A partir del 2017 comenzaron sus vínculos con la crema y nata del rock instrumental de alto nivel. Su participación como telonera en “clínicas” -eventos en los que músicos famosos se reúnen ante públicos reducidos, por lo general estudiantes de música y melómanos, para hablar de sus técnicas y experiencias- de los reconocidos guitarristas Andy Timmons (Winger) y Paul Gilbert (Mr. Big), dos de los “shredders” más admirados por los amantes de la velocidad y las acrobacias guitarrísticas; y apariciones ante públicos masivos, en conciertos como el Samsung-E Festival o el Malibu Guitar Festival, acompañando a consagrados como el bluesero Keb’ Mo’ y Steve Vai, sellaron su ingreso a las grandes ligas, con invitaciones a eventos como la convención anual de la Asociación Nacional de Productos Musicales (NAMM por sus siglas en inglés) que reúne a fabricantes, vendedores y superestrellas de la música. 

Con el respaldo de las prestigiosas compañías fabricantes de guitarra eléctricas y amplificadores Seymour Duncan e Ibanez -que, en el 2021, lanzó una guitarra con su nombre LB1-, Lari Basilio ha construido su camino musical con esfuerzo y mucho talento, uniéndose de esta forma a la larga tradición de mujeres instrumentistas que destacan en la subcultura de la guitarra eléctrica. Aunque parezca una rara avis, la brasileña no es, ni por asomo, la primera guitarrista de rock. 

Si nos remontamos a los albores del género, encontraremos nombres de pioneras como Sister Rosetta Tharpe (1915-1973) o Mother Maybelle Carter (1909-1978, suegra del “hombre de negro”, Johnny Cash), activas desde los años treinta del siglo pasado, dos décadas antes de la aparición de Elvis Presley y Little Richard. Y, con el correr de las décadas, notaremos que la presencia femenina en contextos guitarrísticos es amplia y diversa: desde las extrañas afinaciones y acordes de Joni Mitchell hasta la slide de Bonnie Raitt, pasando por el hard-rock de Nancy Wilson (Heart), Joan Jett y Lita Ford (ambas de The Runaways), el blues de Susan Tedeschi y la experimentación de St. Vincent. 

Pero, como queda evidente al escucharla, Lari Basilio es una nueva representante del rock instrumental, subgénero que cruza el hard-rock y el heavy metal melódico con el blues y el jazz, normalmente asociado al género masculino, que tiene a nombres de peso como Steve Vai, Paul Gilbert, Eric Johnson y, más recientemente el nigeriano-norteamericano Tosin Abasi o el británico Guthrie Govan. En esa línea, podemos trazar asociaciones directas con la australiana de padres griegos Orianthi Panagaris, quien saltó a la fama en el 2009 como guitarrista principal de la banda que armó Michael Jackson para su gira This is it, frustrada por la muerte del “Rey del Pop” ese mismo año; con Jennifer Batten, también guitarrista del recordado “Jacko” durante toda una década, entre 1987 y 1997. O incluso con la joven cantautora de R&B y soul Gabriella Sarmiento Wilson, más conocida como H.E.R., poseedora de un estilo que la acerca a la genialidad de Prince y el filo funky de Michael “Kidd Funkadelic” Hampton.

Lari Basilio posee algo de todas estas instrumentistas y, además, le añade una frescura especial por su nacionalidad. Cuando toca temas acústicos, se puede sentir ese sabor propio de su idiosincrasia paulista. En sus videos, todos publicados a través de su canal de YouTube, se muestra absolutamente relajada y segura, con una sonrisa amplia, mientras despliega su arsenal de recursos para la interpretación de la guitarra eléctrica. Vestida y maquillada casi siempre de morado, aparece tocando finas guitarras del mismo color, construidas especialmente para ella.

Sus dos últimos álbumes son un derroche de musicalidad y virtuosismo. Grabados íntegramente en Los Ángeles, en los estudios históricos de Capitol y United Recordings, cuentan con la participación de destacadísimos músicos: Nathan East, bajista de alto calibre que tocó en los años noventa con Eric Clapton y luego formó Fourplay, un supergrupo de smooth jazz instrumental con Lee Ritenour, Larry Carlton (guitarras), Harvey Mason (batería) y Bob James (teclados); Greg Phillinganes, tecladista y productor que ha trabajado con todos los grandes del soul, R&B y pop-rock, desde Michael Jackson y Stevie Wonder hasta Toto y David Gilmour; Leland Sklar, otro bajista de fuste que ha grabado cientos de álbumes y dado la vuelta al mundo como miembro de las bandas de James Taylor, Jackson Browne y Phil Collins; y Vinnie Colaiuta, uno de los mejores bateristas de la historia, que inició su carrera reemplazando a Terry Bozzio en el grupo de Frank Zappa y luego ha trabajado con gente de la estatura de Chick Corea, Sting, Herbie Hancock, entre otros. Todos tienen tal kilometraje de sesiones de grabación que podríamos llenar páginas enteras, solo mencionándolas. 

En Far more (2019), Lari Basilio y su banda de sesionistas de lujo ofrecen, además de nueve composiciones originales de la brasileña -entre las que destacan la acompasada Not alone, la sincopada California waves y la arrebatadora Glimpse of light, con Joe Satriani como invitado-, un elegante cover de Man in the mirror, clásico de Michael Jackson, cantada por Siedah Garrett, coautora de este tema que apareció originalmente en el álbum Bad (1987). Para su última placa, Your love (2022), Greg Phillinganes es reemplazado por Ester Na, una joven tecladista y cellista austriaca -aquí las podemos ver juntas en el single Free-, y se mantiene la base rítmica de Colaiuta y Sklar, que en algunos temas es reemplazado por Sean Hurley, otro bajista de sesión que ha trabajado con artistas como Vertical Horizon, John Mayer, Idina Menzel, Lana del Rey, entre otros.

