Clásicos

[PIE DERECHO] Ahora que por arte de la edad, la maduración (uno nunca deja de hacerlo), o haber ingresado a un perentorio círculo de lectura (el de Alonso Cueto), he recuperado el hábito de leer, que lamentablemente había perdido por falta de tiempo, sobre todo, aun cuando no haya llegado a los niveles febriles de dedicación a los libros que tenía en mi juventud, en razón del fin de año y la habitual puesta en blanco y negro de una lista de propósitos, expongo una lista de libros que he intentado leer, pero cuya finalización ha naufragado por desmotivación, o por no haberme sentido atrapado por el libro.

La guerra del fin del mundo, de nuestro orgullo nacional, Mario Vargas Llosa. No sé por qué razón, pero no me capturó y lo dejé, aunque según los entendidos sea una de sus obras maestras. La enfrentaré este año entrante. Es uno de los pocos libros que me falta de la vasta producción de nuestro narrador arequipeño.

Ulises, de James Joyce. Tengo que sacarme ese clavo. Quizás me ocurrió que lo empecé a leer de adolescente, porque estaba en los anaqueles de la biblioteca de mi padre, y me resultó incomprensible dada mi orfandad literaria.

Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Tarea mayúscula porque su dificultad no habrá variado cuando lo vuelva a abrir. Es el castellano del inicio del siglo XVII, disonante con el actual, y que exacerba la dificultad de su lectura.

Guerra y paz, de León Tolstoi, el monumental novelista ruso que no es de lectura difícil, hay que señalarlo, pero es la extensión del libro la que desalienta a quienes poco a poco nos vamos acostumbrando a textos cortos (las fiestas me cogen leyendo a uno de mis autores favoritos, el francés Éric Vuillard, su novela Una salida honrosa, sobre la guerra de Indochina, donde el párrafo corto y el capítulo breve, son su sello distintivo).

El Capital, de Karl Marx. Tuvimos con un grupo de amigos un intento fallido de formar un grupo estudios marxistas este año que concluye. Me propongo reanimarlo y, obviamente, parte esencial de ese grupo será leer la obra prínceps del filósofo alemán.

Moby Dick, de Herman Melville. Tuve el infortunio de leerla de niño en versión resumida e ilustrada. Entonces cuando hace poco la compré para leerla como corresponde, me desalentó su tamaño. Está en la lista de pendientes.

Se me quedan varios libros más en el tintero, Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond, terminar El infinito en un junco de Irene Vallejo, recomenzar alguno de los de Oliver Sacks (los tengo todos, debido a mi pulsión de comprar libros que sé que no voy a leer en el momento, y que me viene de la época juvenil, cuando no había importación de libros y si uno veía cualquiera en un estante debía adquirirlo porque si no, podía pasar buen tiempo para reencontrarlo), Los mitos griegos, de Robert Graves, sobre quien pesa una sensación culposa, porque de estudiante universitario vendí la edición de Losada que mi padre tenía y luego me tomó décadas volverla a conseguir en esa misma edición, para saldar esa deuda simbólica con mi progenitor.

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El impacto cultural de Fiddler on the roof tiene que ver con ese enfrentamiento entre valores considerados anticuados, anacrónicos y la modernidad que irrumpe para remecer los cimientos de aquello que se cree inalterable -los huachafos de hoy hablarían de “los efectos disruptivos” de la obra-. Esta confrontación de tradición versus cambio genera, en el contexto del libreto escrito por Joseph Stein, situaciones que incluyen romance, comedia y drama, enmarcadas en conmovedoras composiciones como Anatevka, que se escucha en una de las últimas escenas del film, cuando la comunidad debe pasar al exilio; la pesadillesca Tevye’s dream o Do you love me?, una reflexión a corazón abierto acerca de la comparación entre los matrimonios arreglados –una costumbre que persiste, por ejemplo, en la India o en países islámicos como Turquía o Jordania- y la libre elección de parejas. De repente, todo el mundo de Tevye se derrumba cuando tres de sus cinco hijas rompen una de sus leyes fundamentales: deciden casarse con quienes ellas quieren y no con quienes escojan sus padres. Una metáfora que explica a la perfección, a partir de un hecho concreto, el permanente choque generacional que ha marcado cada etapa del desarrollo social del mundo.

Topol, quien tenía solo 35 años en 1971 cuando interpretó a Tevye en el cine -usó maquillaje y rellenos en el cuerpo para verse como un hombre de 70- actuó en otras recordadas películas, como la colorida Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), encarnando al Dr. Hans Zarkov; o For your eyes only (John Glen, 1981) de la saga James Bond, en la que hace de Milos Columbo, colaborador del espía más famoso del cine, pero quedó atrapado en aquella caracterización del atribulado y campechano lechero de gruesas barbas y trajes pueblerinos, cosa que nunca le molestó por cierto. En una entrevista del año 2015, el artista dijo: “¿Cuántas personas son reconocidas por un solo papel? ¿Cuántas personas en mi profesión son conocidas en todo el mundo? No me quejo por eso. A veces me sorprende que, al llegar a China, Japón, Francia y acercarme a las oficinas de migraciones me dicen “¡Topol, Topol! ¿Tú eres Topol?”. Claro, porque todo el mundo ha visto Fiddler on the roof. Y eso no está nada mal”.

En el año 2019 se estrenó el documental Fiddler: A miracle of miracles, en que el director canadiense Max Lewkowicz hace un recuento de cómo se gestó esta obra y cómo evolucionó hasta convertirse en referente no solo de la cultura judía sino del mundo. El film resalta las figuras del actor Zero Mostel (1915-1977), el Tevye del primer montaje de 1964, el productor original Harold Prince, quien falleció durante el rodaje del documental, y Jerome Robbins (1918-1988), director artístico y coreógrafo responsable de la impresionante puesta en escena y de secuencias como la inolvidable The bottle dance, en que un grupo de aldeanos rusos celebran bailando con botellas sobre sus cabezas -simbolizando la fragilidad de la vida como inmigrantes-, mientras la chispeante música va subiendo de intensidad hasta alcanzar niveles frenéticos. Fiddler on the roof es todo un clásico que se opone a las ramplonas tendencias del pop moderno, ajenas a las exquisiteces de una tradición musical que pugna por no desaparecer.

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