Las mascotas son parte esencial de mi vida. Perruno hasta la médula, siempre ha habido perros en mi casa, la paterna y la actual. Gruñón, un Jack Russel, se ganó su nombre cuando, recién llegado a casa, de apenas un mes, le mostró los dientes a un Siberian Husky y un pastor alemán que ya lo querían inspeccionar como bicho raro.
Hace trece años que nos acompaña, siempre fiel y extremadamente ostensible en sus muestras de alegría cuando llegaba a la casa algún familiar que le caía en gracia. Malgeniado como él solo, era capaz, sin embargo de ser el animal más dulce y juguetón cuando la simpatía era manifiesta.
Ayer partió, víctima del colapso de sus órganos internos, por las desventuras de la edad. Decidimos hacerlo dormir para que no sufra ningún dolor en medio de una condición de salud irreversible. La decisión fue muy dolorosa y a pesar de haber transcurrido apenas algunas horas de su partida, ya se le extraña.
Dormía en mi cama hasta que llegó a la casa un American Pitbull, a quien nunca quiso y decidió dormir en la sala del primer piso mientras el inmenso animalote que heredamos de nuestro hijo migrante a Nueva York, decidiera también dormir en nuestro lecho.
Era feliz tragando -era tan gordo que parecía un Jack Russel mutante, decían mis hijos, a quienes adoraba- (y tuvo que ser sometido a dieta cuando le aparecieron sus primeros problemas de salud), paseando con su adorada Karina, recibiéndonos a nosotros o a mis hijos de los viajes que realizábamos. Su único gran malhumor era con Maui, el pitbull, no le aceptaba ninguna invitación a la amistad. Su proverbial malgenio nunca lo abandonó.
Lo malo de las mascotas es que algún día parten y dejan un vacío afectivo enorme en el hogar. Su estela perdura, como la de tantos otros que hemos tenido y ya no nos acompañan, pero Gruñón era especial y fue compañía invalorable en la educación sentimental de mis hijos, quienes hoy lloran su partida a lo lejos (el mayor desde Brooklyn, el menor desde Buenos Aires), y de mi sobrina nieta Gianna, de diez años y que nació con Gruñón adorándola, quien ayer, lamentablemente ya no pudo visitarlo en la veterinaria -como pidió hacer- porque antes de ese momento, el animalito colapsó.
Las personas que tienen y quieren a sus mascotas merecen mi especial aprecio. Los perros, en especial son mi devoción y quiero dedicarle esta columna a un compañero vital en los últimos trece años. He llorado su partida y ella me sirve de estímulo para velar con mayor cuidado de Quipu, el siberiano que también ya anda con los problemas de la vejez, y el expansivo Maui, perro inmenso, pero noble y querendón. Sin mis perros yo no sería la misma persona y una hendidura emocional con la que tendré que lidiar se ha instalado en mi seno desde ayer. Buen viaje querido Gruñón.