wokismo

[El Corazón de las Tinieblas] Soy un hombre del siglo XX, adaptado al siglo XXI a regañadientes. Crecí con los debates de la Asamblea Constituyente del 78, con el rock de los ochenta, deslumbrado por Freddie Mercury y su Bohemian Rhapsody; y henchido de nacionalismo al entonar el criollísimo Contigo Perú, interpretado por el zambo Arturo Cavero y, cada tanto, potenciado por la aguardientosa voz de Oscar Avilés y su peruanísimo pulsar de la guitarra. 

Todo parecía emoción entonces. Entre el caos absoluto, la migración masiva, la imparable inflación y sangrientos atentados terroristas, había cierta coherencia que nos hacía creer que formábamos parte, que construíamos algo, así fuesen castillos en el aire, no importaba. 

Y vaya que nos opusimos a Mario Vargas Llosa en 1990. El mundo de las ideologías del corto siglo XX, como se dio a llamarlo Eric Hobsbawm, había concluido súbitamente tras el derrumbe a combazos de un histórico muro pero era muy pronto para que nos diéramos cuenta. 

Por eso creímos que la utopía socialista debía enfrentar de nuevo la amenaza neoliberal, pero había más que eso. Mario se equivocó de país, o, en todo caso, se equivocaron sus asesores de campaña. En realidad, nos equivocamos todos y el error lo pagamos todos. 

Una parte del Perú, aproximadamente el 25%, ya se había desgajado de nuestro Perú político, el de la Constituyente del 78 y la frágil democracia de los años ochenta. Nadie vio que había un país informal por fuera de los marcos ideológicos imperantes, pero lo había y llevó a Alberto Fujimori a la segunda vuelta, contra un Fredemo de Vargas Llosa que obtuvo muchísimo menos de lo esperado.

En la izquierda y el APRA descorcharon eufóricos las botellas de champán. Sus votaciones sumadas a la de Fujimori aseguraban sobradamente la derrota del consagrado literato la segunda vuelta y con él, la del programa neoliberal. Pero aquí también había más, había el gustito de verlo, y verlos – a los pitucos del Perú- derrotados, humillados, y así sucedió, efectivamente. 

De esos días han pasado 37 años. Los historiadores somos generales después de la batalla y bastante antipáticos. Debimos votar a Vargas Llosa en 1990. Hubiésemos tenido una política económica bastante similar a la de Fujimori -que aunque rechine parte de la izquierda, era la que el Perú requería y a gritos- pero la hubiésemos tenido en democracia y de eso la mayor garantía no era otra más que nuestro propio nobel de literatura. Ciudadano moderno, demócrata a carta cabal, de los pocos que se creían el sueño de fundar aquí una república que funcione a base de sus instituciones, pulcras, al servicio del bien común. En suma, lo contrario al fango en el que nos hundimos hace treinta años sin saber hasta hoy si la ciénaga tiene fondo.  

Mario ha muerto, antes de irse obtuvo, para todos nosotros, el nobel de literatura, y un asiento de privilegio en la Academia de las Letras de Francia. Mario es nuestro peruano universal, por encima de Garcilaso, Arguedas y Mariátegui. Por nadie nos conocerán en el mundo más que por Mario Vargas Llosa. 

Pero el siglo XXI, ese que vivo a regañadientes, tiene malas costumbres, o costumbres a las que no me acostumbro y la redundancia es toda mía. Las redes sociales marcan el cambio, la cancelación trastoca los valores. 

Antes al muerto se le respetaba, había un silencio, una constricción ante la muerte. Así como el presidente tiene un periodo de gracia, el finado también gozaba de él. Si acaso había algo que señalar algo crítico, se informaba como antes se leían los titulares de los noticieros al caer la noche, discretamente, sin pestañear, sin entonación: a fulano también se le recuerda por una controversial participación en ….

