Es cierto que la mente humana necesita cambio y variedad. La ausencia de ello enferma, literalmente enloquece. Pero también requiere estabilidad y predictibilidad. Sin ellas no se desarrolla la confianza básica en que el mundo es vivible. Creo que la  novedad se convirtió en una obsesión y se dejó de lado las maneras de sobrellevar cooperando y compartiendo, usando la tradición, turbulencias que no tienen nada que ver con el emprendedurismo.

¿Qué encuentran la guerra, la pandemia, la catástrofe natural, esas realidades que nadie quiso discutir en colegios y escuelas de negocios, que relegamos a películas de zombies, sectas de supervivientalistas o pájaros de mal agüero que no aceptaban ni entendían el progreso?

Pues jóvenes que se sienten engañados, que no quieren ser incomodados, sumamente recelosos, cuando no abiertamente rabiosos, frente a autoridades de todo tipo —científicos, servidores públicos, representantes políticos, expertos y especialistas—, que buscan protección antes que experimentación, que quieren explicaciones sencillas y totales, que prefieren conductores recios e inescrupulosos.

Claro, es una tendencia, quizá pasajera, pero suficientemente marcada como para  recalibrar nuestros mensajes con respecto a lo constante y lo variable, sin ensalzar ni despreciar ninguna de esas dos dimensiones que dan sentido a todo.

 

 

 

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Cultura, sociedad
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