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[La Tana Zurda]Guillermo Gutiérrez Lymha (Lima, 1962 – 2025), figura emblemática de la contracultura poética peruana, ha partido. A inicios de la década de 1980 fundó el Movimiento Kloaka y en el presente siglo publicó dos poemarios fundamentales: los poemas en prosa La muerte de Raúl Romero (2006) y los cuatro extensos poemas de Infierno iluminado (2022). Y con su partida, queda flotando en el aire una última confesión que me enviara por Messenger el 1ero de enero de 2024, donde plasmó, con crudeza y desgarro, el peso insoportable de la soledad, la ruina emocional, y el fracaso no solo personal sino generacional.

No es solo un testimonio. Es un poema en bruto, no escrito en versos sino en lágrimas, en rabia, en desesperanza. En ese mensaje íntimo, Guillermo me decía -como quien lanza una botella al mar desde el último escalón de la vida- que se sentía un muerto civil, atrapado en una casa ahogada de malas vibras, olvidado por los demás y traicionado incluso por la utopía contracultural que abrazó en los años ochenta. Había en él una herida que no cerraba: la relación con su madre, una convivencia marcada por el desgaste, el deber, la culpa y el amor imposible de expresar en medio del colapso diario. La muerte de ella fue su quiebre definitivo. La culpa lo carcomía, no tanto por lo que hizo, sino por lo que no pudo evitar. Lo que relata de esos días -cuidarla, limpiarla, escucharla gritar, y luego verla morir en soledad- es un pasaje brutal, casi bíblico, de un hombre que lo dio todo sin saber cómo 

darlo bien, y terminó roto por no poder más.

Él no pedía glorias, ni homenajes, ni fama. Pedía algo más sencillo y más esencial: un saludo, una escucha, una oportunidad de trabajo, un poco de dignidad. Pero le fue negado. El silencio del entorno -salvo unas pocas manos amigas- fue ensordecedor. No lo derrumbó una enfermedad o un enemigo; lo mató la indiferencia, el abandono, la sensación de ser prescindible en un mundo donde incluso sus libros ya no parecían servir. En su mensaje también hay un dolor generacional: la contracultura que lo impulsó como joven poeta, ese movimiento rebelde que se atrevió a gritarle a la dictadura del conformismo, según él, se diluyó en caricaturas y oportunismos. Se sintió traicionado por esa historia también.

Guillermo se autodefinió como un “ultracolino” -un término que no necesita explicación porque duele solo al leerlo-. Vivía con dos perritos que lo salvaban del abismo y con una biblioteca que ya no podía vender sin perderse a sí mismo. La tentación del suicidio estaba ahí, agazapada, pero resistía. ¿Qué lo sostenía? Tal vez ese resto de dignidad de quien no quería “llorarles”, ni rogar, ni convertirse en una caricatura del mártir.

Lo que ocurrió con Guillermo Gutiérrez fue mucho más que una simple tristeza; fue la culminación de una serie de injusticias que, según sus propias palabras expresadas un día antes de su fallecimiento a su amigo Miguel Rivera, no eran casualidades. Conocido en los últimos años como el Tío Factos en el canal de streaming La Roro Network, Gutiérrez se ganó el cariño de una nueva audiencia gracias a su estilo único: una mezcla de crítica aguda, ironía y ácida reflexión. Sin embargo, el destino de su programa cambió abruptamente cuando la cadena decidió maniobrar los horarios y días de emisión de manera inconsistente, justificándose con razones empresariales que para él eran torpes y sin fundamento. Según Gutiérrez, empezaron a mover el programa de horario, colocando en su lugar partidos sin relevancia, con el pretexto de “relevancia deportiva”, además de promover programas más superficiales y sin contenido de valor. Esto, en su opinión, era parte de una estrategia empresarial que priorizaba el show sobre el contenido genuino y la lealtad a quienes realmente aportaban algo a la cultura. 

