Las tendencias emergentes en la encuesta más reciente de Ipsos — Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y, de forma algo sorprendente, el comediante Carlos Álvarez — son síntomas de lo que la sociedad peruana sufre más que de otra cosa: miedo. La inseguridad ha sangrado en las calles, en los hogares y ha trastornado la vida cotidiana de millones.

Cualquiera que haya intentado asegurar algo en un entorno turbulento sabe que la gente anhela estabilidad, aun cuando el orden no tiene por qué tomar la forma de autoritarismo, populismo de derecha, demagogia digna de una caricatura. Pero un votante tan desencantado quiere redención y la descubre —incorrectamente— entre quienes prometen una mano dura.

El Perú no es el primer país seducido por el autoritarismo al borde del abismo. A un nivel más profundo, esta preferencia no es una posición ideológica, sino una desesperación crónica.

La democracia se ha convertido en una palabra sin sentido, y a los ojos de la mayoría el término significa una situación de corrupción, mala gestión y promesas incumplidas que se extienden por décadas. En este mundo polarizado, estos candidatos, avatares de una derecha a veces estridente, a veces mesiánica, resuenan profundamente entre un pueblo que ahora cree en poco más que en sí mismo.

Pero hay un hecho que cambia el panorama: muchos votantes indecisos. Esta masa todavía está silenciosa y caótica, aún no ha hablado y tiene una memoria peligrosa: la actitud antisistema. En el sentido general, es solo aventurerismo destructivo consistente con lo que ya conocíamos —y sufrimos— cuando Pedro Castillo estaba en el poder.

La izquierda puede estar preparada para recuperar terreno con una contraofensiva agresiva, y hordas de votantes indecisos inclinándose una vez más hacia alguna encarnación del siglo XXI de un mesías pantanoso de izquierda o, peor, un gran oportunista sin verdaderas creencias dispuesto a arrojar todo por el proverbial desagüe (baste mencionar que un 37% de peruanos -según la propia Ipsos- votaría por Castillo si postulase al Senado).

Estamos en las garras de un repugnante interregno. Atrapado entre una derecha radical y un populismo antisistema, el Perú está listo para repetir su propia historia una vez más.

O reconstituimos una alternativa legítima, liberal y progresista en el mejor sentido del término, o la barbarie tomará el control de nuevo, con una biblia o con una hoz y un martillo, como tantas veces antes.

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[La columna deca(n)dente] En La Ternura, la obra teatral de Alfredo Sanzol, muy bien dirigida por Alfonso Santisteban y estupendamente interpretada por Magali Bolívar, Amaranta Kun, Dánitza Montero, Renato Rueda, Roberto Ruíz y Gabriel González, una reina decide huir del imperio para salvar a sus hijas del destino impuesto por los hombres del poder. No confía en la diplomacia ni en la obediencia: confía en su propia magia, en su conocimiento secreto, en su capacidad de desobedecer. Con ese poder, hunde la Armada Invencible. Es un gesto de amor materno, pero también de rebelión.

La obra, situada en el siglo XVI, nos habla, en realidad, del presente: de mujeres que escapan del patriarcado, de ser “monedas de cambio”, de hombres que huyen del miedo al afecto, de estereotipos que nos separan y de emociones que nos pueden reunir. La ternura que da título a la obra no es pasividad ni sumisión; es una forma de inteligencia emocional que desarma y transforma. Es el lugar desde donde cada uno de los personajes comienza a ver al otro no como amenaza, sino como posibilidad.

En el Perú de hoy no necesitamos magia. Necesitamos coraje afectivo, política comunitaria, liderazgo que abrace y acompañe. Necesitamos una ternura que hable fuerte, que interpele al poder, que organice el cuidado como forma de resistencia. Porque vivimos en un país donde cuidar —la vida y los vínculos— se ha vuelto un acto extraordinario; donde las organizaciones criminales han infiltrado las instituciones; y donde los ciudadanos y ciudadanas parecen atrapados entre el hartazgo y el miedo.

Frente a ello, la ternura como política no es ingenuidad: es lucidez, como nos recuerda bell hooks (con minúsculas, como prefería escribir su nombre). Para ella, el amor —y con él, la ternura— es una fuerza ética y política capaz de desmantelar las estructuras de dominación. En un mundo que normaliza la violencia, hooks afirma que amar conscientemente es un acto subversivo. Enseñar, liderar, criar, resistir desde el afecto no es un retroceso: es una forma de lucha transformadora.

Así como la Reina Esmeralda protege a sus hijas con su hechizo, hoy debemos proteger a nuestras hijas, a nuestros hijos, a nuestras comunidades, con decisiones políticas que pongan la vida de cada uno, de cada una, en el centro. No basta con indignarse. No basta con resistir. No basta. Hay que sostener. Hay que imaginar otras formas de estar juntos, otras formas de vivir con dignidad y otras formas de hacer política.

