[EN LA ARENA] El 28 de julio, Dina Boluarte disparó una sarta de proyectos de ley pidiendo con urgencia que fuesen aprobados por el Congreso. Como en una campaña electoral, sin preocuparse de que estos formen parte de –o deformen políticas públicas con fines claros, prometió hasta puestos de trabajo: que los licenciados de las Fuerzas Armadas, los reservistas, pasen a ser policías del Orden y Seguridad de la Policía Nacional del Perú (PNP).

Ser policía no es un puesto cualquiera. Su labor es prevenir diversos hechos de violencia, mejorar la convivencia pacífica y aplacar las acciones delictivas. Trabajar de la mano con otros sectores, como el Poder Judicial, el sistema de salud y los gobiernos locales. No se trata de un soldado con deber de batallar contra el enemigo. El Estado le ha designado ciertos compromisos que responden al interés público: el evitar conflictos (políticos, religiosos, sociales, culturales) y asegurar el bienestar de la población; jamás lo contrario.

Eso implica confiar y ahí empieza el profundo problema que enfrenta la PNP, pues es considerada como la quinta institución más corrupta del Estado peruano (Proetica 2022). Es usual en la televisión ver la detención de policías por vincularse a mafias, narcotráfico, extorsionar a trabajadoras sexuales, cobrar coimas, lavar activos, etc. Como contraparte, la PNP también cuenta con espacios televisivos para difundir las capturas de delincuentes logradas en sus campañas, pero no consiguen revertir la percepción de desconfianza y corrupción.

El actual proyecto de Ley, cuestionado por especialistas en seguridad ciudadana, fue sustentado ante la Comisión de Seguridad Ciudadana por el Comandante General de la PNP, Luis Alberto Vergara, quien señaló como razón para convocar a los reservistas que solo se cuenta con un policía por cada 500 ciudadanos y que “cada año hay menos efectivos policiales para hacer frente a la creciente ola de delincuencia”. La primera es correcta, los estándares internacionales sostienen que se debe contar con un policía por cada 250 personas. Lo que sí es falso, es que cada año se tenga menos efectivos policiales y que la ola de delincuencia sea creciente.

Diez años atrás en el Perú se produjo una escalada de violencia que llegó a su pico el año 2018 cuando se alcanzó una tasa de casi 8 personas asesinadas por cada 100,000 habitantes. El advenimiento de la pandemia disminuyó notoriamente el número de asesinatos y el año pasado, la cifra fue de 6, una tasa previa al 2013, antes de la migración masiva y del desplazamiento de mafias por todo el continente. A pesar de que nuestra población ha aumentado en más de cuatro millones de personas desde ese momento, se ha mantenido el mismo número de víctimas de algún hecho delictivo, lo cual no es poca cosa: hoy, es la cuarta parte del país, hace diez años, era casi la tercera.

Es muy probable que este control sea resultado de las diversas reformas que la policía ha ido viviendo desde el año 2017, cuando se cambió la organización interna y el modelo de formación policial. Lo podemos ver en las cifras. El año 2015, la Defensoría del Pueblo sostuvo ante la Comisión de Defensa Nacional y Orden Interno que sólo había un efectivo policial por cada 856 habitantes. En el año 2017, la cobertura subió a uno para 673 habitantes. Hoy como señaló el Comandante, han llegado a 500. La pregunta es entonces, por qué promete trabajo de policía a los reservistas la señora Dina Boluarte, quien gusta aparecer rodeada de militares. Ya la ley anterior había sido rechazada porque implicaba un cambio sustancial en el presupuesto de la PNP desequilibrando la distribución del erario nacional. Ahora, reaparece como promesa tras las masacres perpetradas por la policía durante el Estallido popular 2022-2023 que ella justificó en lugar de detener.

La policía peruana tiene otras necesidades y sabemos bien que la mayor fragilidad se encuentra en su formación profesional. El 2008 Sunedu reconoció el rango universitario a la Escuela de Oficiales de la Policía Nacional del Perú, pero hasta la fecha no ha culminado con el licenciamiento, que asegura los estándares de una auténtica educación policial. Hay países que cuentan con centros de investigación avanzada, capaces de ofrecer diplomas y maestrías. La gran ventaja de una formación así, que abarca enfoques comunitarios, éticos y científicos, es que permite a la policía no dejarse manipular por sus autoridades políticas, abandonar la compulsión por enriquecerse ilícitamente y contar con la confianza de que la próxima vez que haya una marcha, no saldrán a matar.