Su última aparición, un episodio lleno de entusiasmo y opinión trasmitido el pasado 19 de marzo, fue opacada por una serie de cambios de horario y falta de comunicación, que dificultaron que la audiencia pudiera seguir su trabajo. Para él, lo que estaba en juego era mucho más que la cancelación de un programa: era una lucha por el respeto y la lealtad en un medio cada vez más dominado por los intereses comerciales. Al final, lamentó que las injusticias fueran minimizadas por la indiferencia de la gente, dejando que los troles y la superficialidad prevalecieran sobre aquellos que realmente valoraban su trabajo. Esto le provocó un profundo desgaste emocional, que, aunque no lo sumió en pánico o ansiedad, sí le causó una angustia que solo podía aliviar compartiendo su dolor en la calle con la gente, vendiendo libros y conversando sobre la vida. A pesar de todo, se mostró decidido a no dejarse vencer por la humillación, y con un espíritu desafiante, expresó que, aunque no tuviera nada, seguiría luchando hasta el final, pues la batalla no era solo suya, sino de quienes realmente apreciaban su programa.

Hoy, al rendirle este tributo, no solo debemos hablar del poeta, del militante de la palabra, del luchador cultural. Debemos recordar al hombre que escribió con el corazón en carne viva, que no tuvo miedo de decir que estaba destruido, que pidió ayuda sin rodeos, que gritó sin metáforas.

Nos queda la deuda de haberlo escuchado tarde o de no haberlo escuchado nunca. Nos deja una voz que fue literatura viviente, incluso en su desesperación. Y aunque él decía haber fracasado, hay una verdad en su palabra que nos sobrevive. Y eso, a fin de cuentas, también es poesía.

Descansa, Guillermo. Que no repitamos el olvido de tu grito.

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fallecimiento, frustración, movimiento kloaka, poeta, tributo

[La Tana Zurda]  Aún me embarga una profunda tristeza y nostalgia por no haber podido despedir en Lima a mi gran hermano del alma, José Antonio Mazzotti. Sin embargo, me siento orgullosa y reconfortada por la forma en que su familia y amigos cercanos en Lima le brindaron un adiós a la altura de lo que él hubiera querido. Fue una despedida que resonó con su espíritu: una chalana, que había sido previamente bautizada por su dueño con el nombre de su madre, Rosa Elvira, surcando las aguas del mar en la Costa Verde, con una puesta de sol y de lluvia que parecían invocar la presencia de los Incas, al reflejarse en los colores del arco iris. La imagen, mágica y espléndida, se desplegó en la mañana del sábado 4 de enero, un día que quedará grabado en mi memoria como una despedida que, a su manera, encapsuló la esencia de lo que José Antonio fue: inmenso, luminoso, indomable.

Quince personas, todas cercanas a José Antonio, salieron de su casa en La Aurora en Miraflores y se dirigieron en tres autos hacia el muelle de Chorrillos en la Costa Verde.

Llevaban consigo las cenizas de nuestro gran poeta, rumbo al Cementerio Marino, mientras un pájaro blanco los acompañaba en su viaje silencioso. En el aire, sonaban las notas de una canción que su viuda, Bárbara Corbett de Mazzotti, y su buen amigo, el poeta Manuel Liendo habían seleccionado para esa ocasión, las canciones favoritas de José Antonio: “Amigo” de Roberto Carlos y “Wish You Were Here”, de Pink Floyd, temas emblemáticos de la época en que José Antonio y Bárbara compartían su tiempo universitario. La melodía resonaba como un himno de despedida, como un suspiro nostálgico que rememoraba aquellos días dorados, mientras el paisaje urbano de Lima se desvanecía lentamente tras ellos.

En un instante de profunda intimidad, y mientras aún sostenía el sobre que contenía las cenizas de nuestro querido poeta, Bárbara hizo un llamado solemne. Uno por uno, los presentes se despidieron, abrazando ese sobre de cartón biodegradable que simbolizaba el cuerpo de José Antonio, arrojado ahora al vasto mar que tantas veces lo inspiró. Manuel Liendo, testigo de aquel acto tan significativo, compartió con nosotros el momento exacto: “Bárbara arrojó al mar el sobre, un intenso sol cayó sobre el mar y sobre nosotros. Un calmo Océano Pacífico, que hacía tan solo unos días había estado encrespado, recibía la enorme vastedad de nuestro querido hermano”. Fue un gesto de despedida que evocó no solo la grandeza de su ser, sino también la inmensidad de su legado, que se diluía en el océano, pero que jamás se perdería.

