[MIGRANTE DE PASO] Este año ha comenzado de forma extraña y confusa. Me estoy quedando donde mis padres hasta volver a viajar y después de vivir dos años solo se siente raro. Igual, es la casa donde crecí y estoy más que cómodo acá. Sigue siendo mi cuarto, con mis perros y, también, estar rodeado de gente constantemente es agradable. Pero es como si me hubiera olvidado de cómo convivir con personas después de estar mucho tiempo solo, no sé bien que decir o incluso sentir. Igual, para este tipo de cosas ya aprendí que es solo cuestión de tiempo.
Durante años tuve terapia con una persona que me ayudó mucho y por motivos que escapan de mi control las sesiones tuvieron que parar. Por más que desde hace poco más de medio año ya sabía lo que iba a ocurrir es como si hubiera sido de un momento a otro.
Es la primera vez que me pasa algo de ese calibre y siendo honesto no sé muy bien cómo contrarrestarlo o enfrentarlo. Se siente como una niebla intensa donde no puedo percibir indicios que me indiquen hacia dónde tengo que dirigirme. No siento tristeza ni ansiedad, pero tampoco estoy alegre, es como estar flotando y dejándome llevar. Como mencioné antes supongo que sólo es cuestión de tiempo. Después de todo, también he aprendido que en estas situaciones es mejor esperar que las cosas se acomoden para empezar a actuar, hay momento para todo y ahorita debo mantener la calma. Últimamente se me viene a la cabeza, en recuerdos y sueños, la primera vez que tuve un psicólogo.
Era niño y por alguna razón comencé a tener tics. Pestañeaba más de lo normal y abría las fosas nasales, si no lo hacía sentía que no podía respirar. No me pasó ningún evento traumático ni algún suceso de mucha carga emocional, por lo menos no lo tengo registrado en mi memoria. Pero si recuerdo que en mi infancia solía estar contento, reía por todo y me sentía invencible, estaba acostumbrado a ganar. De hecho, cuando lo rememoro no lo veo como un momento feo de mi vida, hasta me da risa pensar que caminaba por donde sea haciendo muecas por los tics. Probablemente, era por nervios o estrés infantil porque siempre he sido un poco nervioso. Una exposición frente a toda una clase era lo peor que me podía suceder.
Comencé a tener sesiones con esta persona cuyo nombre no recuerdo. Como un niño que tenía el ego alto y que conocía su propia inteligencia, solía decir y de hecho se lo dije a él en la primera sesión: yo te voy a analizar a ti y no al revés. Decidí no contarle nada y prácticamente me quedaba mudo durante las sesiones. No recuerdo bien cuántos años tenía, pero creo que aún estaba en primaria y estuve con él por un año aproximadamente. Todos los encuentros jugábamos ajedrez o monopolio, más el primero. Nunca le gané. Al comienzo me quejaba y renegaba porque tenía que ir y perdía tiempo de otros juegos o de estar con mis amigos. Luego, quería ir para ganarle, aunque sea una vez. Sin darme cuenta ya no tenía ningún tic y se terminaron las sesiones. Al final, la terapia funcionó perfecto por más que inicialmente yo decía lo contrario.
Pasó el tiempo, terminé el colegio, comencé la universidad muchas veces. Siempre manteniendo la cabeza en alto. He vivido muchas experiencias y aventuras, no todas buenas, pero aun así mi espíritu no solía quebrarse con facilidad. Hace poco aprendí un concepto que no sé qué tan verdadero sea, pero le encuentro sentido. Después de todo, actualmente, todo está sujeto a duda, incluso los estudios científicos. Puedes buscar información sobre un tema y vas a encontrar veinte informes que dicen cosas distintas y contradictorias entre sí. Esta teoría se refiere a la suerte o a la percepción de suerte. Mientras más consideres a los demás y tengas una actitud menos ensimismada, tu percepción de suerte es mayor ya que no sólo consideras los hechos que te ocurren específicamente a ti. Por lo tanto, si alguien cercano se gradúa con distinciones de una maestría, por ejemplo, también lo consideras como algo bueno que te ocurrió a ti. Felizmente, nunca fui una persona egoísta y los mejores recuerdos siempre han sido cuando los he compartido con alguien.
Ahora que me encuentro en esta etapa confusa sé que en algún momento cercano recuperaré la voluntad y energía para plantarle la cara al mundo entero si es necesario. Esa fuerza no se consigue con pensamientos solitarios. Suena cliché, pero esté donde esté, por más que sea físicamente solo, saco la fortaleza necesaria de mi familia y amigos que llevo conmigo. De esa manera puedo mantener la esperanza. Los últimos años intenté hacer las cosas solo y no me funcionó. De hecho, nunca me había sentido tan derrotado. Sólo cuando dejé caer todas mis defensas y pude pedir ayuda fue que recuperé la actitud para levantarme nuevamente, más fuerte que nunca y con la sonrisa que siempre me ha caracterizado. Me reí de mí mismo nuevamente y llegué a la conclusión que la mejor manera de llevar malos momentos es con una risa. Todas estas cosas las he estado pensando en las últimas semanas que me he perdido dentro de mis propias posibilidades. Igual no tiene nada de malo perderse un rato.
