sistema político

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El problema, en cualquier caso, es complejo. Y el panorama es deprimente: un sistema político dañado, que necesita urgentes reformas, pero no tiene los incentivos para reformarse a sí mismo. Un país que se está acostumbrando a entender la política como pura confrontación; que entiende el voto como una forma de sanción, que vota con cólera y no con esperanza; que no se tomó en serio la construcción de una clase política, dejó que esta se llene de bribones y personajes mediocres, y ahora no encuentra la forma de liberarse de ese virtual secuestro.

En la práctica somos rehenes de una clase política a la que elegimos sin convicción, con los dedos tapándonos la nariz, conscientes de que estábamos eligiendo lo menos malo entre lo peor. Pero, sobre todo, somos un país que ha perdido el entusiasmo, que ya no espera nada de la política. No debe sorprendernos ahora que nuestros captores se aferren a sus posiciones de privilegio, y que esto les resulte sencillo. Nadie vislumbra que pueda haber un cambio que prometa un futuro mejor, y por eso casi nadie se la juega. Por eso sacar a los que están ahora no va a ser fácil, y que se vayan todos es imposible: cuando estos se vayan deberán ser reemplazados por otros. Difícilmente esos que lleguen después serán mejores que los que tenemos ahora, a menos que nos reconciliemos con la política y nos preocupemos por construir, ahora sí y de una vez por todas, una clase política decente.

Pero eso no ocurrirá mañana, ni pasado mañana. Por ahora, deberíamos darnos por bien servidos si encontráramos un liderazgo que entusiasme, genere esperanza, inspire, que una y no divida. Que busque trascender y no solo sobrevivir. No nos engañemos: tal como estamos ahora, hasta eso parece difícil.

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