Hoy, en tiempos de extorsión y asesinatos, de cinismo y frivolidad gubernamental, de la complicidad del Congreso con el crimen organizado, cuidar la vida es el acto político más radical que nos queda. Y la ternura —esa fuerza invisible que todo lo transforma sin hacer ruido— puede ser el primer paso hacia otra historia.

Al cierre de esta columna, me entero de la muerte del Papa Francisco. Se va un hombre bueno, uno de los imprescindibles —como diría Bertolt Brecht—, que hizo de la ternura una forma de liderazgo y del cuidado una forma de justicia.

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[Música Maestro] Me fue imposible no recordar el primer verso de esa canción que abre el octavo LP oficial de Silvio Rodríguez, publicado en 1984, cuando supe que «el famoso dominicano» aplastado hasta morir, junto a otras doscientas y pico de personas, por un techo en Santo Domingo, la semana pasada, era nada menos que Rubby Pérez. Seguramente, cuando salió a su ventana, el legendario vocalista de merengue no sabía -mi amor, no sabía- que la luz de esa clara mañana era luz de su último día.

Parece una verdad de Perogrullo -ninguno de nosotros somos capaces de saber si hoy la muerte pisará o no nuestro huerto (Serrat dixit)- pero impacta más cuando se trata del trágico fallecimiento de un personaje público que, además, dedicó su vida a alegrar a sus compatriotas, a hacerlos bailar. Para ponerlo en perspectiva local, sería como si el techo del Teatro Peruano Japonés colapsara durante un concierto de Bartola, en medio de alguna de sus celebradas interpretaciones.

Incluso peor. Porque si aquí el vals criollo representa a toda la región costeña de nuestro país, el merengue es transversal a toda la extensión de República Dominicana. Por eso la conmoción nacional, por eso los tres días de duelo decretados por el presidente Luis Abinader. Y no exagero. Hace cuatro años, cuando falleció Johnny Ventura a los 81, sin accidentes de por medio, el mismo mandatario -este es su segundo periodo- tomó también esa medida que trasciende lo simbólico para corresponder a una tristeza más íntima, más personal. El país caribeño no ha perdido a un cantante. Ha perdido a uno de los ídolos de su cultura popular contemporánea.

Las causas fueron cercando al amable Rubby quien, a sus 69 años cumplidos exactamente un mes antes del desastre, estaba cantando mejor que nunca. Había sido convocado para ser la estrella central de una nueva edición de los Lunes Bailables -otros medios se refieren a ese día como «los lunes de merengue»- en una fecha diferente a la del colapso del emblemático Jet Set Club, una discoteca donde han actuado los mejores artistas locales y extranjeros desde 1973, toda una institución del entretenimiento dominicano. Y el vocalista, por un asunto personal, adelantó su participación para el lunes 7 de abril. Una causa cotidiana, invisible.

Y el azar -poderoso, invencible- se le enredó de modo fatal cuando, a una hora de iniciado su concierto, en pleno frenesí de güiros, saxos y tamboras que seguramente tenía en trance rítmico a la selecta concurrencia, entre la cual estaban conocidos personajes del béisbol -el deporte más popular del país-, la farándula, la sociedad y la política, la estructura cayó sobre las cabezas de público, cantante y músicos con el previo aviso de una inesperada e incomprensible lluvia de arenilla que le dio, a algunos, tiempo de escapar. Lo siguiente ha sido cubierto ampliamente por los medios. Los primeros reportes de heridos y muertos, los testimonios de los sobrevivientes, el dolor de un país.

Entre los ritmos caribeños, el merengue debe ser uno de los más alegres y veloces -si no el más- y, desde luego, extremadamente popular más allá de su obvia zona de influencia. Desde El negrito del batey (o sea “el negrito del barrio”), composición del cubano Santiago Terry Urrutia que fuera grabada por el dominicano Alberto Beltrán (1923-1997) con La Sonora Matancera a finales de los años cincuenta, hasta los éxitos globales de Juan Luis Guerra y la 4.40, muchos artistas merengueros han dejado su huella imborrable entre los amantes de la música latina. 

Lamentablemente, la vulgar omnipresencia del reggaetón, esa bacteria multidrogorresistente, ha hecho que el merengue -como la salsa, como el latin jazz- sea hoy placer de minorías nostálgicas o fórmulas usadas de manera indiscriminada sin detenerse en su historia ni en sus representantes, incorporándolo a la fría biblioteca de ritmos pegajosos de la que hacen uso esos destalentados que, a punta de autotune y exhibicionismo barato, han reventado un siglo entero de riquísima evolución convirtiendo a la música latina en vehículo de expresión para los peores aspectos de la idiosincrasia de nuestra región.

