Si los seres humanos fuésemos enteramente racionales, seríamos como los vulcanos de la profusa serie Star Trek. Pero eso significaría que no seríamos humanos. No solamente tenemos sentimientos, sino que disfrutamos de ellos. Los sentimientos son además difíciles de expresar verbalmente y por ello se canalizan de otras maneras, principalmente, mediante la violencia y el arte. Dado que la primera opción es antisocial, debemos preferir siempre la segunda. El arte tiene como fin entender qué es vivir como humanos, pero no mediante la razón sino a través de la expresión. Cuando se dice que “ser de la U es un sentimiento” se afirma un hecho correcto. No hay razones para ser hincha de la U, como tampoco del Alianza, del Boys o del Cristal. Tales afiliaciones no se tienen que explicar. Se sienten, solamente y con ello debería bastar. Nunca habrá buenos argumentos para justificar una identificación u otra. De hecho, en tales casos los razonamientos sobran.

Tanto la ausencia de sentimientos como su exceso nos causan problemas. Deberíamos reconocer que la dificultad para empatizar con lo que acaece a nuestros semejantes como el exceso de sentimentalismo nos pueden volver igualmente injustos y crueles. En los casos en los que debemos buscar la justicia y la verdad, los sentimientos o la ausencia de ellos pueden igualmente nublar el juicio.

El viernes 6 de setiembre la especialidad de Filosofía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos invitó al biólogo Luis Arbaiza a ofrecer una charla titulada “Feminismo y biología”. Conozco personalmente al ponente y por tanto puedo atestiguar de primera mano su ánimo polémico, como también pedagógico. En un par de ocasiones ha expresado opiniones que no me resultaron convincentes (específicamente, sobre educación y sobre los transgénicos). Pero de tales discrepancias no pude inferir que estaba conversando con un fanático o un desinformado. Arbaiza es un humanista tanto porque su conocimiento va más allá de la biología (se interesa también por las artes y especialmente por la literatura) como por su actitud abierta al conocimiento y al diálogo.

En su charla (a la que no asistí, de modo que mi comentario puede ser parcial) presentó datos que enlazó con argumentos en contra de la teoría feminista hegemónica y los estudios de género. Porque he conversado con él muchas veces, no se puede sostener que sea un misógino, un transfóbico ni mucho menos un homofóbico. Arbaiza es abiertamente gay y promueve una visión peculiar sobre dicho estilo de vida, con el que podemos estar de acuerdo o no.

Muchos asistentes a la charla expresaron su disgusto por las tesis propuestas por el ponente y generaron una ola de rechazo que llevó a la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad a comunicar que la responsabilidad de la invitación recaía exclusivamente sobre la especialidad de Filosofía, como dando excusas y expresando disculpas por haber traído al campus a Luis Arbaiza.

Pero los argumentos contra su ponencia no eran argumentativos sino únicamente sentimentales. Arbaiza estaba equivocado, según quienes protestaban, porque ofreció datos y argumentos que ofendían a una parte de la comunidad universitaria, a las mujeres y a los grupos LGTBI.

Es cierto que una ponencia académica, que se ubica en el espacio de la razón, no debe buscar jamás la ofensa porque ello implica necesariamente cruzar los límites de la argumentación razonada. Pero de ello no podemos inferir que un dato o un argumento están errados porque son ofensivos. Lo que me puede ofender es ilimitado: mis sentimientos pueden ser agredidos por el color de una corbata o un corte de cabello, por una preferencia musical o simplemente por el color de piel de una persona con la cual tengo que interactuar. Por eso una ofensa solo puede ser respondida con otra ofensa o bien, como resulta más aconsejable, con la absoluta indiferencia. En cambio, un argumento solo puede ser respondido con otro argumento, que consideremos mejor.

La ciencia ofende constantemente mi sentido común. Y no puede ser de otra manera. El sentido común me dice que hay un “castellano correcto” pero la ciencia me dice lo contrario y, de hecho, la ciencia lingüística me informa que ni siquiera se puede decir que exista el castellano sino como mero constructo social. El sentido común me dice que el Sol sale por el este y se pone por el oeste. Pero sabemos por conocimientos básicos de cosmología que eso es una mera ilusión. Ya hay muchos filósofos y científicos que han cuestionado el libre albedrío, lo que sin duda ofende dos corrientes de pensamiento que aprecio, como son el existencialismo y el liberalismo.  

Los motivos para ofenderse son ilimitados. Muchos todavía se sienten ofendidos por la evolución, otros se sienten ofendidos por la ley de la oferta y la demanda, otros tantos se pueden legítimamente ofender cuando la biología nos señala que la sexualidad no es binaria. Sentirse ofendidos por argumentos basados en evidencia nunca lleva a nada, salvo a la sinrazón y el ánimo de censura. Lo correcto frente a un argumento que nos parezca débil o falaz es desarrollar argumentos que consideremos sólidos y no falaces. Un argumento no es mejor ni peor, una teoría científica no es más ni menos certera por el solo hecho de que afecte los sentimientos de la mayoría.

