estigma

El racismo en el Perú parece haber renacido. Sabemos que es una forma de violencia que se sustenta en una jerarquía en la que son fácilmente reconocibles las condiciones de inferioridad y, por lo tanto, también las de superioridad. Marisol de la Cadena (1988) estudió con detalle el debate intelectual del siglo XX sobre el racismo peruano. En sus diversas etapas, ella resalta que el dilema central fue cómo justificar la jerarquización, si mediante el fenotipo, es decir, la apariencia externa, física de la persona; o basándose en las cualidades internas, como la moral, la inteligencia y la educación, traducidas en señalamientos de incapacidad, descontrol e ignorancia. Hasta los años 80, sostiene la antropóloga, la manera como se resolvió el dilema dio como resultado un “racismo silencioso” entre intelectuales que consiguieron tapar la alusión al color de la piel mediante la referencia al conjunto de sus cualidades morales e intelectuales que, por razones de clase (y no de raza), los ubicaban a ellos (y a algunas ellas) en una posición superior, sin importar cual fuera su postura política. 

Cabría añadir que particularmente después de la publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003), el tema del racismo retornó al mundo intelectual como una práctica que no se podía esconder (se vieron las consecuencias) y que debía desaparecer con urgencia. El reto fue canalizado a través del enfoque intercultural tanto en el Estado como en la academia y fue resultado directo del impacto que tuvo el conflicto armado en los diversos acercamientos teóricos que se pusieron a prueba o fracasaron al tratar de explicar las causas o atender las secuelas del terrorismo en la población más vulnerable y afectada desde el mundo intelectual. 

Pero pocas décadas después, la llegada a la Presidencia de la República de Pedro Castillo ha trastocado un orden jerárquico que los intelectuales, ni los más interculturales, podrían haber previsto: que un sindicalista, rondero, hijo de padres analfabetos y maestro rural de formación, sea ahora el hombre con mayor poder que cualquier intelectual en el gobierno del país. De hecho, las inmediatas consecuencias de la crispación que este acontecimiento produjo en los intelectuales se pudo ver en la cerrada e inesperada defensa de Mario Vargas Llosa a la candidata Keiko Fujimori, sin importar su prontuario delincuencial. 

En las redes sociales y en columnas y videos de opinión, muchos intelectuales dejan muestra de cómo no han podido contener su racismo, que aunque “silencioso” porque alude a las cualidades internas, hasta la fecha es expresado públicamente de forma despectiva, repetitiva y violenta. Para conseguir las razones morales e intelectuales, abandonan exaltados sus principios de racionalidad y van recolectando evidencias falsas o distorsionadas para sustentar la recuperación del orden previo a las elecciones presidenciales. Moralmente han acusado al presidente de tener vínculos con el terrorismo, argumento que poco a poco ha ido perdiendo lustre, particularmente tras la muerte de Abimael Guzmán. A nivel intelectual lo han considerado un ignorante permanente debido a su formación inicial como maestro en un pedagógico de la zona rural de Cajamarca, incapaz de emitir discursos como los que un intelectual produciría. El guardarropa de la familia presidencial, el uso permanente del sombrero y hasta cada uno de sus discursos les han servido de inmediata evidencia de lo maleducado que será para siempre. El estigma ha sido declarado y recorre el diálogo público ya cerca de seis meses. 

El racismo intelectual no se puede esconder tras razones de ese tipo en pleno siglo XXI cuando la prioridad es el futuro. Tanta agresividad expresada de manera casi placentera, nos deja a las peruanas y peruanos boquiabiertos ante intelectuales que en lugar de brindar apoyo y vigilancia a un gobierno de reconstrucción, de poner el hombro para que no se acreciente la vulnerabilidad de los más afectados por la pandemia, se dedican a pedir nuevas elecciones con tal de mantener un orden racista, sin avergonzarse de que una persona corrupta sea quien ocupe el lugar de un maestro elegido democráticamente.

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