El merengue tiene también sus personajes legendarios, sus padres fundadores, sus conexiones con el pasado de los pueblos que lo vieron nacer. Allá por los años treinta y cuarenta, el dictador Rafael Leonidas Trujillo (1891-1961) usaba el merengue como herramienta de proselitismo político. En estos días de duelo vargasllosiano, resulta también inevitable imaginar a uno de los personajes centrales de la acuciosa investigación que realizó nuestro célebre y controversial narrador para escribir La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), ese calculador asesino, ordenando a los conjuntos tradicionales -tríos de acordeón, tambora y güiro- a escribir melodiosas y bailables con letras que ensalzaban a su gobierno, contando mentiras sobre lo bueno que era.

En nuestro país, el merengue también tuvo una fuerte presencia en la radio y la televisión, en especial durante los años ochenta y noventa. El Perú ha estado siempre en el radar de los cultores de la música afro-latina-caribeña-americana, debido a la popularidad que siempre tuvo en los sectores populares de barrios tradicionales de Lima y en el puerto del Callao. Frente al retroceso de la “salsa dura” y el apogeo aguado de la “salsa sensual”, los sólidos y rápidos ritmos del merengue dominicano captaron la atención del público peruano, motivo por el cual algunos de sus principales exponentes fueron muy bien recibidos con sus canciones y propuestas sonoras.

A mediados de los años ochenta, llegó al Perú la orquesta de Wilfrido Vargas, un trompetista de voz acajonada y formación académica, capaz de hacer arreglos complejos y a la vez pegajosos, que tenía ya más de una década como portador del estandarte del merengue total, el de musculares secciones de vientos, agresivas percusiones y frenéticos cambios. 

Para cuando llegaron a la Feria del Hogar en 1986, Wilfrido Vargas y su orquesta eran fijos en cualquier fiesta -de casa, de discoteca- y aquellas noches, en el recordado campo ferial de San Miguel, demostraron su amplia capacidad para entretener y sacudir los cuerpos de sus espectadores. En este video, el único disponible de esa época, vemos a Wilfrido conduciendo esa nave merenguera a toda velocidad, pasando del Hava Nagila judío al Kalinka ruso, con la misma facilidad con la que sus pupilos sonríen y saltan sin parar. Música de verdad la que escuchábamos entonces.

En la línea delantera de cantantes estaba, al centro, Rubby Pérez. Había llegado a la orquesta de Wilfrido tres años antes, para grabar con ellos el disco El funcionario (Karen Records, 1983) que comienza con un tema que se volvería su marca registrada, El africano, escrita por Calixto Ochoa, donde destaca su potente y aguda voz. La letra describe, desde el punto de vista de una mujer, de forma ingeniosa y divertida un escarceo sexual, con llamadas de Wilfrido y los demás cantantes en las que hacen ruidos guturales, onomatopéyicos, como si provinieran una tribu africana de salvajes.

“Mami ¿qué será lo que quiere el negro?” se pregunta el vocalista. Por supuesto, el tema es burlesco y pícaro, todo un éxito de las radios en esos años que, el día de hoy, no es programada por nadie para evitar las críticas desubicadas y prejuiciosas de los mismos que les cambian de nombre a las gelatinas y proscriben clásicos del cine norteamericano por usar a actrices negras para hacer de empleadas, creyendo que así luchan contra la discriminación.

Dos años después, en su popurrí de homenaje a la música caribeña, los cantantes Willy Chirino (Cuba) y Ángela Carrasco (República Dominicana) incluyeron El africano en el segmento dedicado a la que fuera, en tiempos de Cristóbal Colón y sus carabelas, la isla La Española. Años más tarde, el panameño Edgardo Franco, El General para los amigos, usó la intro de saxos de El africano en el éxito radial Boricua, una colaboración con los norteamericanos C+C Music Factory cuyo título real es Robi-Rob’s boriqua anthem (1994).

La canción se convirtió en sinónimo de Rubby Pérez quien de inmediato fue bautizado, por Wilfrido Vargas, como “La Voz Más Alta del Mrengue”. Su carisma y amplia sonrisa acompañaron a la famosa orquesta hasta 1986, tiempo en el que se editaron tres LP más, El jardinero (1984), La medicina (1985) y Vida, canción y suerte (1986), luego de lo cual, el vocalista decidió emprender su propio camino, con la bendición de su jefe. Después de haber trabajado para dos leyendas del merengue en su país -Fernando Villalona y Wilfrido Vargas-, era tiempo de lanzarse a la tarima como líder de su orquesta.

Entre 1987 y 2007, Rubby Pérez lanzó una docena de álbumes de merengue puro y duro, de enorme popularidad en su propio país y en las comunidades latinas de los Estados Unidos, donde era recibido siempre como un rey. Las enormes congregaciones de inmigrantes dominicanos que viven en distintos condados de La Florida, New York y New Jersey han disfrutado en más de una ocasión de los lanzamientos discográficos de Pérez, sus visitas para ofrecer alegres conciertos y su decisión de mantener vigente el ritmo nacional de su país, al margen de las tendencias más comerciales que se llevan los mayores dividendos en estos tiempos de Shakiras y Bad Bunnies, que ganan tanto ofreciendo tan poco.