Así, con una ceremonia tan sencilla como profunda, le dieron el adiós que él merecía, un adiós acorde con la magnitud de su figura. José Antonio Mazzotti fue, sin lugar a dudas, uno de los más grandes poetas, académicos e investigadores que el Perú haya dado. Su obra brilló no solo en el ámbito de la poesía, sino también en la crítica literaria, en sus estudios sobre el Inca Garcilaso de la Vega y en su conocimiento profundo de la poesía mundial. Publicó más de una docena de poemarios y recibió premios y reconocimientos tanto a nivel nacional como internacional. Un hombre cuya huella era imposible de borrar, quien dejó una marca indeleble en cada disciplina que tocó.

Lo irónico, sin embargo, es que, en su propia tierra, Perú, muy pocos recuerdan o valoran adecuadamente su enorme aporte. A veces, resulta hasta cómico ver cómo los vacíos y las omisiones resaltan aún más la presencia de los grandes olvidados (destaco aquí el risible e inestable “olvido” de Pera en su reciente “In Memoriam. Literatos, artistas y promotores culturales fallecidos en 2024” de su suficientemente computado Vallejo and Company, con lo que demostró magistralmente algo que se hace palpable cada vez más para los autores y editores de, entre otros países, Chile, Argentina y España). No pueden callar la grandeza del intelecto de Mazzotti, ni la creatividad con la que diseñó e impulsó eventos culturales de gran magnitud. Es realmente grotesco cómo aquellos que siempre se presentan como advenedizos, dispuestos a traicionar por un poco de protagonismo, parecen ignorar la verdadera esencia de quienes realmente dejaron una huella profunda. Pero el hecho de que “algunes” alucinen ningunearlo solo resalta aún más su enorme valor, su capacidad para transformar y para seguir presente a pesar de todo.

José Antonio Mazzotti, una y mil veces, ¡siempre presente! Porque su legado es intocable, y sus palabras seguirán vibrando, no solo en las aguas que rodean la Costa Verde, sino en cada rincón del alma que lo conoció.

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Despedida, fraternidad, Literatura, poeta

Un punto relevante de esta biografía es la intención de explicar la concepción del poeta y la poesía que subyacía en el discurso de la poeta, más aún, la idea de una vida en cuya trama la propia Pizarnik alcanza la estatura de un personaje. Declaran sus biógrafas: “(…) el personaje, lenta y seguramente diseñado por Flora Pizarnik, nacida el 29 de abril de 1936 en Buenos Aires, cumplió su destino textual sepultando a Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha, con cincuenta pastillas de Seconal sódico” (p.31).

Los nombres mencionados eran apelativos que utilizaban distintas personas para nombrarla. Surge entonces la pregunta: “¿Por qué hablamos de su destino textual? ¿Qué quiere decir esto del personaje que devora a la mujer de carne y hueso? ¿Qué significa esta nueva Alejandra que mata a las demás? Desde nuestro punto de vista está vinculado con a la concepción del poeta y de la poesía que tuvo Alejandra, al menos hasta poco antes de morir, concepción que incidió de manera definitiva en la configuración de su biografía personal” (p.31).

Explican las autoras que Pizarnik se inscribe en la tradición de Nerval, Baudelaire, Artaud y Mallarmé, por mencionar algunos poetas, en la medida en que comparte con ellos la idea de que la escritura poética es un acto de trascendencia, un gesto de búsqueda de lo absoluto y el asumir una ética que servía de base a la construcción del poeta maldito, que encuentra el descanso solo en la aniquilación, metáfora de la imposibilidad de conseguir el ansiado absoluto a través de las palabras.

Puede preguntarse el lector si esto nos devolvería paradójicamente al mito. Diría que no. La investigación paciente, la sobriedad de su escritura y la solidez de sus fuentes, prescindiendo de todo morbo o de toda exacerbación de la personalidad de Pizarnik, aseguran que esta biografía nos provea –incluso a riesgo de contradecir su título– una imagen con más certidumbres que vacíos.