En su cuenta de Instagram, Lari Basilio tiene 279,000 seguidores y Karol G, casi 57 millones. Esto significa que por cada seguidor de la primera hay doscientos de la segunda. Presiento que la monstruosa diferencia a favor de la balbuceante reggaetonera colombiana sirve para explicar también ciertas decisiones electorales, tanto como a mí me sirvió, para aguantar la espantosa cobertura del proceso de votación, la música de esta extraordinaria instrumentista brasileña. 

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Guitarra eléctrica, Lari Basilio, Rock instrumental

A lo largo de su copiosa discografía, Frank Zappa dirigió muchas otras canciones a criticar, sin eufemismos ni poéticas digresiones, a los corruptos de cuello y corbata que usan el poder para enriquecerse. A pesar de que sus composiciones de tipo político son extremadamente localistas, varias de esas frases y razonamientos, realizados en contextos musicales que abarcan desde el rock hasta la música instrumental de vanguardia, pueden aplicarse a cualquier otra realidad incluyendo, por supuesto, la nuestra. Por ejemplo, al escuchar Dickie’s such an asshole (Roxy & Elsewhere, 1974), que dedicó originalmente a Richard Nixon y, una década después, a Ronald Reagan, pienso en prohombres nacionales como Alan García, Alberto Fujimori, Pedro Castillo o en alguno de los nombres que hoy pretenden llegar -o, como en muchos casos en todo el país, regresar- al sillón municipal, que gritan “¡no soy criminal!” cuando en las caras nomás se les nota.

Otra de esas canciones frontales que Zappa dedicó a los políticos de su país fue Hot-plate heaven at the Green Hotel (Does humor belong in music?, 1986), cuya letra va directo al corazón del sistema bipartidista estadounidense: “Los republicanos te tratan bien / si eres un multimillonario, / los demócratas son justos / si todo lo que tienes es lo que traes puesto, / ninguno de los dos vale realmente / porque a ninguno de los dos les importa / si hay calefacción en este hotel / porque nunca han estado allí”. O su clásico I’m the slime (Over-nite sensation, 1973), en que los disparos son para la telebasura: “Soy vulgar y pervertida, obsesiva y trastornada, / he existido por años pero nada ha cambiado, / soy la herramienta del gobierno para regularte… / Te hago pensar que soy deliciosa / con las cosas que digo, / soy lo mejor que puedes tener / ¿ya adivinaste quién soy? / soy la baba que sale a diario de tu televisor”. Que levante la mano quien no haya pensado en nuestra televisión de señal abierta, sus entrevistas políticas timoratas o sus programas de farándula ramplona.

Finalmente, dos joyas de la corona en el universo zappesco. The idiot bastard son (We’re only in it for the money, 1968), que habla de un personaje oscuro y tonto cuyo padre “es un nazi con un escaño en el Congreso y su madre, una prostituta de algún lugar de Los Angeles”. La compleja melodía de este tema cautivó tanto a Sting que le pidió permiso a Zappa, en 1988, para incluirla en su gira mundial (aquí podemos oír la versión del ex líder de The Police). Y Trouble every day (Freak out!, 1966), una crónica periodística en la que el autor nos habla de racismo, política, abusos policiales y más.

Pero, volviendo a Agency man. En la versión de 1993, sin cortes, aparece una estrofa más, de antología, dedicada a los políticos y sus campañas electoreras: “¡Vamos a California! / ¡Páganos antes de salir! / Conseguiremos a un nazi sonriente / y lo llevaremos marchando por el camino. / Contrata a un niño, besa a un niño, / invita a las damas el té, / y aquí tienes un par de discursos / que te pasaremos gratis”. Con esta canción, Frank Zappa nos muestra su absoluto desprecio por los políticos, sus financistas y asesores, por lo que se hace indispensable, para aquellas personas que sentimos lo mismo, conocer estas canciones que trascendían los límites del espectro rockero tradicional. En estos tiempos de Bad Bunnys y Chris Martins, que navegan entre la vulgaridad y la sofisticación como las dos caras de una misma moneda, la del escapismo individualista, envanecido y ostentoso, hace falta escuchar a artistas como Frank Zappa que, con inteligente rabia, no dejaban títere con cabeza en sus composiciones musicales. O entrevistas, como esta de 1990.

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En sus tres décadas casi no se han registrado actos de vandalismo, por lo que se le considera entre los eventos masivos más seguros. A pesar de que prácticas como el pogo (“mosh pit”), lanzarse desde el escenario para que la masa te sostenga (stage diving”), ser transportado por el público (“crowd surfing”) y la temible “wall of death” son potencialmente peligrosas, se han reportado pocos heridos y cuatro asistentes han fallecido durante el W:O:A. En comparación con los indicadores del Lollapalooza o las desastrosas ediciones de Woodstock en 1994 y 1999, eso es realmente un éxito. Asimismo, el festival promueve, durante sus tres o cuatro días, campañas de donación de sangre, análisis de médula espinal para colaborar con pacientes de leucemia y un permanente apoyo a la organización Stark Gegen Krebs (Fuerza contra el Cáncer).

La experiencia del W:O:A se parece más a la de un parque temático de diversiones que a un simple listado de artistas que tocan uno detrás de otro. Hay desfiles de personajes que van de lo medieval y gótico a lo fantasmagórico, un cruce entre El Señor de los Anillos, Comic-Con y Game Of Thrones que podría ser hasta caricaturesco. Pero lo central aquí es el sentido de comunidad y la multitudinaria camaradería. El público amante del hard-rock/heavy metal y sus ramificaciones posee, más que en cualquier otro género derivado del rock, ese espíritu de cuerpo sólido y leal, cerrado y a la vez amplio, donde lo único que se requiere es compartir el gusto por esta música que, en el común de las personas, suele producir gestos de desagrado, desaprobación y hasta asco. Si no te gusta el metal, Wacken Open Air no es para ti. Pero si eres un headbanger de corazón, no tiene pierde.

