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Un país secuestrado

Somos rehenes de una clase política a la que elegimos sin convicción, con los dedos puestos en la nariz. Liberarnos pasa necesariamente por negociar, alcanzar acuerdos y concesiones. ¿Por qué es tan difícil?

La dinámica política peruana es sorpresiva por ratos, habitualmente desconcertante y siempre acelerada. Todos los días pasan cosas. Cosas extrañas, insólitas. A veces pasan tan rápido que unas horas después resulta que no pasaron, como los extraños casos del abogado que renuncia y luego vuelve, o el premier que se suponía que se iba y luego resulta que se queda, o el congresista que renuncia a su bancada y luego retira la carta, en todos los casos, como si nada. Los hechos se suceden tan rápido que ahora ya los vemos ocurrir cuando todavía están en borrador.

Todo ocurre en efecto tan rápido que cabe preguntarse a qué hora del día los políticos se dan tiempo para pensar sobre cómo enfrentar los auténticos problemas del país. Las cuestiones profundas, estructurales. ¿Será en la mañana, durante el desayuno? ¿O ya bien entrada la noche, luego del programa de Philip Butters? Perdonen la ingenuidad. No tenemos respuesta a ciencia cierta pero a juzgar por lo que se ve y escucha todos los días parece evidente que esa no debe ser ni siquiera la penúltima de sus prioridades. Y resulta comprensible, si se toma en cuenta en qué se ha convertido el trabajo del político: un reto de sobrevivencia. Difícil ponerte a pensar (menos, a actuar) sobre asuntos tan abstractos cuando tus prioridades son asegurar la cuenta bancaria y mantenerte a buen recaudo de los jueces, los fiscales y la policía. Y esa es, por desgracia, la realidad de nuestra clase política, ya sea que te señalen como líder de una vulgar organización criminal que intenta sacar tajada de las obras públicas, o como un vulgar y asqueroso violador que se aprovecha de una trabajadora de su despacho. Al fin y al cabo son variaciones sobre el mismo tema: sacar ventaja; el verdadero deporte nacional.

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La cuestión de fondo, desde luego, es cómo salimos de esto. Aunque para ello debamos primero ponernos de acuerdo en qué es “esto” de lo que se supone que queremos salir. ¿Nos referimos a deshacernos del gobierno del Castillo? ¿Del Congreso también? ¿De todo el sistema político? ¿Del marco constitucional? ¿De la democracia? No es para nada una discusión baladí, si no podemos ponernos de acuerdo en esto mal podríamos ponernos de acuerdo en la forma de salir. “Que se vayan todos” puede entenderse (y se entiende) de varias maneras, según las anteojeras ideológicas y las antipatías personales de cada quien. Ordenémonos primero, sería lo que aconsejaría cualquier líder. Pero es difícil llegar a un consenso sobre esto en una coyuntura tan acelerada y violenta.

Necesitamos, entonces, un poco de pausa. Pero llegados a este punto, quizás nos estemos enfrentando a un problema de diseño. ¿Tiene la política peruana un freno de emergencia que se pueda jalar en casos como este? Parece que no, que nuestro “diseño institucional” (jerga de politógo) solo tiene pistolas de agua y botones nucleares. De un lado, la mesa de diálogo, el acuerdo nacional, la insulsa comisión investigadora parlamentaria que emite informes que no le importan a nadie; del otro, la vacancia presidencial y la disolución del legislativo, soluciones terminales que solo dejan tierra arrasada. Como en la Guerra Fría, pero con una pequeña diferencia: en la Casa Blanca y en el Kremlin primaba la sensatez, nadie quería ser el que apretara los botones primero. En la guerra fría política peruana se ha perdido cualquier asomo de cautela. Y así, vivimos pendientes, apostando cada mes, a ver cuándo estalla la bomba.

