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reformas archivos | Página 2 de 2 | Sudaca - Periodismo libre y en profundidad

reformas

Con la complicidad del gobierno, no solo representado por la bancada de Perú Libre sino también por el propio ministro de Educación, Rosendo Serna, quien ha enfilado baterías contra la Sunedu, el Congreso pretende tirarse abajo la reforma universitaria.

Quiere extenderle plazos a las universidades no licenciadas abriendo irregularmente las puertas para que las estafas educativas perpetradas por ellas vuelvan a desplegarse y, además, busca concederle nuevamente poderes a la felizmente extinta Asamblea Nacional de Rectores, responsable del descalabro académico de las casas superiores de estudio en el Perú (situación de la que recién estamos saliendo, de a pocos, gracias precisamente a la reforma universitaria realizada, que los parlamentarios han decidido desmontar).

Curiosamente, el operativo de demolición es liderado no solo por la izquierda radical sino también por los partidos de la derecha, que demuestran una vez más no entender un ápice de las reformas institucionales. Para ellos, solo se trata de instalar el capitalismo salvaje, sin cortapisas democráticas ni presencia eficaz del Estado, como ente regulador y garantía de un capitalismo competitivo, moderno y liberal.

Una de las pocas buenas reformas institucionales desarrollada luego de la vorágine reformista de los 90, ha sido precisamente la universitaria y la creación de la Sunedu. Los gobiernos post Fujimori se dedicaron a gobernar en piloto automático y abandonaron los ímpetus de cambios sustantivos en tantos sectores pendientes, la llamada “segunda ola de reformas”, que aún ningún gobierno ha querido retomar.

La dupla Congreso-Ejecutivo no solo no piensa, desarrolla ni despliega nuevas reformas sino, como se ve, quiere tumbarse las pocas que se han hecho en los últimos lustros. Las declaraciones en sentido contrario de la premier Mirtha Vásquez, pesan muy poco, lamentablemente.

Nuevo acto de irresponsabilidad.- Uno de los tecnócratas más calificados que tiene el Perú, reconocido así por organismos internacionales, como el BID o el Banco Mundial, es el ingeniero Alejandro Afuso. Gestor de sinfín de proyectos e instituciones a lo largo de su vida, hasta hoy se desempeña como coordinador ejecutivo del Programa Nacional de Innovación para la Competitividad y Productividad (Innóvate Perú). Al parecer, como parte de la política gubernativa de arrasar con los pocos nichos de excelencia tecnocrática que funcionan en el país, se habría decidido -según ha publicado el diario Gestión ayer- su cambio. Una barbaridad, desde todo punto de vista. El Perú perdería a uno de sus mejores cuadros por obra y gracia de la ambición politiquera del partido de gobierno -en complicidad con el ministro de la Producción- de copar mediocremente todas las instituciones que aún operan con eficacia y de modo íntegro. Se trata, al parecer, de llevar el Estado a su colapso.

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Congreso-Ejecutivo, contrareforma, Perú Libre, reformas

Si algo hemos aprendido en las últimas décadas es que sin reformas no hay paraíso. Y esto no es nuevo, ha sido siempre así al margen de la estrategia económica (o modelo como lo llaman algunos) que siga un gobierno. Me refiero que los resultados económicos, medidos por el crecimiento económico, la inflación y la situación fiscal, entre otros, nunca han sido suficientes para que aumente el bienestar de todos los ciudadanos.

Ni el mercado solo, ni el Estado solo, pueden hacerlo. Se requiere de ambos. ¿Alguien puede creer que porque la economía crece 2% o 5% mejorará la salud o la educación? ¿Cómo? Algunos dirán porque se le pone más dinero, fruto de la recaudación tributaria. Pregunto, ¿solo poniendo más dinero mejoran las instituciones? ¿Desde cuándo?

Una reforma es un cambio en el funcionamiento de un sector. Tal como funcionan, salud, educación, pensiones, poder judicial y un largo etcétera no veremos reflejado en el bienestar de todos, las cifras económicas. Hay que cambiar. De lo contrario seguiremos en la competencia inútil de qué gobierno destinó más recursos a tal sector.