Por sus escenarios han pasado todos los más grandes exponentes de la multiforme familia de subgéneros que hoy existen, con una excepción casi impensable. Metallica, considerada por muchos expertos como la banda más importante de thrash metal -entre 1983 y 1988- y, posteriormente, la responsable de extender la aceptación de esta música entre públicos más convencionales, nunca ha tocado en el festival. Pero a juzgar por los carteles, no se les extraña mucho que digamos. Otros nombres como Manowar o Death tampoco han sido parte del Wacken en sus treinta años de historia.

En la última edición, realizada del 1 al 6 de agosto pasado, estuvieron leyendas del metal extremo como Venom -aquí los podemos ver tocando su clásico himno Black metal, de 1982-; Judas Priest, una de las principales bandas de la New Wave Of British Heavy Metal (NWOBHM); Michael Monroe, ex vocalista del recordado grupo finés Hanoi Rocks; los infernales alaridos de King Diamond al frente de Mercyful Fate, orgullo danés del heavy metal; y hasta Cirith Ungol, olvidada agrupación norteamericana pionera del hard-rock con temas fantasiosos (de hecho, el nombre del grupo es únicamente reconocible para los lectores de J. R. R. Tolkien). También estuvieron conjuntos históricos de distintos países, etapas y estilos del metal como Gwar y sus estrafalarios disfraces (EE.UU.), Rotting Christ (Grecia), Overkill (EE.UU.), Loudness (Japón), Pestilence (Holanda), Behemoth (Polonia), Amon Amarth y su imaginería vikinga (Suecia). En el canal Wacken TV, de YouTube, pueden verse resúmenes, conciertos y otros aspectos de la última edición del festival.

Los metaleros más jóvenes disfrutaron de bandas como los norteamericanos Slipknot, esos de los overoles y las máscaras; los holandeses Epica, con la operática voz de Simone Simons; los alemanes Powerwolf y sus atuendos de basados en licántropos, diablos, vampiros y demás monstruos; o el cuarteto femenino Crypta de Brasil, uno de los debutantes en el festival, con un sonido agresivo, heredero de Slayer o Death. También debutó este 2022 el trío alemán Kadavar, que hace un interesante revival de rock psicodélico combinado con la oscuridad de Black Sabbath.

Como vemos, ya sea que prefieras el hard-rock clásico -Deep Purple, Saxon-; el heavy metal -Iron Maiden, Accept-; o incluso propuestas más extremas como la de los noruegos Mayhem, pioneros de la escena nórdica de black metal, envueltos en más de un escándalo por sus letras satanistas y, en especial, por el trágico asesinato de su fundador y guitarrista Øystein “Euronymous” Aarseth, en 1993, perpetrado por su entonces compañero de grupo, Varg Vikernes; el Wacken Open Air Festival tiene metal para todos. Para la edición 2023 -cuyas entradas se agotaron en solo seis horas, un nuevo récord- ya se ha anunciado la presencia de Iron Maiden, Megadeth, Pentagram y Deicide. Todo parece indicar que la llamada Meca del Metal está más vigente que nunca.

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Por su parte, Historia de la cumbia peruana: De la música tropical a la chicha (Instituto de Estudios Peruanos, 2022) es, probablemente, el primer acercamiento que un investigador académico serio hace al proceso de gestación de la cumbia peruana. Si bien es cierto existe una bibliografía muy extensa de artículos, ensayículos y ensayos sobre estas temáticas, dispersos en publicaciones multiautorales, revistas de sociología o medios de comunicación -que el mismo autor se encarga de citar apropiadamente-, este libro de Jesús Cosamalón traza una línea evolutiva que, también en tres décadas, encuentra vasos comunicantes entre sí, con la salsa y hasta con el rock de sus respectivas épocas.

La meticulosidad del historiador para enlazar acontecimientos políticos y económicos con el desarrollo de los hábitos de consumo y gustos populares es muy ilustrativa, aun cuando por momentos se intuye cierta idealización respecto de la influencia, en términos sociales y de construcción de autoestima, de movimientos como los encabezados por las orquestas de Freddy Roland, Carlos Pickling, Rulli Rendo (años sesenta), Los Destellos, Los Pakines, Juaneco y su Combo (años setenta), Los Shapis, Chacalón y la Nueva Crema (años ochenta). Es cierto que estos y otros artistas mencionados en sus páginas tuvieron, en muchos casos, gran éxito masivo en el Perú -y algunos también lo lograron fuera- en cuanto a venta de discos y asistencia multitudinaria a conciertos. Pero, a la luz de lo que vino después del auge de la chicha -que Cosamalón ubica, correctamente, como resultado de un proceso previo y no como creación original de migrantes del campo a la ciudad- es evidente que ese éxito comercial no sirvió para construir una ética de trabajo, con productos de calidad que ofrezcan algo más que el escapismo vacío, de infértil irreverencia y desacato permanente al buen gusto que hoy vemos y oímos.

Los excesos de sublimación en ambas obras no constituyen, en modo alguno, una característica negativa. Por el contrario, esa visión romántica que es, a un tiempo, objetiva y realista pues proviene de datos concretos, vivencias, materiales publicados, hace atractivas a estas publicaciones pues pone ante ojos y oídos de los lectores, un pasado que merece ser reconocido como fundacional de aquellos fallidos intentos por construir una identidad musical nacional, en la que se integraron, en desorden, múltiples fuentes de información, con la finalidad de recuperar esos bríos y, por qué no, reiniciar esa búsqueda a contramano del sistema que busca homogeneizarlo todo.