 

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[EN LA ARENA] Hace 200 años, todavía nuestros actuales símbolos patrios no habían sido diseñados, aún tenían vigencia los que diseñó José de San Martín. Los símbolos que quedaron vigentes los mandó a hacer Simón Bolívar y desde ese entonces con algunos retoques, se supone que deben ser las imágenes con las cuales se construye nuestro nacionalismo. El nacionalismo es un sentimiento muy particular, pues se trata de una adherencia a un territorio que tiene límites fuera de nuestra vista, que abarca sociedades que jamás conoceremos, lenguas que quizá nunca escucharemos, caminos, ríos, montañas que nunca pisaremos. El territorio, poblado por millones de personas que jamás nos llegaremos a ver, tiene un gobierno mayor, que abarca, de cierta manera piramidal a todos los gobiernos en los que se divide el territorio. Y sin embargo, somos uno solo, un terruño que queremos porque aquí nacimos, que celebra estrepitosamente cuando triunfamos con algún deporte, que hemos defendido con la vida en las pocas guerras que hemos tenido. Somos un solo territorio pero que vive herido y fracturado por el extractivismo, la pobreza, el racismo, la corrupción y la indiferencia. Un territorio al que le sacamos el jugo sin pensar en el futuro, pero ahí vamos, con el pobre dándonos todo lo que puede.

El nacionalismo implica también entender a este territorio como una patria. No hay que saber latín para saber que patria y padre derivan de un mismo término. La tradición occidental la representa simbólicamente como una mujer porque es la tierra, porque la patria es la tierra de nuestros padres, de nuestros antepasados. Quizá sea por eso que el patriotismo se ligue duramente con el conservadurismo, con la creencia ingenua de que todo pasado fue mejor y que no debemos cambiar nuestras patriarcales costumbres. La cosa es que el nacionalismo nos acompaña todos los días, y mucho más ahora que son las fiestas patrias y tiempo de protestas. Está en la bandera que hay en cada puerta. Sus colores, el blanco y el rojo, adornan mercados, calles, colegios, ciudades. Está en la camiseta de los deportes nacionales, para los deportistas y para sus hinchas también. En el escudo que se lleva en bordados oficiales y en ropa de diseño.

Pero cuando los símbolos patrios caen en manos extremistas, nos terminan dividiendo. Si cada vez que Keiko Fujimori postula utiliza la camiseta de los futbolistas, eso limita a usarla a quienes la tienen pero no quieren ser relacionados con una líder que usa su partido político como una organización delictiva. Cuando los congresistas usan la bandera peruana, las peruanas y peruanos que salen a marchar deben llevar también la Wiphala o una bandera negra para reclamar las masacres ocurridas en su región.

Quizá la única imagen que aún nos representa sin problemas políticos sea el mapa del Perú. Hemos crecido aprendiendo a dibujarlo a pulso, con plantilla, con papel carbón, con hojas para calcar y ahora, claro, a imprimirlo y a sacarle fotocopia. Recitamos los nombres de cada región, los límites del Perú y jamás hemos olvidado pintar las 200 millas que nos tocan del Océano Pacífico. El territorio que jamás llegaremos a ver, los peruanos que jamás nos llegaremos a conocer, parecemos caber en un mapa, ese que hay en cada salón de clase del país. Una de sus versiones, quizá la que muestra con mayor sinceridad cómo nos imaginamos, es el mapa que aprendimos dividido en tres regiones naturales; esa división en costa, sierra y selva es una exitosa fórmula nacionalista todavía presente en las canciones, en las historietas, en los programas de televisión, hasta en la publicidad de teléfonos celulares. Las tres regiones que consiguieron abarcar nuestra diversidad étnica con estereotipos sí, pero con una intención de reconocimiento mutuo que con la bandera parece haberse perdido. Ya nos tocarán mejores fiestas porque el amor por el terruño, por la Mama Pacha, por nuestras diferencias, nos unirá para reconstruirnos.

