La Universidad y el problema de los sentimientos

“La ponencia de Luis Arbaiza fue seguramente provocadora y por ello mismo resultó ofensiva para muchos. Pero la provocación (cuando es fundamentada, no cuando está inspirada en la charlatanería) es necesaria para cuestionar nuestras creencias. Temer a la polémica razonada es una actitud contraria al espíritu fundante de la Universidad. La Universidad no debe estar al servicio del cliente, ni del poder, no debe ser un espacio de confort ni un lugar en el que el estudiante esté protegido de las ideas que lo cuestionen sino todo lo contrario. Es un espacio, por definición, político, en el sentido en que es allí donde debemos gestionar el disenso, orientados por un solo fin, que es la búsqueda de la verdad.”

Si los seres humanos fuésemos enteramente racionales, seríamos como los vulcanos de la profusa serie Star Trek. Pero eso significaría que no seríamos humanos. No solamente tenemos sentimientos, sino que disfrutamos de ellos. Los sentimientos son además difíciles de expresar verbalmente y por ello se canalizan de otras maneras, principalmente, mediante la violencia y el arte. Dado que la primera opción es antisocial, debemos preferir siempre la segunda. El arte tiene como fin entender qué es vivir como humanos, pero no mediante la razón sino a través de la expresión. Cuando se dice que “ser de la U es un sentimiento” se afirma un hecho correcto. No hay razones para ser hincha de la U, como tampoco del Alianza, del Boys o del Cristal. Tales afiliaciones no se tienen que explicar. Se sienten, solamente y con ello debería bastar. Nunca habrá buenos argumentos para justificar una identificación u otra. De hecho, en tales casos los razonamientos sobran.

Tanto la ausencia de sentimientos como su exceso nos causan problemas. Deberíamos reconocer que la dificultad para empatizar con lo que acaece a nuestros semejantes como el exceso de sentimentalismo nos pueden volver igualmente injustos y crueles. En los casos en los que debemos buscar la justicia y la verdad, los sentimientos o la ausencia de ellos pueden igualmente nublar el juicio.

El viernes 6 de setiembre la especialidad de Filosofía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos invitó al biólogo Luis Arbaiza a ofrecer una charla titulada “Feminismo y biología”. Conozco personalmente al ponente y por tanto puedo atestiguar de primera mano su ánimo polémico, como también pedagógico. En un par de ocasiones ha expresado opiniones que no me resultaron convincentes (específicamente, sobre educación y sobre los transgénicos). Pero de tales discrepancias no pude inferir que estaba conversando con un fanático o un desinformado. Arbaiza es un humanista tanto porque su conocimiento va más allá de la biología (se interesa también por las artes y especialmente por la literatura) como por su actitud abierta al conocimiento y al diálogo.

En su charla (a la que no asistí, de modo que mi comentario puede ser parcial) presentó datos que enlazó con argumentos en contra de la teoría feminista hegemónica y los estudios de género. Porque he conversado con él muchas veces, no se puede sostener que sea un misógino, un transfóbico ni mucho menos un homofóbico. Arbaiza es abiertamente gay y promueve una visión peculiar sobre dicho estilo de vida, con el que podemos estar de acuerdo o no.

Muchos asistentes a la charla expresaron su disgusto por las tesis propuestas por el ponente y generaron una ola de rechazo que llevó a la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad a comunicar que la responsabilidad de la invitación recaía exclusivamente sobre la especialidad de Filosofía, como dando excusas y expresando disculpas por haber traído al campus a Luis Arbaiza.

Pero los argumentos contra su ponencia no eran argumentativos sino únicamente sentimentales. Arbaiza estaba equivocado, según quienes protestaban, porque ofreció datos y argumentos que ofendían a una parte de la comunidad universitaria, a las mujeres y a los grupos LGTBI.

Es cierto que una ponencia académica, que se ubica en el espacio de la razón, no debe buscar jamás la ofensa porque ello implica necesariamente cruzar los límites de la argumentación razonada. Pero de ello no podemos inferir que un dato o un argumento están errados porque son ofensivos. Lo que me puede ofender es ilimitado: mis sentimientos pueden ser agredidos por el color de una corbata o un corte de cabello, por una preferencia musical o simplemente por el color de piel de una persona con la cual tengo que interactuar. Por eso una ofensa solo puede ser respondida con otra ofensa o bien, como resulta más aconsejable, con la absoluta indiferencia. En cambio, un argumento solo puede ser respondido con otro argumento, que consideremos mejor.

La ciencia ofende constantemente mi sentido común. Y no puede ser de otra manera. El sentido común me dice que hay un “castellano correcto” pero la ciencia me dice lo contrario y, de hecho, la ciencia lingüística me informa que ni siquiera se puede decir que exista el castellano sino como mero constructo social. El sentido común me dice que el Sol sale por el este y se pone por el oeste. Pero sabemos por conocimientos básicos de cosmología que eso es una mera ilusión. Ya hay muchos filósofos y científicos que han cuestionado el libre albedrío, lo que sin duda ofende dos corrientes de pensamiento que aprecio, como son el existencialismo y el liberalismo.  

