celibato

Ocurrió este año en Francia. El 5 de octubre la Comisión Independiente de Abusos Sexuales en la Iglesia, encargada por el episcopado francés en noviembre 2018 de investigar la pederastia clerical en el país galo, publicó un devastador informe. Desde 1950 han actuado en la Iglesia católica francesa entre 2,900 y 3,200 pederastas, y el número de víctimas de sacerdotes y religiosos asciende a por lo menos 216,000. Si se incluyen también a los abusadores laicos que trabajaban para la Iglesia, el número asciende a por lo menos a 330,000 víctimas.

Aún así, la gran mayoría de los autoridades de la Iglesia siguen sin ver que las raíces del problema están en el sistema eclesiástico mismo. Y si bien el celibato obligatorio para presbíteros ordenados en la Iglesia católica romana no explicaría todo el problema, sí sería parte importante de él. Como decía el cardenal italiano Carlo María Martini SJ (1027-2012): «Tal vez, no todos los hombres que estén llamados al sacerdocio tengan ese carisma [del celibato]». Y claro, si se ven obligados a guardar esta norma, la tragedia está servida. Y se manifiesta generalmente en una sexualidad vivida en los subterráneos de la existencia. Una sexualidad reprimida que puede eclosionar de la peor manera cuando se aprovecha la condición de guía espiritual para seducir a personas que están bajo su responsabilidad, entre ellas menores de edad.

Quienes hemos vivido bajo la obligación de celibato en las comunidades sodálites sabemos lo frágil que es la promesa de mantenerse alejado de la expresión de una sexualidad activa, por más vida espiritual y ascetismo que se practique. Como se dice en el lenguaje católico, uno siempre termina “cayendo” de una u otra manera. Lo más grave es que esto va unido a una falta de percepción del terrible daño que se puede causar, si la caída ha involucrado a otra persona a la que se ha manipulado psicológicamente para que realice ciertos actos, sin que haya habido un auténtico libre consentimiento de su parte.

En un voluminoso libro de espiritualidad que leíamos a diario en las comunidades sodálites, el “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas” del P. Alonso Rodríguez SJ (1526-1616), teólogo jesuita del Siglo de Oro español, se cuenta lo siguiente en la parte que trata “De la virtud de la castidad”:

«¿A quién no espantará aquel ejemplo que cuenta Lipomano de Jacobo, ermitaño, que después de haber servido al Señor más de cuarenta años con grandísimo rigor y penitencia, siendo ya de edad de sesenta años e ilustre en milagros y en echar demonios, le llevaron una doncella para que le sacase un demonio, y después de echado, no osaron los que la trajeron llevarla consigo, porque el demonio no se le atreviese, y él permitió que se quedase con él. Y porque se fio y presumió de sí, permitió Dios que cayese; y porque un pecado llama a otro, hecho el mal recaudo, con miedo de ser descubierto, la mató y echó en un río; y por remate de todo, desesperado de la misericordia de Dios, se determinó de volver al siglo a entregarse del todo a los vicios y pecados que tan tarde había comenzado. Aunque después no le faltó la misericordia de Dios, que le volvió a sí; y hecha rigurosísima penitencia de diez años, volvió a cobrar la santidad primera, y fue santo canonizado».

El relato chirría por todas partes, comenzando por el hecho de que la víctima es el ermitaño que cayó en la tentación, mientras que la joven violada y asesinada es una anécdota más. El abuso sexual que aquí se narra es tratado solamente como una falta contra la castidad. No interesan para nada ni la víctima ni sus eventuales familiares. El final feliz consiste en que el ermitaño, que debería haber sido juzgado por los crímenes que cometió, después de dedicarse durante un tiempo a la dolce vita, hace penitencia y termina convirtiéndose en un santo.

Ni qué decir, un ejemplo así sólo refleja la conciencia que la Iglesia católica ha tenido del abuso sexual y que no parece haber evolucionado ni cambiado en la actualidad. Como ocurre en el caso del Sodalicio, donde las víctimas han sido tratadas como meras anécdotas, mientras se espera que el “castigo” con propósito de enmienda que supuestamente está cumpliendo Luis Fernando Figari en su retiro romano ayude a que se redima de sus “pecados” y le permita alcanzar la santidad que tanto proclamaba en sus escritos.

El tema de los abusos sexuales eclesiásticos es complejo y la eliminación del celibato obligatorio para los clérigos no lo solucionaría del todo, pero probablemente ayude a mitigarlo —pues una relación sexual madura forma parte del desarrollo humano de una persona— y contribuiría a disminuir el número de curas psicológicamente inmaduros. Por ejemplo, un estudio comisionado por los obispos estadounidenses a fines de los años 60 al P. Eugene C. Kennedy y a Víctor Heckler (“The Catholic Priest in the United States: Psychological Investigations”) y enviado a los obispos en 1971 llegaba a la conclusión de que sólo el 7% de los clérigos estaban emocionalmente desarrollados, otro 18% estaba en proceso, 66% estaba emocionalmente subdesarrollado y un 8% presentaba un desarrollo emocional torcido. Por supuesto, el episcopado no discutió estos resultados e ignoró el informe.