Por eso, su llegada al Jet Set Club era también un acontecimiento especial. El Jet Set Club era considerado un bastión del merengue que había decidido no sucumbir, como sí lo habían hecho otras discotecas y centros de diversión en la capital dominicana, al invasivo reggaetón. Nuevamente, para contextualizar con asuntos que son familiares para nosotros, el Jet Set Club vendría a ser para Santo Domingo lo que para Lima es, por decir algo, la peña Don Porfirio. Si estabas de visita y querías escuchar buen merengue, genuino, ibas al Jet Set Club.

El último álbum oficial de Rubby Pérez, Dulce veneno, tenía este año ya casi dos décadas de antigüedad -se lanzó en el 2007 con el sello local Palenke Records. Pero los éxitos del vocalista iban más por el lado de sus actuaciones. Su estilo vocal era inconfundible y también algunas fórmulas, como esos silbidos simulando a un pajarito o la exclamación “¡Me voy!” que lanzaba a cada rato en medio de las estrofas o coros principales. También mantenía su costumbre de presentar arreglos en merengue de canciones conocidas. En aquel último trabajo en estudio, destacan Amada amante y Así no te amará jamás, baladas del brasileño Roberto Carlos y la argentina Amanda Miguel, respectivamente.

Pero si hay una canción que identificará por siempre a Rubby Pérez es el éxito Volveré, de su séptimo disco Vuelve el merengue (1999), una canción compuesta por los españoles Ignacio Román y Paco Cepero e interpretada en 1983 por el baladista y cantaor Antonio Cortés Pantoja, Chiquetete -el mismo que popularizó Esta cobardía, una de las baladas más famosas de esa década-. Tras conocerse la noticia de la caída del techo, las redes sociales se inundaron con videos de homenaje a Rubby Pérez interpretando esta canción. En nuestro país, fue más popular la versión en ritmo de salsa que grabara Huey Dunbar -también poseedor de un impactante registro vocal, aunque menos cálido que el del dominicano- con la banda DLG, en su tercer álbum Gotcha!” (1999).

Wilfrido Vargas (75) fue uno de los primeros artistas que manifestó su profundo pesar ante la tragedia, refiriéndose a Roberto Antonio Pérez Herrera, verdadero nombre de Rubby, como uno de sus “hijos musicales”. Durante el funeral del artista pudimos apreciar a importantes exponentes del folklore dominicano como Fernando Villalona -no muy conocido fuera de República Dominicana pero considerado uno de los responsables de la evolución y modernización del género- con quien Pérez había iniciado su carrera musical. Y Juan Luis Guerra, por supuesto, el artista que trajo “inteligencia y poesía” al merengue, como dice el musicólogo y periodista dominicano Carlos Batista Matos en su libro Historia y evolución del merengue (1999), a quien se le veía muy afectado por esta inesperada e injusta muerte.

Como nos ocurrió a nosotros, los peruanos, hace pocas semanas, luego de ver cómo el techo de un centro comercial asesinó e hirió a decenas de compatriotas, lo sucedido en la calurosa Santo Domingo deja una estela de tristeza pero también de indignación. Los propietarios del Jet Set, encabezados por el poderoso empresario de medios de comunicación Antonio Espaillat, tendrán que dar muchas explicaciones a la justicia. Los reportes oficiales dicen que un incendio de hace algunos años habría dejado debilitadas las estructuras metálicas del Jet Set Club, pero aun no se establecen causas y responsabilidades concretas frente a tan desgraciado hecho.

No deja de ser paradójico que un momento tan alegre y cálido, como puede llegar a ser un buen concierto de merengue, haya sido cortado por el triste peso de fríos bloques de cemento y fierro, en un hecho que es todo menos algo casual o azaroso. En medio del dolor de sus familiares, colegas y seguidores, no dejo de pensar en ese otro verso de Silvio -quien, por cierto, nos visitará dentro de seis meses-. Mientras calentaba la voz y recibía el ánimo de su manager, sobreviviente de la tragedia, que siempre le decía antes de subir al escenario una sola palabra -«¡Rompe!»-, Rubby Pérez no tenía cómo saber, madre mía, que no le esperaba la paz, sino el espanto. 

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La historia de la sucesión del papa Francisco es un misterio que, como en todos los grandes dramas eclesiásticos, tiene dimensiones históricas. De alguna manera, Jorge Mario Bergoglio ha sido un papa poco probable: un jesuita con el corazón de un franciscano, un reformador, pero no un hereje, intentando sacar a la Iglesia de la burocracia legal sin despojarla de su arquitectura milenaria.

