Una de las víctimas de la pandemia ha sido la capacidad de concentración. Obviamente debe haber excepciones, pero escucho a las personas quejándose de los libros —también revistas o textos bastante cortos— a medio leer. Como todo en el reino del COVID, se trata de la agudización de tendencias que ya venían definiéndose desde hace, más o menos, 15 años.
Entre el inicio de ese lapso y hoy los humanos pasamos de ser capaces de procesar sostenidamente información durante algo más de dos minutos a menos —47 segundos— de uno. Estamos hablando de cualquier actividad, desde aquellas ligadas al trabajo hasta las relacionadas con el ocio o tareas caseras.
¿Está fallando nuestra atención?
En realidad, no, al contrario. Nuestro cerebro está haciendo su trabajo, que es escanear el entorno y tomar decisiones intensamente, responder con fuerza a estímulos ligados a su seguridad, que desde hace dos años abundan. Si, además, tomamos en cuenta que nos bombardean desde todos lados con información cambiante sobre lo que es relevante, la cosa se complica.
En otras palabras, la multiciplidad de canales a través de los cuales llegan los datos y la cantidad de los mismos ponen en jaque a nuestra mente, que se vuelve saltarina. Lo que ocurre es que vivimos haciendo zapping sin quedarnos en ningún canal, sintiendo que la información crucial, la receta esperada, pueden estar justamente donde no nos encontramos en un momento dado. No podemos focalizar.
Y a lo dicho en el párrafo anterior, hay que añadir el estrés, uno de los principales obstáculos para la focalización. Los escenarios que imaginamos —no precisamente agradables— y los pensamientos que rumiamos ligados a ellos, congestionan la memoria de corto plazo, la que requerimos para realizar tareas concretas, como sostener una reunión virtual, ordenar un ropero o componer el texto de un correo electrónico. Ese espacio de memoria es visitado constantemente por la polarización del debate político, la cancelación de servicios y actividades, el nombre de los últimos contagiados, entre otras novedades.
Y no es solamente la cantidad de información, sino también el inagotable número de participantes en el escenario de nuestra mente, que se cuelan a través de nuestros electrónicos. Podemos toparnos con ellos de manera casual —en realidad muchas veces gracias a los algoritmos que nos enganchan en las redes sociales— o como parte de todos los grupos a los que decidimos pertenecer.
¿Podemos hacer algo?
La floreciente industria de aplicaciones relacionadas con la salud mental —se estima en billones de dólares— está ahí para ayudar. Es luchar contra la principal fuente de nuestras dificultades para focalizar usando… el celular. Quizá algunas valen la pena.
Pero lo que funciona es parar unos minutos y dejar que nuestra mente se concentre en aquello que la encarna, el cuerpo, y cada vez que aparecen ideas, sentimientos, proyecciones, lo que fuere, regresar a él. Al principio es difícil, no puede no serlo, pero persistir tercamente, solo un breve lapso cada día —no se trata de iniciar una carrera de monje tibetano— termina por mejorar la capacidad de focalizar.