Cristina Piña y Patricia Venti. Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito. Madrid: Lumen, 2022.

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Biografía, Libro, mito, poeta

La máxima aspiración de una biografía es ofrecer al lector el relato completo y puntilloso de una vida, aun cuando la tarea sea siempre inacabada y parcial. El biógrafo es, si me permiten la analogía, una especie de historiador. Entre su gabinete y el trabajo de campo, reconstruye con minuciosidad y rigor la trayectoria de una existencia que, además, es relevante, digna de ser narrada, conocida y valorada. La biografía, aunque nadie le haya dado oficialmente la membresía, tiene asiento en el club de la no ficción. 

Lo tiene también el perfil, que igualmente busca acercarse a una trayectoria vital, pero a diferencia del biógrafo, el perfilista busca otra cosa: no el retrato global y casi radiográfico que pretende el biógrafo, sino iluminar una personalidad, un temperamento, hallar los contornos que dan cuenta del personaje y su sentido. Unos cuantos detalles, un par de obsesiones, algunos momentos de significado trascendente en esa vida son sus ingredientes centrales. 

El biógrafo libra una batalla por agotar su relato; el perfilista quiere sugerir. Si lo queremos poner en términos musicales: el biógrafo escribe la partitura; el perfilista la ejecuta de modo personal y creativo. El perfil en América Latina cuenta con ejemplos magníficos y, para no convertir esto en un catálogo quisiera mencionar dos ejemplos recientes: Plano americano (2013) de Leila Guerriero y Mala lengua (2020), del chileno Álvaro Bisama, un logradísimo esbozo, en palabras, del poeta Pablo de Rokha.

Ambos textos cumplen a cabalidad con las condiciones que hemos expuesto para el trabajo del perfilista: brevedad, preferencia por lo fragmentario y altamente significativo de una vida y, muchas veces ocurre, el relato va acompañado de las vicisitudes de la propia investigación para la escritura. El reciente libro de Daniel Titinger, El hombre más triste (2021) cumple cabalmente con este dictado.

Titinger no se enfrenta a un reto menor. Nada más difícil de asir que la vida de César Vallejo, poeta mayor y cósmico, salido de Santiago de Chuco para habitar el mundo. Una vida que roza el mito, un carácter que ha sido abonado por el culto, el mito y atribuciones de toda índole. Biógrafos no le han faltado, como sus leales amigos Antenor Orrego o Juan Espejo Asturrizaga, que acometieron la brava tarea hasta donde pudieron, o recientemente Miguel Pachas Almeyda, navegante en un proceloso mar de documentos, archivos e historias. 

Titinger ofrece dos relatos: el primero es el de sus propias pesquisas, que van formando el tejido textual que finalmente lee uno con gozo; el segundo se va organizando a partir de esos hallazgos, no es otra cosa que el lápiz que va trazando con paciencia una imagen del poeta. Esa imagen, quisiera decir, contradice muchos lugares comunes, muchas preconcepciones aceptadas como verdades irrefutables.

El poeta grave y triste, por ejemplo. Una imagen que hemos embanderado todos, teniendo o no evidencias de esa condición. Mortal al fin, aunque inteligente hasta lo genial, Vallejo sabía lo suficiente de la vida como para dejarla pasar con el mentón bajo el puño contrito, como dicta la imagen canónica. Vallejo sabía reír y en medio de los clamorosos vacíos que son una invitación a la especulación, Titinger consigue humanizar al poeta, alejándose de las varias convenciones que regían (y acaso rigen) su representación. 

El hombre más triste resulta entonces un título irónico, porque pretende demostrar, precisamente, todo lo contrario. Llámenlo genio, díganle predestinado, visionario, alucinado, expresionista o lo que sea. Nunca olvidemos, lección que nos deja Titinger, que Vallejo fue ante todo un hombre, no un mito. 

El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo. Edición de Leila Guerriero. Santiago de Chile: Ediciones de la Universidad Diego Portales, 2021. 

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Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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César Vallejo, El hombre más triste, poeta
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