En estos momentos que tengo la visión nublada solo sé que no voy a ser un viajero encerrado en su cuarto sin hacer nada. Me tomará unos días más. Pero ya he vivido este tipo de situaciones y sé que mi siguiente aventura está por empezar. La recibiré con los brazos abiertos y que me pase lo que tenga que pasar. Después de todo, la lección más grande que he tenido es que la vida no es para sufrir. Si se puede hacer algo al respecto, se soluciona y si no se puede hacer nada, por lo menos ya aprendí a prevenirlo. Todos tienen el poder de decidir cómo sentirse, sólo hay que saber reconocer el tiempo que se necesita. Un paso a la vez y cada día con su labor.
Ya en Barranco, los árboles y calles viejas, me hicieron regresionar hacia mis exploraciones infantiles por el distrito en bicicleta y a cuando jugaba pichangas en la calle. Unas cuantas ventanas fueron nuestras víctimas. Quipu, mi peludo siberiano, me esperaba en la puerta cuando llegaba del colegio y ahora fue igual. Casi con 16 años y con su acompañante de 55 kilos, Maui. Directo a la cocina donde me esperaba un pollo a la brasa, no podía comer por mi risa de bienestar. Extrañaba demasiado mi casa y la comida. Dormí como no lo había hecho en dos años y me desperté del mejor humor posible. Esta vez, un chicharrón de
Es muy fácil escribir sobre las injusticias de poder que están sucediendo en demasiados lugares del mundo, y en el Perú también. Intenté unas cuantas veces hacer un párrafo al respecto, pero no logré encontrarlo de mi gusto. Resulta que el panorama mundial me ha dejado sin bando. No sé si soy de izquierda, centro, derecha, arriba o abajo. Me parecen ridículas las doctrinas políticas. Por ahora prefiero recibir más información y después poder hablar al respecto. Al regresar me di cuenta de algo. Sólo es necesario encontrar lo tuyo, aferrarte a ello con todas tus fuerzas y no hacerle daño a nadie. Creo que es la manera correcta para no apresurarte con el rabo entre las patas a determinar qué está bien y qué está mal. O creen ser dioses o sólo se agrupan al montón. Ojo, que el montón está dividido también. Serían montones. Por ahora no me importa, quiero acomodarme en mi país, ahora que estoy de vuelta, estar bien yo. De esa manera, podré ayudar a quienes sienta que debo hacerlo. El poder por el poder se está saliendo de las manos en las cúspides peruanas y, francamente, es absurdo.
Admiré muchos aspectos de este país. La educación, salud y transporte son de primer nivel y casi gratuitas, todos pueden acceder a ellas. En comparación con mi país, que sin dinero las oportunidades se reducen drásticamente. Veía marchas reivindicadoras todas las semanas, obstruían el tráfico, pero me gustaba ver el nivel de organización y cultura de calle que existe. El movimiento feminista está en la vanguardia mundial, hay logros como la ley de aborto que ya quisiéramos que exista en nuestro país. Las mujeres caminan empoderadas por las calles y, para mí, eso las hace más atractivas. Los taxis parecen guías, conocen la historia como la palma de su mano. Puedes hablar con ellos de fútbol, política y hasta ópera. Cada vez que me subo a un taxi es un placer conversar. Esto se debe a que como sociedad están politizados y, de cierta manera, psicoanalizados. Me he ganado con argumentos de primera categoría de parte de taxistas y mozos.
Después de Palermo me mudé a Barrio Norte, en un segundo piso. En realidad, es el tercero, pero acá al primer piso le dicen planta baja y comienzan a contar desde el siguiente. Cometí un grave error. Me aislé en estudios y no socialicé casi nada. Los ataques de pánico me acechaban diariamente. Entendí la verdadera soledad. Se genera una especie de ilusión en la que todo lo que está en tu país, amigos, familia, perros y más dejan de existir. Fueron uno meses bastante duros. Lloraba sin saber por qué. Estaba asustado. Gracias a terapia y el apoyo de mis seres queridos pude salir adelante y llenarme de valentía para afrontar lo que viniese. Mi personalidad aguerrida no me iba a dejar rendirme. La soledad no se debe subestimar, de lo contrario te atrapa y en el aislamiento los pensamientos rebotan. Tomar perspectiva se vuelve cada vez más difícil. Después de estos eventos me fortalecí en muchos sentidos, me conozco más, desarrollé una mayor empatía y me di cuenta de que una pequeña ayuda puede cambiarlo todo. Cuando estás lejos, el menor atisbo de tu patria puede hacerte llorar de añoranza. Recuerdo un barco en Ushuaia con la bandera peruana o escuchar El cóndor pasa en un concierto.