Pero estamos en tiempos de ajusticiamiento popular, de disección pública, de turba punitiva y entonces la emprenden contra Mario porque apoyó a Keiko Fujimori contra Pedro Castillo en 2021. Yo jamás hubiese realizado dicho llamamiento pero ¿realmente se justifica el escrache, el linchamiento? ¿acaso una opción no era igual de apocalíptica que la otra? ¿de verdad pensábamos que un proyecto marxista-leninista era la solución para todos los males del país? ¿o se le apoyó a Castillo porque se pensó que lo que se tenía enfrente era aún peor?

¿Esto es lo que juzgan los impolutos autoproclamados? ¿los que subieron al “pedestal de la verdad” perpetrando un golpe de Estado en contra de la libertad? ¿los robespierres y robespierras de la moral pública? 

La última novela de Mario Vargas Llosa se tituló Le Dedico Mi Silencio. La crítica no le hizo mucho caso y es una pena. Pocos han penetrado con tanto sentimiento y profundidad una cultura que la quieres o ignoras, si acaso no la rechazas con posturas análogamente estúpidas y moralizantes.

A la cultura criolla hay que quererla. Su guitarra, sus acordes y disonancias, sus punteos y sus trinos te hacen llorar o te resultarán básicamente indiferentes. Vargas Llosa se situó entre los primeros. Pero hay algo más, otra vez: el título, Le Dedico Mi Silencio. Lalo Molfino, protagonista de la novela, es un virtuoso guitarrista criollo, el mejor de todos, a tal punto que cuando pulsa la guitarra genera un silencio admirado, absorto e ilimitado. 

Al concluir una de sus presentaciones, antes de retirarse, le musita al oído a una dama embelesada por su música: “le dedico mi silencio”, ese que solo su interpretación de la guitarra podía suscitar, ese mismo que nos envolvió cuando leímos una novela de Mario sentados en el sofá de la sala, solos él y cada uno de nosotros, silencio que representa el mejor homenaje que podríamos brindarle en los días afligidos de su partida.

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5 de abril, Alberto Fujimori, Le dedico mi silencio, Mario Vargas Llosa, Neoliberalismo, wokismo

Tal vez deberíamos preguntarnos si alguna vez existió, más allá del ágora ateniense. La democracia de los tiempos modernos, la representativa, puede entenderse también como un reemplazo soterrado del monarca absoluto, el Estado ya no soy yo, ahora somos nosotros, pero ese “nosotros” gobierna, casi omnipotente, a todos los demás.

Luego, allí donde rige el Estado de derecho, el sufragio no nos convierte en democracia, ni en el gobierno del pueblo en sentido estricto. Después están los mediadores, primero los sindicatos, después los partidos políticos, luego los organismos no gubernamentales y las asociaciones de la sociedad civil, entre otros, pero el problema que se plantea sigue siendo el mismo.

En tiempos de los grandes partidos, o en las realidades donde todavía existen, lo que sí rige es el Contrato Social: la delegación del poder del pueblo a sus representantes y sin mandato imperativo. Demócratas y republicanos, convencidos de apostar por una forma de vida y organización social en la que creen, votan a sus candidatos y se sienten mediadamente bien representados. Por ello, tienen la percepción de participar de lo que sucede.

Retrocedamos al mundo de “Entre Guerras”, la democracia era más democracia porque la flanqueaban dos totalitarismos, el comunista y el fascista, de dictadura de partido único. Mal que bien, y aunque se cumplan mucho, poco o regular, los derechos fundamentales de las cartas magnas democráticas garantizaban que nadie nos iba a enviar Siberia o al paredón si disentíamos. Entonces la democracia representativa, en tanto que nuevo nosotros gobernante (nosotros = Estado + instituciones) parecía más democracia todavía.

El mejor momento para la democracia en el siglo XX fue 1989. Cayó el muro de Berlín y no solo el capitalismo vencía al comunismo: también la democracia y el liberalismo político derrotaban a la dictadura de partido único que aún se mantenía en pie, la del socialismo real, la fascista fue aniquilada en 1945.

Pero para 1989 no había necesidad de defender la democracia, ni al gobierno del pueblo, con todo lo de real e imaginario que pudiese tener, de ningún enemigo visible y entonces la sabotearon por dentro. Vino el wokismo, una nueva cultura política neototalitaria que se desarrolla en el marco de una democracia que entra en crisis sencillamente porque la civilización occidental la pierde de vista al darla por sentada.