Si al escuchar canciones como 1ero. de Noviembre, del segundo álbum de Héroe Inocente (El campeón de los campeones, 2005), La sociedad me enferma, del álbum debut; o cumbias como Don José (Los Ribereños, 1969), Viento (Grupo Celeste, 1975), Colegiala (Los Ilusionistas, 1977) o El aguajal (Los Shapis, 1981) -todas incluidas en un listado de QR al final del libro de Cosamalón, para escucharlas en YouTube- no se activa en tu cerebro esa nostalgia capaz de emocionarte con recuerdos entrañables de tu infancia, adolescencia o eterna juventud, significa que la modernidad y sus distracciones te han dejado vacío.

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En 1959, el disco Fuego del Ande presentó melodías conocidas del cancionero peruano. Así, sus versiones de La flor de la canela (vals), La pampa y la puna (huayno), La perla de La Chira (tondero) o A La Molina no voy más (landó), ratificaron su popularidad en el extranjero, pero en el Perú le generaron duras críticas. Ese álbum incluyó su emblemática rendición de Vírgenes del sol, composición de Jorge Bravo de Rueda. En agosto de 1960 Yma Súmac se convirtió en la primera artista latinoamericana en recibir una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Aun cuando Moisés Vivanco figura como compositor de todas las canciones, esto no es exacto. En la mayoría de casos, su participación es como arreglista, como en Monkeys (Monos), adaptación del festejo Congorito que pertenece al pianista Filomeno Ormeño; Zaña, recopilación de tonderos antiguos que realizó Alicia Maguiña; o Indian carnaval, basada en la conocida composición de Benigno Ballón Farfán, símbolo de Arequipa.

Luego de exitosas giras por Estados Unidos, Europa, Medio y Lejano Oriente y de acumular una extraordinaria fortuna, la carrera de Yma Súmac se vio interrumpida por dos situaciones: el advenimiento del rock y la subcultura psicodélica que desplazó los géneros que ella dominaba y una debacle personal devastadora, su divorcio de Moisés Vivanco tras quince años de matrimonio, en 1957. ¿La razón? El músico tenía una segunda relación y dos hijos, a espaldas de la diva. A pesar de eso, volvieron a casarse al año siguiente para mantener vivo el éxito comercial. Algunos problemas migratorios la obligaron a salir de Estados Unidos para reinventarse. Y lo logró en la Unión Soviética, bajo el auspicio del líder ruso Nikita Khrushchev, quien la hizo recorrer no solo el país sino toda Europa oriental.

Yma Súmac y Moisés Vivanco volvieron a divorciarse en 1965, esta vez de manera definitiva. Ella se dedicó a dar conciertos pero desapareció de los estudios de grabación hasta el lanzamiento de Miracles (London Records, 1972), una nueva colaboración con Les Baxter, aunque bastante alejada del enigmático sonido de sus primeros discos. Con el objetivo de reinsertarse en la escena musical, Yma Súmac se atrevió a hacer un disco de rock, que incluye una relectura en clave psicodélica de El cóndor pasa, basada en el arreglo hecho por el dúo Simon & Garfunkel de esta popular composición del huanuqueño Daniel Alomía Robles.

Pero si entre el público había un mediano consenso en cuanto a la calidad musical de Yma Súmac, en sectores intelectuales tuvo oposiciones extremadamente duras. Una de las más famosas fue la del novelista y antropólogo indigenista José María Arguedas, quien consideraba que su forma de hacer música andina “no era estilización sino deformación pura”. El musicólogo norteamericano Nicholas Limansky, en su libro titulado Yma Sumac: The art behind the legend (2008), desliza la teoría de que la cantante y todo lo que la rodeaba habría sido invención del departamento de marketing de Capitol Records.

Jorge Eduardo Eielson cuenta, en un artículo publicado en El Comercio en 1955, que, estando en un café de Positano, una pequeña villa al sur de Italia, el recordado poeta recibe a un amigo, quien le presenta al célebre compositor ruso Igor Stravinsky. Cuando Eielson le comenta que es peruano, el autor de El pájaro de fuego le contesta, visiblemente emocionado: “¿Usted es del Perú? ¡Cómo Yma Súmac!”, a lo que el limeño replicó, molesto: “¡Yma Súmac no es el Perú!”

Por su parte Marco Aurelio Denegri contó en una de sus misceláneas televisivas que la gran soprano española María Barrientos le lanzó a Yma Súmac una frase demoledora: “Ojalá usted nunca aprenda a cantar. Porque el día que aprenda a cantar, ese día habrá terminado su carrera”, en clara alusión a que sus malabares vocales no alcanzaban para considerarla una verdadera estrella del bel canto. El mismo Denegri, en su libro Esmórgasbord (2015) considera que Yma Súmac, al vivir tanto tiempo fuera del Perú, no podía ser vista como una connacional pues no sentía “lo nuestro en lo que canta”.

En los noventa, la subcultura de la música electrónica europea redescubrió a Yma Súmac, convirtiéndola en un icono de la comunidad LGTBI. Asimismo, los hermanos Ethan y Joel Cohen incluyeron la subyugante melodía High Andes! (Ataypura!) en la banda sonora de The Big Lebowski (1998), una de sus películas más conocidas. En paralelo, el tema Gopher, compuesto por Billy May para el álbum Mambo!, fue adoptado como sello personal por el conocido periodista televisivo político y farandulero Beto Ortiz. Actualmente, no hay peruano que no asocie esta canción al perfil del polémico personaje.

El año 2018, la soprano australiana Ali McGregor estrenó su espectáculo Yma Súmac: The Peruvian Songbird, en el que interpreta las mejores canciones de su repertorio. Ese mismo año, la historiadora Carmen McEvoy presentó, en el Instituto Cervantes de España, una investigación titulada Yma Súmac y Moisés Vivanco: Entre el mito y la historia, donde asegura que ambos “son la primera pareja de emprendedores peruanos e Yma Súmac la madre de las divas del huayno moderno como Dina Páucar y Sonia Morales”, algo en lo que no coincide Manuel Burga, también historiador, quien condecoró a la cantante en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, siendo rector de esa universidad: “Yma Súmac no cantaba huaynos sino que mostraba su fantástica voz. Para mí, su importancia es más similar a la de Daniel Alomía Robles, compositor de El cóndor pasa, porque también contribuyó al rescate de la llamada música inca, que se escuchaba en poblaciones rurales”.

