombre de una novela del autor que escribí por última vez, William Faulkner. Y es que es agosto, el mes de mi nacimiento, un año menos, a lo que realmente lo siento así y que de alguna manera me tranquiliza. Sigue otra canción, ‘Agosto’ de HDS, es un cóctel de músicas que acompañaron mi juventud. Recordando a mi viejo amigo Gustavo, fanático de esa banda española como de otras de la movida madrileña. Cuando tomábamos vinos hablando de arte y de los amores fracasados que por entonces yo no había vivido, pero que en cada palabra entendía los suspiros de vientos que alguna vez llegarían a este pozo. Tenía 14 o 15 años, y desde muy joven siempre me gustó oír voces autorizadas por el tiempo. Me escribe Ana, una amiga, en este momento, y le envío una escena de ‘Her’, ya que minutos antes de sentarme al ordenador, hablábamos sobre la IA, que está muy en boga, y del amor y sus sacramentales palabras en otrora a diferencia de ahora. Cómo ha cambiado todo, y lo veo al ver a mi hermano echado en su cama abrazando su alivio, Tik Tok o un juego. Y no juzgo, son los campanarios de los ‘temps moderns’ y del futuro, que tanto espantaba a Baudelaire o al que satíricamente Chaplin con arte hacía ‘gruñir’. A veces pienso que la historia ya está escrita realmente y solo caminamos en la misma comparsa una y otra vez encaprichada por un Dios siniestro. Pienso, tantas veces pienso que la respuesta realmente tal vez lo tenga el viento.

Ahora, después de muchos años escribí un cuento para una revista, que lleva de título ‘Lo que ya no recuerdas’. Con el epígrafe siguiente: ‘Hay muchos tipos de amor en este mundo, pero nunca el mismo amor dos veces’, del autor que quizás como nadie entendería este palpito en estos minutos donde presiono los teclados, puesto que veía a la vida como yo, con el retrovisor del pasado, con los vientos tocando imperecederamente el acordeón de la nostalgia una y otra vez en el reloj de arena. Y quizás por eso es que me ‘enamoré’ de su obra. En sí, cada autor favorito que tenemos es un semblante de lo que somos, lo intrínseco, plasmado en sus artes, y en eso señalo a mis escritores predilectos, como Capote, Mishima, Fitzgerald, Dazai. El orden es aleatorio. Y al leer sobre sus vidas lo entendí, porque escribían con la pulsación del mismo sentimiento a través de la ventana de la imaginación y del sufrimiento. Quizás con ellos me gustaría compartir un velada en el infierno, creo que sería el sueño más allá de la vida que me haría muy feliz.

Y el cuento trata sobre una relación de esas obnubiladas. De los que cada vez se extinguen propiamente por las afluencias culturales. De una chica que dedica canciones de amor que alguna vez su ex amor le dedicaba: jazz, baladas francesas, y demás. Un knockout al polaroid que atesoraba el personaje dentro de las cosas que uno más ama. Al terminarlo, pensé: la única canción que nunca podría dedicar a nadie la personaje de la historia, sería ‘Don’t think twice, It’s all right’, de un genio de Minnesota, curiosamente como Fitzgerald, Bob Dylan. Del que harán una película, noticia que me alegró gratamente, y que espero que sea digna de lo fue, es y será el único músico premio Nobel de Literatura al día de hoy. Es la canción que considero más hermosamente decorosa para despedirse de alguien (así ésta haya sido ruin y desleal). Y pongo una interpretación del mejor Bob Dylan, a medios de los 60’s, exactamente en 1965 en Birmingham, Inglaterra. Esta historia es inspirada en el caso de la vida real (de un gran amigo) como todo. Trayendo a colación al maestro Jorge Luis Borges: ‘Todo lo que nos sucede, incluso nuestras humillaciones, nuestras desgracias, nuestras vergüenzas, todo nos es dado como materia prima, como barro, para que podamos dar forma a nuestro arte’. A su vez, llega el final de estas líneas, y resplandece esta sentencia de Neruda: ‘Me enamoré de la vida, es la única que no me dejará sin antes yo hacerlo’. Pasado, como todo lo que mi rostro ve ahora en el espejo. 

Esta casita de cartón cierra sus puertas con la última frase de una de las canciones mencionadas: ‘Una vez en la vida debo encontrar dentro de mí,­/ una noche de agosto/ mi alma perdida que arrojé al mar’. Y espero que sea en esta. 

Gracias a Julio Ramón Ribeyro por ‘Prosas apátridas’, Edward Hopper por ‘Domingo por la mañana’ y a John Lennon por [Just Like] Starting Over.

