Pío IX

Rafael López Aliaga se ha sumado hace tiempo a la narrativa del fraude que continuamente han repetido los seguidores de Fuerza Popular. Pues allí donde se eleva el aroma fétido de la mentira y la falsedad, allí parece sentirse a gusto quien cree ser poseedor de una verdad absoluta avalada por un fervor religioso que borda el fanatismo. Y que tiene modos fascistas, no democráticos.

López Aliaga, en la línea del cardenal Cipriani, y junto con él Rafael Rey y Martha Chávez, todos ellos vinculados de una u otra manera al Opus Dei, una de las cabezas de playa más conservadoras de la Iglesia católica, parecen creer que representan una tradición católica de más de veinte siglos, con su oposición irrestricta al aborto, a lo que ellos llaman ideología de género, al reconocimiento de los derechos homosexuales, unida a una pretensión de superioridad moral, paternalismo y aires autoritarios. Como si ellos se sintieran participando de una u otra manera de la infalibilidad que le atribuyen a la Iglesia católica, a su doctrina y —¿cómo no?— a su cabeza suprema, el Papa.

Pues parece que estas ideas no son tan antiguas como ellos creen y el catolicismo histórico es mucho más amplio de lo que ellos suponen. Más aún, sus posiciones y actitudes ni siquiera parecen poder conjugarse con las enseñanzas de Jesús que reseñan los Evangelios ni con la conciencia colectiva que tuvo el pueblo cristiano a lo largo de la historia.

El estudioso alemán Hubert Wolf, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad de Münster (Renania del Norte-Westfalia, Alemania), sostiene que el catolicismo actual fue inventado en el siglo XIX y cimentado por el Papa Pío IX, quien tuvo el pontificado más largo de la historia: de 1846 a 1878. Ciertamente, tras los estragos sufridos por la Iglesia católica durante la Revolución Francesa además de otras revoluciones y guerras que asolaron Europa durante la primera mitad del siglo XIX, la institución se hallaba en crisis y necesitaba ser reconstruida y reinventada. O reformada, de acuerdo a la frase atribuida al obispo Agustín de Hipona (350-430) “Ecclesia semper reformanda”, que significa que la Iglesia debe ser siempre reformada. Como diríamos actualmente, lo que no cambia, perece. Es esa dinámica la que a grosso modo le ha permitido a la Iglesia católica subsistir hasta nuestros días. Pero los cambios no siempre han sido para mejor, ni han significado necesariamente un avance. Y lo que hizo Pío IX, al reinterpretar la milenaria tradición de la Iglesia y concentrar el poder eclesiástico en su persona de una manera absoluta como nunca se había dado en los siglos de existencia de la institución, fue precisamente sembrar las semillas del descrédito que sufre el catolicismo actualmente.

Pues este Papa, haciéndose eco de las corrientes ultramontanas de su época, se opuso expresamente al progreso y a la civilización, como lo expresa en su Syllabus o “Indíce de los principales errores de nuestro siglo” de 1864, donde señala como enunciado falso la afirmación de que «el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización». Asimismo, califica de «pestilencias» el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas, las sociedades clérico-liberales, debiéndose tener en cuenta que el comunismo y el socialismo de la primera mitad del siglo XIX eran más bien proyectos utópicos que buscaban la igualdad social mediante la comunidad de bienes y no los Estados dictatoriales que surgieron recién en el siglo XX.

Pío IX también se opuso a la libertad de conciencia y, por lo tanto, de religión, pues consideraba falso que «todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera». En este sentido, también consideraba erróneo que «es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la Iglesia», defendiendo asimismo el derecho a la exclusividad del catolicismo en los países donde se hallaba presente. En consecuencia, considera equivocado el siguiente enunciado: «En esta nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos».

Ni qué decir, era contrario a las libertades democráticas, como lo expresó en su encíclica “Quanta cura” de 1864: «algunos despreciando y dejando totalmente a un lado los certísimos principios de la sana razón, se atreven a proclamar “que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública, que dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente de todo derecho divino y humano…”».

No deja en pie ni siquiera la libertad de opinión. Dice respecto al naturalismo profesado por liberales de la época: «Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma encíclica “Mirari”), a saber: “que la libertad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil”.»

Por último, en 1870 hizo proclamar la infalibilidad pontificia como dogma de fe por el Concilio Vaticano I, convirtiéndose de esa manera en un monarca absoluto —dictador diríamos en la actualidad—, aunque sin territorio, pues ese mismo año el ejército piamontés invadió el Estado Pontificio, consumando la reunificación de Italia bajo el mando del rey Víctor Manuel II de Saboya, a quien el Papa excomulgó, además de prohibirle a los católicos la participación en la política italiana, incluido el sufragio, bajo severas penas canónicas.

Es de hacer notar que los obispos de Austria-Hungría, la mayoría de los obispos alemanes y el 40% de los franceses se opusieron a la proclamación del dogma porque no estaba en consonancia con la tradición de la Iglesia: nunca se había considerado al Papa como infalible. 55 obispos decidieron partir antes de la votación, pues no querían avalar con su presencia tamaño despropósito, más aun cuando Pío IX usó todos los medios a su disposición para presionar y convencer a los obispos indecisos, recurriendo incluso a la amenaza de sanciones, inmiscuyéndose continuamente en las discusiones del Concilio e imponiendo la dirección en que debían ir las reflexiones.

De este modo, Pío IX terminó concentrando en la Iglesia el ejecutivo, el legislativo y el judicial en su sola persona, sin ningún contrapeso ni de los cardenales, ni de los obispos, mucho menos del pueblo cristiano en general, todos los cuales tenían la obligación de obedecer.

En lo administrativo, la Iglesia católica ha seguido siendo una monarquía absoluta hasta ahora, donde ciertamente el Papa delega funciones pero sigue siendo quien tiene la última palabra respecto a las medidas gubernamentales y pastorales que se deben tomar, las leyes que deben regir a la Iglesia y las decisiones judiciales que se emiten sobre la base del derecho canónico. Y este esquema se repite a menor escala en cada diócesis, donde el obispo es el soberano absoluto que sólo debe rendir cuentas al Papa, el cual es el único que puede nombrarlo, sin obligación de seguir las recomendaciones de las personas calificadas consultadas al respecto ni la opinión de los fieles católicos de la diócesis. En una estructura así, donde no hay instancia dónde apelar, se entiende que campeen la injusticia y la impunidad, sobre todo en los miles de casos de abuso sexual que han sido denunciados y hechos públicos.

Según lo dicho, se entiende por qué después de Pío IX la democracia apenas ha sido tematizada en las enseñanzas oficiales del Magisterio eclesiástico. El término ni siquiera aparece en el Catecismo de la Iglesia católica, cuya primera versión data de 1992. Se trata de un tema que los representantes oficiales de la Iglesia evitan tocar, tal vez porque tengan rabo de paja o porque no desean que los modos democráticos se introduzcan en la Iglesia.

Josemaría Escrivá de Balaguer, el controvertido curita fundador del Opus Dei, dijo alguna vez que «el Divino Redentor dispuso que la comunidad, por Él fundada, fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales, para perpetuar en este mundo la obra de la Redención…» (Amar a la Iglesia, Punto 23). Fuera de que este enunciado es históricamente falso, quien crea que la Iglesia católica es una sociedad perfecta tendrá poco aprecio por la democracia. Y sabemos que esto ha sido una constante en los casos de Rafael López Aliaga, Rafael Rey, el cardenal Cipriani y Martha Chávez. Y en sus aliados más cercanos: Keiko Fujimori y los esbirros de Fuerza Popular y Renovación Popular.

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