Vi a Argentina salir campeón del mundo con unos amigos fanáticos. Celebré junto con millones en el obelisco. Aprendí a hacer snowboard en Bariloche. Estuve en el kilómetro cero de la Panamericana luego de un tramo en canoa. Conocí El Calafate, donde tuve una conexión particular con las paradisíacas montañas y glaciares. Estuve en Córdoba, Jujuy y Salta. Prácticamente viaje de sur a norte. Me hice amigo de bodegueros y guardianes. Escuché al majestuoso Teatro Colón cantar y allí lo vi a Fito Páez. Me enamoré de las medialunas. Hice de todo. Y no puedo poner en palabras las lecciones que recibí. Sólo debo agregar que al ver el clásico en el Monumental y sentir el fervor de la popular en La Bombonera me hicieron comprender a este país.
Hace unas semanas, cuando fueron las elecciones de Argentina, donde vivo, decidí tomar un descanso y borré las aplicaciones de
Al día siguiente me volvió a suceder lo mismo, pero esta vez con Twitter. Es la red social más tóxica. De nuevo sentí ansiedad y amargura. Había entrado en un círculo vicioso donde lo único que sentía era desagrado. Es muy fácil entrar en el morbo de saber qué piensan los demás y cómo pierden el tiempo peleándose entre ellos a través de redes. Principalmente X, antes Twitter, donde ves cuentas y comentarios que dan náuseas. Lo peor es que tienen miles o millones de seguidores.
Hay cuentas pseudo liberales que sin vergüenza alguna publican noticias, muchas falsas, en contra de los migrantes en países europeos. Por alguna razón me comenzaron a salir muchas de estas páginas sin que las siga. En parte, borré la aplicación por eso. ¿Qué se creen? Parece que tienen un complejo de superioridad injustificado. Es increíble la capacidad para opinar tonterías, absurdos y opiniones potencialmente peligrosas. Al ser cuentas sin filtro, se permiten ideas desmedidas. No sé dónde quedó la empatía y el respeto. Sin querer, formaba parte del alimento a estas olas de desinformación masiva. Perdía momentos prolongados viendo algo que me enfadaba y a la larga me hacía sentir mal. Llegaba a sentirme desesperanzado y pensaba que estábamos perdidos como humanidad. Es mentira esa creencia. Cuando pasas tiempo en esos sitios, puedes generalizar pensando que todos son así. Felizmente, no son la mayoría y las personas tienen cosas más importantes que hacer.
Boca acababa de perder la final de la Copa libertadores y eso incentivó a que lo reciban con más aliento. Antes de empezar el partido prendieron humaredas azules y amarillas en la cancha para recibir al equipo. Yo estaba emocionado por ver a Advíncula, quien salió entre millones de aplausos por ser la figura del equipo. Lo aman. Más de una vez le dije a la gente a mi alrededor que era peruano como él. Si de algo no me arrepiento al migrar a otro país es de nunca ocultar mi nacionalidad ni adaptar mi forma de hablar o evitar que reconozcan mi extranjería. A pesar de la situación tormentosa en la que está mi país, estoy orgulloso de ser peruano.
Manuelita, que para mí tenía 100 años; Elena por quien sentía un gran amor; Julián, el desgraciado de su esposo; Carla y Juan Carlos, los hijos con quienes jugábamos todos los días. Era una familia disfuncional por el maltrato del padre. Mis padres lo notaron después, mi hermano no confiaba en ese desagradable ser, pero como siempre fue de tener enamoradas pasaba las tardes con ellas o hablando por teléfono. Yo me gané con varias anécdotas que no debí presenciar a esa edad.
Mi vida escolar medida en notas se vio afectada y la pregunta estúpida de una profesora que me hizo elegir entre mis calificaciones y mis amigos detonaron una rebeldía y disidencia en la que renací y determinaron lo que soy hoy. La vida era equivalente a un sinfín de oportunidades y la muerte era la eliminación determinante de ellas. ¿Por qué tengo que ir al colegio? ¿Debo estudiar para después ir a la universidad? ¿Luego trabajar en algo que no me gusta y morir? ¿Como una gallina sacrificada porque ya no pone huevos? Le saqué el dedo medio a esa solicitud impuesta por el caos que llamamos orden o mundo. No era lo mío. Viví bajo la ilusión de que yo iba a decidir mi propia muerte. Detestaba cualquier sistema moral o de vida externo que me querían imponer. Hice de mis palabras puñetes que impacten a quien sea que quisiera normalizarme. Entendí el beneficio de no encajar y que la vida es más que estudio y dinero. Opté por un camino de cuestionamientos y contemplación.