Su sucesor no será elegido por un proceso burocrático, sino mediante un concurso simbólico por el alma de la iglesia.

Pero si seguimos las tendencias del mundo —un mundo que parece sumergirse aún más profundamente en trincheras ideológicas, nacionalismos resentidos y religiosidad autoritaria— podríamos concluir que el próximo papa provendrá del ala conservadora del Colegio Cardenalicio. No sería una sorpresa si algo así ocurriese, que algún cardenal africano o clérigo de Europa del Este, inmerso en una clase de dureza teológica y una visión más militante del cristianismo, tomara posesión del asiento de Pedro.

La Iglesia podría ir por ese camino también, como parte de un movimiento general hacia la derecha, un miedo a la libertad, un temor a las diferencias culturales, un miedo a la autoexpresión, aunque empaquetado con orden.

¿Qué significaría ese cambio? Un papa moviendo el diálogo con las otras religiones a una ritualización estéril de los muertos y a un fariseo barniz lleno de protocolo, dejando de lado a quienes causan fricción, y llevando a la Iglesia de vuelta a una identidad cerrada.

Esa sería una Iglesia como fortaleza, no como hospital de campaña. El resultado probable sería un aumento de los fieles más tradicionalistas… y tal vez una decepción irreversible para millones que vieron en ella un soplo de aire fresco.

La ironía es casi literaria: una Iglesia incapaz de cambiar corre el riesgo de perder su mañana. Pero ninguna institución es tan impredecible como el Vaticano. Entre el púrpura y la oración, entre la política vaticana y el misterio de la fe, todo y cualquier cosa es posible.

O, en una ficción que rivalizaría con las mejores novelas, tal vez sea el próximo papa una figura inesperada, introduciendo un nuevo giro en esta antigua historia de salvación, autoridad y vulnerabilidad humana.

A más de un año de su paralización, el proyecto de protección ante inundaciones y movimientos de masa en la quebrada Huaycoloro —una de las zonas más vulnerables de Lima Este— sigue sin avances. La obra, a cargo del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (Midagri), debía ejecutarse en seis tramos a lo largo de cinco distritos, pero hasta la fecha solo registra un 6,5% de avance físico, según un informe reciente de la Contraloría General de la República.

La quebrada Huaycoloro ha sido históricamente una amenaza constante para la población de San Juan de Lurigancho, Lurigancho-Chosica, El Agustino, Santa Anita y Ate. Cada temporada de lluvias, el cauce se desborda y arrastra viviendas precarias construidas en sus márgenes. El proyecto, valorizado en más de 94 millones de soles, tenía como objetivo mitigar estos riesgos mediante defensas ribereñas, encauzamientos y otras obras de ingeniería. Sin embargo, su ejecución ha estado marcada por demoras, deficiencias técnicas y una escasa capacidad de respuesta institucional.

Benjamín Zevallos 

Señalización presentada por la Contraloría General

Un hito de control publicado el 4 de abril por la Contraloría advierte que los retrasos en la ejecución podrían agravar las consecuencias de los fenómenos climatológicos extremos asociados al Fenómeno El Niño. Además, señala que la Autoridad Nacional del Agua (ANA) no emitió las autorizaciones correspondientes a tiempo y que el expediente técnico presenta observaciones no levantadas, lo que afecta la viabilidad del proyecto.

A pesar de que la obra fue adjudicada en marzo de 2023 al Consorcio Huaycoloro —integrado por dos empresas con historial en obras públicas—, los trabajos no llegaron a consolidarse en ninguno de los tramos previstos. El contrato fue resuelto por mutuo acuerdo en diciembre del mismo año, sin que se hayan definido nuevas fechas para retomar la ejecución. Mientras tanto, más de 100 mil personas siguen expuestas a posibles deslizamientos y desbordes.

Los vecinos de las zonas colindantes expresan su frustración. “Cada año es lo mismo. Llega el verano y todos tenemos miedo de que el huaico se lleve nuestras casas”, dice Clara Rodríguez, vecina de Cajamarquilla, uno de los sectores más golpeados en temporadas de lluvias. “Nos prometieron defensas, pero no hay ni un saco de arena”, agrega.

La situación evidencia una falla estructural en la planificación y ejecución de proyectos de prevención de riesgos. En su informe, la Contraloría también señala que el Midagri no presentó una estrategia adecuada para garantizar la continuidad del proyecto ni tomó acciones inmediatas para reiniciar la obra tras la resolución contractual.

En un contexto donde los efectos del cambio climático intensifican los fenómenos naturales, la demora en obras de prevención no solo refleja ineficiencia administrativa, sino que pone en peligro vidas humanas. Por ahora, el cauce de la quebrada Huaycoloro sigue expuesto, y con él, miles de familias que esperan respuestas concretas antes de la próxima temporada de lluvias.