La ecuación es así: solidez macroeconómica + reformas = mayor bienestar para todos.  ¿Por qué ningún gobierno ha intentado, más allá de la retórica hacer reformas? ¿No queda claro que si es de izquierda o de derecha igual las necesitan?

Por eso las reformas son urgentes. En estos tiempos se entiende que es difícil hacerlo por razones obvias; pero sí se puede marcar un derrotero consensuado que marcará la hoja de ruta del gobierno. Y tendremos un norte. Solo así los ciudadanos verán que las buenas cifras macroeconómicas se perciban en sus bolsillos y en su vida diaria.

Las reformas suelen tener éxito cuando se hacen al comienzo de los gobiernos y cuando el presidente sabe que siembra, pero probablemente coseche quien venga después, pues toman tiempo. ¿Algún presidente podrá decir que comenzará hacerlas para que los aplausos se los lleve otro? Además, generan ganadores y perdedores en el corto plazo. Para estos últimos se requerirán programas de capacitación y de reconversión social para que no queden desamparados.

Insisto: no solo es gastar más; importa cómo se gasta y si se busca recaudar más sin una conexión con la forma cómo se va a gastar no está haciendo nada, sino solo un anuncio para la tribuna.

Nadie dice que sea fácil; pero deberá ser uno de los elementos que debe ajustar el actual gobierno. Si no lo sabe o sigue improvisando, los problemas solo aumentarán, al margen de la posición política de cada uno. El fanatismo y la falta de autocrítica no son opciones.

Espero que hayamos aprendido las lecciones del siglo XXI. De nada sirven las cifras macroeconómicas si no se reflejan en el bienestar de todos. Y para eso re necesitan las reformas.  Es hora de pensar en propuestas serias que apunten al mediano plazo, sin dejar de lado las medidas urgentes de la coyuntura. Sin equilibrios macroeconómicos, no vamos a ningún lado. Estos últimos (la estabilidad monetaria y el manejo responsable de las finanzas públicas son equivalentes a  construir los cimientos de una casa. Con ellos no elevamos nuestro bienestar. Si buscamos esto último, tenemos que construir la casa y ello demanda reformas. No importa si usted, estimado lector, es de izquierda o de derecha. Da lo mismo.

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Carlos Parodi, Entendiendo de Economía, reformas

Una de las grandes lecciones que dejará el COVID-19 será la necesidad de hacer reformas en sectores tan sensibles como educación, salud, pensiones e informalidad, entre otros. Hacerlas es difícil. Una reforma es un cambio y no es fácil llevarlo a la práctica ni tampoco se puede hacer rápido.

Hoy damos por hecho algunos rasgos de la economía que en su tiempo necesitaron reformas: la estabilidad monetaria, la responsabilidad fiscal y los bajos niveles de deuda pública como porcentaje del PBI son ejemplos. Ellos configuran la solidez macroeconómica que sin duda debemos mantener, pero que no se han manifestado como quisiéramos en el aumento de la calidad de vida de los ciudadanos. La razón es que no se han reformado los sectores que justamente conectan los resultados económicos con el bienestar. La “buena economía” no fue, no es, ni será suficiente. Hay que construir sobre ella.

El primer elemento para lograr poner en marcha una reforma es el consenso de la mayoría de los actores involucrados. No puede hacerse por un conjunto de iluminados.  De hecho, como todo cambio, las reformas enfrentarán el rechazo de algunos grupos de interés que no estarán dispuestos a perder los privilegios que reciben con el estatus quo; pero, más de lo mismo no es solución.

El segundo elemento es la forma de hacerlas; comenzar por proyectos pilotos en áreas específicas y no en temas tan grandes como pretender reformar todo el sector salud. La población tiene que ver primero resultados para luego apoyar la extensión del piloto a todo el país.  Este elemento se eslabona con el tercero. La única manera que una reforma tenga apoyo poblacional es que la ciudadanía vea resultados. Solo así creerá.

El cuarto elemento es una adecuada comunicación por parte de los responsables de implementar las reformas. La ciudadanía tiene que saber qué se va a hacer, cómo se va a hacer, en cuánto tiempo se esperan resultados, etc. Las reformas significan cambios y si vamos a cambiar, sopesaremos los beneficios y costos del cambio.

