Julio Verne

Al descender hasta la terraza, observo dos recias mesas de piedra. Sobre ellas, unas cajas que llaman mi atención, sobre todo por no comprender o descifrar qué hacen allí. Al acercarme se despejan las dudas: parte de la narrativa de la casa museo es dejar allí, a merced de los visitantes, dos juegos de mesa inspirados en las aventuras plasmadas por Verne en el papel. ¿Hay mejor manera, me pregunto, de cerrar la visita a este santuario literario que retozar ante un tablero que se va abriendo a infinitas posibilidades, rara mezcla de azar y ciencia que en un golpe de dados nos sumerge en profundidades abisales y en otro nos catapulta fuera de la atmósfera? Diría, complacido, que no.

Dejo atrás la casa Verne y de a pocos me interno en el centro de la ciudad. En cuestión de media hora estoy en una explanada donde funciona una sala de máquinas, llamada mas propiamente el Bestiario de Máquinas, donde un grupo de inventores ha dado rienda suelta a su imaginación –inspirada en Verne, claro está– y allí me detengo a contemplar un portentoso elefante mecánico que recorre la explanada y rocía agua con su enorme trompa para refrescar a los curiosos que estamos allí, boquiabiertos y con la testa expuesta a cuarenta grados de temperatura.

Pocos escritores como Verne resultan tan decisivos al momento de reconstruir los hitos de una vocación literaria. Yo me recuerdo aún leyendo a Verne en la semioscuridad del vientre de una inmensa máquina plana, soñando con vidas, destinos y lugares que solo pueden experimentarse gracias a la magia de las palabras. Dejo Nantes con una sensación que mezcla sin remedio la gratitud y la melancolía y la promesa de volver, muy pronto, a las páginas de Verne. Así sea.

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