Avatar

Para Avatar fue suficiente crear una ensalada de elementos sensacionalistas y de emociones visuales impactantes para hacer una gran película. En tamaño de espectadores y en impacto comercial, por lo menos. Pero en el fondo, pasando el cascarón de la bulla y las batallas galácticas, toda esta receta carece de sabor y es solo un empaque puesto sobre una historia vacía y virtual. El relleno es filosofía ecologista y pacifista aderezada con un montón de explosivos y cruces entre anfibios y cucarachas y castores y elefantes. 

James Cameron no ha creado un mundo nuevo. Además de todas las referencias a otras historias fantásticas, el creador recrea las conquistas del Amazonas y del África y del lejano Oeste. Toda esa épica del típico europeo monetizado y colonizador está decorada por efectos visuales nunca antes vistos (en 2009), la tecnología (bastante vieja) del 3D y una música bombífera parecida a la de Titanic (casi idéntica). Toda esta supuesta originalidad es una recolección de la historia del mundo en el siglo 20, solo que con otro decorado. Nadie aquí inventa la pólvora, se especializan en saber administrarla. 

Y qué hay de malo en copiar referentes, dirán algunos. Acaso Titanic no es también una copia de Romeo y Julieta en altamar o Star Wars otra historia de caballeros y espadas. Pues, la diferencia y la raíz del problema es que cuando no hay nada sustancial luego del desfile de copias y plagios, me cuesta distinguir cuál es el valor real del producto. 

En su interior, Avatar es un sinfín de diálogos absurdos, brutos, ridículamente breves, que no son parte de ningún léxico normal de la interacción humana. Así no habla la gente. Preste atención al guion puesto en falsete permanente, en tono barítono y en modo idiota. Entre todo eso, distinga que la historia también podría contarse del otro lado: unos exploradores de tesoros quieren destruir todo para robar una piedra preciosa y venderla. Y mientras contemplas esto y ya sabes cómo va a terminar, te percatas de la extrema superficialidad de su premisa. Plata o plomo. Oro o sangre. Y ya. ¿Cuán superficial es todo eso? Cuán básico y retrógrado. ¿Dónde está la revolución de la que James Cameron habla?

Todos los personajes son unidimensionales, planos como un papel. Ninguno evoluciona. El protagonista está siempre enamorado de Pandora, los malos son hasta el final una banda de delincuentes y todos los buenos son los hijos de Jesucristo. Así, sin mayores alteraciones. Tan sencillo. Cuando podría explorarse alguno de los concepción vitales de la condición huamana, como la amistad, la lealtad, la traición, la duda inconfesable o cualquier otro, Avatar se queda en el nivel primario absoluto de la reflexión. 

En el remate de la película (que dura más de hora y media, por lo menos) ya todo se basa solo en la acción. En ese movimiento salvador de último minuto, en ese cuchillo que casi te mata, en ese milagro de Matrix o ese tiro de suerte. En suma, son muchas inverosimilitudes, demasiadas reacciones no explicadas. ¡Pero qué importa! Que viva el cine, y el popcorn, y las gaseosas de dos litros y las golosinas y los Estados Unidos de Norteamérica.  

Avatar son todas palomitas de maiz para el gran público. Su arquitectura se enseña sin discusión en los salones de clase del Hollywood más acérrimo. Es la fórmula de siempre. Y solo desde ese lugar disneylándico, vale la pena contemplarla y aprender de ella. Aunque sea solo para intentar ganar algunos cuántos de sus miles de millones. 

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