Una Universidad debe ser el espacio de la razón, de la verdad, de la ciencia y de la justicia. En ella se puede y se debe discutir apasionadamente siempre y cuando dicha pasión esté impulsada por un interés sincero por llegar (o reconocer que no se puede llegar) a la verdad. Se dice que Karl Popper y Ludwig Wittgenstein, dos de los filósofos más influyentes del siglo XX, discutían de manera tan ardorosa que debían ser apaciguados por sus colegas. Ambos personajes son admirables porque siempre ponían su pasión al servicio de la verdad. Cuando se procede de esa manera, la competencia permite que las ideas en conflicto se afinen y mejoren. No será posible tomar provecho de una polémica si una de las posturas es cancelada.  

Así, quienes no estén de acuerdo con las ideas de Arbaiza deberían procurar rebatirlo dentro del plano científico, no del sentimental. De especial interés es observar que hay una crítica fundamental a la teoría de género y la teoría queer, a saber, que se niega a dialogar con la biología y, en especial, con la evolución. El presupuesto de que los seres humanos somos animales especiales, radicalmente distintos a las demás especies porque somos tábulas rasas definidas por cuestiones meramente sociales y nunca biológicas me resulta de una ingenuidad insondable y, sobre todo, de una ignorancia radical. Llamo “ignorancia radical” no al no saber sino a la persistencia en no querer saber. La ignorancia por sí sola es un rasgo común a todo miembro de nuestra especie. No lo es, en cambio, la indiferencia ante el conocimiento. En otras palabras, no saber no es un pecado, pero sí lo es no querer saber. El origen de la filosofía y de la ciencia se halla precisamente en la consciencia de la ignorancia, en darse cuenta de que el sentido común puede ser efectivo en cuestiones comunes, pero completamente errado en la aventura de conocer el mundo hasta donde nos sea posible.

Los datos se contrastan. Los argumentos se critican. La justicia solo puede fundarse en el discernimiento de la verdad. Es cierto que la Universidad no debe dar cabida a charlatanes que medran de la ignorancia de las masas. Pero esta regla no se puede confundir con la censura. La Universidad debe ser un espacio privilegiado en el que el debate debe estar siempre abierto para quienes tengan algo que aportar a él. Cuestionar la teoría feminista hegemónica o la teoría queer no significa sacrificar la dignidad de las mujeres, gays, lesbianas o trans.

Hemos llegado al consenso de que la vida humana es invaluable, que la dignidad de toda persona debe ser el centro de la moral universal, que ninguna orientación sexual, como ningún color de piel, disminuye el valor de una persona y que ser mujer no puede querer decir que ella deba estar sometida al varón. Hemos llegado al consenso de que todo ser humano, sin importar su origen étnico o social, tiene el mismo derecho a la búsqueda de la felicidad y la prosperidad.

Pero no es posible sostener este consenso huyendo del debate científico y de la razón. Marx sostuvo que los filósofos debían pasar de entender el mundo a transformarlo. Este dictum es provocador y persuasivo. Sin embargo, a él se le puede responder observando que no es posible transformar algo si no se lo entiende. Así, las raíces biológicas del ser humano no se pueden negar, a menos que adoptemos el dogma de que somos seres desprendidos de la naturaleza. Y ciertamente nuestra naturaleza puede contener maravillas, pero también abismos y vilezas de los cuales sobre los cuales es mucho mejor tener consciencia precisamente para domesticarlos utilizando la razón. Dedicarse a las letras, las artes y las humanidades insistiendo en ignorar la animalidad de la cual descendemos es persistir una ilusión.

La ponencia de Luis Arbaiza fue seguramente provocadora y por ello mismo resultó ofensiva para muchos. Pero la provocación (cuando es fundamentada, no cuando está inspirada en la charlatanería) es necesaria para cuestionar nuestras creencias. Temer a la polémica razonada es una actitud contraria al espíritu fundante de la Universidad. La Universidad no debe estar al servicio del cliente, ni del poder, no debe ser un espacio de confort ni un lugar en el que el estudiante esté protegido de las ideas que lo cuestionen sino todo lo contrario. Es un espacio, por definición, político, en el sentido en que es allí donde debemos gestionar el disenso, orientados por un solo fin, que es la búsqueda de la verdad.

Las ideas que nos cuestionan pueden doler. Pero también duelen los ejercicios en un gimnasio. Aceptamos ese dolor porque nos hace más fuertes. La conformidad, en cambio, nos debilita y nos convierte en sujetos fácilmente manipulables. Sin sentir desafíos, sin la capacidad de enfrentar la contrariedad, no se puede fortalecer el pensamiento.  