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“La mediocridad para algunos es normal, la locura es poder ver más allá” es una de las frases más potentes que ha escrito Carlos Alberto García Moreno, más conocido como Charly García, compositor, pianista, guitarrista, cantante y enloquecido músico de oído absoluto, nacido en el barrio de Caballito, en Buenos Aires, un día como hoy hace 70 años. Podríamos citar muchas otras frases, desde luego, pero esta declaración, letra del tema El tuerto y los ciegos, incluido en el tercer LP de Sui Generis, titulado Pequeñas anécdotas de las instituciones (1974), es un guantazo a la cara de muchos representantes de la “cultura” moderna, tan dispuesta a premiar con aplausos, adjetivos superlativos y ventas millonarias a expresiones de la más pura vulgaridad y mal gusto. Su vigencia es demoledora y sorprendente, en especial si pensamos que, cuando la escribió, Charly no cruzaba aun la barrera de los 25 años, la misma edad a la que un tal Benito Martínez, alias Bad Bunny, rompió rankings y cajas registradoras con un esperpéntico y barriobajero reggaetón llamado Callaíta, en el 2019.

El Ministerio de Cultura de Argentina celebrará al artista del bigote bicolor con un megaconcierto llamado ¡Charly Cumple!, que arranca a las 2 de la tarde de hoy, en el Auditorio Nacional del Centro Cultural Kirchner (sigue aquí la transmisión en vivo del evento). La jornada tendrá cuatro bloques con la participación de orquesta de cámara, conjunto de jazz y banda de rock para interpretar su amplio catálogo, con invitados especiales como Raúl Porchetto, Fabián Von Quintiero, Celeste Carballo, María Rosa Yorio, entre muchos otros destacados músicos argentinos. Paralelamente, habrá conversatorios académicos y exhibiciones sobre su trayectoria. Asimismo, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires organizó, desde inicios del mes, una nutrida agenda de actividades y homenajes, bajo el hashtag #CharlyBA y hasta una web especial https://charlyba.buenosaires.gob.ar/ en la que sus fans pueden dejar textos, canciones y fotos para celebrar a su ídolo. 

Es innegable la enorme importancia de Charly García en el ecosistema musical argentino. Sin embargo, no coincido con quienes lo llaman genio porque, lamentablemente, una combinación nociva de vicios y enfermedades melló, desde hace un par de décadas, su capacidad para escribir canciones relevantes, que fueran consecuentes con aquella etapa juvenil en la que, por muchos motivos, logró acercarse a esa genialidad que se le suele atribuir, rozándola con estremecedora facilidad. Y no porque todas sus composiciones tuvieran que contener, necesariamente, versos inteligentes y reflexiones filosóficas –No se va a llamar mi amor (Piano Bar, 1984), es un rock directo y muscular, gritado a todo pulmón, sin alturas líricas pero con impacto y musicalidad. Pero, pasar de himnos generacionales como Canción para mi muerte (Sui Generis, Vida, 1972), Rasguña las piedras (Sui Generis, Confesiones de invierno, 1973), o Inconsciente colectivo (Yendo de la cama al living, 1982) a los ejercicios de vacía autoindulgencia de discos como La hija de la lágrima (1994), Say No More (1996) o El aguante (1998), es un bajón tan radical que no puede ser pasado por alto desde un punto de vista objetivo, alejado del fanatismo que exhiben los argentinos cuando se trata de sus íconos culturales. Y Charly García es eso, un ícono cultural. Como Quino, Spinetta, Les Luthiers o Cortázar. Pero también es un generador de idolatrías sobredimensionadas, como Maradona o Messi. 

Su conexión elemental es, por supuesto, con el rock, género ajeno a la sensibilidad latinoamericana al que hizo avanzar “siempre en off-side, o sea un paso adelante que el resto”. Abrazó la estética y el sonido bucólico del folk con Sui Generis, durante sus primeros dos años (1972-1973) y luego se sumergió en el rock progresivo y el jazz-rock, en la segunda etapa de Sui que culminó con los conciertos de despedida en el Luna Park, los días 5 y 6 de septiembre de 1975-, La Máquina de Hacer Pájaros –que produjo dos extraordinarios y poco valorados discos, fuertemente influenciados por el prog-rock británico, como apreciamos en temas como Boletos, pases y abonos u Obertura 7.7.7., Porsuigieco (1976-1977) –supergrupo semi-acústico junto a Nito Mestre, León Gieco, Raúl Porchetto y María Rosa Yorio, madre de su único hijo, Miguel- y Serú Girán (1978-1981), en su momento considerados «los Beatles“ argentinos”-; para luego construir su propio lenguaje pop-rock, reuniendo en torno suyo a una nueva generación de instrumentistas que se convirtieron en sus acólitos –Fito Páez, Fabiana Cantilo, Pablo Guyot, Willy Iturri, Alfredo Toth –luego conocidos como GIT- y desatando una fiesta de pianos, sintetizadores y guitarras entre 1982 y 1990, produciendo clásicos del rock en nuestro idioma con discos como Clics modernos (1983), el mencionado Piano Bar (1984), Tango (1986, con Pedro Aznar) o Parte de la religión (1987). 