Los motivos para ofenderse son ilimitados. Muchos todavía se sienten ofendidos por la evolución, otros se sienten ofendidos por la ley de la oferta y la demanda, otros tantos se pueden legítimamente ofender cuando la biología nos señala que la sexualidad no es binaria. Sentirse ofendidos por argumentos basados en evidencia nunca lleva a nada, salvo a la sinrazón y el ánimo de censura. Lo correcto frente a un argumento que nos parezca débil o falaz es desarrollar argumentos que consideremos sólidos y no falaces. Un argumento no es mejor ni peor, una teoría científica no es más ni menos certera por el solo hecho de que afecte los sentimientos de la mayoría.

Una Universidad debe ser el espacio de la razón, de la verdad, de la ciencia y de la justicia. En ella se puede y se debe discutir apasionadamente siempre y cuando dicha pasión esté impulsada por un interés sincero por llegar (o reconocer que no se puede llegar) a la verdad. Se dice que Karl Popper y Ludwig Wittgenstein, dos de los filósofos más influyentes del siglo XX, discutían de manera tan ardorosa que debían ser apaciguados por sus colegas. Ambos personajes son admirables porque siempre ponían su pasión al servicio de la verdad. Cuando se procede de esa manera, la competencia permite que las ideas en conflicto se afinen y mejoren. No será posible tomar provecho de una polémica si una de las posturas es cancelada.  

Así, quienes no estén de acuerdo con las ideas de Arbaiza deberían procurar rebatirlo dentro del plano científico, no del sentimental. De especial interés es observar que hay una crítica fundamental a la teoría de género y la teoría queer, a saber, que se niega a dialogar con la biología y, en especial, con la evolución. El presupuesto de que los seres humanos somos animales especiales, radicalmente distintos a las demás especies porque somos tábulas rasas definidas por cuestiones meramente sociales y nunca biológicas me resulta de una ingenuidad insondable y, sobre todo, de una ignorancia radical. Llamo “ignorancia radical” no al no saber sino a la persistencia en no querer saber. La ignorancia por sí sola es un rasgo común a todo miembro de nuestra especie. No lo es, en cambio, la indiferencia ante el conocimiento. En otras palabras, no saber no es un pecado, pero sí lo es no querer saber. El origen de la filosofía y de la ciencia se halla precisamente en la consciencia de la ignorancia, en darse cuenta de que el sentido común puede ser efectivo en cuestiones comunes, pero completamente errado en la aventura de conocer el mundo hasta donde nos sea posible.

Los datos se contrastan. Los argumentos se critican. La justicia solo puede fundarse en el discernimiento de la verdad. Es cierto que la Universidad no debe dar cabida a charlatanes que medran de la ignorancia de las masas. Pero esta regla no se puede confundir con la censura. La Universidad debe ser un espacio privilegiado en el que el debate debe estar siempre abierto para quienes tengan algo que aportar a él. Cuestionar la teoría feminista hegemónica o la teoría queer no significa sacrificar la dignidad de las mujeres, gays, lesbianas o trans.

Hemos llegado al consenso de que la vida humana es invaluable, que la dignidad de toda persona debe ser el centro de la moral universal, que ninguna orientación sexual, como ningún color de piel, disminuye el valor de una persona y que ser mujer no puede querer decir que ella deba estar sometida al varón. Hemos llegado al consenso de que todo ser humano, sin importar su origen étnico o social, tiene el mismo derecho a la búsqueda de la felicidad y la prosperidad.

Pero no es posible sostener este consenso huyendo del debate científico y de la razón. Marx sostuvo que los filósofos debían pasar de entender el mundo a transformarlo. Este dictum es provocador y persuasivo. Sin embargo, a él se le puede responder observando que no es posible transformar algo si no se lo entiende. Así, las raíces biológicas del ser humano no se pueden negar, a menos que adoptemos el dogma de que somos seres desprendidos de la naturaleza. Y ciertamente nuestra naturaleza puede contener maravillas, pero también abismos y vilezas de los cuales sobre los cuales es mucho mejor tener consciencia precisamente para domesticarlos utilizando la razón. Dedicarse a las letras, las artes y las humanidades insistiendo en ignorar la animalidad de la cual descendemos es persistir una ilusión.

La ponencia de Luis Arbaiza fue seguramente provocadora y por ello mismo resultó ofensiva para muchos. Pero la provocación (cuando es fundamentada, no cuando está inspirada en la charlatanería) es necesaria para cuestionar nuestras creencias. Temer a la polémica razonada es una actitud contraria al espíritu fundante de la Universidad. La Universidad no debe estar al servicio del cliente, ni del poder, no debe ser un espacio de confort ni un lugar en el que el estudiante esté protegido de las ideas que lo cuestionen sino todo lo contrario. Es un espacio, por definición, político, en el sentido en que es allí donde debemos gestionar el disenso, orientados por un solo fin, que es la búsqueda de la verdad.

Las ideas que nos cuestionan pueden doler. Pero también duelen los ejercicios en un gimnasio. Aceptamos ese dolor porque nos hace más fuertes. La conformidad, en cambio, nos debilita y nos convierte en sujetos fácilmente manipulables. Sin sentir desafíos, sin la capacidad de enfrentar la contrariedad, no se puede fortalecer el pensamiento.  

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