Javier Milei y Donald Trump, dos figuras emblemáticas de la política de derecha contemporánea, están unidos por una retórica incendiaria y un populismo que resuena con amplios segmentos frustrados con los sistemas políticos tradicionales. Sus trayectorias, sin embargo, sus enfoques y estilos, presentan diferencias significativas que, en cierto modo, representan a sus respectivos países y los contextos políticos que los moldearon.

Milei, un economista de formación, es un defensor pronunciado y radical del liberalismo económico. Su retórica es de austeridad fiscal, reduciendo el tamaño del estado y oponiéndose a lo que él llama «socialismo» en las estructuras de poder. Su personalidad está impregnada de una retórica casi apocalíptica que promete la destrucción de estructuras políticas que considera corruptas e ineficaces, e imponiendo un orden más «liberal».

Este extremismo económico no llega solo: va acompañado de una defensa feroz de los valores tradicionales argentinos, especialmente en materia social, y ya le viene dando resultados importantes en lucha contra la inflación y reducción de la pobreza.

Trump, en contraste, no es ni economista ni teórico político, sino un empresario que entró en la escena política con un mensaje populista motivado por la superioridad nacionalista y el odio a la élite globalista. Aunque también recorta impuestos y es proteccionista, su enfoque económico es más pragmático y menos ideológico que el de Milei.

Trump no tiene tanto deseo de destruir el sistema como de reformarlo desde dentro: su «América Primero» rechaza el enfoque tradicional en política exterior, favoreciendo presuntamente a la clase trabajadora estadounidense (a la que la inflación ya existente se la está devorando).

Ambos tienen una crítica contundente de la izquierda y una especie de retórica incendiaria que trata el caos y la indignación como combustible para los motores políticos. Pero mientras Milei encarna una visión de austeridad y reforma económica general, Trump prospera en el nacionalismo y una crítica contundente del sistema político estadounidense.

Así, mientras Milei habla de una reconstrucción económica a través de la cruz de una liberalización dolorosa, Trump es un avatar de resurrección nacional arraigado en el proteccionismo y el orden. Milei es ultraliberal, Trump es ultraconservador. Ambos son iconos de la desilusión, pero ofrecen diferentes caminos hacia el futuro.

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[La columna deca(n)dente] Por fin, alguien se atrevió a decir la verdad. El congresista Ernesto Bustamante, conspicuo representante de Fuerza Popular y seguidor incomparable de Keiko Fujimori, además de una autoridad indiscutible en ciencia y biología femenina (porque, evidentemente, su cromosoma Y le otorga una ventaja intelectual innata en el tema), ha revelado la razón por la que no hay más mujeres en la ciencia: carecen de un incentivo biológico para interesarse en ella.

Según su brillante razonamiento, si en el mundo el porcentaje de mujeres científicas no es del 33%, sino menor, entonces ese número debería preocuparnos. La lógica es inapelable: si la tendencia global es que las mujeres son excluidas de la ciencia, ¿por qué Perú se empeña en ser una anomalía? ¿Acaso queremos desafiar la «naturaleza» y promover algo tan anticientífico como la igualdad de oportunidades?

Desde ya, las universidades, públicas y privadas, deberían revisar sus currículos. ¿De qué sirve incentivar a las mujeres a estudiar física, matemáticas puras, astrofísica, si su propia biología no las motiva? Tal vez haya que redirigirlas a actividades más acordes con su predisposición natural, como la costura o la repostería, donde la química se usa solo para hacer pasteles y no para entender el universo.

Además, las grandes científicas de la historia deberían ser revaluadas. ¿Marie Curie? Seguramente era una anomalía genética. ¿Vera Rubin? Un caso de desviación biológica. ¿Hedy Lamarr? Tal vez una mutación. Está claro que sus logros no se debieron al talento, la inteligencia o la dedicación, sino a alguna alteración extraña que las hizo interesarse en la ciencia pese a su naturaleza femenina.

Ahora bien, hay quienes insisten en la absurda idea de que el acceso desigual a la educación, los prejuicios y los estereotipos de género han sido los verdaderos responsables de la baja representación femenina en la ciencia. Pero todos sabemos que la historia la escriben los genes, no las sociedades. Decir que a las mujeres se les ha desincentivado desde niñas a desarrollar habilidades científicas es solo una teoría conspirativa de esas feministas que insisten en la existencia del machismo y son entusiastas propagandistas de la llamada “ideología de género”. 

Dicho esto, tal vez sea hora de replantear algunos premios Nobel. Si las mujeres no tienen un incentivo biológico para la ciencia, entonces los logros de aquellas que han sido galardonadas deben ser un error del sistema. Es más, ¿qué tal si revisamos los laboratorios actuales? No vaya a ser que la biología haya empezado a fallar y ahora haya mujeres haciendo ciencia como si fueran seres humanos con plena capacidad intelectual.

Gracias, congresista Bustamante, por recordarnos que la desigualdad no es un problema social, sino un simple asunto de ADN. Mientras tanto, las mujeres seguirán avanzando en la ciencia, no porque su biología lo determine, sino porque su inteligencia, esfuerzo y capacidad lo demuestran. Y eso, por más que le pese a algún fujimorista, es un hecho científicamente comprobado.

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El gobierno ha anunciado que presentará un proyecto de ley que busca revertir y mejorar la opinión pública generada por actos de inseguridad ciudadana, obligando a los medios de comunicación audiovisuales a transmitir y publicar información, en cualquier formato, que cumpla con una imagen positiva de estas acciones.

Es un despropósito por donde se le mire. Este movimiento, justificado como un paso hacia la protección del bien común, ha generado olas de rechazo entre periodistas y activistas que defienden una prensa libre. Y no sin justificación, porque lo que realmente se oculta bajo la creencia superficial en una verdad oficial es una censura encubierta que pone en peligro los principios básicos de una sociedad democrática.

La libertad de prensa no es solo un derecho individual, sino también un pilar crucial de la democracia. Como vigilante del poder, la prensa tiene la misión de proporcionar una perspectiva plural, objetiva y crítica de los acontecimientos. En lugar de ser un megáfono del gobierno, necesita mantener su independencia y responsabilidad, para proporcionar a los ciudadanos la mejor imagen posible de la realidad.

Imponer solo una narrativa positiva sobre la guerra contra la inseguridad en los medios, pervierte este principio, porque impone una única verdad, la del poder, en lugar de permitir la confrontación de ideas y la discusión pública.

Tales medidas evocan períodos aterradores en la historia, cuando la información estaba sujeta a restricciones bajo un edicto autoritario. En lugar de rendir cuentas a la sociedad, el gobierno quiere controlar la opinión pública de manera monopólica, como si la información fuera un producto que puede ser moldeado a la conveniencia de quienes están en el poder.

Pero, más seriamente, al hacerlo cierra el espacio para la crítica, para la reflexión, y por lo tanto para la búsqueda de soluciones auténticas a los problemas de inseguridad.

Lo que la sociedad peruana no necesita es una prensa de cualquier tipo que esté domesticada, controlada por prescripciones. Lo que requiere es una prensa libre y valiente dispuesta a reportar la verdad, por muy inconveniente que esta sea para el poder. La democracia genuina solo puede arraigar en una sociedad plural, donde diferentes voces puedan coexistir.

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