[CRÓNICA] Luego de dos horas de vuelo, sumadas a un retraso de 1 hora, llegamos a San Carlos de Bariloche. A dos grados bajo cero con vientos helados y poco abrigo esperamos a que llegue un taxi. A unos cuantos kilómetros de Villa los Coihues, ciudad a orillas del Lago Gutiérrez, nos esperaba una pequeña cabaña que nos alojaría por tres días.
El puente que conectaba la residencial con la carretera estaba cerrado por obras. Nos dejaron del otro lado. Estábamos rodeados de belleza oculta por la noche e intensa lluvia. Los tres con maletas, sin saber dónde ir, sólo nos quedó enfrentar el puente pisando cemento sin trabajar y vigas al aire. Tuvimos la suerte de llevar con nosotros a un desconocido en el aeropuerto que buscaba transporte. Nos prestó internet y pudimos contactar a quien nos alquiló la cabaña. Nos esperó cruzando el puente y nos llevó.
Ni la oscuridad ni la tormenta nos pudo quitar las sonrisas de la cara. Con dos amigos de la vida, de esos que sólo encuentras una vez, da la sensación de que nada te puede detener. Viviendo lejos, emprender un viaje con personas que te rescatarían incondicionalmente de cualquier hoyo en el que te encuentres, es espectacular. Sientes una calidez mucho más fuerte que cualquier ambiente helado que te rodea. Llegamos de madrugada a nuestro pequeño hospedaje y dormimos entre risas y cigarros.
En contra de mi naturaleza dormilona nos levantamos temprano para ir al Cerro Catedral donde se encuentra el centro de esquí, el más grande de Sudamérica. Todas las mañanas caminamos aproximadamente un kilometro para cruzar el puente en construcción y coger un taxi. Ahora de día se veía el gigantesco lago y montañas nevadas que decoraban de aventura el comienzo de nuestros días. Llegando, lo primero que hicimos fue alquilar el equipo para hacer snowboard. Tabla, botas, pantalón de nieve, lentes y casco.
Una vez equipados hay que subir el funicular para subir la montaña. Ya había ido una vez antes, pero me había limitado a hacer el deporte en la zona de aprendizaje en la base de la montaña. Era la primera vez en estos asientos al aire libre, con la tabla colgando de un solo pie. Me moría de miedo, no quería subir, me temblaban las piernas a cada paso. Mi pánico a las alturas me estaba frenando a una de las experiencias más divertidas. Finalmente me atreví. Las garitas se abren y tienes que deslizarte hasta que el asiento te recoge y te eleva sin frenar.
Cerré los ojos y recordaba las palabras de mi padre. Era un niño miedoso y los deportes radicales me aterraban. Heredé esa fobia de él y aprendí mucho de su valentía. Me enseñó que no hay necesidad de hacer algo si tienes miedo, a menos que haya una razón mas importante para hacerlo. También, que para ser valiente primero hay que tener miedo. Hay más valor en la superación que en la acción temeraria.
Abrí los ojos y mientras sujetaba fuertemente la baranda de seguridad vi uno de los paisajes más hermosos que haya visto. Parecía volar encima de la montaña blanca, los esquiadores se deslizaban abajo mío y se veía el enorme lago Nahuel a lo lejos. La segunda vez que subía con mis amigos al lado, se detuvo unos minutos en la parte más alta: ¡Tenía que ser ahorita! Mis amigos explotaron a carcajadas y me contagiaron. Supongo que la mejor cura para el miedo es la risa. Hay magia y autoconocimiento en reírse de uno mismo. No perder la capacidad del humor ante circunstancias adversas es admirable. Tantos años buscando la verdad y la belleza en filosofías, libros y pensamientos cuando estaban ahí, a un paso de distancia.
Tienes que bajar del asiento y deslizarte rápidamente hacia un lado para no obstaculizar el descenso de quienes vienen después. La nieve está por todos lados y la gente avanza a altas velocidades por donde veas. Seguía sintiendo miedo, pero la adrenalina te vuelve más fuerte y resistente. La primera bajada aprendí a deslizarme de un lado para otro en zigzag, me caí decenas de veces. Cada una superada por risas. La segunda vez me caí unas cuantas veces. Las siguientes ya había aprendido a doblar para ambos lados y frenar. En teoría, si ya sabes eso no hay por qué caerse. Notar la curva de tu propio aprendizaje te hace sonreír inevitablemente.
Los más experimentados asumen una responsabilidad de protectores con los que están aprendiendo. En toda caída siempre alguien me preguntaba si estaba bien. Después de todo, es un deporte de riesgo y los accidentes suceden constantemente. En los tres días que fui vi a dos personas accidentadas que tuvieron que ser bajados echados en un pequeño trineo manipulado por dos esquiadores que llevaban a los heridos a la base de la montaña. Mi grupo no fue ajeno a los accidentes. El segundo día, uno de mis amigos se cayó de espaldas y al poner las manos se dobló la muñeca. Cuando fuimos a la posta médica le dijeron que su mano tenía una deformidad y que era mejor no volverse a tirar.
La última jornada esquiamos medio día, devolvimos el equipo y nos despedimos de la montaña. Fue de esos viajes que no quieres que acaben. Pero definitivamente volveré algún día y retomaré ese hermoso y arriesgado deporte. Terminamos el viaje comiendo cordero patagónico en el centro de Bariloche. Ante los paisajes, snowboard, accidentes y aprendizaje me quedo con la sensación de superar miedos y nunca olvidar que nadie puede solo y apoyarse en la amistad cuando es necesario. Toda mi vida me sostuve en héroes ficticios que hacían la realidad más fácil. Es importante recordar que los héroes de verdad son miedosos y están desnudos.