[LA TANA ZURDA] Es lamentable que con la excusa de defender los derechos de las mujeres, algunas poetas hayan incurrido en la práctica constante de maletear a todos aquellos que no les revienten cohetes, particularmente a aquellos varones que desarrollan su labor de manera ajena a las agendas de turno, supuestamente «PC» (o «políticamente correctas»), que esas mismas poetas asumen como bandera personal.
En su arrollamiento, las aedas deslitiadas salpican también sus ataques contra otras autoras que tuvieron «la suerte» de desplegar su talento independientemente y ser reconocidas por esos mismos y otros varones. Por añadidura, este juego de celos y envidias también incluye ninguneos hacia aquellas mujeres que tuvieron el valor de decir las cosas claramente en su momento. Es lo que hicieron conmigo algunas saltarinas cuando me atreví a criticar un poema racista de su «ídola» Blanca Varela hace un par de años. O sea, terminan siendo más machistas que los propios machistas.
La cacareada (y en el fondo selectiva) «sororidad» que reclaman y anteponen como escudo de superioridad moral ante el patriarcalismo (que desgraciadamente aún existe) las lleva al extremo de querer «cancelar» a todo aquel que no les pasa ni una esquinita del trapo promocional. De este modo, los acusan alegremente de «machirulos» y de ahí rajan, machetean, inventan cuentas de Facebook y se ocultan bajo pseudónimos para destilar su bilis y manchar honras y reputaciones, intentando como sea confundir al público. Lo que es peor: acusan de «criminales», «mafiosos» y «delincuentes» a sus imaginados enemigos. Antes solo los terruqueaban, pero ahora, cuando ya la gente y la policía misma se dan cuenta de esos infundios políticos, pasan directamente a la diatriba a destajo y encima creen que son graciosas.
El concepto de «sororidad» en español se puso de moda hace unos años a partir del inglés «sorority», que proviene de la práctica existente en muchas universidades norteamericanas de agrupar a las mujeres en casas donde pueden compartir intimidades y crear amistades sin la incómoda presencia de los varones. Sin embargo, con el tiempo, las sororidades (así como las «fraternidades» masculinas) se han vuelto un desmadre y son sinónimo de borracheras y escándalos sociales.
En columnas anteriores me he referido al fenómeno de la «sororidad» peruana, creciente en los últimos años, y su tendencia a convertirse en vehículo de autopromoción y visibilización literaria. Desgraciadamente, en algunos casos empaña las luchas feministas y les quita valiosa credibilidad. Esto se hace más claro cuando se hacen de la vista gorda ante conocidos «poetos» acosadores y acusados de violación porque esos mismos las invitan a sus ferias y festivales, las publican en sus revistas o las favorecen con comentarios gargantuescos como si fueran Ajmátovas redivivas.
Lo triste es que todos nos vamos haciendo cada vez más viejos y el valor de las obras literarias se corroe hasta quedar ese óxido fangoso como su único recuerdo.
Hasta aquí no he nombrado a nadie ni pienso hacerlo, para no darles gusto, pues es obvio que lo que buscan son los reflectores a como dé lugar. Pero estoy segura de que muchos saben quiénes son. Qué penoso es pasar a la historia literaria del país (si es que pasan) no como «sororas», sino como «zorroras», hambrientas de reconocimiento mientras clavan sus dientecillos en los fantasmas que ellas mismas se inventan.