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[EN LA ARENA] Qué controversial que el viceministro de interculturalidad, Juan Reátegui Silva, difundiera en las redes sociales su reunión con el grupo La Resistencia. Una violenta organización dedicada a atacar autoridades públicas defensoras de derechos humanos. Si un viceministerio publica una reunión de trabajo con una agrupación que tanto daño causa justo una semana antes de la Toma de Lima, ¿cómo no se va a interpretar como un acto amenazante de parte del actual gobierno? Controversial porque el viceministro es un reconocido funcionario de origen awajún con una vasta experiencia en la defensa de los derechos humanos y territoriales de los pueblos indígenas y ha salido a justificar lo acaecido señalando que se había realizado en el marco de un programa contra el racismo.

Todos los medios le han recordado al viceministro las acciones violentas de La Resistencia, cargadas de odio y difamación. Queda la pregunta de cómo no puede haber sido consciente de ello un funcionario de tan alto rango que sabe que la próxima semana llegarán representantes y activistas de las regiones de otros pueblos originarios. No puede justificar que se trata de admitir a quienes piensan diferente, porque es una agrupación que ha cometido delitos. El reclamo va hacia la falta de un filtro en todas las instituciones estatales que impida que se realicen encuentros con personas y organizaciones dedicadas a dañar a nuestra población.

Una semana antes de la Toma de Lima, todavía quedan rastros del miedo que sembró la Policía Nacional del Perú junto a grupos como este con la avenencia de la presidenta de la República, que no hizo nada para detenerlos. Los miles de limeñas y limeños que participaron de la espontánea marcha contra el Congreso en junio, y el apoteósico desfile de más de cincuenta mil personas el día de la Marcha por el Orgullo han sido señal de que nos estamos recuperando. Cabe sumar que tras los informes de Amnistía Internacional y las Naciones Unidas, la policía se ha sabido portar profesionalmente durante ambas manifestaciones. Cosa que no deja de indignar porque significa entonces que sí podrían haberse evitado las más de 70 personas asesinadas hace pocos meses atrás. El ímpetu por salir a marchar empieza a renacer.

Pero los rastros de aquel miedo los alimenta la prensa que continúa con la estrategia del terruqueo y los discursos de la presidenta, quien ya culpó a los protestantes de una próxima crisis económica, cuando han sido las masacres producidas por el Poder Ejecutivo y avaladas por el Congreso y el Poder Judicial, las que han dejado sin aliento a las fundaciones y organismos internacionales que evalúan la estabilidad política y económica de los países para las grandes inversiones internacionales.

Sea entonces por error o por amenaza, lo cierto es que el actual gobierno sólo destila desconfianza. Quiere que desconfiemos entre nosotros. Pero con su actuar lo que alimentan es la desconfianza entre nosotros y los tres poderes del Estado, tomados por mafias nacionales, siendo la principal, la fujimorista. Es contra estas redes de corrupción y clientelaje por las que nos levantaremos el 19 de julio. Por eso, en medio de tanta desconfianza, dar la contra a este gobierno también implica dar espacio a la solidaridad. Y así será. Como en enero, nos tocará dar la mano a nuestras hermanas y hermanos que vendrán a luchar con la esperanza de que podremos recuperar el mejor sentido de nuestra democracia, confiando en el adelanto de elecciones como el primer paso de una ardua tarea, la de cambiar nuestro sistema político. Es una asunto que se lo debemos a nuestra próxima generación, que tiene derecho a crecer dignamente.

 

 

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[EN LA ARENA] Tras las dolorosas muertes con las que comenzamos el año, Dina Boluarte empezó a repetir que estaba dispuesta a dialogar. Poco tiempo después dejó de hacerlo. En ese momento, su propuesta llamada “de diálogo” estaba dirigida a los gobernadores regionales con el fin de terminar con las marchas. Pero una cosa es llamar “diálogo” a querer dar órdenes y recibir una respuesta de confirmación y otra muy distinta, realmente dialogar.

