Candidato Disruptivo

[PIE DERECHO] De acuerdo a Ipsos, 83% desaprueba la gestión de Boluarte; el IEP indica un 85%; Datum, 84%; un 82% desaprueba al Congreso, señala Ipsos; 91%, según IEP; ¿qué sentimientos le genera el Perú?, pregunta Ipsos: las respuestas son pena, 37%; decepción, 34%; impotencia, 28%; frustración, 26%; vergüenza, 21%; incertidumbre, 17%; rabia, 17%.

En diciembre del 2022, revela IEP, el 50% de la población se sentía insatisfecho con la democracia y un 30% muy insatisfecho, un 80% sumando ambos conglomerados; según la propia encuestadora, un 38% avalaría un golpe militar; el índice de optimismo/pesimismo que regularmente mide Ipsos, nos muestra una sensación de que el Perú está retrocediendo de parte del 65% de la población, un nivel solo superado por la que existía antes de que se capturara a Abimael Guzmán y se resolviera la hiperinflación delirante de Alan I.

Ipsos mide para el Latinobarómetro el grado de satisfacción con la democracia. Estamos en la cola, con apenas 8%, mientras que el promedio regional es de 28%. Nos ubicamos peor que Venezuela. Una pregunta, para la misma medición, que es dinamita: ¿diría que el país está gobernado para unos cuantos grupos poderosos en su beneficio o que está gobernado para el bien de todo el pueblo? Un 90% de peruanos se inclina por lo primero, encabezando la funesta percepción en la región, solo empatados por Paraguay.

El 67% de la población considera que el modelo económico ha sido un fracaso, revela Ipsos. Es verdad que en detalle la gente asocia el modelo económico no al manejo fiscal o monetario, a la libertad de empresa o a la economía de mercado, sino a temas como la salud o la educación pública, o la corrupción, pero igual es un indicativo de su opinión del statu quo.

En diciembre del 2022, Ipsos preguntó por cuál candidato votaría uno en las próximas elecciones presidenciales. Encabezando la lista, con 18%, Antauro Humala, seguido de Keiko Fujimori con 14%. Preguntada la ciudadanía por una segunda vuelta entre ambos candidatos, en ella ganaría el excéntrico etnocacerista.

Si a ello le sumamos la permanente crisis institucional -hoy detonada con el terremoto de la Fiscalía de la Nación-, la crisis económica, y la crisis social expresada en la inseguridad ciudadana, ¿puede alguien dudar de que el terreno está abonado para el surgimiento, apabullante, de un candidato disruptivo, abiertamente antiestablishment?

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El terrible grado de descomposición política del Congreso peruano, donde se suman casi todos los partidos políticos, va a tornar muy difícil que alguno de ellos salga indemne y se asome con algún protagonismo el 2026 -o antes- a la jornada electoral presidencial.

La crisis política que vive el Perú desde los tiempos de Kuczynski, ante la tozudez no solo del keikismo sino del propio pepekausismo (ya hasta tenían gabinete armado y de ambas partes surgieron torpes asesores que lo petardearon), ya ha incubado un outsider con el triunfo de Pedro Castillo el 2021.

Luego de la crisis que trajo la renuncia de PPK, el ascenso de Vizcarra, su bronca con el aprofujimorismo, la disolución del Congreso, la elección de uno nuevo, la convocatoria a un referéndum, la vacancia de Vizcarra, el ascenso de Merino, su renuncia precipitada, y recién cierta calma con el ascenso de Sagasti, el país fue incubando lo que luego sobrevendría con el maestro chotano.

El país está harto de la crisis y del establishment que, entiende, la ha provocado. La inmensa mayoría de la ciudadanía quiere vivir en democracia, a pesar de todo, pero en una democracia estable, que no genere zozobra permanente ni haga trastabillar la perspectiva vital de cada quien.

A esta situación de crisis política, que persiste a pesar de la salida de Castillo del poder, se suman otros dos potentes factores de hartazgo ciudadano: la indignación creciente que provoca la inseguridad, y el malestar galopante de la crisis inflacionaria, que de milagro no han generado ya un estallido social significativo.

La gente está harta, no soporta más, está cansada de ver los noticieros plagados de noticias de robos o de escándalos en el Congreso y el gobierno, ha perdido toda confianza en el futuro inmediato y ve con pesimismo lo que pueda sobrevenir. Está dispuesta, pues, a patear el tablero sin ningún rubor democrático, inclusive por opciones autoritarias o en los márgenes del modelo vigente.

La clase política y los poderes fácticos -que hacen poco o nada para presionar por reencontrar el rumbo- están sembrando el terreno minado de un candidato disruptivo, imprevisible, de alto riesgo democrático.

 

 

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