Al descender hasta la terraza, observo dos recias mesas de piedra. Sobre ellas, unas cajas que llaman mi atención, sobre todo por no comprender o descifrar qué hacen allí. Al acercarme se despejan las dudas: parte de la narrativa de la casa museo es dejar allí, a merced de los visitantes, dos juegos de mesa inspirados en las aventuras plasmadas por Verne en el papel. ¿Hay mejor manera, me pregunto, de cerrar la visita a este santuario literario que retozar ante un tablero que se va abriendo a infinitas posibilidades, rara mezcla de azar y ciencia que en un golpe de dados nos sumerge en profundidades abisales y en otro nos catapulta fuera de la atmósfera? Diría, complacido, que no.
Dejo atrás la casa Verne y de a pocos me interno en el centro de la ciudad. En cuestión de media hora estoy en una explanada donde funciona una sala de máquinas, llamada mas propiamente el Bestiario de Máquinas, donde un grupo de inventores ha dado rienda suelta a su imaginación –inspirada en Verne, claro está– y allí me detengo a contemplar un portentoso elefante mecánico que recorre la explanada y rocía agua con su enorme trompa para refrescar a los curiosos que estamos allí, boquiabiertos y con la testa expuesta a cuarenta grados de temperatura.
Pocos escritores como Verne resultan tan decisivos al momento de reconstruir los hitos de una vocación literaria. Yo me recuerdo aún leyendo a Verne en la semioscuridad del vientre de una inmensa máquina plana, soñando con vidas, destinos y lugares que solo pueden experimentarse gracias a la magia de las palabras. Dejo Nantes con una sensación que mezcla sin remedio la gratitud y la melancolía y la promesa de volver, muy pronto, a las páginas de Verne. Así sea.
No llegué a conocerlo en persona, pero sabía de él desde principios de este siglo, cuando cayó en mis manos su libro de cuentos Amarillito, amarilleando. Era el 2002 y el Perú vivía una especie de primavera democrática tras diez años de dictadura fujimorista y uno del gobierno de transición de Valentín Paniagua. Ese año, Alejandro Toledo, con toda su demagogia neo-incaísta (“el cholo puro y sagrado”, supuesta reencarnación de Pachacútec) llevaba ya un año gobernando y empezaba a mostrar una vez más, como su antecesor Fujimori, las fauces del sistema neoliberal que hacía ricos a unos y empobrecía a otros.
Para los que aún no saben a qué escritor me refiero, su nombre era Feliciano Padilla Chalco, nacido en Lima en 1944, pero abancaíno y puneño de corazón, pues vivió casi toda su vida en esas ciudades andinas que han dado tan grandes escritores como Gamaliel Churata, Carlos Oquendo de Amat, Federido Latorre y muchos más. Feliciano Padilla murió este viernes 7 de enero, víctima del maldito virus del Covid-19.
Su notable novela ¡Aquí están los Montesinos!, del 2006, muestra las viejas desigualdades entre Lima y el interior del país, al narrar la disputa electoral entre Rafael Grau, un candidato de la élite capitalina, hijo del héroe Miguel Grau, y Santiago Montesinos, hacendado apurimeño. Mereció muchas reediciones. También publicó otras novelas como Ezequiel, el profeta que encendió la pradera (del 2014) y El morral escarlata (apenas del 2021). Aparte del ya mencionado Amarillito amarillando, sus otros libros de cuentos incluyen Pescador de luceros, Cuentos de otoño, La bahía, y varios relatos en quechua. Por añadidura, fue poeta, habiendo publicado el 2009 Pakasqa takiyniykuna (Mis cantos ocultos), un libro en quechua y español, y ensayista, con varios estudios donde resalta la importancia de la literatura puneña.
Recuerdo que sobre el afamado Movimiento Kloaka escribió el 2007: “Desde hace un buen tiempo los productores jóvenes de literatura vienen haciendo una lucha generacional contra los poetas y narradores mayores. Creo que están en su derecho. La juventud es de por sí iconoclasta, inconforme. Tienen toda libertad para ser irreverentes. Hasta ahí, esta actitud es buena, y hasta fecunda para producir mejor y seguir adelante, pero llevar esta contradicción natural hasta el extremo de aplicar esa ‘ley’ que los ‘kloacas’ inventaron y la expresaban en foros y bares limeños: ‘Si quieres surgir tiene que ser sobre el cadáver de los consagrados’, no es bueno para nadie. Ha pasado el tiempo y la historia no registra el nombre de ningún kloaca importante”.
En realidad, se equivocó, pues los Kloaka nunca dijeron eso que se cita y ya hay varios kloakas que destacan en el parnaso peruano. El reclamo de Padilla, sin embargo, tiene que ver más con la reivindicación de los escritores de provincias, ignorados consuetudinariamente entonces y aún hoy. En ese sentido, su reclamo es justo.
Autores del interior como Boris Espezúa, Leoncio Luque Cota, William Guillén Padilla, Gloria Cáceres, Isaac Huamán Manrique, Gloria Mendoza Borda, Fredy Roncalla, Juan Yufra, José Gabriel Valdivia, Carlos Reyes Ramírez, Carlos Sánchez Paz, Luis Nieto Degregori, Ricardo Vírhuez, Edián Novoa, Mary Soto, Enrique Rosas Paravicino, Zein Zorrilla, Samuel Cárdich y muchos más merecen, sin duda, mayor atención.
En el cuento “Amarillito amarilleando”, que da título a la colección a la que me refería al principio de esta nota, se narra la aparición de una peste que vuelve amarillas a sus víctimas sin que se sepa bien qué enfermedad es. Casi como una premonición del propio Covid-19 que se lo llevó, Padilla escribió: “Se comentaba que una nube de abejas viajeras procedentes del Manu, que hacía poco se encontraba por Pachachaca, habría traído la maldita fiebre, sin previo aviso, sin tocar la puerta. Eran cientos los chiuchicitos, que en aquel momento, ya no alegraban las mañanas a causa de la peste. ¿Será la tifus o la tos convulsiva, será el sarampión o la viruela?, se oía un coro de voces desesperadas. Tienen que estar aislados de la familia, aislados del mundo; por ahora combatan la fiebre mientras se descubra la enfermedad, nos recomendaban los matasanos del hospital. Pero, el tiempo pasaba y ningún matasanos sabía decir la verdad”.
Como un chiuchicito, el alma de Feliciano Padilla se nos voló, igual que la de tantos escritores, artistas y peruanos en general que siguen sufriendo de olvido y desatención. En el caso de nuestros escritores fuera de las argollas limeñas, el descuido de la crítica es patente.
Que el alma de Feliciano Padilla vuele bien alto y su muerte no sea en vano.