No niego que el celibato también puede ser una opción madura, siempre y cuando la persona tenga vocación para ese estado de vida y lo elija libremente, sin que se vea obligada por las funciones que se quiere desempeñar. Sin embargo, existe una obsesión patológica entre las autoridades eclesiásticas por mantener una práctica que ni siquiera es tan antigua como se nos quiere hacer creer.

El historiador eclesiástico alemán Hubert Wolf describe la evolución del celibato como sigue. En el cristianismo de los orígenes, tal como está reflejado en los escritos del Nuevo Testamento, lo más común era que los sacerdotes estuvieran casados, con la única restricción de que, en caso de enviudar, no les estaría permitido volver a casarse. Los mismos doce apóstoles de Jesús habrían tenido mujer, como era común en el judaísmo de esa época. A partir del siglo IV se les habría exigido a los sacerdotes la abstinencia sexual temporal dentro del matrimonio, pero sólo cuando debían dedicarse al servicio del altar —una Misa, por ejemplo—. A partir de los siglo VI y VII se les pide a los curas en Occidente abstenerse de relaciones sexuales con su mujer, es decir, vivir con ella como si fueran hermanos —lo cual en la práctica difícilmente se cumplía—.

A partir del siglo X, debido a la influencia de algunos Papas que provenían de comunidades monacales que practicaban el celibato y que condenaban las relaciones sexuales como “impureza” y “suciedad”, se les exige a los curas separarse de sus mujeres, a las cuales ya no se llamó “esposas” sino “concubinas”. Y concubina era cualquier mujer que compartiera cama con un cura, ya sea que estuviera casada legítimamente con él o no. Esto generó una amplia resistencia de parte del estrato clerical, y muchas veces se tuvo que imponer esa norma que venía de lo alto con violencia, a sangre y fuego. Por ejemplo, a mediados del siglo XI el Papa León IX convirtió en esclavas de su palacio a todas las mujeres de Roma que convivieran con clérigos. Otro ejemplo fue lo ocurrido en Milán, donde el obispo ofrecía resistencia a los mandatos de Roma. En 1063 el Papa Alejandro II dio la señal para el inicio de una suerte de guerra civil que duraría hasta 1075, donde turbas guiadas por monjes expulsaban a los curas de sus parroquias, o los mataban delante del altar junto con sus mujeres y sus hijos. Y durante su pontificado el Sínodo de Girona de 1068 determinó que todo clérigo que tenga mujer o concubina dejará de ser clérigo, perderá sus prebendas y deberá estar en la Iglesia entre los laicos. Si desobedeciera, ningún cristiano deberá saludarlo, ninguno comer y beber con él, ninguno rezar junto con él en la Iglesia; si se enferma, nadie deberá visitarlo y, en la medida en que muera sin penitencia y comunión, no deberá ser enterrado.

En 1139 se declara por primera vez que la ordenación sacerdotal hace inválido cualquier matrimonio que un clérigo atente con una mujer. Y recién en el Código de Derecho Canónico de 1917 se establece que el matrimonio es impedimento para ser ordenado sacerdote. Por supuesto, hay excepciones, como en las Iglesias orientales, donde hombres casados pueden ser ordenados sacerdotes, o en el caso de sacerdotes casados de la Iglesia anglicana que hayan decidido pasarse a la Iglesia católica.

Pero una cosa son las normas y otra, la vida real. Sería ilusorio creer que, por el solo hecho de existir el precepto del celibato obligatorio para los curas, éstos se convierten en seres angelicales para los cuales la sexualidad no existe. La vida sexual de los clérigos es un hecho, según lo demuestran incontables testimonios históricos. Como reza un dicho popular: «El cura es aquella persona a la que todos llaman padre, menos sus hijos, que lo llaman tío». La convivencia con una mujer ha asumido diversos disfraces y la compañera sentimental del clérigo con frecuencia ha ocupado el puesto de ama de llaves o de cocinera de la casa parroquial.

Lo cierto es que no existe ningún argumento de peso para mantener el celibato obligatorio de los curas, los cuales también tienen derechos, entre ellos el que señala la declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en su artículo 16: «Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia…»

El celibato impuesto es un acto de violencia. Y como acto violento, también tiene consecuencias violentas. La historia de abusos de la Iglesia católica así lo demuestra.

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