mafias ilegales

El horrendo crimen contra el candidato presidencial ecuatoriano, Fernando Villavicencio, que apunta claramente a las mafias del narcotráfico (los dedos acusadores que apuntan a Rafael Correa más parecen intentos de aprovechamiento político de la tragedia), pone sobre el tapete la pavorosa infiltración de las mafias ilegales en la política latinoamericana (véase nomás el reciente escándalo que compromete al presidente colombiano Gustavo Petro, acusado de recibir dineros narcos para su campaña).

El inmenso poder económico alcanzado por el narcotráfico, la minería ilegal, la trata de personas, el contrabando, el tráfico de armas, la explotación maderera informal, el tráfico de terrenos, las pandillas extorsivas, etc. los conduce inevitablemente a tratar de tener peso político suficiente para garantizar impunidad para sus actividades ilícitas.

Así, han cooptado autoridades locales, policía, fiscales, jueces, parlamentarios y ahora aspiran a hacer lo propio con los mandatarios de turno, bajo la seducción del dinero o la amenaza y el chantaje directo, como ha sido el caso de Villavicencio, periodista de investigación que estuvo asilado en el Perú algunos años.

El lamentable suceso nos trae a la memoria los homicidios de Luis Carlos Galán en 1989 y Luis Donaldo Colosio en 1994, candidatos a la presidencia de Colombia y México, respectivamente, que marcaron la historia política desde fines de siglo hasta la actualidad en sus países.

Lo ocurrido marcará un hito en la política latinoamericana. Es una nueva clarinada de alerta sobre el destino al que los Estados regionales se están conduciendo por la inacción de las democracias para domeñar las mafias que se enseñorean en sus predios, y cuya defección no hace sino alimentar a populistas extremos, como Bukele en El Salvador, quien, a despecho de las formas democráticas, ha acabado con las pandillas que dominaban el territorio salvadoreño y, a pesar de sus devaneos autoritarios, goza por ello de enorme simpatía popular.

En el Perú hace muchas décadas o siglos que no sufrimos de magnicidios semejantes (Balta, Pardo, Sánchez Cerro en los siglos XIX y XX), salvo que incluyamos en ese bolsón a los asesinatos de autoridades perpetrados por el terrorismo, pero la situación de crecimiento de las mafias ilegales torna madura una situación en la que fácilmente algo así podría volver a ocurrir.

Es hora de que la democracia peruana tome plena conciencia del inmenso peligro que comporta la coexistencia tácita con estas mafias. Más temprano que tarde, si no lo han hecho ya, darán el salto a la política y allí sí entraríamos a una etapa tan disfuncional de la democracia que sembraríamos el terreno de cultivo para opciones autoritarias y radicales, que al son de prometer acabar con esas lacras, se zurren en las formas mínimas del Estado de Derecho.

 

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