Presupuesto duplicado y ejecución financiera

El costo inicial viable del proyecto fue de S/ 320 millones. Sin embargo, este monto fue actualizado a S/ 586 millones, de los cuales ya se han girado S/ 545 millones, según datos del Banco de Inversiones (Invierte.pe) y el Portal de Transparencia del Ministerio de Economía y Finanzas al 22 de noviembre de 2024.

El incremento del presupuesto se explica por un mayor costo en la construcción de muros de concreto en la parte baja de la quebrada, así como por el aumento de gastos en el expediente técnico y la gestión del proyecto.

De manera desagregada, la valorización acumulada del contrato —sin considerar IGV ni penalidades— asciende a más de S/ 458 millones, mientras que el total abonado al contratista, sumando adelantos, supera los S/ 527 millones.

Supervisión y cambios en la administración del contrato

El proyecto cuenta con servicios de supervisión en calidad, seguridad y medio ambiente (SSOMA), a cargo de la empresa TAKESHI S.A.C., contratada inicialmente por la ARCC (Autoridad para la Reconstrucción con Cambios) y posteriormente transferida a la ANIN (Autoridad Nacional de Infraestructura) mediante adenda al contrato suscrita en diciembre de 2023.

El servicio de TAKESHI contempla acompañamiento durante 18 meses de obra y 12 meses para la subsanación de defectos. Su inicio fue el 15 de agosto de 2023.

Fechas clave y penalidades

El proyecto ha enfrentado modificaciones en las fechas contractuales. Por ejemplo, el hito de aceptación del diseño final, previsto para mayo de 2023, se alcanzó con una semana de retraso, generando una penalidad de S/ 82 mil.

La fecha clave para la culminación de obras, inicialmente prevista para octubre de 2024, fue reprogramada al 10 de enero de 2025, como resultado del Evento Compensable (EC) N.º 14, derivado de demoras en el trámite de inscripción registral de predios afectados.

Eventos compensables y controversias

Durante la ejecución del contrato, el contratista notificó 72 Eventos Compensables. De estos, 49 fueron aceptados, 18 rechazados y 5 se encuentran en evaluación. Además, se han presentado cuatro Sumisiones Formales al Dispute Adjudication Board (DAB), de las cuales tres ya han sido resueltas.

El contrato NEC3 permite la aplicación de penalidades por incumplimiento de fechas clave. Estas pueden ser deducidas directamente de órdenes de pago, del fondo de garantía o cualquier otra garantía vigente.

Al cierre del informe (noviembre de 2024), solo los paquetes 4.1A y 4.1B habían sido concluidos, mientras que el paquete 1 no contaba con confirmación para su inicio debido a problemas de expropiación y acceso, por lo que se evalúa su exclusión del contrato.

[El Corazón de las Tinieblas] Soy un hombre del siglo XX, adaptado al siglo XXI a regañadientes. Crecí con los debates de la Asamblea Constituyente del 78, con el rock de los ochenta, deslumbrado por Freddie Mercury y su Bohemian Rhapsody; y henchido de nacionalismo al entonar el criollísimo Contigo Perú, interpretado por el zambo Arturo Cavero y, cada tanto, potenciado por la aguardientosa voz de Oscar Avilés y su peruanísimo pulsar de la guitarra. 

Todo parecía emoción entonces. Entre el caos absoluto, la migración masiva, la imparable inflación y sangrientos atentados terroristas, había cierta coherencia que nos hacía creer que formábamos parte, que construíamos algo, así fuesen castillos en el aire, no importaba. 

Y vaya que nos opusimos a Mario Vargas Llosa en 1990. El mundo de las ideologías del corto siglo XX, como se dio a llamarlo Eric Hobsbawm, había concluido súbitamente tras el derrumbe a combazos de un histórico muro pero era muy pronto para que nos diéramos cuenta. 

Por eso creímos que la utopía socialista debía enfrentar de nuevo la amenaza neoliberal, pero había más que eso. Mario se equivocó de país, o, en todo caso, se equivocaron sus asesores de campaña. En realidad, nos equivocamos todos y el error lo pagamos todos. 

Una parte del Perú, aproximadamente el 25%, ya se había desgajado de nuestro Perú político, el de la Constituyente del 78 y la frágil democracia de los años ochenta. Nadie vio que había un país informal por fuera de los marcos ideológicos imperantes, pero lo había y llevó a Alberto Fujimori a la segunda vuelta, contra un Fredemo de Vargas Llosa que obtuvo muchísimo menos de lo esperado.

En la izquierda y el APRA descorcharon eufóricos las botellas de champán. Sus votaciones sumadas a la de Fujimori aseguraban sobradamente la derrota del consagrado literato la segunda vuelta y con él, la del programa neoliberal. Pero aquí también había más, había el gustito de verlo, y verlos – a los pitucos del Perú- derrotados, humillados, y así sucedió, efectivamente. 