Pero también apostó por el sonido localista del rock gaucho, que se manifestó a lo largo de su trayectoria, desde la auroral Cuando ya me empiece a quedar solo (Sui Generis, Confesiones de invierno, 1973), hasta No soy un extraño (Clics modernos, 1983), Raros peinados nuevos (Piano Bar, 1984) o incluso en su última etapa con Tango, del disco Rock and roll YO (2003); las baladas dramáticas y surrealistas, en las que realiza críticas pesadas acerca de los horrores de la dictadura que maltrató a Argentina entre 1976 y 1983, con melodías como Los dinosaurios (Clic modernos, 1983), Canción de Alicia en el país, Desarma y sangra o Cinema verité, grabadas con Serú Girán, en los discos Bicicleta (1980) y Peperina (1981). En cualquiera de sus épocas, Charly fue siempre una caja de sorpresas. Pero cuando las sinapsis comenzaron a interrumpirse, surgió el lado oscuro, la agresividad sin sentido, la filosofía barata y los zapatos de goma, la pintura plateada sobre el cuerpo y ese extraño mensaje en inglés que solo tiene sentido cuando lo pronuncia él mismo: “Say No More”.

Para cuando hizo el concierto desenchufado para MTV, en 1995, era un hecho que su estrella se estaba apagando. Aun cuando ya tenía un largo historial de situaciones conflictivas, los tropiezos y gestos despectivos de esa velada hacían entrever que Charly venía de bajada, a pesar de que aun le sacaba finos fraseos al piano y su banda respondía bien al desafío. Luego vinieron muchos más conciertos, marcados por la irregularidad y la controversia. Pero la cosa empezó a ponerse peor. El recordado episodio del clavado desde el noveno piso de un hotel en Mendoza –en marzo del año 2000- fue visto por muchos como un acto de simple y llana locura, desprovisto de contenidos simbólicos. 

Para entonces ya todos sabíamos que Charly era, por decirlo amablemente, algo más que extravagante. Sus hábitos dentro y fuera del escenario –intolerante e irascible, de reacciones exhibicionistas, declaraciones violentas y arrogantes- formaban parte de su leyenda desde hacía mucho, una muestra de su carácter indomable frente a la autoridad y los convencionalismos sociales. Canciones como Confesiones de invierno, Yo no quiero volverme tan loco o El fantasma de Canterville, Estoy verde (No me dejan salir), Demoliendo hoteles o De mí, tocan, en tonos autobiográficos, el tema de la locura. Esa tendencia al comportamiento tanático lo emparenta con otras peligrosas figuras del rock mundial como Jim Morrison, Iggy Pop u Ozzy Osbourne y el temor de que pudiera pasarle algo acechaba todo el tiempo a quienes más lo conocían, como David Lebón o Pedro Aznar, sus amigos y compañeros en Serú Girán.

Discos como Influencia (2002) –que tiene como uno de sus principales singles un cover de 1982 del norteamericano Todd Rundgren, hecho insólito para un músico que construyó su reputación creando sus propias melodías- o Rock and roll YO (2003) intentaron dar un nuevo respiro a su carrera, pero son solo una colección de buenas ideas, interpretadas a retazos por la sombra de Charly, que abusa en estos álbumes de sonidos repetitivos pregrabados y tecnologías digitales para disimular sus altibajos. Sus dos últimas producciones en estudio, Kill Gil (2010) y Random (2017) poseen bastante de aquel brillo instrumental que exhibió en épocas pasadas y salpicados atisbos de la lucidez y rebeldía que lo caracterizaron siempre, aunque sus problemas de salud física y mental se evidenciaban cada vez más.

El verdadero colapso ocurrió en 2008 con varios internamientos en centros de rehabilitación y riesgos de muerte, que cesaron gracias a la intervención de su amigo y colega, Ramón “Palito” Ortega quien lo llevó a una tranquila quinta bonaerense, donde García consiguió recuperarse después de varios años de descanso y terapias. En el 2018 protagonizó el primer capítulo de la serie de NatGeo, Bios: Vidas que cambiaron la tuya, donde se le puede apreciar recuperado de peso –su extremada delgadez era también legendaria- pero con dificultades para hablar y moverse. Un año después participó, con Lebón y Aznar, del lanzamiento de una versión en vinilo, con sonido restaurado, de La grasa de los capitales, en el 40 aniversario de este histórico disco, el segundo de Serú Girán, que contiene clásicos como Viernes 3 AM, San Francisco y el lobo y Perro andaluz

Charly García llega, sorprendentemente para muchos, a los 70 años, tras superar prácticamente todo -incluso el COVID-19, que se le diagnosticó en mayo del 2020- y, a pesar de su naturaleza confrontacional y desadaptada, recibe de sus seguidores oleadas de cariño y agradecimiento, por haber escrito la banda sonora de dos generaciones de rockeros latinoamericanos, lo cual lo convierte en uno de los artistas argentinos más influyentes de la historia de la música popular contemporánea. 

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