Yma Súmac iba y venía del Perú para visitar a su familia. Pero recién en el 2006, el gobierno de Alejandro Toledo le otorgó la Orden del Sol por su trayectoria, un reconocimiento tardío pero merecido. Dos años después, la cantante falleció en Los Angeles, California, el 1 de noviembre del 2008. Tenía 86 años. Por el centenario de su nacimiento, se preparan diversos homenajes tanto en Cajamarca, su tierra natal, como en Los Angeles, ciudad donde vivió la mayor parte del tiempo. Entre las actividades figuran la construcción de un busto valorizado en 25,000 euros, a cargo del artista peruano Martín Espinoza Grajeda, radicado en Francia, que será develado en el famoso cementerio Hollywood Forever.

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Centenario de Yma Sumac, Mambo, Música peruana, Yma Súmac

De esta época, dos temas se convirtieron en los más representativos de todo su catálogo. Por un lado, José Antonio, cadencioso vals con fuga de tondero en que describe, con preciso lenguaje técnico, una de las tradiciones peruanas más admiradas en el mundo, los caballos de paso, usando como pretexto la figura uno de sus criadores. Y, por el otro, La flor de la canela, vals en el que rinde tributo a Victoria Angulo, una señora negra que se iba caminando hasta su casa en el Rímac, considerada uno de los tres himnos populares modernos del Perú (los otros dos son El cóndor pasa, de Daniel Alomía Robles; y Contigo Perú, de Augusto Polo Campos). En medio de eso, salió su Misa Criolla (1969), rescatada décadas después.

Entre 1963 y 1975 compuso un ciclo de canciones dedicadas a Javier Heraud. El idealismo del joven poeta, asesinado por su militancia política, le inspiró temas como En la margen opuesta (1973), El fusil del poeta es una rosa, Un cuento silencioso y Las flores buenas de Javier (1974) que actualmente, nadie conoce en nuestro país. En el año 2015, el músico cubano Vicente Feliú, uno de los fundadores de la Nueva Trova, se unió a la peruana Myriam Quiñones, del grupo Silvio a la Carta, para grabar estas canciones en un disco llamado, precisamente, Las flores buenas de Javier, en los prestigiosos estudios Ojalá, de Silvio Rodríguez.

Este involucramiento social la llevó a componer Paso de vencedores, dedicada al gobierno revolucionario del general Juan Velasco Alvarado, publicada en 1974. El mismo lirismo que aplicó para describir a la Lima colonial desaparecida, lo usó para confesar la primera impresión que le causó aquel gobierno militar. Luego se respondió a sí misma en El surco (1977), un landó en que parece arrepentirse de haber apoyado, con su arte, el incomprendido proyecto velasquista. También en esos años estrenó dos canciones sobre Violeta Parra, quien se suicidó en 1967, poco antes de cumplir cincuenta años. La primera de ellas, (No lloraba…) Sonreía es un vals que suena a balada, gracias a los arreglos de bajo, órgano y vibráfono que embellecen esta sutil selección de dulces palabras dirigida a la recordada folclorista chilena.

Para entonces ya era conocida su rivalidad con Alicia Maguiña quien, dieciocho años menor, había irrumpido como una llamarada de creatividad y carácter en la escena criolla. Maguiña, en respuesta a unas críticas que había hecho Chabuca sobre su forma de componer las marineras, lanzó una titulada Dale, toma (1961), que en una de sus llamadas dice: “Crees que sabes mucho y me causas risa / pareces una beata cantando en misa”. Lo curioso es que esa misma beata sacudió el cotarro criollo con Cardo o ceniza, la segunda canción dedicada a la autora de Gracias a la vida, en que exhibe una arrebatada y conflictiva sensualidad, pero con su acostumbrada elegancia.

En todos esos álbumes, hasta 1977, Chabuca estuvo acompañada por el guitarrista peruano radicado en Argentina, Lucho Gonzáles, quien la introdujo al jazz, el bossa nova y la zamba. Ese año grabó, para el sello Microfon de ese país, un disco llamado simplemente Chabuca, con valses, festejos, tangos y zambas. Luego, entre 1978 y 1981, exploró aun más los ritmos negros gracias a su colaboración con los guitarristas Félix Casaverde y Álvaro Lagos -a quien vemos en estas imágenes– y los percusionistas Carlos “Caitro” Soto y Eusebio “Pititi” Sirio. En esos años promovió las carreras de Susana Baca y Eva Ayllón, las dos cantantes afroperuanas más reconocidas internacionalmente. De esta época son Canterurías -dedicada a la escultora mexicana Ángela Gurría, hoy nonagenaria-, Una larga noche (zamacueca) y Un río de vino, en recuerdo de otro artista peruano y suicida, el poeta Juan Gonzalo Rose. Sus últimos álbumes, Tarimba negra (1978) y Cada canción con su razón (1981), contiene nuevas versiones de varios de sus clásicos junto a festejos, valses y landós nuevos como El arrullo, Landó y La torre de marfil.

Varios artistas nacionales e internacionales han grabado sus canciones. Por ejemplo, en 1983, el cantautor chileno Fernando Ubiergo lanzó el LP A Chabuca. Ese mismo título fue usado por las productoras Susana Roca Rey y Mabela Martínez para un CD, editado el 2016, que reúne interpretaciones de una verdadera selección de estrellas de la música latinoamericana como Rubén Blades, Joaquín Sabina, Juan Carlos Baglietto, Ana Belén, entre otros. Escuchar la versión de Fina estampa en la voz multiforme de Caetano Veloso (1994), con los sofisticados arreglos del cellista Jacques Morelenbaum; María Landó en las voces de Susana Baca (2001) o Pedro Aznar (1998); o las diversas relecturas de La flor de la canela, supone una exposición a públicos mucho más grandes que los de las peñas y/o reuniones familiares en las que se cultiva, normalmente, nuestro folklore costeño.