Los diálogos, como nos lo enseñaron filósofos, filósofas, dramaturgos y novelistas, no se reducen a cualquier conversación, pues aquello que se diga no puede decirse a cualquier persona, es a alguien que está dispuesto a procesarlo, a metabolizarlo, si se quiere, y que busca que su respuesta también sea recibida de la misma manera por el otro. Es discutir profundamente sobre un tema o una acción, desde aquello que se cree, se piensa, se siente desde como uno es. Es nuestra voz en el sentido público y democrático, es la voz con la que nos identifican, es la voz que reconocemos. Sin llegar a ser un debate donde uno quiere vencer al otro, el diálogo no trata de competir o de lograr un mero acuerdo de negociación puntual. Un diálogo es un intercambio que abre un espacio de escucha, de análisis, de propuestas conjuntas. El diálogo, por tanto, requiere de una confianza mutua.

Este martes, durante la inauguración del “Encuentro Intergubernamental de Preparación ante el Fenómeno de El Niño”, Dina Boluarte se mostró indispuesta ante cualquier posibilidad de dialogar. Y fue directa. Para conseguirlo, desplegó las formas de desconfianza que aún le quedan respecto de la Tercera Toma de Lima y se las comunicó al pueblo peruano, con indiscutible énfasis hacia quienes tenía frente a sí mientras hablaba: sus ministros, altos funcionarios, y los gobernadores regionales, aquellos con quienes nunca dialogó. Cómo confiar en los que protestan o se declaran en huelga, si la Primera y Segunda Toma de Lima, dijo Boluarte, detuvieron el desarrollo del país, estancaron su economía y paralizaron el turismo.

Parece que ante el no poder remitirse al terrorismo (pues las Naciones Unidas ha descrito el término como parte de una retórica hostil, peligrosa y traumática utilizada contra el movimiento de protesta) Boluarte ha empezado a construir una versión alternativa de traición social. Y añade, cómo se puede confiar en peruanos que envían un mensaje “para afuera” en el que se presenta al Perú como un país sin garantías, generador de caos y zozobra. No satisfecha con la desconfianza, reforzó su oposición al diálogo diciendo que había solamente una ruta para conseguir que el país avance. Es suya, y consiste en unirse con el gobierno para resolver los problemas futuros. Una unión en silencio. Así lo dejó de claro cuando al terminar y antes de ponerse de pie, se despidió diciendo: Hechos y no palabras.

La frase latina, muy usada por mandos militares de la antigua Roma, remite a cierta virtud para decidir y actuar con la rapidez necesaria opuesta al diálogo político, que perjudica la urgencia de las acciones, que gasta el tiempo con discusiones que dejan de lado la obligación de decidir. Es por eso una frase que sintetiza el sustento de las dictaduras. En el caso peruano fue Manuel Odría quien la popularizó. Apenas dio el golpe de Estado en 1948, empezó a perseguir a sus oponentes más discursivos, a quienes llamó terroristas: los militantes del Partido Aprista Peruano y del Partido Comunista Peruano. Al año siguiente decretó la suspensión de las garantías individuales y mediante sistemas de vigilancia y tortura, reprimió cualquier cosa que se dijera contra su gobierno hasta 1956. Gracias a los silencios, Odría consiguió acumular grandes propiedades y pactar con Manuel Prado el darle los votos de sus seguidores si no lo investigaba durante su gobierno. Prado ganó feliz. Protegido con el Pacto de Monterrico, como fue llamado ese acuerdo, el silencio sobre la corrupción de Odría hasta hoy nos muestra la otra cara de los Hechos y no palabras. Irónicamente (pobres viejos apristas) Alan García usó la expresión en su campaña del año 2016. Ahora Boluarte se la apropia. Pero en su caso, ya es algo tarde para que los hechos que ha cometido contra su pueblo los consiga silenciar.