La madrugada del 4 de agosto los asistentes al bar “La Noche” de Barranco reconocieron a una recién llegada al local, la congresista Patricia Chirinos, quien se hallaba acompañada y ya sentada en una mesa como una asistente más. El bar “La Noche” es conocido por ser uno de los centros de la bohemia limeña barranquina, que no está compuesta por barranquinos sino por los usuales visitantes del distrito de Barranco, el más pequeño de Lima metropolitana y que es reconocido por ser un centro de atracción turística. Hace cien años Barranco era un balneario de lujo y hoy es un distrito partido en tres: una zona de clase alta, que vive en edificios de alta gama aledaños a la zona del mar, otra de clase media ubicado a solo unas cuadras en donde abundan restaurantes, peñas y bares y una zona pobre notoriamente marginada de la prosperidad que abunda en el resto del distrito. Por su singular arquitectura republicana, que aún subsiste a pesar de la modernización, Barranco es una de las joyas de la capital que ha sufrido durante décadas la maldición de la mala gestión de sus alcaldes, con muy pocas y contadas excepciones, y que terminó de ser partido en dos con la construcción del Metropolitano por el alcalde metropolitano Luis Castañeda. Barranco ha sido y es el hogar de artistas ilustres como José María Eguren, Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Ramiro Llona; otros personajes importantes vinculados al barrio fueron el historiador José Antonio del Busto, la dirigente de Villa El Salvador María Elena Moyano, allí nacida, y los políticos Alan García y Jorge del Castillo, este último que inició su carrera en la cuestión pública como alcalde del distrito. Hoy cuenta como su más importante atracción el Museo de Arte Contemporáneo. 

La belleza del distrito es tan obvia como el descuido que padece. Su ambiente artístico y cultural, que lo identifica como el barrio más “hípster” de la ciudad, contrasta con la nula identificación con estos valores por parte de la mayoría de sus gestores municipales. “La Noche” es un bar que ha logrado crear un ambiente nocturno típicamente progresista. Hace unas décadas podías toparte allí con personajes como Paco de Lucía o Joaquín Sabina y seguramente sigue siendo un bar visitado por otros artistas internacionales que no logramos reconocer. Para estos lugares, es el ambiente creado por los mismos asistentes y no tanto la calidad del servicio la principal razón de su atractivo.

Patricia Chirinos se hallaba en compañía de Luis Aragón otro congresista quien, a pesar de tener nombre de poeta, no tiene mayor relación con los círculos bohemios y artísticos limeños. Chirinos, en cambio, sí es conocida por muchos miembros dentro de tales tertulias, ya que mucho antes de entrar a la política era una asidua visitante de la zona artística de la calle Quilca, en el Centro de Lima.

 Al ser reconocida por los asistentes, fue abucheada de manera agresiva por los asistentes, quienes exigían que se retirara del lugar. Los insultos se volvían cada vez más sonoros y violentos. En algún momento, fue lanzado un vaso de vidrio que por fortuna no causó daños. Un grupo de meseros tuvo el tino de formar un cordón frente a los dos congresistas para evitar que la agresión verbal pasara a mayores. Los congresistas decidieron retirarse a regañadientes del lugar.

Se supo de la noticia porque fue grabada desde varios ángulos y fue publicada en las redes digitales por los mismos agresores, quienes fueron aplaudidos por miles de comentaristas que apoyaban ese acto espontáneo de repudio. Las razones de ese rechazo no son, ciertamente, inexplicables. El Congreso del Perú es la institución que causa la mayor desaprobación de la población peruana y que, según varias encuestas, supera el 90%. Todo parece indicar que nunca antes nuestro parlamento ha soportado tanto repudio, por parte de todos los sectores, desde la izquierda hasta la derecha. El desprestigio de la institución parlamentaria ha sido bien ganado. Lo que hace solo dos décadas era un puesto de autoridad que merecía aún cierto respeto, hoy es visto por una apabullante mayoría como un trabajo ocupado por personas ineptas, corruptas y abusivas que han dejado ya no son representantes de sectores ideológicos o gremiales y son más bien lobistas de sus propios intereses y de pactos infames. Ya todos entendemos que las etiquetas que identifican a los parlamentarios como conservadores, liberales, socialistas o sindicalistas están completamente vacías, salvo una o dos excepciones a lo sumo. Desde que existe la política, siempre ha habido cinismo y negociaciones encubiertas porque el manejo del poder opera de esa manera. Como lo explicaba Max Weber hace más de cien años, la política es el arte de los fines, no de los principios, y por ello sentenciaba que todo aquel que se involucra en la política firma un pacto con el Diablo. No se puede juzgar a un político por la pureza en sus convicciones sino por sus logros. La gran diferencia con lo que el Perú y otros países experimentan es la pérdida de las formas, la degradación de la formación política, que exigía a quienes la ejercían el entendimiento y el uso correcto de las formas y, sobre todo, la capacidad de mostrar resultados. Muy lejanos están ya los tiempos en los que se llegaba ser diputado o senador junto con alguna destacada carrera como académico, industrial, sindicalista o líder de una corriente ideológica. Personajes como Ernesto Alayza Grundy, Róger Cáceres Velásquez, Roberto Ramírez del Villar, Javier Valle Riestra, Javier Diez Canseco, Rolando Breña Pantoja, Manuel Dammert o el mismo Enrique Chirinos Soto, padre de la congresista Patricia Chirinos, poseían caracteres y visiones distintas y con frecuencia enemistadas pero tenían no pocas características en común: una larga carrera política que los había llevado a ganarse su puesto frente a otros contrincantes dentro de su mismo partido y una amplia cultura sobre temas nacionales e internacionales ganada por cierto esfuerzo intelectual y la experiencia en innumerables viajes por el país y el mundo. Ello les permitía ser considerados representantes de un sector ideológico o social. Eran además buenos oradores y demostraban con sus gestos y su capacidad de movilizar a sus seguidores ser partes de una élite que podía ser respetada al menos por los suyos.  