Chabuca, que inició su carrera cantando rancheras y boleros en un dúo llamado Luz y sombra, con su amiga Pilar Mujica, estuvo rodeada de luces y sombras durante toda su trayectoria. En sus últimos años, en que pasaba de conciertos multitudinarios en Bogotá a presentaciones en Lima ante menos de un centenar de amigos, la cantautora se paseó por escenarios y canales de televisión de Hispanoamérica, recitando sus melódicas poesías para asombro de expertos comentaristas y colegas como Mercedes Sosa, quien decía de su música que era “una maravilla”. La obra musical de Chabuca Granda fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación en el 2017 y, dos años después, el gobierno le concedió el título póstumo de la Orden El Sol del Perú. En 1983 falleció en Miami, tras una operación a corazón abierto. Tenía 62 años.

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La zarzuela se caracteriza por ser una música alegre, pomposa y romántica, con historias que, combinando drama y humor, giran siempre en torno a personajes idealistas y sus contrapartes, configurando una dinámica que las convierte en antecedentes de la novela de televisión. En Luisa Fernanda (1932), por ejemplo, la protagonista se debate entre un amor joven y apasionado pero traicionero y uno sincero y maduro pero apagado. Esta composición -música de Federico Moreno Torroba, textos de Federico Romero Sarachaga y Guillermo Fernández-Shaw- es, de lejos, la favorita de los conocedores y ha sido grabada por todos los grandes sopranos y tenores españoles. Aquí podemos ver a Plácido Domingo, en una renovada versión de esta popular historia de amor, filmada en el año 2007.

Uno de sus aspectos fundamentales es el costumbrismo, recreando pasajes y tradiciones españolas de la época decimonónica, expresadas en vestimentas, locaciones y, especialmente, en el idioma. Es fácil relacionar el lenguaje de los personajes de zarzuela con autores del Siglo de Oro español como Lope de Vega, Calderón de la Barca o Francisco de Quevedo, incluso con la obra de Miguel de Cervantes Saavedra o con el Don Juan Tenorio de José Zorrilla, con pleonasmos y juegos de palabras indescifrables para los fanáticos de Karol G, Daddy Yankee o Bad Bunny. El doble sentido, por supuesto, también es parte de los escarceos románticos de ciertas zarzuelas como, por ejemplo, La corte del Faraón (1910, música de Vicente Lleó, textos de Guillermo Perrín y Miguel de Palacios), una hilarante historia ambientada en el Egipto antiguo, con inesperados personajes y desenlaces que escandalizaron a más de uno por sus insinuaciones (no tan) moderadas sobre temas prohibidos en su momento.

La profunda diversidad e intención de sus melodías y bailes, que intercalan elementos sinfónicos -violines, metales, percusiones- con sonidos folklóricos -guitarras, panderetas, castañuelas- y estilos populares de la España tradicionalista como el pasodoble, la jota, el chotis y otros de raigambre europea como el vals, la polka o la mazurca, es otra de sus características notables. Las escenas, denominadas romanzas -equivalente a las arias de las óperas- tienen un amplio registro de emociones que van desde el romance intenso –Flor roja, de Los Gavilanes (1923, música de Jacinto Guerrero, textos de José Ramos Martín); Cállate, corazón (de la mencionada Luisa Fernanda)-; al humor dislocado y vertiginoso –la entrada de Lamparilla, personaje principal de El barberillo de Lavapiés (1874, música de Francisco Asenjo Barbieri, textos de Luis Mariano de Larra); A la consulta se puede entrar de La del soto del parral (1927, música de Reveriano Soutullo y Juan Vert, textos de Luis Fernández de Sevilla)-; o el dramatismo puro –De este apacible rincón de Madrid (Luisa Fernanda), Mi aldea (Los Gavilanes); No puede ser de La tabernera del puerto (1936, música de Pablo Sorozábal, textos de Federico Romero Sarachaga y Guillermo Fernández-Shaw-; y revelan estados de ánimo exultantes y, a la vez, cortesanos, que emocionan por su creatividad, intensidad, zalamería e ingenio.

Chispazos de zarzuela se permearon también a la cultura pop, incorporándose a nuestras memorias musicales. Por ejemplo, cómo olvidar aquel capítulo de El Chavo del Ocho en que Doña Florinda y el Profesor Jirafales interpretan la romanza Caballero del alto plumero, de Luisa Fernanda. O el pasodoble El Gato Montés, asociado por siempre a la despreciable tauromaquia, parte de la obra del mismo nombre, compuesta en 1917 por Manuel Penella Moreno, en la que el protagonista es, precisamente, un torero. O la misteriosa balada Amor de hombre, éxito de 1982 del sexteto vocal Mocedades que, con arreglos de Juan Carlos Calderón y letra de Luis Gómez Escolar, usa el intermedio de La leyenda del beso (1924, música de Reveriano Soutullo y Juan Vert).

Otro aspecto del universo zarzuelero es que, casi siempre, las obras son escritas en equipo, como hemos visto en los ejemplos mencionados y otros como El cantar del arriero (1930), por Fernando Díaz Giles (música) y Serafín Adame/Adolfo Torrado (libreto); o La Gran Vía (1886), por Federico Chueca (música) y Joaquín Valverde/Felipe Pérez y González (libreto). Esta particularidad fue explotada de forma genial por Les Luthiers. Cuando presentaron su parodia Las Majas del Bergantín (Zarzuela Náutica) (1986), se la atribuyeron a los imaginarios Ramón Véliz García y Casal (música) y Ataúlfo Vega y Favret/Rafael Gómez y Sampayo (libreto). En realidad, los compositores fueron Ernesto Acher y Carlos Núñez Cortés, integrantes del célebre conjunto argentino de humorismo musical.