De esos días han pasado 37 años. Los historiadores somos generales después de la batalla y bastante antipáticos. Debimos votar a Vargas Llosa en 1990. Hubiésemos tenido una política económica bastante similar a la de Fujimori -que aunque rechine parte de la izquierda, era la que el Perú requería y a gritos- pero la hubiésemos tenido en democracia y de eso la mayor garantía no era otra más que nuestro propio nobel de literatura. Ciudadano moderno, demócrata a carta cabal, de los pocos que se creían el sueño de fundar aquí una república que funcione a base de sus instituciones, pulcras, al servicio del bien común. En suma, lo contrario al fango en el que nos hundimos hace treinta años sin saber hasta hoy si la ciénaga tiene fondo.  

Mario ha muerto, antes de irse obtuvo, para todos nosotros, el nobel de literatura, y un asiento de privilegio en la Academia de las Letras de Francia. Mario es nuestro peruano universal, por encima de Garcilaso, Arguedas y Mariátegui. Por nadie nos conocerán en el mundo más que por Mario Vargas Llosa. 

Pero el siglo XXI, ese que vivo a regañadientes, tiene malas costumbres, o costumbres a las que no me acostumbro y la redundancia es toda mía. Las redes sociales marcan el cambio, la cancelación trastoca los valores. 

Antes al muerto se le respetaba, había un silencio, una constricción ante la muerte. Así como el presidente tiene un periodo de gracia, el finado también gozaba de él. Si acaso había algo que señalar algo crítico, se informaba como antes se leían los titulares de los noticieros al caer la noche, discretamente, sin pestañear, sin entonación: a fulano también se le recuerda por una controversial participación en ….

Pero estamos en tiempos de ajusticiamiento popular, de disección pública, de turba punitiva y entonces la emprenden contra Mario porque apoyó a Keiko Fujimori contra Pedro Castillo en 2021. Yo jamás hubiese realizado dicho llamamiento pero ¿realmente se justifica el escrache, el linchamiento? ¿acaso una opción no era igual de apocalíptica que la otra? ¿de verdad pensábamos que un proyecto marxista-leninista era la solución para todos los males del país? ¿o se le apoyó a Castillo porque se pensó que lo que se tenía enfrente era aún peor?

¿Esto es lo que juzgan los impolutos autoproclamados? ¿los que subieron al “pedestal de la verdad” perpetrando un golpe de Estado en contra de la libertad? ¿los robespierres y robespierras de la moral pública? 

La última novela de Mario Vargas Llosa se tituló Le Dedico Mi Silencio. La crítica no le hizo mucho caso y es una pena. Pocos han penetrado con tanto sentimiento y profundidad una cultura que la quieres o ignoras, si acaso no la rechazas con posturas análogamente estúpidas y moralizantes.

A la cultura criolla hay que quererla. Su guitarra, sus acordes y disonancias, sus punteos y sus trinos te hacen llorar o te resultarán básicamente indiferentes. Vargas Llosa se situó entre los primeros. Pero hay algo más, otra vez: el título, Le Dedico Mi Silencio. Lalo Molfino, protagonista de la novela, es un virtuoso guitarrista criollo, el mejor de todos, a tal punto que cuando pulsa la guitarra genera un silencio admirado, absorto e ilimitado. 

Al concluir una de sus presentaciones, antes de retirarse, le musita al oído a una dama embelesada por su música: “le dedico mi silencio”, ese que solo su interpretación de la guitarra podía suscitar, ese mismo que nos envolvió cuando leímos una novela de Mario sentados en el sofá de la sala, solos él y cada uno de nosotros, silencio que representa el mejor homenaje que podríamos brindarle en los días afligidos de su partida.

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5 de abril, Alberto Fujimori, Le dedico mi silencio, Mario Vargas Llosa, Neoliberalismo, wokismo

[La Tana Zurda] Se nos fue nuestro Nobel. El Domingo de Ramos 13 de abril de 2025, Mario Vargas Llosa, el Marqués, dejó este mundo a los 89 años, cerrando un capítulo fundamental en la historia de las letras latinoamericanas. No puedo negar la agilidad de palabra, la versatilidad de relato y la soltura de discurso que manejaba este gigante de la literatura. Su pluma, afilada y evocadora, no solo marcó una época, sino que redefinió la narrativa de nuestra región, consolidándolo como una figura clave del Boom latinoamericano en la década de los sesenta. Vargas Llosa fue un hacedor de historias enredadas, un arquitecto de tramas cuyos desenlaces, muchas veces nefastos, reflejaban las contradicciones y crudezas de la vida cotidiana.