Siempre habrá oposición a las reformas, pero muchas veces no se sabe a qué ni por qué. Sin embargo, es un tema que tiene que trabajar el gobierno, con una agenda clara, en especial en el campo social. Si existen metas económicas, ¿por qué no existen en el campo social? La gente se opone a las reformas cuando no “siente” las mejoras.

En quinto lugar, la credibilidad es clave; por eso la mayoría de reformas se hacen al comienzo de los gobiernos y no hacia el final. El “cuándo hacerlas” importa tanto como el “cómo hacerlas”. Las reformas no se pueden hacer en un contexto donde la credibilidad de las autoridades está en caída. Por eso, aprovechar los buenos tiempos para hacer reformas es clave.

Los impactos de una reforma no son de corto plazo. Los gobiernos y los congresos deben ser conscientes de ello. Algún gobierno posterior obtendrá los beneficios. ¿Estarán dispuestos a ello?

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Carlos Parodi, Entendiendo de Economía, reformas

El Páramo reformista. Eduardo Dargent, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2021.

Eduardo Dargent ha hecho una contribución indispensable y notable para entender por qué es tan difícil hacer reformas en el Perú con su reciente libro.

Su argumento central es que la dificultad para reformar en el Perú tiene que ver no solo con los intereses corruptos que infiltran el Estado, a los que Dargent se refiere como las malas manzanas en el barril, usando la metáfora de Mario Montalbetti. Si fuese así bastaría con extirpar esas manzanas del barril, pero no es el caso.

Si se les saca, se pudrirán otras. Por eso Dargent sostiene que la dificultad de reformar es más compleja y profunda, y tiene que ver con el barril mismo, que tiene una madera que malogra las manzanas: una “estructura social e institucional que limita los esfuerzos de cambio”. Su argumento colisiona contra el discurso facilista que muchas veces predomina en parte de la ciudadanía que culpa a los políticos corruptos de los problemas del Estado. Sin duda esas manzanas podridas hacen daño, pero Dargent profundiza mucho más para entender por qué siguen apareciendo.

Y el problema, explica el libro, es la existencia de fuerzas que se oponen a las reformas ya sea porque amenazan sus intereses o porque tienen diagnósticos ingenuos y fallidos (o una combinación de ambos). Dargent identifica tres grupos, a los que llama “conservadores populares”, “libertarios criollos”, y “izquierdistas dogmáticos”.

El siguiente párrafo del libro los describe bien y la forma como cada uno torpedea la posibilidad de reformas:

“Los conservadores populares minimizan la necesidad de reformas y la razón principal para ello es estar atravesados por intereses particulares. Los libertarios criollos no reconocen los límites de sus recetas privatizadoras, los beneficios que obtienen del orden actual ni lo conservadores que son frente al cambio. Ambos tipos de actores son parte de la madera. Los izquierdistas dogmáticos sí entienden que el poder está en la base de la resistencia al cambio y pregonan la necesidad de curar la madera, una postura que, como verán, comparto, pero son irresponsables al creer que un cambio en el poder, en los términos que ellos consideran positivo, traerá necesariamente mejoras sustantivas.”

Dargent explica de manera muy clara y convincente cómo estos tres grupos se convierten en obstáculos para reformas, y de esa manera logra proveer una visión más completa sobre los desafíos que enfrenta cualquier esfuerzo reformista.

Quizá mi única diferencia con su tipología es que los libertarios criollos y los conservadores populares son aún más parecidos de lo que él sugiere, y podrían encajar en una sola categoría. Las elecciones y los acontecimientos post-electorales muestran que muchos liberales criollos son en el fondo conservadores, o al menos no tienen ningún reparo en adoptar las mismas posiciones cuando perciben que tienen al frente a un rival común. En esos casos la argumentación liberal termina siendo usada solo para maquillar intereses conservadores que buscan preservar poder y statu quo.

En cambio, los liberales genuinos son un grupo mucho más pequeño y casi sin influencia.