Nos hemos olvidado de en qué consiste realmente hacer política. Clausewitz definía la guerra como la continuación de la política por otros medios. Nosotros lo hemos entendido al revés: en el Perú, la política es una forma de hacer la guerra. Nuestros políticos no negocian, no buscan acuerdos que resulten aceptables para todos; lo que quieren es desaparecer, obliterar a sus adversarios, desaparecerlos del mapa. Nuestros políticos no tienden puentes; cavan trincheras y se arman hasta los dientes. ¿Quién puede esperar concesiones, actos de desprendimiento o acuerdos mínimos de gente así? Es en esos términos que debe entenderse la confrontación política de hoy. La vacancia es ciertamente una posibilidad, si consideramos que lo realmente urgente es ponerle fin a este gobierno. Pero seríamos ingenuos si pensáramos que luego de una detonación así crecerá algo que no sea malahierba.

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O quizás el problema no sea institucional, sino de hombres y mujeres. A lo mejor, lo que falta no es un freno de mano, sino alguien que esté dispuesto a tirar de él. Alguien que imprima la pausa, que pise la pelota, a la manera de ese fútbol que tanto añoramos y que ya no se juega en ninguna liga decente del mundo. Un ‘10’ que nos ordene. El problema –para seguir con el símil futbolero– es que nuestro ‘universo de convocables’ es muy corto. No hay en nuestro elenco político intérpretes de esas características. Tampoco tenemos algo que se parezca al flaco Gareca, que nos diga “pensá” e inspire confianza.

Lo cierto es que nuestra clase política produce especímenes de menos calidad que las divisiones inferiores del fútbol peruano. Picapiedras, correlones, indisciplinados, juergueros, falsos valores. Las jóvenes promesas apenas son capaces de uno que otro chispazo, pero no dan el salto para llegar a ligas mayores. Y ante ese panorama poco alentador, los políticos de antaño siguen teniendo un lugar protagónico. Acá falla un poco el símil futbolero: nadie les dirá ‘viejas glorias’, porque la verdad es que no le han ganado nadie. Pero son los que están y todavía son convocados, aunque estén viejos, lesionados, rotos… y se hayan consumido todo su crédito de cara a la tribuna. Es una realidad triste: como si quisiéramos jugar las próximas eliminatorias con los futbolistas de la campaña del 97, esos que se quedaron por poco de ir a un Mundial. Más que triste, es patético, pero sobre todo ineficaz. Con ese equipo no le ganas a nadie. Peor: no entusiasmas a nadie.

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El problema, en cualquier caso, es complejo. Y el panorama es deprimente: un sistema político dañado, que necesita urgentes reformas, pero no tiene los incentivos para reformarse a sí mismo. Un país que se está acostumbrando a entender la política como pura confrontación; que entiende el voto como una forma de sanción, que vota con cólera y no con esperanza; que no se tomó en serio la construcción de una clase política, dejó que esta se llene de bribones y personajes mediocres, y ahora no encuentra la forma de liberarse de ese virtual secuestro.

En la práctica somos rehenes de una clase política a la que elegimos sin convicción, con los dedos tapándonos la nariz, conscientes de que estábamos eligiendo lo menos malo entre lo peor. Pero, sobre todo, somos un país que ha perdido el entusiasmo, que ya no espera nada de la política. No debe sorprendernos ahora que nuestros captores se aferren a sus posiciones de privilegio, y que esto les resulte sencillo. Nadie vislumbra que pueda haber un cambio que prometa un futuro mejor, y por eso casi nadie se la juega. Por eso sacar a los que están ahora no va a ser fácil, y que se vayan todos es imposible: cuando estos se vayan deberán ser reemplazados por otros. Difícilmente esos que lleguen después serán mejores que los que tenemos ahora, a menos que nos reconciliemos con la política y nos preocupemos por construir, ahora sí y de una vez por todas, una clase política decente.

Pero eso no ocurrirá mañana, ni pasado mañana. Por ahora, deberíamos darnos por bien servidos si encontráramos un liderazgo que entusiasme, genere esperanza, inspire, que una y no divida. Que busque trascender y no solo sobrevivir. No nos engañemos: tal como estamos ahora, hasta eso parece difícil.

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