En el Perú, como en otros países de América Latina, la zarzuela tuvo enorme popularidad en los años sesenta y setenta, con la visita de compañías internacionales que se presentaban, con mucho éxito, en los principales teatros de la capital -Segura, Municipal-. Una de esas compañías trajo a un barítono español, llamado Juan Antonio Dompablo quien se quedó en nuestro país desde 1968 y se casó con una deportista local, Marita Saettone, campeona de natación. Su hijo Juan Antonio, conocido tenor peruano, también cantó zarzuelas desde muy joven, aunque ahora apunta a un público más abierto y comercial con espectáculos diseñados por la conductora Mabela Martínez.

Esa popularidad se mantuvo hasta los años ochenta y noventa, con la aparición de compañías de pequeño formato y gran corazón, como La Peña de Alfredo Matos de Barranco o los elencos del pianista Armando Mazzini, el cantante Genaro Chumpitazi o la gestora cultural Dora Alegre, que organizaban las llamadas “antologías”, selección de romanzas de diversas zarzuelas. En aquellos grupos alternaron, junto a jóvenes aficionados, profesionales como, por ejemplo, el tenor uruguayo Eugenio Trouiller, especialista en segmentos cómicos, afincado en Lima desde 1971; o el mencionado Juan Antonio Dompablo, entre otros. Lamentablemente, hoy las antologías de zarzuela han desaparecido de las carteleras grandes y son placer de minúsculas minorías que pueden verlas, esporádicamente, en las actuaciones que organiza el Grupo de Zarzuela del Club de Regatas Lima, activo desde el año 2002.

A pesar de la decadencia artística que padecemos, que convierte a un género teatral tan entretenido y musicalmente rico en casi un espejismo, aun se mantienen entre los amantes de la zarzuela, jóvenes eternos de corazones sensibles y enamoradizos esos vasos comunicantes con aquel mundo desaparecido y, de vez en cuando, podemos escuchar ecos de canciones grupales como La marcha de la amistad o La mazurca de las sombrillas que, antaño, solían ser coreadas por los públicos en teatros llenos, una comunión de intereses y aplausos en sana convivencia, por lo menos mientras duraba la función.

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Luego de aquella tríada -Thin Lizzy (1971), Shades of a blue orphanage (1972) y Vagabonds of the western world (1973, con la icónica ilustración de carátula de Jim Fitzpatrick, conocido internacionalmente por este poster de 1968)- llegó la primera gran transformación. Eric Bell salió y fue reemplazado por dos guitarristas, el norteamericano Scott Gorham y el escocés Brian “Robbo” Robertson, iniciándose el verdadero ascenso de Thin Lizzy como potencia del hard-rock setentero. Aunque el primer álbum de esta nueva conformación -Nightlife (1974)-, está cargado de influencias del blues, funk y algo de jazz, en temas como Showdown o el instrumental Banshee, ya se comenzaron a sentir los ataques de guitarras gemelas que se convirtieron en su marca registrada. La química existente entre Gorham -de estilo fluido, con bases blueseras- y Robertson -más clásico y agresivo- permitió a Lynott expandirse, como compositor y líder. El cuarteto grabó, en total, cinco álbumes en estudio y el mencionado concierto Live and dangerous. Clásicos como Rosalie -original de Bob Seger-, Don’t believe a word, Emerald, Dancing in the moonlight (It’s caught me in its spotlight) y, especialmente, The boys are back in town, impactaron a la comunidad rockera por su fuerza y expresividad. El tema, parte del sexto álbum Jailbreak (1976), es la que mejor representa, hasta hoy, el sonido clásico de Thin Lizzy, con esas emocionantes armonías a dos guitarras.

Pero como nada puede ser perfecto, las cosas comenzaron a descontrolarse al interior de Thin Lizzy. Aun cuando eran muy unidos, el carácter irascible de Brian Robertson ocasionó más de un desencuentro artístico y personal con sus compañeros, en especial con Lynott. Para cuando llegó el momento de iniciar la gira promocional del LP Jailbreak, Robertson se vio obligado a retirarse tras un incidente violento en un bar, una descomunal gresca que le dejó graves heridas en la mano. Con “Robbo” inhabilitado para tocar, por su recuperación, Phil Lynott buscó a un viejo amigo y colaborador suyo para reemplazarlo, el virtuoso guitarrista irlandés Gary Moore -quien ya había alternado con ellos en 1974 y conocía a Phil desde las épocas de Skid Row- para esos conciertos. Posteriormente, Robertson regresaría pero solo para grabar tres canciones –entre ellas, esta– del Bad reputation (1977), el último disco del cuarteto. Luego se unió por una breve temporada a Motörhead (1982-1983).

Moore, un músico de larga trayectoria que iba del blues al hard-rock y al rock progresivo con total facilidad -escúchenlo aquí con su clásico tema Still got the blues for you (1990) o como miembro de Colosseum II, en medio del auge del prog-rock al estilo Canterbury Scene-, ingresó formalmente a Thin Lizzy en 1978 y se quedó un año, grabando con ellos The Black Rose: A rock legend, uno de sus discos más celebrados. A pesar de ello, Moore -quien registró la balada blues Parisienne walkways a dúo con Lynott en 1979- decidió seguir su camino en solitario al ver cómo se incrementaban las adicciones de sus colegas. Su lugar fue ocupado por Snowy White, un guitarrista británico de alto perfil, que se quedó hasta 1982 -a este periodo pertenecen los álbumes Chinatown (1980) y Renegade (1981)- intercalando su trabajo en Thin Lizzy con su ingreso a Pink Floyd, como músico de apoyo en la gira The Wall (1980-1981). Para la última etapa de Thin Lizzy, Lynott, Downey y Gorham contrataron al inglés John Sykes, quien años más tarde se haría mundialmente famoso como miembro de Whitesnake y luego, a fines de los noventa, al frente de su propia banda, Blue Murder.