Esa falta de representatividad está conectada con la percepción de que para llegar a ser congresista no se requieren mayores méritos. El anti intelectualismo y el anti elitismo, que en principio parecen ser más democráticos e inclusivos que sus contrarios, abonan en esta creencia cada vez más extendida. El ciudadano y la ciudadana de a pie ya no tiene una buena respuesta a la pregunta de por qué cierto personaje ha llegado al puesto de congresista y no él o ella misma. La carencia de ese distanciamiento impide que el político posea una mínima aura de admiración o respeto. Por tanto, sus sueldos y sus privilegios son percibidos como injustificados y sus intentos de baños de popularidad son comprendidos como falsos. Dado que dicha aura de importancia y respetabilidad son inexistentes, insultar directamente a un congresista e incluso a la presidente es mucho más fácil, ya que no hay ninguna barrera simbólica que romper. 

Por más que se insista en lo contrario, para el funcionamiento de la vida pública las formas son más importantes que los llamados “asuntos de fondo”. Por ello, el político que no comprende o se empeña en no cumplir con las formas que se esperan de él o de ella se enfrenta con mayor probabilidad al escarnio público. 

Definir si las personas que participaron del abucheo han cometido algún delito, es decir, un acto penalmente punible, corresponde al campo del derecho. En mi opinión, esta es una cuestión secundaria frente a la pregunta de si ese tipo de acoso es socialmente aceptable. Para mí (aunque sean pocos los que compartan mi idea) esta pregunta se resuelve cuestionando en qué tipo de sociedad queremos vivir, es decir, si ese tipo de acción, independientemente de que sea espontánea, independientemente de que esté propiciada por los efectos del alcohol que facilitan la ira, contribuye a una mejor convivencia. Mi respuesta es que no. Las funas, los escraches, los acosos contra las personas que repudiamos, pero también los juicios sumarios y las cancelaciones, debilitan aun más la frágil democracia que padecemos. Algunos olvidan que Piero Corvetto, jefe de la ONPE, fue acosado en un restaurante del Club Regatas por un socio convencido de que el funcionario era parte de un complot para sostener unas elecciones fraudulentas. Además ¿basta una acusación en las redes para que un docente sea separado de su institución? ¿No es necesaria una investigación y un consecuente proceso para definir si hay responsabilidad y se ha cometido un acto sancionable?

Sin duda los personajes públicos deberían ser los primeros en defender el respeto a las formas. Pero los ciudadanos también tenemos una responsabilidad, que incluye cumplir con las indicaciones de los semáforos, con las exigencias de nuestras labores, con la tolerancia a quien piensa distinto, así como no dejarse llevar por la ira. La construcción de una sociedad democrática requiere de ciudadanos capaces de contenerse, de expresar su oposición al poder mediante canales institucionales y normativos que sean más efectivos. La cancelación mutua no parece ser la reacción más sensata si se desea observar el objetivo de una convivencia propiamente política.

He expresado en múltiples ocasiones desde mis propias redes la repulsión que me causa un grupo fascistoide como “La Resistencia”. Sus lemas reaccionarios, sus gestos nacionalistas y patrioteros me resultan despreciables. En ellos resuena de manera notoria la imaginería matonesca de las SA y de los “fasci di combattimento” que florecieron en la Europa de los años 30. Las consecuencias de ese espíritu sectario, supremacista y anti social son conocidas. Nadie que posea convicciones democráticas puede desear convertirse en un espejo de tales tácticas. La ciudadanía debe prevalecer sobre la masa.

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