El mundo está dividido. La nueva Guerra Fría no es solo la que enfrenta a USA y la OTAN de un lado, y a Rusia y China del otro. Hay otra Guerra Fría más, o talvez muy caliente, que opone a conservadores y progresistas. La primera tiene que ver con el poder, con el dominio económico y geopolítico del planeta, la segunda es ideológica y ha abierto un escenario de intolerancia en el que las formas y fondos de la democracia a nadie le importan.
Cada 12 de octubre, se suscita una controversia entre España y los sectores o gobiernos progresistas de América acerca del descubrimiento del Nuevo Continente. Son los tiempos. La teoría poscolonial ha tomado sólidas posiciones, así como el pensamiento que desafía la universalidad de los derechos humanos y aboga por los derechos de las diferencias y las disidencias. Entre estas últimas se sitúan los pueblos originarios. ¿Se puede partir de un principio de igualdad cuando en América contamos con millones de afectados por estructuras de poder que hasta hoy los excluyen?
La exclusión de los descendientes de Los Vencidos, como diría Nathan Watchell, es poco discutible. El racismo estructural es real. Más discutible es la forma que han cobrado su denuncia y las formas de lucha; como lo es esa tendencia a separarnos por tribus, a generalizar étnicamente como en el pasado lo hicieron quienes pregonaban superioridades e inferioridades raciales. Dirán que no es lo mismo, pero tiene mucho de parecido afirmar que a una persona que nace con un fenotipo u otro le corresponden, sin más, una serie de atributos, los más de ellos peyorativos.
Pero vayamos al tema. No dudo que habrá españoles, situados bien a la izquierda de su espectro político, sensibles a los reclamos de sus pares americanos. Pero lo cierto es que existe un gran sentido común español que todo lo que entiende del tema es que hace quinientos años los tercios de su poderoso ejército le regalaron su civilización a quienes carecían de una y se admiran de que los americanos de hoy no lo reconozcan y no lo celebren alborozados.
Por otro lado, el progresismo poscolonial aterriza fácilmente en el odio y omite del análisis consideraciones relacionadas con lo que estaba y no estaba normalizado hace quinientos años por lo cual buscan sentar a España, y su actual Majestad, en el banquillo de los acusados. Pero algo nos enseña la historia: los imperios que han podido someter militarmente otros pueblos lo han hecho, Incas y Aztecas incluidos.
La reconciliación internacional consiste en una negociación oficial que emprenden dos o más estados cuando perciben que los separa un pasado doloroso. El caso emblemático es el de Francia y Alemania que iniciaron los trabajos destinados a superar las heridas de la Segunda Guerra Mundial en 1963, apenas 18 años después de concluida la conflagración. Franceses y alemanes se dieron cuenta de que si querían jugar algún rol en el mundo de la Guerra Fría debía ir juntos. Por eso fundaron la Comunidad Económica Europea en 1957 y, tras la caída del muro de Berlín en 1989, cuando comenzaba a amanecer un planeta que se asomaba unipolar con USA como único y gran hegemón, fundaron la Unión Europea en 1993. La idea: seguir siendo protagonista en un mundo que se les iba de las manos. La premisa: el perdón alemán por las barbaridades de la Segunda Guerra Mundial.
Luego, la conquista de América es un tema mucho más longevo pero las políticas dirigidas a los pueblos y lenguas originarios constituyen un asunto de muy corta data, no más de dos décadas y es evidente que queda muchísimo por hacer. Las diferencias, la separación, la asimetría están allí, en el Perú lo vemos a diario. Recién se supo que algunos profesores de una escuela amazónica violaban a los alumnos que debían permanecer internos en ella por vivir a días de distancia de su centro de educación básica. ¿Así incluimos?
Volvamos a hablar del perdón. López Obrador y Sheinbaum se lo han reclamado al Rey de España Felipe VI a nombre de los sectores que reivindican a los pueblos originarios. Reitero, la reconciliación es una negociación. Para que suceda, las partes deben estar de acuerdo en llevarla a cabo. Yo la creo imprescindible, España no. Entonces es labor de la diplomacia acercar al viejo reinado a la mesa de negociación. ¿Podría la OEA mediar sus buenos oficios?
