Provengo de un tiempo en que las palabras «artista», «estrella», «músico» o «cantante» denominaban a un tipo especial de seres humanos, personas que, sobre la base de creatividad, talento, clase y sobre todo, disciplina, eran capaces de despertar emociones, generar ilusión y establecer una relación profunda con los demás, sin importar edades, idiomas o estilos. Siendo niño, aprendí de inmediato a distinguir entre el aspirante con madera y el voluntarioso sin futuro, entre el brillo natural y el falso disfuerzo, entre el artista verdadero y el farsante montado por campañas invasivas de publicidad.
En ese sentido, siempre me han causado desconfianza los programas-concurso que buscan el «talento oculto» de personas comunes y corrientes, ciudadanos que siempre soñaron con subir a un escenario y que, gracias a la magia de la televisión y la aprobación de un jurado (a veces no tan) especializado, se convierten en estrellas del micrófono. No es que no existan esa clase de personas, sino que el montaje televisivo termina siempre armando historias donde termina entrometiéndose la impostura de lo ensayado. Y no solo me refiero a la retahíla de versiones locales de realities surgidos desde los albores del siglo 21, réplicas de franquicias creadas en España (Operación Triunfo, 2001), EE.UU. (American Idol, 2002), Inglaterra (Britain’s Got Talent, 2007/The X Factor, 2004) u Holanda (I Am… /The Voice, 2010).
Desde el set caótico y destartalado de Trampolín a la Fama, con cartones pegados sobre cortinas de plástico y el acompañamiento de un teclado Yamaha; hasta La Voz Perú, con su escenario sofisticado, multicámaras, luces LED y banda completa en vivo, la historia es la misma -insisto, estoy refiriéndome a las versiones peruanas: disfuerzos, chacota, lucimiento excesivo de ciertos anfitriones. Y uno que otro caso aislado en el que se da esa extraña ecuación de talento y naturalidad que logra abrirse camino y destacar, si es que no se mete, en el medio, la «argolla». Esta mala práctica de peruano cuño extiende una sombra de informalidad que puede convertir a este formato, esencialmente entretenido e inocuo, en una insufrible fuente de injusticias y esa impunidad de la que gozan los que, siempre con una sonrisa en el rostro, deciden quién sigue en carrera y quién no.
Desde que se estrenó en nuestra televisión, en el año 2013, el programa atrapó la atención de las masas. Siguiendo al pie de la letra a su formato matriz The Voice, creado por el promotor de espectáculos y multimillonario holandés John de Mol Jr. (66), que lanzó desde su productora Endemol Shine Group –una gigantesca compañía de distribución y realización que opera en más de 30 países-, La Voz Perú tuvo, como uno de sus principales atractivos, la presencia entre los entrenadores o coaches de uno o dos artistas de renombre internacional. El modelo de franquicia televisiva –concepto extraído de la actividad empresarial y económica- exige que se repliquen, con absoluta exactitud, todos los detalles de la fuente original, con segmentos, terminologías, escenarios y comportamientos repetitivos y estandarizados. Hasta el pegajoso tema que identifica al show, Esta es la voz, es versión en español de This is the voice, escrito por el holandés Martijn Schimmer (46), compositor de jingles para comerciales y programas de televisión. La cancioncita de marras hoy se escucha, en sus respectivos idiomas, en los 145 países –desde Arabia Saudita hasta Brasil, desde Estados Unidos hasta Turquía- en los que se emite The Voice.
Ocurre que, en el Perú -a diferencia de otros países de la región como Argentina, México, Colombia, Venezuela o Chile-, no tenemos artistas que hayan trascendido, realmente, en la escena musical internacional. Incluso si pensamos en personajes como Eva Ayllón (integrante del jurado desde la Temporada 1), Gianmarco Zignago (Temporada 2) o Daniela Darcourt (Temporada 4), han alcanzado fama en otras latitudes pero mucho después –y, en el caso de la joven salsera, muy recientemente-, y no han conseguido despegarse del todo de su perfil localista. Para decirlo de otra manera: artistas como José Luis Rodríguez «El Puma» (Venezuela), Álex Lora (México) o Pimpinela (Argentina) podrían ser jurados o consejeros no solo en sus países sino en cualquier otro de Latinoamérica e inclusive España, merced de su innegable trayectoria y reconocimiento. No podríamos decir lo mismo de Ayllón o Gianmarco, que solo pueden serlo aquí, donde son muy conocidos, pero no en otros lugares, a pesar de sus Grammy Latino, sus ventas millonarias e incluso sus colaboraciones con personalidades de la estatura y popularidad de Pedro Aznar, Alex Acuña, Emmanuel, Tito Nieves o los Estefan.