Y entonces la llamaron dictadura de la corrección política y después cultura de la cancelación y todos los progresismos en sus diferentes formas y colores se saltaron la valla de la democracia sin ningún problema: ya no es “o estás conmigo o estás contra mí”, sino “estás conmigo o estás socialmente muerto”.

Los cancelados eran a veces responsables de violencia contra la mujer pero otras veces no. Este fue el caso del célebre actor Johnny Depp, de los pocos que han logrado volver del ostracismo de una cancelación, tras vencer a su exesposa, Amber Heard, en un juicio que presenció el mundo entero y que debilitó seriamente las posiciones del movimiento feminista radical.

La dictadura de la corrección política alcanzó al movimiento LGTBI+, cuyas posturas a favor de apoyar con fármacos y cirugías las transiciones sexuales de niños, prevaleciendo la voluntad del infante -respaldada por la política estatal- por sobre la patria potestad, aumentó considerablemente las filas de quienes corrían a agruparse en la vereda del frente.

Al final del camino, la teoría poscolonial, al mismo tiempo que denuncia con justicia una discriminación que ya lleva medio milenio, plantea como teoría y praxis políticas el reemplazo del principio de la igualdad por el de la guerra tribal o de razas. De esta manera, un ciudadano caucásico en América Latina es, desde que nace, un varón, blanco, heteropatriarcal que goza, ad doc., de una situación de privilegio. El mérito y la performance no influyen en el resultado: ¿dijo más Adolfo Hitler?

Y si al progresismo no le importó el cerco democrático y de los derechos fundamentales, el conservadurismo no quiso ser menos. Algunos estados de USA han revertido las leyes proaborto, Donald Trump acaba de señalar que en su país solo hay hombres y mujeres. Inclusive, el dos veces presidente del hegemón americano, siempre grandilocuente y exagerado, no escatima referencias a la pureza de sangre en sus intervenciones públicas. A su turno, en Europa el                         nacional-conservadurismo de remembranzas fascistas avanza imparable y, en América Latina, esa también parece ser la tendencia. ¿Hitler vs Hitler?

Hay un pozo en el fondo en esta crisis paradigmática de la democracia. En USA, latinos y afrodescendientes, presuntas víctimas de las espartanas políticas de Trump, le votan con frenético entusiasmo. En Argentina, un pueblo hambriento por las políticas económicas de Javier Milei no deja de vivar a Javier Milei, a su política económica y a su “carajeada” defensa de la libertad.

¿Se hartó la gente del wokismo, el que a su vez dejó atrás la fase democrática de occidente caracterizada por los derechos fundamentales? Carambolas de la historia. De esta forma lesfacilitaron el trabajo a los conservadores -para quienes los derechos humanos “son una cojudez”- que vinieron justo después y que hoy le imponen al mundo su propia distopía autoritaria. Sin un mínimo consenso democrático mundial, Donald Trump puede decidir unilateralmente la limpieza étnica -por asesinato o desplazamiento- de los palestinos gazatíes con el complacido aplauso de Benjamín Netanyahu.

La historia enseña que al pasado no se vuelve. ¿Podremos recuperar los valores y prácticas democráticos luego de que progresistas y conservadores occidentales los condenasen al ostracismo del pasado? ¿Se trata de volver a la democracia? ¿O el mundo, dialécticamente, tras la primera gran guerra del siglo XXI -que será brutal y brutalmente destructiva- establecerá, renacido una vez más de entre sus ruinas, un nuevo orden político internacional. Pacifista, cómo no, erigido sobre cientos de millones de vidas humanas. Corsi e Ricorsi, dijo Giambattista Vico.

Prepárense, siéntense en familia ante la TV HD de no sé cuántas pulgadas en la sala de su casa y con harto popcorn a ver qué es lo que pasa, o anímense a luchar por una utopía que aún el mundo no nos ha revelado. Complejo dilema del sujeto contemporáneo.

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