Dargent escribe con el loable propósito de ayudar a construir una demanda social por reformas, y para eso intenta hacerle ver al lector cómo el comportamiento y narrativa de cada uno de estos grupos conspira contra ellas.

Busca lograr una reflexión crítica sobre el debate político en el Perú y advertirle al lector el efecto tóxico que tienen estos tres grupos sobre la madera, con la esperanza de que pueda alejarlo de ellos.

Coincido que eso es necesario y Dargent lo expone de manera magistral. Pero a pesar de que no es su intención, el libro me llevó a adoptar una reflexión más pesimista que la del autor: ¿bastará con crear una mayor conciencia ciudadana por lo que requieren estos procesos de reforma? Me temo que quizá no, y que estos tres grupos podrían ser un síntoma de un problema más profundo: lo fragmentado y desarticulado que es el Perú.

En ese sentido, durante la lectura me acechó continuamente la pregunta de si realmente es posible reformar en países tan fragmentados, con tan poco capital social. Me explico: la formación de coaliciones ciudadanas amplias para promover reformas que creen bienes públicos requiere por definición que los integrantes de esas coaliciones puedan confiar entre ellos lo suficiente como para unirse bajo una agenda común. Si cada uno desconfía de las motivaciones del otro, la acción colectiva se dificulta. En el Perú la desconfianza que existe entre grupos distintos de la sociedad es casi patológica. Para un sector del empresariado ser profesor de la PUCP ya es señal de sospecha. Para un grupo de intelectuales ser empresario es casi sinónimo de no ser demócrata. Un ejemplo reciente es la Proclama Ciudadana. Una iniciativa que promovía compromisos básicos que en principio cualquiera suscribiría, era vista con muchísima sospecha por ambos lados.

La peruana es una sociedad muy dividida, muy fragmentada. No conozco ejemplos de coaliciones amplias exitosas en países así.

Por eso quizá los tres enemigos de la reforma que Dargent identifica florecen o logran importancia porque la madera con la que se hizo el barril proviene de un árbol que no tiene la materia prima adecuada: una sociedad desarticulada, sin lazos de confianza interpersonal que faciliten que la acción colectiva.

Por eso me temo que soy más pesimista que Dargent sobre la posibilidad de “curar el barril” a través la creación de una demanda ciudadana por reformas. Esos esfuerzos pueden dar resultados en algunos casos (Sunedu es un buen ejemplo de cómo una coalición social puede defender una reforma de los ataques de políticos corruptos y de algunos de los grupos que Dargent identifica), pero no como para reformar de manera sistemática, como el Perú requiere.

Creo que necesitamos algo más, que para mi pasa un shock institucional como lo que describí con Andrea Stiglich en El Perú está calato (Planta 2015).

Sin embargo, reconozco la contradicción: ese shock institucional no es posible sin una demanda ciudadana como la que Dargent busca crear. Por lo tanto coincido en que el esfuerzo que plantea a través de su libro es indispensable.

Finalmente, Dargent pone el dedo en la llaga al enfatizar que la necesidad reformista del Perú es vasta: se requiere un conjunto de cambios profundos y en varias dimensiones. Esto es algo que los tres grupos mencionados por Dargent, cada uno a su manera, pasa por alto, con la consecuencia de banalizar la discusión sobre los problemas del país. Para los conservadores se requiere mano dura para sacar adelante proyectos mineros, para los libertarios desregular más, para los izquierdistas dogmáticos cambiar la Constitución.

Y más aún, como señala el libro, no solo se trata de diseñar mejores y nuevas políticas, sino también fortalecer la capacidad del Estado para implementarlas con éxito, algo que no es tomado en cuenta por ninguno de los tres grupos.

La mayoría de los países que han vivido milagros y en poco tiempo (relativamente) transitaron de ingreso bajo a ingreso alto o medio-alto pudieron hacerlo secuenciando bastante sus reformas en el tiempo. Con algunas cosas básicas (estabilidad macro, economía al menos medianamente abierta, etc.) pudieron aprovechar sus ventajas comparativas y desarrollar industrias exportadoras intensivas en mano de obra. El argumento de la hipótesis de modernización (e incluso su versión revisada -Acemoglu et al-) es que eso generó una fuente de empleo masiva que sacó gente de la pobreza y empezó a crear una clase media favorable a ciertas reformas e instituciones económicas y políticas que permitieron seguir creciendo y robustecerse.