 

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[EN LA ARENA] El expresidente Donald Trump compareció por primera vez el martes 13 de junio ante la Corte Federal de Miami por 37 cargos penales que enfrenta por haberse llevado, al salir de la Casa Blanca el 2021, documentos clasificados de la CIA, del Departamento de Defensa, de la Agencia de Seguridad Nacional, del Departamento de Energía y del Departamento de Estado a su resort en Mar-a-Lago. Los cargos también incluyen haber obstruido la recuperación del material. Como todos los analistas lo señalan, es el primer exmandatario de Estados Unidos acusado de cargos federales. Él único que pudo haber sido acusado a ese nivel fue Richard Nixon. Por eso es que en las afueras de la corte de Miami, esperando la salida de Trump muchos periodistas no dejaban de comparar la caída de ambos presidentes. Pero se trata de historias muy distintas. Esta acusación contra Trump tiene como preocupación que los documentos clasificados que almacenó en cajas en su visitado resort incluían información sobre la defensa y el armamento, incluido el nuclear, no solo de Estados Unidos sino también de países extranjeros, incluyendo tanto las vulnerabilidades de su país, como las represalias posibles ante ataques extranjeros. Una dimensión muy distinta a la que nos remite el caso de Richard Nixon cincuenta años atrás: el caso Watergate, con el que muchos están familiarizados por haber sido llevado a al cine y la televisión.

Desde que llegaron al gobierno, Nixon y sus colaboradores del Partido Republicano acosaban a políticos de la oposición y grupos de activistas utilizando la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), la Agencia Central de Inteligencia (CIA) e incluso el Servicio de Impuestos Internos (IRS). Estas acciones salieron a la luz cuando fue detenido un grupo de integrantes del “Comité de reelección del presidente” por entrar a robar a la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata de Estados Unidos, la cual quedaba en el complejo de oficinas Watergate de Washington D. C. Cuando se supo que “los ladrones” estaban vinculados al gobierno, el Congreso de los Estados Unidos inició una investigación. Nixon negó tajantemente cualquier participación, insistía en que se había enterado al mismo tiempo que el Congreso del robo. Pero un año y unos meses después, el 5 de agosto de 1974, la Casa Blanca entregó una cinta de audio grabada en la Oficina Oval de sólo unos días después del robo, en la que Nixon y otros funcionarios discutían cómo impedir la investigación del FBI para evitar ser implicados. Hasta los abogados de Nixon reconocieron que el presidente había mentido no sólo a ellos, sino a toda la nación. De inmediato, los congresistas de todos los partidos, más aún el republicano, declararon que apoyarían su destitución. Pero Nixon renunció de inmediato y abandonó junto con su familia la Casa Blanca. El Congreso, entonces, abandonó el proceso de destitución quedando a la espera de que se abriera la investigación penal a nivel federal. Sin embargo, contra toda expectativa, el vicepresidente Gerald Ford, apenas tomó el mando del gobierno, indultó a Richard Nixon. Con un indulto completo e incondicional lo eximió de cualquier crimen que hubiera cometido o en el que pudiera haber participado como presidente, basándose en que “el perdón” era en ese momento lo mejor para el país. Una suerte de fantasía fujimorista, digamos.

Nixon jamás aceptó ser culpable. Al parecer, Trump tampoco lo hará. Él culpa a Joe Biden, el actual presidente, de ser quien usa al Departamento de Justicia para ganar las elecciones del 2024. De poco sirven sus rabietas contra el fiscal. Temerosa, la ciudad de Miami esperaba miles de fanáticos defendiendo a su republicano. Pero que fueran tan pocos los seguidores que llegaron a la Corte a darle su apoyo, puede ser una señal de un país que ojalá despierte pronto de las mentiras de un hombre acostumbrado a sentirse por encima de la Ley.

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Lo cierto es que poco tiempo después, tanto en Europa como en Estados Unidos, la crisis financiera del 2008 y las crisis migratorias del 2015, dieron sustento a la ya creciente extrema derecha y su nacionalismo para que pudiera triunfar Donald Trump, que puso a los migrantes como el principal enemigo de su nación y dio sustento para que gobiernos como el de Joao Bolsonaro y ahora el de Dina Boluarte, puedan apelar a resolver los problemas de pobreza y delincuencia ansiando romper el Pacto de San José e imponer, de una vez por todas, la pena de muerte. Masacre más, masacre menos en las tierras de la población quechua hablante y aimara del país, lo que importa es su Patria.

