[Migrante al paso] Quedé enamorado de San Sebastián; evidentemente, no del santo—aquél general romano valiente que dio su vida por defender a sus correligionarios perseguidos—sino de la encantadora ciudad española, situada en el País Vasco del norte. Podría vivir tranquilamente allí, y no es algo que pueda decir de muchos sitios. Eso sí, necesitaría un mayor presupuesto para mantenerme. El lujo y la riqueza en esta región se perciben desde el primer taxi en el que te subes. Junto con Bilbao, estas son las dos urbes más prósperas del país.
No entendía nada; hablan el misterioso euskera y están orgullosos de ello. Es fascinante. Una lengua aislada cuyo origen sigue siendo un enigma para historiadores y lingüistas. Mientras llegaba a mi alojamiento, el coche se detuvo de golpe, el taxista descendió apresurado y corrió hacia la acera. Una señora se había desmayado por el calor. Estas acciones contagian, e inmediatamente fui a ayudarlos. Fue una excelente primera impresión del lugar. En nuestras calles limeñas puede suceder cualquier cosa y ya está normalizada la indiferencia; nadie interviene porque están sometidos, convencidos de que no pueden hacer nada. En fin, me sentí afortunado de haber presenciado ese instante.
Lo primero que hice fue probar un clásico txuletón. En ese idioma, la “tx” se pronuncia como “ch”. Solo en Kobe, Japón, había degustado semejante manjar carnívoro. En teoría, es un platillo para dos; te muestran la ternera cruda para que les des el visto bueno antes. Yo pude solo. Cuando se trata de carne, soy un barril sin fondo. Ochocientos gramos de puro deleite.
Salí del mítico Bar Néstor, una taberna de estilo medieval con madera impregnada del aroma a aceitunas y pulpo frito, en dirección a la bahía. Caminando por la parte antigua de la ciudad, a la sombra de un monte con piedras dispersas coronado con el Castillo de la Mota del siglo XII—yo también me reí con el nombre—subí a visitarlo otro día, y por la empinada pendiente del Monte Urgull se podría decir que bajé todo el peso que me había dejado el txuletón. Al llegar a la ensenada, te recibe una extensa playa, en ese momento vacía, con un islote enorme al frente. Unos cuantos botes pesqueros rondan por la marea apacible.
Descendí por las escaleras del malecón, medias dentro de las zapatillas, calzado en mano y pantalón arremangado. La arena blanca estaba fría; me recosté cerca del mar y me fumé unos cigarros observando las gaviotas descender al agua. Me sentía dentro de un cuadro de Sorolla, aunque se tratase de otro mar del país ibérico. Experimentaba la misma calma que transmite una de sus obras. Genios del arte abundan en estas tierras. Me subí el pantalón y dejé que las pequeñas olas acariciaran mis pies de hobbit en idas y venidas. Resistía el frío característico del mar Cantábrico. Sumergido levemente, caminé hacia el otro extremo, hacia donde la espuma salpicaba al chocar con rocas afiladas del acantilado. La superficie suave y húmeda pasó a ser suelo pedregoso. Al final de la curva natural se encuentra, en perfecta armonía, el Peine del Viento, una escultura de hierro imperdible del renombrado Eduardo Chillida, nacido en San Sebastián.
En mis semanas viajando por el norte español, me detuve frente a la imponente catedral románica de Santiago de Compostela, en el sendero angosto que asciende hasta la cima de San Juan de Gaztelugatxe, en el histórico y conmovedor pueblo de Guernica; disfruté de una retrospectiva de Hilma af Klint dentro de la genialidad arquitectónica del Guggenheim en Bilbao. Aun así, desde el primer día supe que San Sebastián fue la joya de mi recorrido. Si hubiera estado en temporada de verano, habría disfrutado de la vida costera en la famosa Playa de la Concha, llamada así por su forma.
A pesar de ser pequeña, con apenas 180 mil habitantes, lo que aprendes recorriendo sus calles es inmenso. Escuchando a la gente en las esquinas y bares, se filtra en susurros la latente historia independentista del nacionalismo vasco. Dentro de su peculiar habla existe una cosmovisión separada del resto de España, un anhelo que se arrastra desde hace cinco siglos. La verdad es que, con la prosperidad que poseen, podrían lograrlo tranquilamente; más bien, es a la otra parte a la que le conviene que sigan formando parte del país. Así como encuentras belleza en cada rincón, también descubres resentimiento y conflicto. Está en nuestra naturaleza humana llenar todo territorio de incomodidades sociales y políticas.
Es de esos lugares que rebosan vitalidad; aún no pierde el alma de sus estructuras. La gente se ríe, habla a gritos, el Uber no existe y te obliga a volver al viejo hábito del taxi callejero. Los restaurantes te invitan a entrar, las tabernas te tientan con vinos y la gente es amable; el trato no tiene punto de comparación con Madrid y, menos, con Barcelona. Una ciudad que te regala sonrisas coquetas o tiernas es porque sus habitantes mantienen el orgullo y el honor de ser parte de una comunidad que funciona. No es un paraíso, pero sorprende con detalles ya no tan comunes.
Un personaje ronda entre mis esquemas, esbozos, relatos sin final. Sueño con él: una mente serena, con la inteligencia para conquistar el mundo; sin embargo, no desea hacerlo. Está ciego, y su escenario siempre era oscuro o nebuloso. Por fin encontré su lugar en San Sebastián; ahora tiene visión. Rodeado de arena cálida, se siente libre mientras observa las mismas gaviotas y aquellos botes que se logran ver moverse sutilmente entre los acantilados.