El problema es que por cambios tecnológicos y globalización esas industrias exportadoras intensivas en mano de obra ya no parecen ser una buena locomotora. En el mundo de ingreso bajo y medio la participación de la manufactura en el empleo se viene reduciendo desde hace años, a diferencia de lo que la teoría clásica habría sugerido.

¿Qué nos queda entonces? Hacer reformas bastante más complejas para desarrollar industrias que dependen de ventajas comparativas más sofisticadas, que van más allá de materias primas y mano de obra barata. Estas requieren acción del Estado muchísimo más compleja que la que requirieron los países de milagros del siglo XX. Ninguno de ellos tuvo que arreglar sus sistema educativo antes de empezar a crecer, o tener colaboración público-privada para promover la innovación antes de empezar a crecer.

Por lo tanto, las reformas que le tocan al Perú son verdaderamente desafiantes y sin parangón en la historia económica moderna. Eso significa que nuestra incapacidad para reformar es aún más incapacitante para nuestro desarrollo de lo que creemos.

Y por eso el libro de Dargent trae una discusión tan necesaria.

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Una de las grandes lecciones que deja el COVID-19 es la necesidad de hacer reformas en sectores tan sensibles como educación, salud, pensiones e informalidad, entre otros. Hacerlas es difícil. Una reforma es un cambio y no es fácil llevarlo a la práctica ni tampoco se puede hacer rápido.

Hoy damos por hecho algunos rasgos de la economía que en su tiempo necesitaron reformas: la estabilidad monetaria, la responsabilidad fiscal y los bajos niveles de deuda pública como porcentaje del PBI son ejemplos. Ellos configuran la solidez macroeconómica que sin duda debemos mantener, pero que no se han manifestado como quisiéramos en el aumento de la calidad de vida de los ciudadanos. La razón es que no se han reformado los sectores que justamente conectan los resultados económicos con el bienestar. La “buena economía” no fue, no es, ni será suficiente. Hay que construir sobre ella.

El primer elemento para lograr poner en marcha una reforma es el consenso de la mayoría de los actores involucrados. No puede hacerse por un conjunto de iluminados.  De hecho, como todo cambio, las reformas enfrentarán el rechazo de algunos grupos de interés que no estarán dispuestos a perder los privilegios que reciben con el estatus quo; pero, más de lo mismo no es solución.

El segundo elemento es la forma de hacerlas; comenzar por proyectos pilotos en áreas específicas y no en temas tan grandes como pretender reformar todo el sector salud. La población tiene que ver primero resultados para luego apoyar la extensión del piloto a todo el país.  Este elemento se eslabona con el tercero. La única manera que una reforma tenga apoyo poblacional es que la ciudadanía vea resultados. Solo así creerá.

El cuarto elemento es una adecuada comunicación por parte de los responsables de implementar las reformas. La ciudadanía tiene que saber qué se va a hacer, cómo se va a hacer, en cuánto tiempo se esperan resultados, etc. Las reformas significan cambios y si vamos a cambiar, sopesaremos los beneficios y costos del cambio.

Siempre habrá oposición a las reformas, pero muchas veces no se sabe a qué ni por qué. Sin embargo, es un tema que tendrá que trabajar el gobierno que asuma el 28 de julio, con una agenda clara, en especial en el campo social. Si existen metas económicas, ¿Por qué no existen en el campo social? La gente se opone a las reformas cuando no “siente” las mejoras.

En quinto lugar, la credibilidad es clave; por eso la mayoría de reformas se hacen al comienzo de los gobiernos y no hacia el final. El “cuándo hacerlas” importa tanto como el “cómo hacerlas”. Las reformas no se pueden hacer en un contexto donde la credibilidad de las autoridades está en caída. Por eso, aprovechar los buenos tiempos para hacer reformas es clave.

Los impactos de una reforma no son de corto plazo. Los gobiernos y los congresos deben ser conscientes de ello. Algún gobierno posterior obtendrá los beneficios. ¿Estarán dispuestos a ello?

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