Sus personajes, ambiguos y profundamente humanos, habitaban mundos distantes donde luchaban por comprender su identidad. A través de ellos, Vargas Llosa exploró las complejidades del ser: desde el joven burgués Zavalita enfrentándose a un Perú fracturado y en pleno desborde popular en Conversación en La Catedral, hasta las pasiones y desilusiones amorosas y radiofónicas de La tía Julia y el escribidor. Su obra dio voz a seres que, en su diversidad, encarnaban las tensiones de una América Latina marcada por la desigualdad, la búsqueda de raíces y el anhelo de reconocimiento. En este sentido, Vargas Llosa no solo heredó la tradición de narradores como José María Arguedas o Rosario Castellanos, quienes con orgullo retrataron las raíces indígenas y mestizas de la región, sino que las proyectó al mundo entero, universalizando nuestras historias sin perder su esencia.

Como señalé en columnas anteriores, el Marqués tuvo una relación compleja con el mestizaje cultural. En su momento, cuestioné su reticencia a reconocerse plenamente como un mestizo cultural, a pesar de que su obra, paradójicamente, celebraba esa diversidad. Sin embargo, hoy, frente a su partida, prefiero destacar cómo su literatura logró tender puentes entre lo local y lo global, exportando las raíces latinoamericanas a un público universal. Obras como La ciudad y los perros o La guerra del fin del mundo no solo retrataron las luchas internas de nuestras sociedades, sino que resonaron con lectores de todos los continentes, demostrando que las historias de unos cadetes adolescentes en un colegio militar limeño o de un profeta en el sertão brasileño podían ser profundamente humanas y atemporales.

Vargas Llosa también fue un narrador de la libertad, un tema que impregnó tanto su obra como su vida. Aunque en su etapa final sus posturas políticas —como su apoyo a Keiko Fujimori— generaron controversia y desconcertaron a algunos lectores que esperaban una mayor coherencia con su trayectoria crítica frente a la corrupción del poder, su narrativa nunca dejó de expresar un espíritu comprometido con la justicia y la emancipación. Más allá de las decisiones personales que pudieron generar controversia, sus novelas —impregnadas de una aguda crítica social que denuncia diversos males sociales como la trata de personas, el bullying, la extorsión o el sicariato, junto a un sincero amor por la libertad individual, como se aprecia en obras como La casa verde, Los cachorros, El héroe discreto, Cinco esquinas y Le dedico mi silencio—, exploran las luchas humanas por la dignidad, a menudo con desenlaces no siempre felices para los personajes, revelando así la complejidad y las contradicciones en la búsqueda de libertad y justicia.

Hoy, al despedir al Marqués, celebro al escritor que nos enseñó a mirar nuestra realidad con ojos críticos y apasionados. Su legado, referente inmortal de creatividad e imaginación, continuará iluminando a generaciones futuras. Gracias, Mario Vargas Llosa, por las historias, por los personajes, por las verdades incómodas que nos legaste. Tu obra seguirá recordándonos que la literatura, como tú mismo dijiste desde jovencito, es un fuego que no se apaga. Y eso, en sí mismo, ya constituye una herencia imborrable. Descanse en paz.

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Nombrar al inefable exministro del Interior, Juan José Santiváñez, como jefe de la Oficina General de Monitoreo Intergubernamental, es una decisión política absurda, que roza lo tragicómico. Revela el nivel de degradación institucional que es responsable de la corrosión del Perú.

Este nombramiento no sólo es un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, sino que también socava aún más la autoridad ya desgastada del primer ministro, Gustavo Adrianzén, quien hasta ahora había ocupado un puesto de tecnocratismo racional almidonado.

¿Qué experiencia podría tener Santiváñez para un trabajo tan sensible y estratégico como articular niveles de gobierno? ¿No es ese un trabajo que cae bajo el ámbito de la PCM y está directamente debajo del primer ministro? La mera existencia de esta oficina muestra la lógica clientelista del poder político más que una preocupación real por la gestión del Estado. En un entorno donde el diálogo, la coordinación y la visión estratégica son cruciales, designar a Santiváñez para tal oficina es como poner a un pirómano a cargo de un bosque.

Y esta decisión demuestra que el gobierno no tiene reparos en sacrificar su propia credibilidad en el altar de la política. Adrianzén, quien caminaba una línea fina entre la politiquería y la tecnocracia, ahora sufre las consecuencias de una sombra que lo acecha. No se puede simplemente decir que «el cargo es técnico», cuando el personaje ha mostrado una torpeza desalentadora frente al desafío más acuciante que enfrenta el país en este momento: el crimen.

El Perú no necesita más oficinas ni más burócratas manipuladores de papeles. Necesita una reforma profunda, honestidad y valentía. Y con cada uno de estos nombramientos, nos alejamos aún más de la República con la que soñamos. Duele que en un país que tuvo otras páginas memorables de valentía y decencia, los ineptos sean recompensados como si fueran merecedores de honores.

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