En otras palabras, se requiere de gestiones del más alto nivel ante la Monarquía española para que esta comprenda que buena parte de la población y de los gobiernos de sus excolonias americanas están esperando un gesto de desagravio por los abusos cometidos durante la conquista y la colonización. El argumento de la época pasada, de la normalización pasada no parece suficiente como disculpa porque no se trata de eso. La reconciliación tiene que ver más con gestos de empatía, con gestos de humildad, con el reconocimiento de violencias que ocasionaron sufrimiento a millones de personas y que se anidaron en la memoria colectiva de sus descendientes y se manifiesta, además, en la realidad material contemporánea.
Al respecto, un ejemplo destacable de reconciliación lo protagonizó el Papa Francisco quien, en 2021, no tuvo reparos en disculparse ante México por los pecados de la Iglesia durante los tiempos de la colonización española. Preclaro ejemplo de humildad cristiana: les hizo bien a los millones de feligreses mexicanos y le hizo mucho mejor a la propia Iglesia Católica.
Por este último motivo, también el Estado mexicano se ha disculpado con sus pueblos originarios. No fue solo durante la colonización. En América Latina, el siglo XIX republicano fue abyecto en la explotación y el maltrato a la población oriunda, situación que penetró por largas décadas al siglo XX y que hoy se manifiesta en servicios estatales absolutamente deficientes que explican por qué hay quienes denuncian la permanencia de las estructuras socioeconómicas impuestas por el poder español hace 500 años.
Por eso reitero, en el fondo se trata de la humildad y la empatía entre ambas partes. Salir a exigir perdones ante el mundo entero no es, desde luego, la mejor manera de iniciar un acercamiento para reconciliarse. Lo que se requiere es trabajo diplomático, silencioso, sutil, es preguntarle al que va a disculparse, o reconocer violencias del pasado, qué cosa quisiera que le reconozcan a él. Por lo pronto, somos cristianos e hispanohablantes. En un caso como este una reconciliación no puede entenderse como un acto unilateral. Verlo y plantearlo así es fracasar sin siquiera encontrar un principio: España seguirá respondiendo con la arrogancia de siempre y en América seguiremos vandalizando las estatuas de Cristóbal Colón.
¿Y el Perú? ¿bien gracias? Durante el segundo gobierno de Alan García se le pidió perdón a la población afrodescendiente por la esclavitud que se prolongó hasta que Ramón Castilla la abolió en 1854, es decir 30 años después de la Independencia. Bien hecho, sin embargo, la servidumbre campesina se extendió hasta la reforma agraria de Velasco -buena, mala o peor- ¿algún gobierno se ha disculpado por eso? ¿alguien ha pedido perdón por la esclavización de los grupos originarios amazónicos durante la fiebre del caucho? Reitero, el perdón debe comprenderse como un gesto de amistad, humildad y reconciliación, no como la humillación, ni el escarnio público de nadie.
Pero debe producirse. En el Perú, hasta hace muy poco tiempo, se observaba en las casas de distritos medios o residenciales el siguiente anuncio: “se necesita muchacha, cama adentro”. De esta manera, la migración masiva producía el repentino (des) encuentro entre dos países y dos culturas, y se inventaba modernas formas de servidumbre casi al amanecer del siglo XXI.
Tanto por hacer, qué banales me han sonado las voces del conservadurismo y del progresismo radicales, tan cargadas de odio, cuando escribía estas líneas. Las guerras colonizadoras terminaron, los españoles se fueron hace 200 años, se supone que somos libres hace dos siglos: se supone. Se trata de traer la igualdad, por fin la igualdad, los servicios, los eficientes servicios del Estado, se trata de curar heridas, de cerrarlas, de sanarlas con cuidado, se trata de amistarse, se trata de abrazarse, se trata de ser, en fin, una nación que es capaz de tratar y resolver su pasado con otras. La guerra, de ningún tipo, jamás ha solucionado nada. ¿No se nos hace evidente cuando vemos lo que pasa en Gaza y Ucrania?