Los derechos humanos, pues, no son de izquierda, eso es un invento de la extrema derecha que repite sin pensar. Nuestros derechos están por encima de cualquier ideología. Es el deber de nuestro Estado protegerlos y deber de la Alta Comisión de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos evitar que se retroceda. La ONU ya se ha pronunciado, pero sin importarle, el Congreso sigue emitiendo leyes contra los derechos de la mujer, contra la educación pública, contra los migrantes, a favor de la corrupción. Mientras tanto, los brazos más violentos de la extrema derecha cuentan con la anuencia del gobierno para atacar. Total, como dijo el hoy silenciado cardenal del Perú, aquí los derechos humanos son una cojudez.

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Los organismos jurídicos internacionales sobre derechos humanos, los convenios firmados y las alianzas establecidas con otros países nos dan un marco fundamental de regulación. Como nuestros parlamentarios saben de ese marco, buscan agraviarlo. Nos quieren hacer creer que la justicia se resuelve con pena de muerte y que por eso debemos romper con el Pacto de San José de la OEA. Que debemos retirar a los embajadores de los países de la Alianza del Pacífico que nos acusan porque el comunismo nos hundirá en la peor de las pobrezas. Pero no pueden tapar el sol con un dedo, por más que cuenten con la complicidad de la prensa y sus escandaletes mediáticos, con la evidencia compartida en las investigaciones de las autoridades internacionales contamos con una base para detener su desborde legislativo, su autoritarismo de gamonal y su festín de corrupción. Sépanlo bien, no nos vamos a rendir.

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Otro tema que preocupa mucho a las Naciones Unidas es el rol que cumple la IA en el procesamiento, estructuración y suministro de la información; en las redes podemos observar cómo los algoritmos permiten la desinformación, el discurso de odio, la discriminación. Aquello considerado libertad de expresión se encuentra desbordado tanto en la agresión como en la represión. Mientras tanto surgen nuevas narrativas políticas y sociales, otras formas de privacidad y consentimiento, que requieren una alfabetización mediática e informacional que ni los medios ni las instituciones educativas están incorporando a su repertorio pedagógico. Enfrentar este proceso demanda no sólo nuevas prácticas educativas e inversiones tecnológicas, sino una formación ética acompañada de un fino desarrollo del pensamiento crítico, y todas las nuevas competencias que demanden los rápidos cambios en el mercado laboral profesional, la crisis climática y la necesaria participación ciudadana.

Mientras tanto, la Comisión de ciencia, innovación y tecnología del Congreso aprobó recientemente el dictamen de un proyecto de ley que busca promover el uso de la IA en el país sin tomar en cuenta los peligros que corren nuestros derechos. De aprobarse la ley nos estaríamos disparando a los pies. Pero qué hacer, cuando en la comisión sólo hay congresistas vinculados a empresas del sector salud, un par de abogados de universidades de bajos estándares, una periodista de farándula, dos marinos retirados. Él único científico es un biólogo molecular tan anticomunista que cuando fue jefe del Instituto Nacional de Salud, mintió sobre la calidad de las vacunas chinas.

Quizá sería bueno, pensaría HAL, que ha llegado la hora de hacerse cargo del Congreso peruano.

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Tres años después, Óscar Becerra es ahora el ministro de Educación y pone como representante del Minedu en el Consejo Directivo de la Sunedu al Director del Departamento Académico de su facultad en la USMP y presiona para que se elijan a candidatos como el superintendente que no cumple con el requisito de haber estado fuera del ámbito académico durante un año como mínimo. La asociación de universidades nacionales del Perú ha manifestado públicamente no reconocerlo y subrayar la ausencia de 19 rectores, mucho más que el quorum, que se opusieron a participar de su elección.

Es imposible, pues, esperar que un ministro como él no considere un adefesio a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que le parezcan culpables las mujeres con sus wawas atacadas por la policía protestando por las masacres, que esté a favor de la pena de muerte para quienes le dan la contra. De poco sirve que el gobierno se lave las manos con el Primer Ministro aclarando que el gobierno sí se respeta el pacto de San José, porque un hombre así, parece haber entrado para devolver a una red de corrupción el espacio que utilizaba para el enriquecimiento ilegal.

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