Hay dos aspectos que resultan especialmente grises en la dinámica de La Voz versión nacional, y ambos tienen que ver, precisamente, con la porción local de coaches, conformada por Eva Ayllón y Daniela Darcourt. El primero es el afán de figuración de ambas, sobre todo durante la primera etapa del show, denominada «Audiciones a Ciegas». Todo el tiempo trasponen la línea de sus funciones -decidir si voltean o no, aconsejar, analizar cada presentación- y se entrometen a cantar con los participantes –muchas veces desviando la atención hacia ellas y dejando en segundo plano a los concursantes, quienes son (o deberían ser) los absolutos protagonistas de cada emisión. Todo lo contrario ocurre con los otros dos miembros del jurado actual, Tony Succar –talentoso productor y percusionista nacido en Perú que creció en EE.UU., donde desarrolla su carrera desde el año 2015- y el famoso dúo argentino Pimpinela, con 40 años de carrera artística, quienes mantienen una actitud más moderada.
En versiones foráneas no ocurre eso. Los entrenadores, en algunos casos artistas de peso como Alicia Keys (EE.UU.), Rafaella Carra (Italia) o Michael Monroe (Finlandia, vocalista de la legendaria banda de hard-rock y heavy metal Hanoi Rocks), solo ofrecen actuaciones en ocasiones anunciadas como algo especial, e incluso preparan presentaciones con sus pupilos o entre sí, para que los participantes vean a sus profesores hacer lo suyo, a manera de estímulo. El premio final incluye dinero y la posibilidad de grabar un disco con Universal Records, además por supuesto de la fama que llega con la sobre exposición en medios y los ansiados likes en redes sociales.
El segundo aspecto lo mencioné líneas arriba, la sospecha de la «argolla». Si acaso me leen personas no peruanas, este término coloquial alude al favorecimiento que obtiene un trabajador o aspirante a determinadas posiciones, por tener alguna relación -familiar, amical- con quienes están a cargo de la evaluación que decidirá quién ingresa, quién asciende, quién gana. Y en La Voz Perú -y su reciente spin-off, La Voz Senior, cuya primera temporada está hoy en pleno desarrollo- parecería ser uno de los caminos que asegura, a ciertos candidatos, avanzar en la competencia, lo que constituiría una exhibición descarada de esa odiosa y siempre asolapada conducta que, en el Perú, es moneda corriente en prácticamente toda actividad pública y privada -desde la política hasta el mercado laboral, pasando por el deporte y, por supuesto, la industria del entretenimiento masivo- en la que, en lugar de la meritocracia o la imparcialidad, priman el amiguismo, la ayuda tácita. En el contexto del concurso, existiría una forma de disimular esto: la figura del “robo”. Cuando un concursante es declarado ganador(a) de una “Batalla” –otro de los segmentos estandarizados de la franquicia- sin merecerlo, el perdedor(a), que debió ganar, pasa a otro equipo gracias a que otro entrenador lo incorpora a su equipo –lo “roba”-, y de esta manera sigue en carrera.
La Voz Senior, derivado de La Voz Perú, recibe, como sugiere su nombre, a participantes mayores de 60 años, señores y señoras que ofrecen, en la mayoría de casos, momentos de emoción auténtica, haciendo gala de talento y carisma. Los concursantes nos regalan un agradable menú de otras épocas: boleros, salsas, baladas, valses, huaynos, rock en español y clásicos de la nueva ola, trayendo al horario estelar canciones de aquellos artistas que marcaron la vida de nuestros padres y abuelos, de instrumentaciones sofisticadas y letras inspiradoras, interpretadas de manera sobria y elegante, a diferencia de los exagerados gritos y «melismas”, esas ondulaciones disforzadas de las que suelen abusar los concursantes, hombres y mujeres, de La Voz Perú.
NOTA: Para cualquier melómano que se respete, decir «La Voz» remite a uno de los alias artísticos que, durante décadas, sirvió para identificar a Frank Sinatra (1915-1998), extraordinario vocalista e intérprete norteamericano de jazz, recordado por su elegancia, sus romances y sus nexos con la mafia. A Sinatra, el crooner por excelencia, le decían «The Voice» porque acariciaba las canciones con ese tono de barítono y, cuando quería, las hacía explotar con energía y emoción.