Phil Lynott falleció apenas a los 36 años, debido a múltiples complicaciones por su masiva adicción a la heroína y el alcohol, los primeros días de enero de 1986. Desde entonces su figura creció entre los amantes del hard-rock y el legado de Thin Lizzy se ha mantenido vigente a través de las décadas siguientes. En 1991, el recopilatorio Dedication: The Very Best of Thin Lizzy incluyó un tema inédito, Dedication, una composición del guitarrista Laurence Archer rescatado de unas cintas perdidas de 1984-1985 de una banda alterna de Lynott, llamada Grand Slam. Scott Gorham, John Sykes, Brian Downey y Darren Wharton -tecladista de la banda desde 1980- se reunieron en 1996 y, con diferentes acompañantes, se presentaron como Thin Lizzy de manera irregular hasta el 2009. Luego de ello, Gorham continuó al frente con elencos cambiantes de músicos hasta llegar al 2019, en que lo acompañan Scott Travis (baterista de Judas Priest), Troy Sanders (bajista de Mastodon) y los guitarristas y cantantes Damon Johnson y Ricky Warwick. Aunque no han grabado material nuevo bajo el nombre Thin Lizzy, mantienen vivas las canciones y el espíritu de Phil Lynott, en conciertos y festivales de EE.UU. y Europa.

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Los primeros años ochenta fueron igual de prolíficos, con canciones como Make a move on me, Landslide y Physical, tema-título de su LP de 1981. En el video de Landslide aparece con un actor diez años menor que ella, Matt Lattanzi, quien se convertiría en su esposo -de 1984 a 1995- y padre de su única hija, Chloe, hoy de 36 años, con quien grabó en el 2021 su último single, Window in the wall. En 1982, Olivia ingresó nuevamente a los rankings con los temas Heart attack y Tied up, incluidos en una recopilación titulada Olivia’s Greatest Hits Vol. 2 (el primer volumen había salido en 1977). Luego vino un reencuentro con John Travolta, en el film Two of a kind (1983). Aunque en las salas de cine los resultados no fueron muy buenos, la banda sonora incluyó un nuevo éxito para la cantante, Twist of fate.

Para la segunda mitad de esa década, la presencia musical de Olivia Newton-John tuvo un declive, con álbumes espaciados y éxitos menores como Soul kiss (1985) y The rumour (1988), una canción que compusieron para ella Elton John y Bernie Taupin, e incluso el famoso rockero toca el piano y hace coros en el tema, que sonó mucho en las radios limeñas aquel año. Un año después, en 1989, grabó un álbum de tiernas canciones de cuna, Warm and tender, que dedicó a su hija, entonces de tres años, en el que destacan When you wish upon a star, melodía central del clásico film animado de los estudios Disney, Pinocchio (1940); y Over the rainbow, de otra joya del cine, The wizard of Oz (1939). Lamentablemente, para 1992 la cantante y actriz, entonces de 44 años, recibió una mala noticia al ser diagnosticada con cáncer de mama, enfermedad que combatió tenazmente a través del tiempo en dos y hasta tres reactivaciones. La más reciente fue la que ocasionó su fallecimiento, a los 73, el pasado lunes 8 de agosto, en su residencia de California.

Lejos de amilanarse, Olivia Newton-John encaró la adversidad con entereza. Y mucha música. Tras el lanzamiento de la comprimida recopilación Back to basics: The Essential Collection 1971-1992, ella se concentró en sus tratamientos y recaudar fondos para luchar contra este tipo de cáncer. En Back with a heart (1998) regresó a sus raíces de country-pop, con temas como Precious love y Back with a heart. Mientras tanto, apuntaló su batalla personal con tres álbumes de temáticas inspiracionales, Gaia: One woman’s journey (1994), Stronger than before (2005) y Grace and gratitude (2006). Paralelamente realizó dos discos de duetos –(2) de 2002 y A celebration in song del 2008- con artistas como Keith Urban, Richard Marx, Michael McDonald, Barry Gibb, entre otros. En el 2004 reapareció con Indigo: Women of song, una selección de clásicos del pop como How insensitive (A. C. Jobim), Lovin’ you (Minnie Ripperon) o Rainy days and Mondays (Carpenters) y, en el medio, varios álbumes navideños -auspiciados por Hallmark, Walgreens y Target-, uno de los cuales grabó con su amigo de siempre, John Travolta.

Las ventas de todos estos discos se destinaron a The Olivia Newton-John Cancer and Wellness Center, fundación que inició en el 2008. Organizó una caminata de 228 kilómetros por la Gran Muralla China, con varias celebridades. Y, en el 2014, fue una de las diez participantes del I Touch Myself Project, un álbum en el que diez cantantes australianas interpretan la conocida canción de 1990 I touch myself, de sus connacionales Divinyls, cuya vocalista Chriss Amphlett falleció, un año antes, también de cáncer de mama. El tema, una oda al onanismo femenino, se convirtió en un himno para el autoexamen, una de las primeras recomendaciones que hacen los oncólogos para detectar este mal.

Olivia, la superestrella del country y el pop mundial, llegó por primera vez al Perú en el año 2007, de vacaciones. En ese viaje al Cusco conoció a John Easterling, con quien se casó en una ceremonia especial y muy íntima en la Ciudad Imperial, al año siguiente, por lo que su vínculo con nuestro país se hizo muy sólido. El 2016 regresó, esta vez para ofrecer un concierto en el teatro María Angola de Miraflores. En esta época de exhibicionistas como las reggaetoneras o farsantes como Dua Lipa que, en pleno concierto, se cae estrepitosamente mientras su voz sigue sonando en los parlantes, el trabajo de Olivia Newton-John será recordado por su talento, elegancia y valentía, cualidades que se echarán de menos tras su partida.

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